El 25 de octubre de 1929, la Bolsa de Nueva York saltaba por los aires provocando la mayor crisis capitalista hasta entonces conocida. Herbert C. Hoover, de ingrato recuerdo, presidía Estados Unidos, que todavía no era la primera potencia mundial. Hoover, hombre hecho a sí mismo según los cánones y métodos de los que triunfan […]
El 25 de octubre de 1929, la Bolsa de Nueva York saltaba por los aires provocando la mayor crisis capitalista hasta entonces conocida. Herbert C. Hoover, de ingrato recuerdo, presidía Estados Unidos, que todavía no era la primera potencia mundial. Hoover, hombre hecho a sí mismo según los cánones y métodos de los que triunfan en esa nación individualista y gremial, se negó a elaborar un plan que sirviese para paliar los sufrimientos de millones y millones de norteamericanos que de la noche a la mañana se vieron sin trabajo y sin nada que comer. Providencialista, pensaba que la caridad y la bondad de los buenos yanquis serían más que suficientes para dar un plato de sopa a los miserables y que, en cualquier caso, era la voluntad de Dios, algo que los hombres tenían que aceptar sin rechistar. La crisis se agravó y se extendió a todo el mundo sin que el Sr. Hoover fuese capaz de mover un dedo por su pueblo: Ya volverían las aguas a su cauce aunque entremedias se llevasen por delante la vida de una multitud de inocentes. Al fin y al cabo vivía en una nación que se había formado a tiro limpio siguiendo los ejemplos del Antiguo Testamento y del Código de Hammurabi.
La situación era desesperada cuando en 1932 Franklin Delano Roosevelt ganó las elecciones presidenciales. Después de una grave enfermedad que le tuvo apartado de la política, Roosevelt llegó al poder con un mensaje regenerador que pondría en marcha todas las potencialidades del país para profundizar en la democracia, limar desigualdades y dar trabajo al mayor número posible de personas: «Si la mitad de los norteamericanos -dijo- se tienen que dedicar a enterrar botellas de coca-cola y la otra mitad a desenterrarlas, lo haremos…». Infraestructuras hidráulicas como las creadas por la Autoridad del Tenesse, autopistas, escuelas, bibliotecas, agencias de desarrollo, subsidios a parados, enfermos y ancianos formaron parte de un proyecto planificado -al que algunos tildaron de socialista- encaminado a sacar al país de una de las coyunturas más graves de su historia. Estados Unidos no desapareció como nación en aquellos años gracias a la acción decidida de unos hombres que vieron en la profundización de la democracia -todavía no existía eso que después se llamó Estado del bienestar- la mejor receta para vencer a la crisis y encontrar el camino del progreso. Las recetas puestas en marcha por Roosevelt no actuaron como una píldora mágica que cura en veinticuatro horas, pero pusieron las bases para crear una sociedad más justa pese a la férrea oposición de los sectores más retardatarios que años más tarde darían al traste con todos sus proyectos, incluido el último: Llevar una política de «buena vecindad» con la URSS, la otra gran potencia que surgió de la derrota nazi.
Evidentemente, sería pueril decir lo contrario a estas alturas, la historia no se repite, pero sí a menudo sus métodos, sobre todo los métodos que utiliza la oligarquía para maximizar beneficios y acaparar todo el poder posible. No sé si esta crisis es más o menos grave que la de 1929, lo que sí sé es que entre los hombres que hoy mandan en el mundo no hay ningún Roosevelt y sí muchos Hoover mediocres dedicados a quemar todos nuestros derechos en la inmensa pira que la oligarquía mundial ha montado contra el sentido común y los logros de siglos. Llevamos cuatro años de crisis, de una crisis que fue propiciada por las prácticas especulativas que permitían las leyes elaboradas ad hoc, la libre circulación de capitales y por la desregulación financiera. Desde la quiebra de Lehman Brothers -uno de cuyos hombres se encarga de la Economía de este país: Luis de Guindos- todo el mundo supo quienes eran los responsables del desastre que se nos venía encima, todos, o casi todos los mecanismos que lo habían permitido. Tras unas primeras reflexiones en voz alta de Sarkozy -es capaz de decir lo que sea con tal de chupar titulares y aparecer a la «altura» de su jefa- sobre la refundación del capitalismo y otras lindezas, los oligarcas unidos de todo el mundo pasaron a la acción: Sí, los bancos, nuestros bancos habían estado en el origen de la crisis, pero así es el juego, pero no nos arrepentimos de nada. Ya que hemos llegado aquí -se dijeron- vamos a conseguir que nadie, absolutamente nadie esté seguro, que el miedo corra de una parte a la otra del mundo en una fracción de segundo. En vez de poner en práctica políticas keynesianas coordinadas y de potenciar el desarrollo a través de comercio justo, haremos todo lo contrario para quitarnos de encima la pesada carga a que nos obliga la democracia desde el final de la II Guerra Mundial.
Dicho y hecho. Al contrario que la clase obrera, dividida en mil estratos, la oligarquía forma un sindicato global sin fisuras que actúa al unísono, al toque de trompeta, aprovechándose de la división de los trabajadores por castas y por naciones. Ante esa perspectiva bien estudiada y la seguridad de que no encontrarían una respuesta global ante sus ataques, decidieron que la mejor forma de eliminar los «costosos» servicios públicos esenciales -cosas tan nimias como la Educación, la Sanidad, el derecho a una prestación por desempleo, a una vejez digna o los límites a las jornada laboral- que les habían sido impuestos contra su voluntad por la Democracia, era asfixiarlos, es decir dejar que el paro aumentase de tal manera que provocase un aumento del déficit que obligase a poner en marcha sucesivos planes de recortes presupuestarios, dentro de una espiral que inevitablemente llevaría a la privatización de todos ellos.
Puede parecer un culebrón, una especie de intriga palaciega llevada al paroxismo, pero a ver de qué modo podemos explicarnos que en cuatro años de crisis no se haya elaborado ni un solo plan de empleo con fondos suficientes como para ser eficaz y acabar así con la dinámica paro-déficit-recortes-paro…, mientras se han entregado cientos de miles de millones de euros públicos a bancos y especuladores de todas las clases, a los que, sin ningún género de dudas, provocaron esta crisis que ha pasado de ser una gran estafa a convertirse en un golpe de Estado global contra la Democracia y los derechos que son consustanciales a ella después de siglos de luchas.
No hay dinero para Sanidad, tampoco para Educación, menos para Dependencias. Ninguno para trabajo, pero en tres meses la UE ha dado un billón de euros a los bancos para que estrangulen la democracia. Ustedes verán, pero esto no es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, esto es la tiranía de una oligarquía dispuesta a convertirnos a todos en esclavos. Son muy pocos, creen tener la sartén por el mango, pero todo depende de nosotros, estamos a tiempo de elegir entre ser ciudadanos dueños de nuestros destinos o súbditos obedientes y sumisos.
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