El horizonte etíope ha provocado siempre una intensa atracción que se hunde por la abisal fosa de los tiempos geológicos. Entregarse al influjo de observar aquella imaginaria línea que separa la pedregosa realidad de la tierra de la etérea presencia del cielo, llevó a los primeros habitantes de aquellas regiones a erguirse sobre sus dos […]
El horizonte etíope ha provocado siempre una intensa atracción que se hunde por la abisal fosa de los tiempos geológicos. Entregarse al influjo de observar aquella imaginaria línea que separa la pedregosa realidad de la tierra de la etérea presencia del cielo, llevó a los primeros habitantes de aquellas regiones a erguirse sobre sus dos patas traseras inaugurando así el nuevo caminar que daría origen al género humano. Varios millones de años después de aquellos primeros y titubeantes pasos, el joven etíope Abu Kurke Kebato logró adentrarse andando al otro lado de la frontera holandesa donde le aguardaba su esposa.
Su historia pasó desapercibida para el paleontólogo Yohannes Haile-Selassie. El investigador del Museo de Historia Natural de Cleveland y sus colaboradores acaban de hacer público el hallazgo en Etiopía de un pequeño hueso del pie perteneciente a una extraña criatura que hace unos tres millones y medio de años compaginaba la vida arbórea con las torpes caminatas a dos patas. El descubrimiento vuelve a confirmar aquella región africana como la cuna de los primeros paseos erguidos de la humanidad, evidenciados ya en la década de los 70 del pasado siglo con la sorprendente aparición de los restos de Lucy, una hembra de austrolopitecus morfológicamente bípeda, encontrados en la remota área del valle de Awash, en la región de Afar.
Posiblemente también Abu era ajeno a los últimos descubrimientos del investigador Haile-Selassie. Sin embargo aquella mañana, ya lejana, en que tomó impulso para dar el primer paso que le conduciría hasta su esposa, no podo ni imaginar que iba a condensar toda la intensidad vitak acumulada en esos cuatro millones de años que le separaban de aquellos remotos seres como Lucy, con los que compartió geografía. La suma de todos esos avatares que durante milenios han marcado el devenir humano, se resumió en él algunas jornadas más tarde, el 26 de marzo del pasado año, en un Trípoli desangrado por la guerra, cuando el joven etíope se dispuso a embarcar allí junto a cuarenta y nueve hombres, veinte mujeres y dos niños en una precaria lancha de goma.
Dos semanas más tarde Abu logró de nuevo pisar tierra. Tras quince días a la deriva, el capricho de las mareas le arrastró devuelta a Libia. Sólo ocho de sus acompañantes tuvieron la fortuna de acompañarle en su frustrado regreso al continente africano. Los otros sesenta y tres náufragos fueron devorados por la muerte, el salitre y, sobre todo, la apatía. Indiferencia como la demostrada por la fragata española Méndez Núñez, que permaneció impasible a solo dos horas de distancia mientras los condenados vomitaban, gemían, agonizaban.
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