En un texto de explicación biográfica, Mauricio Rojas -exiliado con 24 años del Chile de Pinochet, para salvar la vida- responde a la pregunta sobre su abandono del marxismo (y posterior conversión al liberalismo) con la siguiente respuesta breve, que después explica por extenso: «me asusté de mí mismo» [1]. Se asustó de su propio […]
En un texto de explicación biográfica, Mauricio Rojas -exiliado con 24 años del Chile de Pinochet, para salvar la vida- responde a la pregunta sobre su abandono del marxismo (y posterior conversión al liberalismo) con la siguiente respuesta breve, que después explica por extenso: «me asusté de mí mismo» [1].
Se asustó de su propio mesianismo milenarista, que le proporcionaba -creía- «una comprensión total de la historia y un rol sublime en una gesta épica de proporciones grandiosas. (…) ¿Cómo no ser santo, misionero, mártir o inquisidor de una causa tan bella por la cual, sin duda, valía la pena dar la vida propia y también la de muchos otros?» (p. 30-31).
Ay, deberíamos asustarnos de nosotros mismos en muchas más ocasiones… En cuanto marxistas, en cuanto liberales, en cuanto varones patriarcales, en cuanto cristianos de Occidente, en cuanto europeos progresistas, en cuanto españoles del posfranquismo, en cuanto madrileños gobernados por Esperanza Aguirre, en cuanto Homo sapiens destructores de la biosfera… Nos asustamos demasiado poco. Asustarse de ser marxista es un buen comienzo, pero se queda corto.
(Y en cuanto al propio Mauricio Rojas, asusta bastante ver cómo se refiere al golpe de estado militar de 1973, que destruyó la democracia y la legalidad chilena -y a él mismo pudo haberle costado la vida-, como «una lucha fratricida que terminaría desquiciando a su pueblo y destruyendo su antigua democracia» [2]. Desde este punto de vista, todos los asesinatos deberíamos redefinirlos como suicidios -autoagresiones letales por parte de la víctima…)
Quienes a los veinte años han sido marxistas autoritarios y mesiánicos, y luego se caen del burro, tienen un problema. Pero ¿por qué nos lo trasladan a los demás en forma de anticomunismo primario?
La casi irresistible tentación de universalizar las propias angustias, fobias, aficiones y manías… A partir de mi subjetividad arlequinesca deduzco la condición humana. Ay, hermano: tratemos de desocupar un poco esa preciosa alcoba del ego…
Luigi Nono podía metaforizar en su Prometeo la construcción del Hombre Nuevo en el crisol alquímico de la revolución comunista. El marxismo -ya desde el propio Marx- tuvo siempre un alma romántica un poco desbordada, o más que un poco, es cierto. Claro que no se trata de su única alma… Brecht, más cachazudo pero no menos marxista que Nono, podría sonreír: el hombre nuevo no es más que el hombre viejo en situaciones nuevas.
En 1979, Manuel Sacristán reclamaba un cambio político-cultural importante para la izquierda comunista: abandonar la escatología. «La principal conversión que los condicionamientos ecológicos proponen al pensamiento revolucionario consiste en abandonar la espera del Juicio Final, el utopismo, la escatología, deshacerse de milenarismo. Milenarismo es creerse que la Revolución Social es la plenitud de los tiempos, un evento a partir del cual quedarán resueltas todas las tensiones entre las personas y entre éstas y la naturaleza (…). La actitud escatológica se encuentra en todas las corrientes de la izquierda revolucionaria (…) [y] se basa en la comprensión de la dialéctica real como proceso en el que se terminan todas las tensiones o contradicciones. Lo que hemos aprendido sobre el planeta Tierra confirma la necesidad (que siempre existió) de evitar esa visión quiliástica de un futuro paraíso armonioso.»[3]
Se presenta así una tarea compleja a los movimientos sociales que luchan por la supervivencia y la emancipación: «Por el modo como hemos aprendido finalmente a mirar a la Tierra, sabemos que el agente no puede tener por tarea fundamental el ‘liberar las fuerzas productivas de la sociedad’ supuestamente aherrojadas por el capitalismo (…). Por otro lado, la tarea fundamental del agente revolucionario no puede consistir tampoco en coartar, sin más complicaciones, las fuerzas productivas (…). Esta complejidad de lo que tiene que hacer el sujeto revolucionario (…) conlleva un cambio de la imagen tradicional del agente. (…) A juzgar por la complicación de la tarea fundamental descrita, la operación del agente revolucionario tendrá que describirse de un modo mucho menos fáustico y más inspirado en normas de conducta de tradición arcaica. Tan arcaica, que se puede resumir en una de las sentencias de Delfos: ‘De nada en demasía’ (…). De modo que si esta reflexión no está completamente equivocada, deberemos proponernos la inversión de algunos valores de la tradición revolucionaria moderna.»[4]
Marx sin ismos , nos sugería Paco Fernández Buey [5]; y además, insistamos sobre ello, marxismos (en plural) sin mitos. El mito marxista -resume Kenneth Rexroth- sería «una escatología final: el fuego de la revolución, el juicio de la dictadura del proletariado y el terror, la Segunda Venida, cuando la Edad de Oro del comunismo primitivo regrese para ser glorificada de modo inimaginable en un nuevo reino de amor fraternal y divinización del hombre»[6]. Pero Manuel Sacristán -entre otros- nos enseñó, precisamente, un marxismo limpio de tentaciones escatológicas. Nada de parusías milenaristas, sino un marxismo descreído de automatismos históricos, libre de teleología revolucionaria, y muy cercano a esa concepción trágica de la vida que el anarquista Rexroth considera veraz (y yo comparto esa consideración).
Notas:
[1] Mauricio Rojas, «El marxismo y las desventuras de la bondad extrema», Cuadernos de pensamiento político, FAES, Madrid, octubre-diciembre de 2009, p. 27.
[2] «El marxismo y las desventuras de la bondad extrema», op. cit., p. 33.
[3] Sacristán, «Comunicación a las Jornadas de Ecología y Política» de 1979, ahora en Pacifismo, ecología y política alternativa, Icaria, Barcelona 1987, p. 9-10.
[4] Manuel Sacristán, «Comunicación a las jornadas de ecología y política» de 1979, p. 12-13.
[5] Francisco Fernández Buey, Marx sin ismos, Libros del Viejo Topo, Barcelona 1998.
[6] Kenneth Rexroth, Recordando a los clásicos, FCE, México 2001, p. 228.