Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
¿Son anormales los noruegos, o qué? Setenta y siete son masacrados por un asesino que recibe una condena de solo 21 años y no salen a las calles a protestar, incluso cuando su presidente, sin una gota de machismo, dice: «La bomba y las balas apuntaban a cambiar Noruega. El pueblo noruego respondió adhiriéndose a nuestros valores. El asesino fracasó, el pueblo ganó». ¿Qué clase de valores fastidiosos comparten los noruegos? ¿Y qué tienen contra el cambio?
Setenta y siete noruegos pueden parecer pocos en comparación con los casi 3.000 estadounidenses que murieron el día que cambió todo para siempre, Amén. Pero para los 7 millones de noruegos, los ataques del año pasado mataron proporcionalmente a más de ellos que la cantidad de estadounidenses muertos el 11 de septiembre de 2011. Los políticos noruegos no se desvivirán exigiendo medidas más estrictas de seguridad nacional y los ciudadanos no se manifiestan por el Tea Party en las calles exigiendo venganza y clamando por la pena de muerte. Los largos inviernos deben de aumentar su sangre fría.
En EE.UU. «cambio» fue la consigna del día en 2001, y se ha convertido en un mantra político desde entonces. Ehud Barak, exprimer ministro de Israel y actual ministro de Defensa puso las cosas en marcha esa mañana cuando, entrevistado por la BBC, anunció: «El mundo no será el mismo a partir de este día… Es hora de desplegar un esfuerzo global concertado… contra todas las fuentes de terror, consecuentemente durante seis o 10 años… Irán, Irak, Libia».
No nos corresponde discutir si Barak fue un profeta clarividente o un poderoso paladín. El presidente de EE.UU. George W. Bush, manteniéndose alerta, siguió su consejo y se adhirió al mensaje de el «cambio es bueno», fuera de alentar a los estadounidenses a que no olvidaran sus valores, lo que incluía que les dijera que siguieran comprando. Algunas cosas no se pueden cambiar; y la presidencia de Barack Obama, promovida por su atractivo eslogan electoral, muestra que mientras más cambian las cosas, más siguen siendo insensatas.
Pero al parecer no en Noruega. Anders Breivik, el asesino terrorista de 77 personas, 69 de ellas adolescentes, fue declarado legalmente sano por los médicos del tribunal, un título al que también aspiran Bush y Obama. A diferencia de ellos, Breivik obtuvo su día en el tribunal, algo que la ciudadela de los valores democráticos no otorgó a Osama bin Laden y a sus presuntos asociados. A diferencia de bin Laden, sin embargo, Breivik es un ciudadano de Noruega y tiene ciertos derechos a pesar de ser enemigo de sus valores. Se podría esperar que todas las naciones occidentales acordaran semejantes lujos a ciudadanos considerados enemigos, como el adolescente musulmán estadounidense que fue asesinado por un drone del presidente Obama en Pakistán este año. Pero no estamos preocupados por cosas como los valores en el contexto de la política, en especial no en un año electoral cuando los estadounidenses tienen tantas preocupaciones por la bajada del valor de sus propiedades.
Unos días después del veredicto de Breivik, un dirigente religioso israelí hizo su propio veredicto respecto a los enemigos «islamofascistas» de su nación. El rabino Ovadia Yosef del partido Shas llamó a los judíos a orar por la destrucción de Irán, «Cuando decimos ‘que nuestros enemigos sean abatidos’ en Rosh Hashana, debemos dirigirnos contra Irán, los seres malévolos que amenazan a Israel. Dios los abatirá y los matará». Haaretz informa de que el rabino había recibido la visita de altos funcionarios de la defensa israelí, que lo persuadieron para que apoyara un posible ataque contra Irán.
El rabino todavía no ha pronunciado ningún veredicto, sin embargo, respecto al ataque de esa semana de una banda de más de cien israelíes a cuatro jóvenes árabes a plena luz del día en pleno centro de Jerusalén. Los medios se refirieron extrañamente al caso como un «intento de linchamiento», cualquier cosa para evitar un término más adecuado -«pogromo»- y esto en un país que ha visto numerosos ataques de colonos a palestinos durante el año pasado y los han llamado «venganza», venganza contra ellos como represalias por acciones del gobierno israelí contra los colonos. ¿Hay quien hable de «hebreofascismo»?
Si se considera que Israel es aproximadamente un 30% más grande que Noruega y que ni un solo israelí ha sido eliminado por los iraníes, ¿no habría que preguntarse por qué los dirigentes noruegos no han solicitado que sus colegas religiosos pidan a Dios que aniquile a Breivik? Pero esa no sería una analogía justa, porque los noruegos son conocidos por ir poco a la iglesia y obviamente no rinden culto al mismo dios. ¿Pero se hubiera mantenido en el poder un dirigente político estadounidense un año después del 11 de septiembre y proclamado que la respuesta de EE.UU. al ataque sería «más democracia, más apertura y más humanidad, pero nunca ingenuidad»? Bueno, es lo que hizo el presidente noruego en el aniversario de la masacre de Oslo. ¿Cuán insólito es eso?
Evacuado por el agujero de la memoria está el hecho de que inmediatamente después del ataque de Breivik en Oslo los medios, así como el presidente Obama, culparon del ataque a los «terroristas», con todas las connotaciones culturales de la palabra y con titulares pregonando el evento como «el 11-S de Noruega». Cuando resultó que el terrorista no era ningún árabe, la máquina de sesgo funcionó a toda marcha. Tomando de la guía mediática el caso de Timothy McVeigh, se consideró repentinamente que la siempre útil palabra «terrorismo» era políticamente inapropiada. Se utilizó otra nomenclatura, «extrema derecha», «supremacista blanco», «demente», para explicar a los oídos sensibles un atentado con bomba y un asesinato masivo perpetrado por un blanco (cuya apariencia no se diferencia apenas de la de muchos excelentes, jóvenes soldados estadounidenses) y dirigido primordialmente a un grupo juvenil blanco que respalda absolutamente los derechos de los palestinos.
El terrorismo, después de todo, solo puede involucrar actos de violencia cometidos por gente que no se ve ni se viste como nosotros y contra personas cuyas ideologías son favorables al gobierno de EE.UU. y sus amigos, no importa cuán inamistosas puedan ser frecuentemente.
Pero el mayor problema de la saga de Breivik tuvo que ver con sus creencias pro sionistas, pro Israel. En su manifiesto online escribió reveladoramente: «Luchemos junto a Israel, con nuestros hermanos sionistas contra todos los antisionistas».
El hecho de que atentase contra el centro del gobierno de Noruega, que haya criticado enérgicamente la ocupación israelí, que el objetivo de su masacre fuera un grupo político juvenil que promueve activamente un boicot económico a Israel y que el día antes de la masacre el campamento recibiera al ministro de Exteriores de la nación para persuadirlo de sus puntos de vista, debería provocar señales de alarma si se consideran los motivos ideológicos de Breivik. Podrá ser demencial, pero no se puede decir que se trate de supremacía blanca; de otra manera simplemente habría asesinado a muchos inmigrantes de piel oscura que según él desprecia. Es un sentimiento, a propósito, que comparte con demasiados colonos israelíes que están inspirados, en parte, en el teórico sionista Vladimir Jabotinsky.
El manifiesto de Breivik estaba repleto de citas de respetables pro israelíes de la línea dura, incluyendo a la que fue consejera de política exterior de un candidato presidencial estadounidense de la época, la obsequiosa pro israelí Michelle Bachman. Por lo tanto el problema de la adhesión de Breivik al principio mismo de la existencia del Estado sionista de Israel, al cual George W. Bush y Barack Obama, junto con la mayoría del Congreso y el Senado han expresado su fidelidad, nunca se analizó, simplemente se ha ignorado.
Las dos palabras que se vitaron cuidadosamente en el debate de los medios respecto a Breivik fueron «sionismo cristiano», con énfasis no en el adjetivo sino en el sustantivo. Breivik, en su determinación, representa una honestidad muy embarazosa que se encuentra pocas veces entre los que cuenta como sus compañeros de lucha. Desde los columnistas pro israelíes de la línea dura como Daniel Pipes y Frank Gaffey, a los que citó favorablemente en su manifiesto, a los políticos republicanos y demócratas que regularmente prometen una lealtad militante a AIPAC y a Israel, a las decenas de millones de estadounidenses que mientras aporrean sus Biblias envían sus dólares a James Hagee y otros tele-evangelistas, a los likudniks de Israel que los invitan a Tel Aviv y aceptan alegremente esos dólares, el cemento que los une a todos es la creencia bíblica de que la Tierra de Israel pertenece a los judíos y a nadie más.
Ninguno de ellos, por supuesto, apoyaría públicamente el método de Breivik para lograr sus objetivos y solo los menos educados de ellos admitirían que son fundamentalistas con todo lo que significa. Pero su apoyo general a EE.UU., a la OTAN y a la militancia israelí de los últimos 11 años muestra que, como Breivik, están fundamentalmente unidos en la promoción de una agenda expansionista sionista, justificada por las escrituras del Antiguo Testamento. Todas sus posturas «humanitarias» sobre la propagación de la democracia en Medio Oriente y la protección de los civiles de tiranos medievales es el talit para promover una agenda sumamente primitiva que Breivik, arrastrando sus nudillos solo un poco más cerca del suelo que sus mentores, disputa solo en términos de tácticas.
El 11 de septiembre fue, probablemente, la última oportunidad de EE.UU. de hacer un discurso político que incluía la pregunta: ¿Qué les hemos hecho para que nos hagan esto a nosotros? Los ataques de Breivik podrían ser la primera oportunidad de la comunidad mundial para formular una pregunta completamente diferente: Si les hizo esto a ellos, ¿qué quieren hacernos aquéllos por los que lucha?
Muchos observadores creen que el carácter estadounidense ha cambiado drásticamente desde el 11 de septiembre de 2001. Se equivocan; simplemente ha evolucionado: Las victorias en dos guerras mundiales solidificaron el ansia de dominación mundial de los dirigentes de EE.UU., un apetito adquirido durante un siglo de robos de tierras a las tribus indígenas y el robo del antiguo Imperio Español.
El temor y el odio al comunismo, décadas de vida bajo la amenaza de la guerra nuclear, la vida a la sombra de los escándalos de espionaje de la Guerra Fría, mentes repletas de la imaginería violenta del cine y la televisión acentuaron la insolencia de los estadounidenses hacia «el otro» y exacerbaron el racismo histórico que el movimiento por los derechos civiles no logró erradicar, como lo muestra el racismo al revés de los partidarios de Obama que califican incluso críticas serias de su persona como discurso racista/de odio.
El flagelo del SIDA, los ciclos de escándalos de abuso sexual -en gran parte patrañas o extravagantes exageraciones- hicieron más cándidos a los estadounidenses, llevándolos a creer todo tipo de historias de horror presentadas por los medios, y mucho más preocupados del valor de involucrarse en relaciones emocionales interpersonales. Con la intensificación de los temores, no es sorprendente que los estadounidenses sean altamente susceptibles a creer en el mito de la victimización personal y su fe acompañante en la inocencia personal, mientras se exige tolerancia cero para todos los malhechores, con la excepción de sus propias excepcionales personas.
La convicción de décadas anteriores de que «No hay nada que temer más que al propio miedo», después del 11 de septiembre de 2001 se convirtió en la máxima «Nunca se puede estar bastante seguro». Liberales y conservadores, ricos y pobres, a lo largo y ancho de la sociedad estadounidense creen instintivamente que siempre se está en peligro. Los psicólogos lo llaman paranoia; los teólogos, una conciencia sucia. No obstante, este sentido general de inseguridad personal, contra el cual solo un Gran Hermano o Amigo Ricachón podría ofrecer protección, es un terreno fértil para la aceptación general de las torpes acciones de la seguridad Interior y las tiranías legalizadas de la Ley Patriota.
La caída de las Torres Gemelas no hizo caer a los estadounidenses en su propio ser y no los cambió drásticamente más de los que Breivik cambió drásticamente a los noruegos. Ambos eventos sacaron a la luz lo mejor y lo peor de ambas sociedades. Pero en uno de ellos lo peor ya iba ganando terreno.
No obstante, no seamos demasiado duros a la luz de la gravedad de lo que ha pasado. En nuestra admiración por el genio colectivo de EE.UU., que es capaz de hacer limonada si le dan un limón, ofrecemos un detalle del 11 de septiembre que nunca se ha mencionado.
Tres meses después de los ataques, durante un espectáculo conmemorativo, el grupo de rock U2 se presentó ante dos cortinas en forma de torres inscritas con los nombres de los muertos. Al terminar el acto, mientras el estadio se estremecía por los aplausos, dejaron caer repentinamente las cortinas al suelo. Un espectáculo desgarrador. Aparte del aplauso inoportuno en las cortinas aparecían 6.000 nombres, el de las 6.000 personas a las que asesinó aquel día Osama bin Laden. Seis mil, no tres mil.
No es necesario preocuparse de si los productores del show corrigieron alguna vez su error o se disculparon ante los 3.000 estadounidenses cuyos nombres explotaron en aras del show business. Como todos esos nombres, la mayoría de los estadounidenses comprenden perfectamente que ganar o perder solo es la medida de haber participado en el juego, o haber estado en el espectáculo. Sabemos lo que cuenta y todos estamos en lo mismo.
Simplemente no os preguntéis en qué clase de espectáculo nos hemos metido. Especialmente no en un año electoral.
Michael Robeson es un expatriado estadounidense de mediana edad que vive en Roma.
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Fuente: http://www.atimes.com/atimes/Global_Economy/NI11Dj01.html
rCR