Traducción de J. Aristu y Antonio Delgado Torrico
Es ya común decir que la política ha quedado devorada por la economía, entendiendo con esto que aquella no tiene ya el poder de decidir sobre asuntos económicos, los movimientos de capital, el gigantismo financiero, las líneas de inversión. Esto es en gran parte verdad, siempre que quede claro que aquella no ha sido desposeída de los mencionados poderes por una guerra externa o por un golpe de estado interno sino que ha sido despojada por su propia elección, a través de normas y leyes de sus parlamentos, en general solicitadas por sus ejecutivos. La primacía de lo económico ha sido en suma una elección de la política, como fueron los acuerdos de Bretton Woods y el «compromiso capital-trabajo» tras la segunda guerra mundial en Europa. Lo recordamos porque a la antipolítica de derecha y de izquierda, en su polémica alterna con los partidos y el grupo de notables que mantiene las riendas de los mismos, les gusta olvidarlo. Gran parte de las nuevas siglas antipartido que están hoy presentes, no solo en Italia, se consideran vírgenes de la influencia de las viejas camarillas nacidas en el seno de los partidos o de los sindicatos, que han dado lugar a las corruptelas o, cuando menos, a los personalismos hoy imperantes.
El eslogan de Alba «Dejemos que todos se expresen antes de decidir algo» y, el no muy diferente de todos los «Se puede cambiar» y de la desconfianza de muchos movimientos hacia cualquier forma de organización, da por descontado que el principal vicio de partidos y sindicatos se basa no en sus programas sino en sus cúpulas directivas, incluso cuando éstas son elegidas de la forma más democrática. Cualquier poder superior a otro, aun delegado y a pesar de que esté otorgado para una duración transitoria, se convierte en opresión, sostenía Bakunin contra Marx, el cual tampoco iba más allá de un sistema de consejos.
Pero esta tesis, que para Bakunin conducía a un anarquismo sistemático, hoy lleva a distintas siglas a consultar a todos de manera preliminar antes de que una mayoría tome una decisión final, como si una sociedad no fuera más que la simple suma de sus componentes. Cada uno de estos puede ser bien intencionado y sin embargo la suma de las intenciones particulares no corresponde al interés principal de la sociedad de la que estos son miembros – no se trata simplemente de una diversidad de tamaño entre el individuo y la sociedad de la que forma parte sino de la distancia entre el interés individual y el de una colectividad de iguales derechos pero no de iguales necesidades y deseos.
De aquí surge la necesidad de tener cuerpos intermedios que regulen el tránsito de las necesidades y deseos de los individuos a los del grupo, los cuales se forman – como por lo demás también ocurre en lo individual- por la trama de intereses materiales (de clase, de proletarios o no) e inmateriales (ideas de sociedad, ideologías, primacía de la aristocracia o de la igualdad, de una cultura laica e insertada en su tiempo, o bajo el mandato inmutable de una religión, etc.). Desde hace una treintena de años se han venido despreciando las ideas de sociedad y de justicia -catalogadas bajo las fórmulas negativa de «ideologías»- sustituyéndolas por el de la mayoría matemática de las necesidades o deseos, en lugar de una elaboración de unos y de otros; y esto está en la base de la actual confusión de lenguajes, a los que sólo les queda en común el rechazo de cualquier verificación histórica y la reducción de la democracia a la suma de las espontaneidades e inmediateces individuales. De ahí el odio al partido o al sindicato, como a cualquier forma de organización que se atribuya un mandato y unas reglas, basándose por un lado en una suma de experiencia, es decir de historia y cultura, y por otro en una escala de valores ligada a una tradición más o menos laica o religiosa, (relacionadas, pero difícilmente sincrónicas.)
De ahí la complejidad de las relaciones entre el yo y la sociedad. Estas son múltiples y afectan sobre todo a la izquierda. La derecha siempre se identifica con el principio de desigualdad, si no política sí de medios, de situaciones, de saber entre una persona y otra; es más, no sólo entre personas sino también entre países: el más fuerte siempre se presenta como el que sometía al más débil para civilizarlo. En estos días se celebra el cincuentenario de la independencia de Argelia, y toda Francia siente la necesidad de discutir si es justo o no pedir perdón a los argelinos por haberles oprimido durante casi un siglo y medio. ¿Cuándo se ha visto esto? Como mucho se puede reconocer que no hacía falta llevarlos a la miseria, el acto de prepotencia de la colonización tiene miles de razones, pero ninguna excusa ni arrepentimiento. Y además, tampoco los argelinos fueron muy considerados al liberarse de quien les había hecho, durante más de un siglo, esclavos, y cuando se rebelaron se desencadenaron ocho años de guerra sucia.
Pero volvamos a la izquierda, que por el contrario se identifica con el principio de igualdad de derechos y -al menos como posibilidad- de propiedad y de valores (el respeto intercultural). De forma similar al mercado, que se apoya sobre datos cuantitativos, también ella se dice que la suma de deseos de los individuos realizaría el de la «sociedad». El partido más partido de todos, el comunista, ha sido sustituido por el de la mayoría de aquellos que se definen democráticos o simpatizantes. Son las famosas primarias, y es obvio que ya no hablamos del asunto interno de un grupo político preciso en el análisis y en el programa, sino de cualquiera que se considere vagamente interesado en eso.
¿Cómo se ha producido este cambio? Seguramente por la insuficiencia de reglas democráticas en los partidos, ausencia de la que por otro lado no se indica ni su origen ni su historia. Entre el partido comunista, abominado por su jerarquía inmutable, y el Partido Democrático, concebido como absolutamente democrático, es evidente que, a pesar del fatal «centralismo democrático», en el primero se daba por supuesto un flujo del centro a la periferia y de esta al centro seguramente más consistente que en el partido actual, en el que ese flujo falta completamente. El pretendido «centralismo democrático» era detestable, sólo que no ha sido sustituido por la aplicación de reglas que ofrezcan garantía a los derechos del individuo inscrito, excepto con la vaguedad de límites y reglas de un partido de opinión; esto es, no sujeto a ningún programa preciso. El ser, también, similar a un ejército en guerra -guerra de clase- lo «protegía» -al centralismo democrático- de muchos procedimientos que habrían disminuido la eficacia… argumentos que conocemos.
Pero no se ha caminado hacia un examen más atento de los procedimientos, se ha ido hacia la liquidación del proyecto de sociedad con el que se identificaba un partido, con el cual uno se adhería o no. Yendo más al fondo, la preeminencia que se daba al programa de sociedad respecto del de la persona, llegando hasta negar la especificidad, indujo por primera vez al movimiento del 68 a poner el acento en la persona, incluso dando mayor responsabilidad a la persona que al partido o la sociedad. Muy raramente un partido socialista o comunista ha visto surgir de golpe a sus líderes carismáticos como sí ha sucedido con los grupos extraparlamentarios de los años 70. Una parte de la, por otro lado transitoria, simpatía suscitada por Mario Segni venía de este tipo de argumentos. A través del proyecto, de la idea, de la ideología, los que cuentan son él o ella, amados y respetados o censurables o castigables. Hemos llegado al extremo de los vicios de la democracia representativa.
La crítica a la forma partido ha llevado al añadido innecesario de algo que ni es el yo ni es el nosotros de un perímetro social sino un personaje construido en gran medida en el imaginario y expresión más de sensaciones y emociones que de un razonar sobre conceptos bien examinados, pensados y repensados.
Que en Italia esta demonización de la política haya llevado a todo el parlamento a entregarse a la «tecnicidad» en el gobierno, a poner en primer lugar las cifras, bajo el control de los parámetros europeos, no puede por tanto sorprender. Es el recíproco de la opinión, una política exclusivamente contable y monetaria: ¿qué cosa es más indiscutible que un equilibrio presupuestario? Si esto lleva consigo el desmantelamiento de los servicios que ayudan a vivir, a desplazarse o a curarse a los menos afortunados, y a todos los jóvenes a estudiar, no es cosa que esté relacionada con las matemáticas y con el saldo final tras la resta. Sumas en los ingresos en el presupuesto público hay pocas en Europa, como documentaba Mario Pianta (http://www.sbilanciamoci.info/Sezioni/globi/Economia-europea-sono-pessime-quelle-previsioni-16018 ). Si lo que se ha sustraído a lo público se cede a bajo precio a lo privado esto, desde unos objetivos contables, puede parecer incluso un enriquecimiento de lo público, confundido con el estado. La densidad de las vidas, el poco espacio que queda para la salud y el descanso, el retroceso cultural no son léxico de un presupuesto y no tienen nada que ver con su cualidad «técnica». Otra idea de la política, en relación con esta innovación, es la que la está disolviendo en lo efímero de las imágenes o en lo abstracto de la contabilidad.
Publicado en italiano en sbilanciamoci.info
Fuente: http://encampoabierto.wordpress.com/2013/01/02/el-yo-y-la-sociedad/