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Marx y el comunismo moderno

El Marx sin ismos de Francisco Fernández Buey (XVIII)

Fuentes: Rebelión

«Marx sin ismos digo. Pero ¿es eso posible? Y ¿no será eso desvirtuar la intención última de la obra de Marx? ¿Se puede separar a Marx de lo que han sido el marxismo y el comunismo modernos? ¿Acaso se puede escribir sobre Marx sin tener en cuenta lo que han sido los marxismos en este […]

«Marx sin ismos digo. Pero ¿es eso posible? Y ¿no será eso desvirtuar la intención última de la obra de Marx? ¿Se puede separar a Marx de lo que han sido el marxismo y el comunismo modernos? ¿Acaso se puede escribir sobre Marx sin tener en cuenta lo que han sido los marxismos en este siglo? ¿No fue precisamente la intención de Marx fundar un ismo, ese movimiento al que llamamos comunismo? ¿Y no es precisamente esta intención, tan explícitamente declarada, lo que ha diferenciado a Marx de otros científicos sociales del siglo XIX?»

Para contestar a esas preguntas y justificar el título del libro había que ir por partes. Marx fue crítico del marxismo. Así lo dejó escrito Maximilien Rubel «en el título de una obra importante aunque no muy leída». Tenía razón. Que Karl Marx hubiera pretendido fundar una cosa llamada marxismo es más que dudoso. «Marx tenía su ego, como todo hijo de vecino, pero no era Narciso». Era cierto, en cambio, que mientras Marx vivió había algunos que le apreciaron tanto como para llamarse a sí mismos marxistas. Pero también era cierto que él mismo dijo de sí mismo aquello de que «yo no soy marxista». Con el paso del tiempo y la correspondiente descontextualización, la frase, tantas veces citada, había ido perdiendo el significado que tuvo en boca de quien la pronunció. Y tenía punta.

Escribir sobre Marx sin ismos era, pues, para empezar, restaurar el sentido originario de aquel decir de Marx. Nada menos. «Restaurar el sentido de una frase es como volver a dar a la pintura los colores que originalmente tuvo: leerla en su contexto». Cuando Marx había dicho a Engels, un par de veces, entre 1880 y 1881, ya en su vejez, que «yo no soy marxista», estaba protestando: «contra la lectura y aprovechamiento que por entonces hacían de su obra económica y política gentes como los «posibilistas» y guesdistas franceses, intelectuales y estudiantes del partido obrero alemán y «amigos» rusos que interpretaban mecánicamente El capital

Por lo que se sabe de ese momento, Engels era la fuente, Marx dijo aquello riendo. Más allá de la broma quedaba un asunto serio: «a Marx no le gustaba nada lo que empezaba a navegar entre los próximos con el nombre de marxismo». Desde luego: nada podemos saber de «lo que hubiera pensado de otras navegaciones posteriores». Pero, por lo que sabíamos, se tenía pie a restaurar el cuadro de otra manera.

No querría engañar a nadie, apuntaba FFB: «hacer de restaurador tiene algunos peligros, el principal de los cuales es que, a veces, uno se inventa colores demasiado vivos que tal vez no eran los de la paleta del pintor, sino los que aman nuestros ojos». Tratándose de los textos escrito pasaba algo parecido. Sea como fuere, afrontar ese riesgo valía la pena. Afrontarlo, ese era también el punto, «no tiene por qué implicar necesariamente declarase marxista». Era otra cuestión, no había por qué entrar en ella.

De la seria broma metodológica del viejo Marx sólo podían deducirse razonablemente dos cosas.

Primera: al decir «yo no soy marxista» el autor de la frase «no pretendía descalificar a la totalidad de sus seguidores ni, menos aún, renunciar a sus ideas o a influir en otros». Segunda: «para leer bien a Marx no hace falta ser marxista». Quien quisiera serlo tendría que serlo, como pretendía el dramaturgo Heine Muller, necesariamente por comparación con otras cosas y con sus propios argumentos.

Quedaba todavía la otra pregunta: «¿se puede escribir hoy en día sobre Marx sin entrar en el tema de su herencia política, es decir, haciendo caso omiso de lo que ha sido la historia del comunismo en el siglo XX?» La respuesta de FFB: «no sólo se puede (pues, obviamente, hay quien lo hace), sino que se debe». Se debe. Se debía distinguir entre lo que Marx hizo y dijo como comunista, como activista, y lo que dijeron e hicieron otros, a lo largo del tiempo, en su nombre y en nombre de su tradición. Querría argumentar esto un poco, comentaba FFB.

La prostitución del nombre de la cosa de Marx, el comunismo moderno, no era ya responsabilidad de Marx. Mucha gente pensaba que sí lo es e ironizaba ahora sobre que Marx debería pedir perdón a los trabajadores. FFB pensaba que no. «Las tradiciones, como las familias, crean vínculos muy fuertes entre las gentes que viven en ellas. La existencia de estos vínculos fuertes tiene casi siempre como consecuencia el olvido de quién es cada cual en esa tradición: las gentes se quedan sólo con el apellido de la familia, que es lo que se transmite, y pierden el nombre propio. Esto ha ocurrido también en la historia del comunismo. Pero de la misma manera que es injusto culpabilizar a los hijos que llevan un mismo apellido de delitos cometidos por sus padres, o viceversa, así también sería una injusticia histórica cargar al autor del Manifiesto comunista con los errores y delitos de los que siguieron utilizando, con buena o mala voluntad, su apellido». Seamos sensatos por una vez añadía el marxista sin ismo FFB. «A nadie se le ocurriría hoy en día echar sobre los hombros de Jesús de Nazaret la responsabilidad de los delitos cometidos a lo largo de la historia por todos aquellos que llevaron el apellido de cristianos, desde Torquemada al General Pinochet pasando por el General Franco. Y, con toda seguridad, tildaríamos de sectario o insensato a quien pretendiera establecer una relación causal entre el Sermón de la Montaña y la Inquisición romana o española. No sé si en el siglo XVI alguien pensó que Jesús de Nazaret tenía que pedir perdón a los indios de América por las barbaridades que los cristianos europeos hicieron con ellos en el nombre de Cristo» [2]

¿Comparaciones odiosas, se preguntaba FFB? No conocía otra forma más ecuánime de hacer historia de las ideas. Lo había aprendido de Berlin, «con cuya obra sobre Karl Marx, muy conocida, discuto en este libro, precisamente porque en este caso Berlin no me parece ecuánime y porque discutiendo con los maestros se aprende». Puesto ya a las comparaciones odiosas, añadía que también hay algo que aprender de la restauración historiográfica reciente de la vida y los hechos de Jesús de Nazaret: «que ha habido otros evangelios, además de los canónicos, y que el estudio de la documentación descubierta al respecto en los últimos tiempos (desde los evangelios gnósticos a algunos de los Manuscritos del Mar Muerto) muestra que tal vez esas otras historias de la historia sagrada estaban más cerca de la verdad que la Verdad canonizada». En esa comparación se había inspirado para leer a Marx a través de los ojos de tres autores «que no fueron ni comunistas ortodoxos, ni marxistas canónicos, ni evangelistas: Korsch, Rubel y Sacristán». Había varias cosas que diferencian la lectura de Marx que hicieron estos tres maestros. Pero había otras, sustanciales para FFB, en las que coincidían: «el rigor filológico, la atención a los contextos históricos y la total ausencia de beatería no sólo en lo que respecta a Marx sino también en lo que atañe a la historia del comunismo». También ellos hubieran podido decir -de hecho, lo dijeron a su manera- «que ellos no eran marxistas». Sin embargo, «pocas lecturas de Marx seguirán siendo tan estimulantes como las que ellos hicieron.»

En cuanto a la relación entre Marx y el comunismo moderno, no sólo le parecía presuntuoso -sino manifiestamente falso- «deducir de la desaparición del comunismo como Poder la muerte de toda forma de comunismo». Concluir tal cosa ahora, ya entonces, en 1998, era un contrafáctico, una afirmación contra los hechos: «en el mundo sigue habiendo comunistas, personas, partidos y movimientos que se llaman así». Los había en Europa y en América, en Árica y en Asia. Los medios de comunicación, que habían publicado numerosísimas reseñas del Libro negro del comunismo, apenas si se habían fijado en ello, «pero, con motivo del 150 aniversario de la aparición del Manifiesto Comunista», ese mismo año de 1988, se habían reunido en París «mil seiscientas personas, llegadas de Asia y de África, de las dos Américas y de todos los rincones de Europa, que coincidían en esto: la idea de comunismo sigue viva en el mundo» [FFB fue una de ellas]. Tampoco era habitual tener en cuenta la opinión de historiadores, filósofos y literatos que -como Alexander Zinoviev o Giorgio Galli- hacían entonces la defensa del comunismo, del otro comunismo, «sin ser comunistas y después de haber cantado en décadas pasadas verdades como las del lucero del alba que les valieron la acusación de anticomunistas». Eran los otros ex, de los que casi nunca se hablaba, «los que cambiaron de otra manera porque atendieron, contra la corriente, a las otras verdades.»

Antes de ofrecerse como «fiscal para la práctica, tan socorrida, de los juicios sumarísimos en los que, por simplificación, se mete en un mismo saco a las víctimas con los victimarios», convenía ponerse la mano en corazón y preguntarse sin prejuicios «por qué, como decía el título de una película irónica, hay personas que no se avergüenzan de haber tenido padres comunistas, por qué, a pesar de todo, sigue habiendo comunistas en un mundo como en el nuestro». Si seguía habiendo comunistas en este mundo era porque el comunismo de los siglos XIX y XX, el de los tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y padres de los jóvenes de entonces, no había sido sólo poder y despotismo. No. Había sido también «ideario y movimiento de liberación de los anónimos por antonomasia». Un Libro Blanco del comunismo estaba pendiente de escribir o reescribir. «Muchas de las páginas de ese Libro, hoy casi desconocido para los más jóvenes, las bosquejaron personas anónimas que dieron lo mejor de sus vidas en la lucha por la libertad en países en los que no había libertad; en la lucha por la universalización del sufragio en países en los que el sufragio era limitado; en la lucha en favor de la democracia en países donde no había democracia; en la lucha en favor de los derechos sociales de la mayoría donde los derechos sociales eran ignorados u otorgados sólo a una minoría. Muchas de esas personas anónimas, en España y en Grecia, en Italia y en Francia, en Inglaterra y en Portugal, y en tantas otras partes del mundo, no tuvieron nunca ningún poder ni tuvieron nada que ver con el estalinismo, ni oprimieron despóticamente a otros semejantes, ni justificaron la razón de Estado, ni se mancharon las manos con la apropiación privada del dinero público».

Al decir que el Libro Blanco del comunismo estaba por rescribir, FFB no estaba proponiendo la restauración de «una vieja Leyenda para arrinconar o hacer olvidar otras verdades amargas contenidas en los Libros Negros». No era eso; ni siquiera estaba hablando de inocencia. Como había sugerido Brecht «tampoco lo mejor del comunismo del siglo XX, el de aquellos que hubieran querido ser amistosos con el prójimo, pudo, en aquellas circunstancias, ser amable». La historia del comunismo del siglo XX tenía que ser vista como lo que era: como una tragedia. «El siglo XX ha aprendido demasiado sobre el fruto del árbol del Bien y del Mal como para que uno se atreva ahora a emplear la palabra «inocencia» sin más».

FFB hablaba, pues, de justicia. La justicia era también cosa de la historiografía. ¿Qué historiografía se podía proponer a los más jóvenes?, ¿cómo enlazar la biografía intelectual de Marx con las insoslayables preocupaciones de nuestros días? Eran preguntas que se podían tomar como un reto intelectual: «tal vez la mejor manera de entender a Marx desde las preocupaciones de este fin de siglo no pueda ser ya la sencilla reproducción de un gran relato lineal que siguiera cronológicamente los momentos claves de la historia de Europa y del mundo en el siglo XX como en una novela de Balzac o de Tólstoi». Durante mucho tiempo esa había sido la forma «natural» de comprensión de las cosas; «una forma que cuadraba bien con la importancia colectivamente concedida a las tradiciones culturales y, sobre todo, a la transmisión de las ideas básicas de generación en generación». Pero seguramente, señalaba el profesor de humanidades de la UPF, ya no era la forma adecuada. «El gran relato lineal no es ya, desde luego, lo habitual en el ámbito de la narrativa. Y es dudoso que pueda seguir siéndolo en el campo de la historiografía cuando la cultura de las imágenes fragmentadas que ofrecen el cine, la televisión y el vídeo ha calado tan hondamente en nuestras sociedades». El posmodernismo era la etapa superior del capitalismo y, como había escrito su admirado Berger con toda la razón, «el papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir».

Así había sido y así era. Si así había sido y así era entonces, a quienes se habían formado ya en la cultura de las imágenes fragmentadas había que hacerles una propuesta distinta del gran relato cronológico para que se interesasen por lo que Marx fue e hizo, una propuesta que restaurase mediante imágenes fragmentarias la persistencia de la centralidad de la lucha de clases. FFB sugirió ideas sobre ello en los compases finales de este prólogo.

Me detendré ahora en algunos pasajes de los capítulos que componen Marx sin ismos, un libro, que como los buenos vinos o los clásicos, crecen con el tiempo.

Notas:

[1] FFB, Marx sin ismos. El Viejo Topo, Barcelona, 1998.

[2] Añadía FFB: «Sólo conozco a uno que, con valentía, escribió algo parecido a esto. Pero ese alguien no dijo que el que tuviera que pedir perdón fuera Jesús de Nazaret; dijo que los que tenían que hacerse perdonar por sus crímenes eran los cristianos mandamases contemporáneos.». Estaba haciendo referencia, claro está, a Bartolomé de Las Casas.

Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)

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