Tal vez este título suene un poco tosco y aún más, hasta pasado de moda, pero su sentido acudió a mi memoria como una fiel representación de las terribles circunstancias que nos están encaminando hacia una nueva y tal vez inimaginable conflagración bélica. Circulan por el mundo, cabalgando en los cada vez más poderosos «mass […]
Tal vez este título suene un poco tosco y aún más, hasta pasado de moda, pero su sentido acudió a mi memoria como una fiel representación de las terribles circunstancias que nos están encaminando hacia una nueva y tal vez inimaginable conflagración bélica.
Circulan por el mundo, cabalgando en los cada vez más poderosos «mass media» y en las redes informáticas las más variadas y disímiles conjeturas sobre los motivos que justificarían una intervención militar extranjera en Siria de la OTAN, de los EE.UU y sus aliados, de no importa quién fuse el agresor, pero todas ocultan, como la milanesa, la feta de carne, que es su componente básico, la verdadera razón de esa eventual pero cada vez más acuciante amenaza.
La feta de carne es la industria bélica y su insistente y aceitado lobby, cuya influencia en el poder político estadounidense no deja de acrecentarse. Poco importa que la guerra se haga en nombre de la democracia y contra las dictaduras que ayer no más estuvieron asociadas a los intereses occidentales o aliándose con los terroristas de Al Qaeda, enemigos en Mali, bienvenidos en Siria… Si empanamos la carne, todo quedará apeteciblemente encubierto y nuevamente se embaucará a la sociedad mundial con unos pretextos sin embargo cada vez más indigeribles.
Podremos culpar al presidente estadounidense, este o a cualquier otro en su lugar, cuya responsabilidad trata de diluir en consultas al Congreso, pero lo que realmente cuenta es la presión de carácter permanente que ejerce la industria militar estadounidense y en alguna medida también la francesa, cuya importancia relativa no es menor. La conclusión es simple, demasiado simple y tan obvia que es inútil seguir buscando cinco patas al gato: mientras se fabriquen armas habrá que venderlas, habrá que renovarlas, habrá que usarlas…
Y en los EE.UU. es tal la envergadura, el desarrollo tecnológico alcanzado en el «arte de matar», el inconmensurable rédito que genera y las estructuras montadas para justificarlo que unas pocas menciones bastarán para demostrar la casi imposibilidad de intentar formas de disuasión que puedan alcanzar resultados positivos. Por un lado está el Instituto para el Estudio de la Guerra, formado por expertos que elaboran las estrategias (y sus justificaciones) frente a los distintos escenarios posibles y que no dejan de insistir en que «hay que guerrear más». Un instituto financiado, qué duda cabe, por las corporaciones bélicas más importantes del país, constructoras de aviones y portaaviones, de bombas guiadas, de misiles tierra-aire Patriot, Tomahawk, armas de superficie JSOW, aunque estas últimas según su fabricante son bastante económicas porque no superan el medio millón de dólares cada una mientras que el costo de un misil Tomahawk puede llegar al millón, ¡una bicoca! ¡Aunque deberíamos tener en cuenta que no es rehusable!
Pero no son las instituciones públicas como el Consejo de Seguridad nacional o el Centro de Política Internacional o privadas como el mencionado Instituto las que mayor presión ejercen sobre las decisiones gubernamentales sino el sistema de lobbies cuya influencia va desde los niveles comarcales y estatales hasta el Congreso nacional sin distinción de partidos, demócratas o republicanos, lo mismo da.
Un sistema curiosamente admitido, aceptado y tolerado por el país que pregona y hace gala en el mundo de su ejemplaridad democrática. Un sistema que mueve millones de dólares, cifras que según algunas estimaciones pueden llegar hasta los 100.000 millones anuales y que van a parar indefectiblemente al bolsillo de los políticos y a sus campañas electorales, una inversión astutamente calculada sin embargo porque a través de ella es como la corporación militar industrial obtiene contratos por muchos más millones de dólares de los que destina a ese tipo de erogaciones y consigue que los presupuestos bélicos se mantengan en sus más altos niveles. Todo un sistema legal de coimas, aceptado y consagrado por un sistema político que en países «subdesarrollados» como los nuestros se ve y se considera delictivo.
Por otra parte, no son pocas las solapadas amenazas que el actual presidente está recibiendo de la industria bélica relacionadas con los posibles recortes del presupuesto militar, por las que le informan de que miles de operarios se quedarían sin trabajo si se concretan esos propósitos, suspensiones que se podrían anunciar, vaya coincidencia, a principios de noviembre en circunstancias en que se inicien los comicios en los que Obama deberá jugarse la reelección.
Todas esas amenazas tienen su principal origen en la reciente decisión de Obama de disminuir un 23% el presupuesto destinado a operaciones bélicas debido a la finalización de la campaña de Irak y a la prevista salida de Afganistán. Decisiones que por lo visto causan profundo escozor en los fabricantes de armas y que los ciudadanos estadounidenses, por evidente desinformación, no están apoyando suficientemente.
No hace mucho tiempo cuando arreciaron (y se incentivaron) los rumores de un conflicto entre las dos Coreas, los «señores de la guerra» (creo que son los fabricantes de armas los que verdaderamente merecen ese nombre), bailaron entusiasmados y se activó la venta de sus equipos bélicos en la región, momentáneamente esfumada esa posibilidad todas las miradas se dirigen ahora otra vez al Medio Oriente, hacia donde ha zarpado desde alguna de las 737 bases militares que oficialmente tienen los EE.UU. en el orbe, y ya se halla navegando despreocupada aunque sigilosamente por el mar Rojo, alguna fragata estadounidense.
En síntesis, no se trata ya de la menor o mayor opresión de un gobernante, tampoco de las ansias demócráticas de los pueblos, de la búsqueda de la independencia o del desarrollo económico autónomo de un país, todas y cada una de esas circunstancias «adecuadamente aderezadas y difundidas» por la prensa internacional se convierten en el mejor caldo de cultivo para atizar el más grande, ignominioso y artero negocio del mundo: la fabricación de armas, proyectiles e infraestructura conexa: esa es la verdad de la milanesa.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR