Hace ya algunos años se cuestionaba Mónica Vargas Aguirre (El Siglo/La Insignia, Chile) lo siguiente: por la estrategia neoliberal utilizada en función de producir la atomización generalizada de la sociedad, las preguntas que aparecen como necesarias a responder se relacionan con: ¿Cómo se producen estos cambios? ¿Qué fuerzas son las que tienen que actuar para […]
Hace ya algunos años se cuestionaba Mónica Vargas Aguirre (El Siglo/La Insignia, Chile) lo siguiente: por la estrategia neoliberal utilizada en función de producir la atomización generalizada de la sociedad, las preguntas que aparecen como necesarias a responder se relacionan con: ¿Cómo se producen estos cambios? ¿Qué fuerzas son las que tienen que actuar para lograr que una población solidaria se vuelva desconfiada y apática? ¿Qué fibras del funcionamiento social hay que tocar para que las personas se muestren reacias a las organizaciones? ¿Qué hay que hacer para que no se produzca el encuentro entre los iguales?
Y respondía: primero debemos difundir políticas sociales que fomente la competitividad entre los beneficiarios, es decir, dejar claro que no alcanza para todos, sólo algunos serán los «beneficiarios». Es necesario, por tanto, cumplir una serie de requisitos para alcanzar algún pedazo de la torta.
A esta competencia por el recurso escaso producto de políticas sociales fomentadoras del egoísmo más que de la solidaridad, se le agrega una estrategia comunicacional que rescata la violencia y la delincuencia como el hecho social que cruza todas las actividades cotidianas. Se comienza a gestar ese «temor al otro», ese otro cualquiera que es un abstracto sin figura, es un «puedes ser» del imaginario colectivo de los habitantes de nuestra ciudad. Cuando la población urbana se ve afectada por un temor profundo hacia aquel que tiene a su lado, se enfrenta al dilema de relacionarse o no con ese otro, la esquizofrenia se produce en la obligatoriedad de la relación versus el temor a ésta.
Hoy, más que nunca, las personas deben salir de los hogares en busca de satisfactores, la interacción con otros es una estrategia de sobrevivencia, se sale al mundo como a la selva en la cual se corre el riesgo de ser devorado. Se debe trabajar, producir, en función de la obtención de los recursos financieros necesarios que permitan adquirir en el mercado cosas, cosas indefinidamente descritas, ni la necesidad ni el uso son claros. La única claridad es la dada por la exigencia de consumo, consumo también difuso, la línea entre lo indispensable y lo forzado a comprar es borrosa, se pierde en la maraña del marketing generador de exigencias.
Las personas deben tener un nivel de consumo que les permita hacer saber que existen, existencia supeditada a la capacidad de compra, ya no hay alternativa posible, todo se transa, el mercado lo regula todo, desde las más íntimas relaciones hasta aquellas más suntuarias satisfacciones.
La doctrina de seguridad ciudadana viene a hacer las veces de represión subliminal, que a la larga se traduce en autocensura, es «un algo» que está en el aire y mantiene a las personas bajo temor constante, que tiene que ver con una construcción psicológica a partir de una imagen de sociedad insegura y violenta. Este miedo provoca a su vez reacciones de autodefensa que pueden manifestarse en agresiones. Esto pudiésemos pensar que es el tránsito de una violencia que va desde lo imaginario a lo real.
Por otra parte la construcción por medio de imágenes y discursos de la violencia vista sólo desde la dimensión delictual pone un manto que hace invisible las otras violencias presentes en la sociedad y que se relacionan con la injusticia y la inadecuada distribución, aquellas violencias nacidas de un sistema que intenta presentar el delito fuera del contexto en que nace y, por tanto, que no cuestiona el modelo imperante sino que, por el contrario, revierte esta verdad a su favor exagerando las consecuencias y minimizando las causas. Permitiendo así consolidar el tercer eje del modelo neoliberal, es decir, el individualismo y la no asociatividad.
¿A quién le sirve entonces la imposición de la doctrina de seguridad ciudadana?, Bueno pues, es provechosa para aquellos que tienen puesta la mirada en el corto plazo y que sólo ven por la rentabilidad de sus propios capitales y jamás el bien social, le sirve a los partidarios de la imposición del modelo.
¿Cuál es el peligro? El peligro es que este discurso sea asumido como verdadero y sin mayor cuestionamiento por aquellos que están por la justicia social y por un mundo más humano, sin capacidad de proponer cambios, obnubilados por el perorata impuesta por los sectores económica y políticamente poderosos. Si esto sucede, como me temo que está pasando, se cierran las puertas a la construcción de alternativas de funcionamiento de nuestra sociedad.
La batalla ganada por el liberalismo en el mundo dejó en un debilitamiento tal a los pensadores y constructores de otras tendencias que provocaron un mar de desencantados que creyeron estar solos en la lucha y que se ahogaron en esa falsa creencia. Hoy es tiempo de reencantarse y de salir al paso a aquel discurso que transmite la promesa neoliberal. Hoy ya son suficientes los argumentos que justifican la construcción de nuevas alternativas que permitan una mayor equidad y sustentabilidad.
En el momento climático del Estado benefactor y del keynesianismo, Marshall se atrevió a imaginar la justicia distributiva como algo ligado a la ciudadanía y a la vez, a ésta última como instrumento de lucha contra las desigualdades económicas (Ciriza, 2001, pp.3 y 4). El neoliberalismo ha invertido diametralmente este sueño: hoy la desigualdad social desciudadaniza y la desciudadanización reproducen ampliamente la injusticia. El neoliberalismo camina en sentido contrario a lo que es la democracia en su definición mínima: el conjunto de reglas, valores e instituciones que garantizan la existencia de la ciudadanía.
Por varias razones, el neoliberalismo es fuente y nuevo contexto de la violencia que hoy vive América Latina. Profundiza la injusticia social y con ello los conflictos sociales, construye un Estado que privilegia las penas y condenas del delito en lugar de su prevención; al mismo tiempo debilita la presencia estatal en la sociedad y crea los vacíos por donde se cuelan crimen organizado, delincuencia común y poder y justicia informal. Y todo este contexto contribuye a la crisis de legitimidad que ha sido la base de rebeliones y protestas populares de los últimos años en la región.
Este clima de temor produce una represión subliminal en los ciudadanos, y por ello mismo son orientados hacia la «no participación» como medida de seguridad personal. Y lo que se inicia como un encerrarse en su casa, salir lo menos posible, llega hasta la indiferencia política, hasta el no ejercicio del derecho y el deber de elegir los gobernantes.
Y uno se pregunta: ¿a quién o quiénes favorece la aplicación de medidas mediáticas que nos inducen hacia «el miedo del otro? Y extendiéndolo aún más: ¿recuerdan Ustedes cómo en la campaña pasada caímos todos en la trampa de que el nuevo gobierno combatiría hasta su eliminación la violencia y la criminalidad? Y sin pruebas estadísticas confiables, sino basados en un amarillismo fomentado ex profeso, los ciudadanos se tragaron esa rueda de molino creada por la campaña de los paridos neoliberales, sin darse cuenta que era una estrategia como la que venimos explicando.
La cuestión de hoy es ¿con qué nos saldrán hoy Liberación Nacional, los socialcristianos y los libertarios? Ya no pueden volver a utilizar el expediente de la inseguridad ciudadana. El daño ya está hecho: vivimos atemorizados por la delincuencia común y la delincuencia de cuello blanco que se entronizó en todas las organizaciones, públicas y privadas. ¿Llegaremos al nivel de barbarie que exhiben norteamericanos y europeos?
Como señaló Pablo Bilsky (Rosario, Argentina) además de invadir países, las potencias del denominado Primer Mundo reprimen con alevosía a sus propios ciudadanos indignados. Palos, balas y gases, sumados a la cínica violencia simbólica de los medios al servicio de las corporaciones. El ajuste con sangre entra, y en Estados Unidos. y Europa los gobiernos parecen dispuestos a todo para salvar a los banqueros. En Nueva York la policía destruyó miles de libros. En Inglaterra, la prensa comparó a los manifestantes con «los nazis». La democracia, la política y la ciudadanía boquean, se ahogan, se asfixian gaseadas. Todo para que respiren los mercados.
La división del trabajo funciona como un pulcro y preciso relojito, propio del Primer Mundo, los países serios, maduros y bien organizados. Los medios se ocupan de la violencia simbólica: ignorar, ningunear, burlarse de los manifestantes que ejercen su libertad de expresión, y sobre todo justificar la represión. La policía, por su parte, tiene a su cargo la violencia física: palazos, balas y gases asfixiantes. Los «mercados», los que mandan, completan el cuadro: ejercen y se benefician de la violencia sistémica, la violencia que es inherente al capitalismo actual y su cada vez más injusto reparto de la renta, la misma que denuncian los ciudadanos indignados que se aguantan los palos, las balas y los gases.
Tan prolija división de tareas dentro del poder dominante devela la tres patas de un esquema fundamentalmente dictatorial, tiránico, que pisotea los derechos sociales y políticos de los ciudadanos, vacía de contenido la democracia, o directamente la borra a golpes de mercado.
Las mismas potencias que pretenden erigirse en árbitros de la democracia, que trazan en el mundo los ejes del mal y del bien, que deciden cuáles países pueden tener energía nuclear y cuáles no, ejercen las formas más brutales de represión, tanto dentro de sus fronteras como en el exterior, en los países que bombardean y arrasan para saquear sus recursos naturales y luego beneficiarse con el negocio de reconstruir lo que ellos mismos devastaron.
Reflexionemos, por favor, reflexionemos. Analicemos las propuestas de los partidos políticos que lucharán por capturar el poder público, si es que las tienen. Señalemos con el dedo a los mafiócratas que nuevamente desean colocarse en los cargos de elección popular. Todavía estamos a tiempo de no caer en la barbarie de esos países que se consideran a sí mismo como desarrollados. Así como tampoco en las prácticas de esclavitud y explotación de otros ubicados en el oriente. Tratemos de conservar nuestra forma de ser. Despojémonos del miedo que nos inocularon y seamos libres.
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