Un nuevo libro de la -en general- excelente y reconocida colección «¡Vaya timo!» (tentada -y dominada- en ocasiones por las sirenas del cientificismo), dirigida por Javier Armentia y editada por Laetoli en colaboración con la Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico. El autor, Gabriel Andrade [GA], es sociólogo, maestro en Filosofía y doctor en […]
Un nuevo libro de la -en general- excelente y reconocida colección «¡Vaya timo!» (tentada -y dominada- en ocasiones por las sirenas del cientificismo), dirigida por Javier Armentia y editada por Laetoli en colaboración con la Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico. El autor, Gabriel Andrade [GA], es sociólogo, maestro en Filosofía y doctor en ciencias humanas por la Universidad del Zulia, donde es profesor.
El prologuista, el filósofo, científico y humanista Mario Bunge señala en su presentación -justísimo homenaje cinematográfico- «Un sudamericano en París»: «En resumen, ésta es una excelente exposición crítica de uno de los perores fraudes intelectuales de todos los siglos. Su autor expone con admirable claridad las oscuridades de escritores que no han descubierto sino esto: que cuando no se tiene nada nuevo ni interesante que decir, basto con decirlo en forma enrevesada para ser tomado por gente ingenua y de buena fe» (pp. 8-9). Al autor de La investigación científica solo le queda una duda (¡es pura retórica, no se asusten!): de tanto leer tanta sandez y tanta simulación, ¿no se le habrá aflojado algún tornillo a nuestro autor?». Los lectores atentos dirán, concluye el doctor Bunge.
Este lector, que ha intentado estar tan atento como ha sido capaz, puede responder: ningún tornillo se ha aflojado al autor, pero, sin quitar ningún mérito (y menos aún razón ni razones esgrimidas) a algunos o incluso a muchos de sus comentarios, reflexiones y observaciones (nada serviles por otra parte: GA piensa siempre con su propia y orgullosa cabeza), opera a veces con brocha tan gorda o trazado tan grueso que la fundamentación crítica de su aproximación queda un poco desguarnecida sin que lo que acabo de comentar implique ningún desacuerdo de fondo en la que posiblemente sea su tesis central: «el posmodernismo es fundamentalmente el rechazo más reciente de la Ilustración y el proyecto de la modernidad» (p. 61).
Daré algunos ejemplos empezando por una curiosa recomendación bibliográfica del propio autor. Escribe GA, indicando una lectura complementaria para el capítulo 7º de su ensayo: «Ibn Warraq, Por qué no soy musulmán, Ediciones del Bronce,… Además de ser un manifiesto apóstata, el autor defiende los méritos de la civilización occidental y ataca duramente a críticos poscoloniales como Edward Said». ¿No hay error, está hablando realmente de Edward Said? No hay error. Habla del autor de Orientalismo, de una obra que GA ridiculiza como la Biblia de los estudios poscoloniales «que han servido como base para la occidentofobia de inspiración posmoderna» (p. 189).
Con más detalle formulo algunos comentarios:
1. Sobre los artistas y la imagen.
El posmodernismo, sostiene GA, «goza de prestigio dentro y fuera de la universidad». Sus defensores tienen «algo que atrae, y no es precisamente la claridad y profundidad de sus ideas. Se trata más bien de una especie de sex appeal que genera seguidores de todo tipo». Son estrellas de rock del mundo académico, en opinión de nuestro profesor universitario venezolano: los jóvenes quieren ser como ellos. Y no sólo es eso: «Muchos llevan el pelo largo, fuman en pipa, utilizan trajes exóticos; en fin, parecen preocuparse por su imagen. En esto se asemejan más a los artistas que a los profesores universitarios convencionales». Y la verdad no sé ve qué hay de malo en asemejarse a los artistas, incluso en cuidar la imagen con prudencia, llevando el pelo largo o fumando en pipa.
¿De verdad que esto es una caracterización crítica del posmodernismo? ¿No será más bien una apología trasnochada del conservadurismo?
2. La irrupción del capitalismo.
Se han escrito toneladas de libros, artículos y notas sobre los inicios del capitalismo. El autor, GA, sociólogo por cierto, lo explica así:
[…] Las ciudades empezaron a crecer y los Estados se volvieron mucho más complejos. Nació así la burocracia como medio para optimizar la organización y la toma de decisiones. Las redes comerciales se expandieron significativamente. La producción económica se volvió mucho más eficiente…»
y esto, sostiene GA, «trajo consigo el nacimiento capitalismo. ¿Eso esencialmente? ¿Que la producción económica fue más eficiente? ¿No estamos ante una vindicación indocumentada del modo de producción preferido por Milton Friedman?
3. Picasso y Joyce.
GA es, además de crítico, un crítico atrevido. No se corta ni un pelo. Un ejemplo: «Las grandes obras de Picasso no tienen un buen cultivo de la perspectiva, y las novelas de Joyce rayan en lo desordenado y absurdo, pero podemos admitir que forman parte del patrimonio artístico de la humanidad» (p. 20). ¿Y por qué, por qué debemos admitir que forman parte de ese patrimonio si la narrativa de Joyce raya lo absurdo y Picasso no tenía ni idea de perspectiva?
Por cierto, de Joyce, algunas páginas más tarde, el autor escribe lo siguiente: «Algunos maestros de la literatura han sabido explotar esto y han buscado deliberadamente producir textos sin sentido, André Breton, James Joyce y Ramón Gómez de la Serna, entre otros, destacaron por haber desarrollado esa técnica» (p. 67). Presumiblemente, conjetura, su intención era formar «imágenes incoherentes con el fin de explotar nuestra sensibilidad estética».
Hablando de incoherencias: ¿es coherente una y otra aproximación a Joyce?
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4. Izquierda y posmodernidad.
Los posmodernos, asegura GA, resultan atractivos a los excluidos de siempre (¡de siempre!): negros, inmigrantes, homosexuales, mujeres, obreros, discapacitados (¿también a los discapacitados? ¿a qué discapacitados?), etc».
No sólo eso: los posmodernos, sostiene GA, «han hecho creer a estos excluidos que la racionalidad y la modernidad en general son los responsables de haber creado la exclusión y cortado la libertad con sus «discursos totalizantes» y rígidas reglas de pensamiento» (p. 23). Ha resultado inevitable, concluye, que los excluidos «vean en ellos unos aliados, sin detenerse realmente a considerar si oponerse al predominio de la racionalidad y a cualquier forma de sistema constituirá una mejora en sus condiciones de vida». ¿GA no conoce las posiciones y reflexiones críticas de un amplio sector de la izquierda sobre el posmodernismo? ¿De verdad que no? ¿Hace falta citar aquí 1.917 nombres de pensadores de izquierda críticos con el postmodernismo? ¿Le suenan Sokal y Bricmont por ejemplo?
Por lo demás, ¿qué visión tiene GA de la izquierda? Esta tal vez: «Ir a manifestaciones es divertido. Para muchos jóvenes estudiantes son un pretexto para no tener la obligación de ir a clase. Muchas parejas se han conocido en las manifestaciones y ese (¿ese?) amor ha resultado verdadero» (p. 27). ¿No les recuerda este paso al pensamiento ultraconservador del Opus Dei?
Por lo demás, siguiendo en esto la estela del prologuista, GA confunde siempre que puede (y puede muchas veces) izquierda e izquierdismo (p. 29) y sostiene además que muchos (¡muchos!) políticos izquierdistas defienden «la enseñanza religiosa en las escuelas públicas». ¿En Marte, en Júpiter? ¿Dónde? ¿En qué galaxia?
Su opinión sobre estos «izquierdistas» queda bien recogida en el siguiente paso: «Pero la retórica izquierdista latinoamericana y española no ha podido (o querido) advertir las diferencias entre la derecha liberal y la derecha reaccionaria y suele aglutinarlas como un solo enemigo». Esto ha dado pie, prosigue, a que muchos demagogos, izquierdistas por supuesto, «pronuncien oximorones tales como fascismo neoliberal sin advertir la incompatibilidad entre el fascismo, opuesto a los ideales de la Revolución francesa y el liberalismo, que es precisamente heredero de dicha Revolución» (p. 35). ¿De qué herencia ilustrada es heredero el neoliberalismo pinochetista? ¿Nuestro autor es sociólogo y, además, sudamericano?
La izquierda, para nuestro autor, la nueva izquierda para ser más preciso, busca «más bien la conservación de la mayor parte de las instituciones de las sociedades ajenas al predominio de la ciencia y la racionalidad» (p. 37). What! ¡Ajenas al predominio de la ciencia y la racionalidad! De hecho, GA asegura que la izquierda posmoderna ha sustituido la lucha contra el capitalismo por la lucha «contra la hegemonía cultural del Occidente racionalista y moderno» que a él, por supuesto, le parece o parece parecerle un edén de justicia y excelencia.
En cuanto a las causas que han hecho a la izquierda abrazar el posmodernismo, GA señala la siguiente. No cambio ni una sola coma ni un acento: «Asimismo, el manejo brutal de la revuelta estudiantil en Checoslovaquia ese mismo año [1968] y la invasión soviética hicieron pena a un sector de la izquierda que la URSS al abrazar el progreso científico y el predominio de la técnica y la racionalidad (evidentes en la exploración espacial, por ejemplo), se estaba convirtiendo en un terrible sistema totalitario». ¡Hicieron pena! Nuevamente, afirma, «esto motivó que un creciente sector de la izquierda se volcara hacia el posmodernismo» (p. 38). ¿A finales de los sesenta? ¿Qué sector de la izquierda? ¿Por la invasión de Praga y la identificación del invasor con un país avanzado en asunto tecnocientíficos?
Por si faltara algo, esta es la guinda del pastel: la izquierda, en opinión de GA, ha sido «usada y abusada por charlatanes que quieren convencer a la clase trabajadora de que el abandono de lo que ellos llaman «discursos totalizantes» los librará finalmente de la explotación» (p. 41). ¿De qué izquierda realmente existente estará hablando GA? ¿Convencer a la clase trabajadora realmente existente de los peligros de los discursos totalizantes?
5.Colonialismo.
En el capítulo 7, lo señala el mismo autor en su presentación, GA defiende la idea de que, aunque el colonialismo occidental (y «la misión civilizatoria» europea en general) ha tenido consecuencias muy graves, «tuvo también sus méritos». ¿Qué méritos? Difundir la racionalidad y la ilustración en sociedades tribales «con costumbres premodernas similares a la Edad Media europea». Por todo ello, señala GA, atacará -y además, «especialmente»- al posmoderno Edward Said quien, sostiene, «consideraba que el conocimiento arqueológico, histórico, lingüístico y geográfico sobre América, África y Asia estuvo desvirtuado y obedeció a meros intereses de explotación colonial» (p. 25). ¿Qué habrá leído y cómo habrá leído GA al gran escritor e intelectual palestino-norteamericano? ¿No suena a viejo, viejísimo, y desde luego justificador, este balance del colonialismo?
6. Evangelización de América.
Los posmodernos, en opinión del autor, no alcanzan a apreciar que, detrás de todo un ropaje de creencias irracionales, en la evangelización (sic) de América hay un aspecto muy loable. ¿Qué aspecto? El siguiente: «En un célebre debate frente a Ginés de Sepúlveda, Bartolomé de las Casas argumento que los indígenas tienen alma y son seres humanos, y por ello debe intentarse convertirlos al cristianismo» (p. 175). A lo que GA agrega que pocos Imperios se han preocupado por considerar la Humanidad de sus súbditos; los imperios occidentales, afirma, fueron los primeros en hacerlo. Los españoles, asegura, asumieron que tenían la obligación de universalizar las costumbres y creencias, precisamente a partir (sic) de la premisa de la unidad de la especie humana.
El autor debería leer La gran perturbación de Francisco Fernández Buey para darse cuenta de las dimensiones simplificadoras de su aproximación. ¡Imperios preocupados por la Humanidad de sus súbditos! ¿De dónde extrae sus afirmaciones nuestro autor?
Sin entrar en detalles de cómo el autor presenta a Vico (p. 53) o a Rousseau (p. 54), de cómo atribuye a Bunge comentarios que tienen su origen en Carnap (pp. 67-68), de su vindicación del concepto de misión civilizadora que parece tomar en la noción de imperialismo ético de Fernando Savater (p. 178), de su caracterización del principio de no contradicción como axioma lógico, de su imprecisión al señalar que una Universidad venezolana denegó el honoris a causa a Borges (sin indicar año ni Universidad) o de presentar el método científico de una forma muy pero que muy escolar y algo ridícula (p. 104), de su aproximación crítica al relativismo quineano («En su rechazo a la certeza de los axiomas de la lógica, terminó por abrir camino a los posmodernos que abrazan formas extremas de relativismo», p.117. ¡El gran Quine como un pre-postmodernista!), de su idealización de las prácticas científicas realmente existente y del papel histórico de la ciencia como institución (p. 137), de su simplificadora aproximación a las tesis de Spivak (p. 166) o de Boaventura de Sousa Santos (p. 173), su estática (y más que oportunista) mirada sobre un Marx «progresista» posteriormente autorevisado (p. 176), su bendición del eurocentrismo («debemos asumir que los valores nacidos en Europa. Como la democracia o el igualitarismo, deben ser aplicados universalmente», p. 183), su ubicación de Adorno y Horkheimer como responsables de uno de los grandes clichés posmodernos (p. 296), su ahistórica aproximación al luddismo (p. 213), su escasa sensibilidad para ver la grandeza cinematográfica y cultural de Tiempos modernos (p. 214), su pueril tecnofilia a propósito de los problemas ecológicos (p. 217), su absoluta desinformación en el tema de los trasgénicos (p. 221), su pobre aproximación a Marx y a la tradición marxista (p. 225), su precipitación en la atribución de un error sobre tabula rasa a Stephen Jay Gould que nunca cometió (p. 255), su más que optimista reflexión sobre el lugar social de las mujeres en las sociedades occidentales (p. 267), etc. etc, cabe preguntarse por el concepto de racionalidad que el autor defiende a lo largo del libro. ¿Dónde está, dónde se ubica? ¿Dónde define el autor una noción que maneja a diestra y siniestra para descalificar al posmodernismo y cualquier corriente, tendencia o cosmovisión que el autor sitúa en sus alrededores?
De hecho, algunas afirmaciones críticas y algunas arriesgadas conjeturas (presentadas como tales) dan pie a la máxima alarma. Este paso sería un ejemplo de lo primero: «El posmoderno Michel Foucault, por ejemplo, sentía fascinación por un ficticio sistema de clasificación chino (inventado por Jorge Luis Borges)» (p. 110). ¿Quién no? En esa sistema, prosigue HA, los animales se dividen en categorías como las siguientes: pertenecientes al emperador, embalsamados, sirenas, lechones, etc. Foucault, afirma GA, «veía en este sistema de clasificación una muestra de racionalidad no científica». Más allá que el sistema borgiano coincida exactamente con el sistema explicitado por el autor, ¿qué problema hay que Foucault lo «señalara», fascinado, como un sistema de racionalidad no científica? ¿ A quién no ha fascinado la ficción taxonómica del autor de «La biblioteca de Babel»?
Este otro sería un ejemplo de lo segundo: «Por mi parte, me atrevo a especular (y advierto que esto es sólo una especulación y no pretendo que tenga mucho valor explicativo) que el ataque de Feyerabend contra la ciencia se debió a un resentimiento que se cultivó en él como consecuencia de una vieja herida de bala sufrida en la Segunda Guerra Mundial, a l que nunca pudieron dar solución los tratamientos médicos científicos» (p. 125). ¿Y quien escribe un paso así, una «explicación» de estas características, se atreve a afirmar al mismo tiempo que el psicoanálisis está más que próximo a las pseudociencias? ¿Y su «explicación» no las supera y abona a un tiempo?
En síntesis, la prudencia y equilibrio de Sokal y Bricmont, autores que GA cita con admiración, no siempre están presentes -mejor dicho: casi nunca están resentes- en esta aproximación poco matizada al posmodernismo.
PA. A propósito de Edward Said, en el décimo aniversario de su fallecimiento, vale la pena recordar algunos fragmentos de este texto de Hamid Dabashi (Hagop Kevorkian Profesor de Estudios Iraníes y Literatura Comparada en Columbia University, autor del libro Post-Orientalismo: Knowledge and Power in Time of Terror (2008), fuente: http://www.aljazeera.com/indepth/opinion/2013/09/name-enables-remembering-edward-said-201392411645948919.html) traducido al castellano por Silvia Arana para rebelión: «El nombre que lo hace posible: Recordando a Edward Said» [1]. Se publicó en Al Jazzera, a finales de septiembre de 2013. Lo abría este verso de Auden: «Detened los relojes… desfilen los dolientes».
El leitmotiv común al escribir para un aniversario especial de la muerte de un amigo es un fuerte sentido de nostalgia -cuán maravillosas eran las cosas cuando él estaba vivo y cuán tristes son ahora que no está. Este sentido de nostalgia se hace aún más fuerte cuando el amigo fallecido es un intelectual sobresaliente, cuya voz y cuya visión fueron determinantes para una época, que ahora parece casi irreversiblemente cambiada. Cuando el sitio de tal cambio drástico es el hogar y el entorno de aquel colega, con Palestina como su epicentro y más allá, el mundo árabe y musulmán, ganando momentum alrededor de ella, el acto de remembranza se vuelve decididamente alegórico.
[…] Es hecho es que, cuando hoy pienso en Edward Said y en el periodo de más de una década en el que tuve la fortuna de conocerlo como amigo y colega en Columbia, el sentimiento que predomina no es el de pérdida -sino una sensación de suspensión, de pausa. Algunas personas, me parece a mí, nunca mueren para aquellos cuya moral e imaginación política están enraizadas orgánicamente en su memoria. Para mí al menos, la estructura de nuestras ideas políticas se ha quedado intacta desde esa mañana del 24 de septiembre de 2003, cuando me llamó Joseph Massad para decirme que Edward había muerto. Poco antes, me había llegado la noticia del fallecimiento de mi hermano menor Aziz -entonces el sentido de pérdida de un hermano, de dos hermanos, del menor y del mayor, está detenido en el tiempo para mí, enmarcado como si fuera el centro que define el punto focal del lugar al que yo puedo llamar hogar.
[…] Después de Said se acabaron los intelectuales foráneos, no-nacionales, no-internacionales, del Primer, Segundo o Tercer Mundo. El campo de batalla de las ideas es específico y global al mismo tiempo. No puedes librar ninguna batalla a nivel local sin que quede registrada globalmente. Si no eres global, no eres local y si no eres local, no eres global. Los intelectuales más aburridos e irrelevantes son aquellos que piensan que EE.UU., Irán, India o el Polo Norte son el centro del universo. El universo no tiene centro, ni periferia. Todos andamos flotando. Said era muy específico sobre Palestina -y por lo tanto hizo del predicamento palestino una alegoría metafísica, y la basó en la agonía física y el heroísmo de su pueblo. Carece de sentido hablar de «intelectuales en exilio» después de Said, precisamente porque él teorizó exhaustivamente la categoría en su época. No hay una patria de la que se puede estar exiliado. El capital y el imperio que desea pero no logra el micro-control está en todas partes. No hay salida de ese mundo, y patria y exilio son ilusiones desmanteladas por el capital y la condición del imperio. La nueva organicidad intelectual que Said hizo posible requiere que te arremangues las mangas de la camisa, que te ensucies, para que en medio del caos puedas buscar solaz, luz en la oscuridad, esperanza en la desesperación.
[…] Tengo un cuadro mental de Edward Said que se va desdibujando, y cuanto más se desdibuja, más intensamente lo recuerdo. Era el 28 de abril de 2003. Estábamos en Swarthmore College, Pennsylvania, para celebrar la poesía de Mahmoud Darwish, quien acababa de recibir el Premio Lannan a la Libertad Cultural. Al finalizar la ceremonia, Darwish, Said, Massad y yo fuimos a visitar a nuestra colega y amiga Magda al-Nowaihi, que agonizaba con el cáncer que acabaría con su vida. Magda estaba acostada, una sombra luminosa de lo que fue, pero su sonrisa paradisíaca todavía trazaba surcos en su hermoso rostro. No recuerdo ni una sola palabra dicha en ese momento, solo recuerdo el cuadro alrededor de esa cama, una imagen suspendida en el tiempo, un fresco tallado en el muro más recóndito de mi memoria, y sobre él tres rostros: de Magda, Edward y Mahmoud que ahora brillan con más intensidad. Levinas escribió: «Quizás los nombres de personas, que al ser dichos significan un rostro -nombres propios en el medio de todos esos nombres comunes y lugares comunes- pueden resistir la disolución de significado y permitirnos hablar». Es en ese sentido, que el nombre, la persona y la memoria que llamamos «Edward Said» es determinante para el sentido y el propósito del momento en que firmo mi nombre, al principio o al fin de este homenaje, y me llamo con un nombre propio».
¿Hablaba realmente Andrade de Said en su libro, hablaba de este hombre comprometido, de este enorme intelectual, de este gran pensador?
Gabriel Andrade, El posmodernismo, ¡vaya timo! Laetoli, Pamplona, 294 páginas. Prólogo de Mario Bunge.
Notas: