Decir mal es como no decir o como decir lo contrario a lo que se desea. La historia de las luchas humanas, especialmente de las luchas revolucionarias, ha estado a expensas de una variedad de filtros ideológicos, de léxicos paupérrimos y jaleos mediáticos (jamás ingenuos) sobre los que siempre es bueno tender mantos de dudas […]
Decir mal es como no decir o como decir lo contrario a lo que se desea. La historia de las luchas humanas, especialmente de las luchas revolucionarias, ha estado a expensas de una variedad de filtros ideológicos, de léxicos paupérrimos y jaleos mediáticos (jamás ingenuos) sobre los que siempre es bueno tender mantos de dudas o de francas sospechas. ¿»Traduttore, traditore«?
Una herramienta, no ontológica, muy útil para el ejercicio de la autocrítica, bien pudiera comenzar por preguntarse ¿quién soy para contar esta Historia? ¿qué me habilita, qué me da el derecho, desde dónde la cuento y al servicio de qué intereses? Incluso, es recomendable interrogarse: ¿tengo el vocabulario, la destreza técnica, las habilidades pertinentes y los dispositivos creativos para huir del tedio, la rutina, los estereotipos, las repeticiones y los plagios? ¿tengo sentido del humor y sentido de la proporción asociados al sentido del ridículo? No importa si se trata de escribir poemas, novelas, cuentos, telenovelas, radionovelas, ensayos, reportes científicos o películas. La pregunta dura es ¿está mi «relato» a la altura de la Historia? Responda primero lo más difícil.
Victimados como nos tiene la ignorancia y la no poco pésima educación que hemos recibido en materia de semántica, sintáctica e interlocución; aporreados por todos los vicios didácticos que nos transfiere el empirismo de quienes nos «enseñan» -mal- la teoría y la práctica; acorralados por los miles de modelos narrativos acartonados y por la dictadura del mercado que imponen estereotipos estéticos a mansalva y normas aberrantes para gustarle al «público»… la producción de nuestros «relatos» se debate en linderos donde siempre es más fácil errar que anotarse triunfos. Y por colmo en orfandad casi total de auto-crítica. Tal como te lo cuento.
Desespera ver (o escuchar) cómo sucumben las mejores intenciones en garras de las frases hechas, en garras de los planos obsecuentes, en manos del facilismo, la egolatría, el individualismo y la charlatanería. Da rabia ver que el empirismo carcome una inmensa cantidad de «relatos» mientras, también, la arrogancia pudre el trabajo y lo ahoga en subjetivismos que inventan realidades con toda impunidad. Sálvense las excepciones que se pueda.
En muchas obras la ignorancia se vuelve procaz y hace de las suyas para convencer a los autores de que «el público» es igual, o peor, de ignorante y que cualquier cosa puede deslizarse como «obra cumbre» del genio o del ingenio bajado de los cielos por obra de «las musas» o del iluminismo extraterrestre. Y, encima de eso, pretenden cobrar por su «trabajo». Mientras tanto, afuera, la historia es un incendio y las crisis se huracanan al ritmo del capitalismo en agonía larga.
No se puede narrar con balbuceos erráticos la magnitud de las luchas humanas ni la magnitud de los desafíos por venir. No se puede, y no se debe, tolerar la chabacanería teórica ni el simplismo práctico. La cosa está que arde, la humanidad se debate contra la barbarie y el escenario se recalienta, cada minuto, al fragor de la lucha de clases que sigue expidiendo, a borbotones, las líneas narrativas centrales que la humanidad protagoniza en el camino de su emancipación. ¿Estamos listos para contar esa epopeya de nuevo género? Ni todos ni siempre.
Exaspera ver batallas magníficas contadas con vocabularios a veces míseros. Exaspera ver que, en manos impertinentes, los temas revolucionarios cruciales aparecen contados como melodramas ramplones. Nos inundan los ripios, las jerigonzas, los galimatías y el esnobismo. Vamos de la petulancia al abismo acorralados por los Mesías de la estética y los genios de la moda, cualquiera, que exhiben sin pudor el compendio completo de sus aberraciones vanidosas y luego se auto-llaman «artistas». Mientras tanto, afuera el mundo arde y la clase trabajadora se ve traicionada, o ignorada, porque el himno de sus batallas se desfigura en los muladares de la pobreza léxica o de las pretensiones esteticistas de los iluminados. Cuando no abruma la vacuidad. Es terrible.
Y, por si fuese poco, aparecen los relativistas y los reformistas con sus anestésicos de ocasión para exculpar la ineficiencia, la falta de autocrítica y indisciplina contrarias a la militancia de aquellos que se entregan a la exigencia suprema de las convicciones más hondas y serias trabadas con la calidad y con la poesía. No faltan los zoquetes, los alcornoques ni los alfeñiques teóricos que hacen de la superficialidad un manifiesto de mediocres y que, con sus banderas, hacen felices a las oligarquías de cada terruño. «A mucha honra». Dicen.
Buena parte del antídoto está en la investigación honda y científica, en la experimentación creadora dirigidas por la lucha de clases y por los contenidos que de ella emanan para poner la obra al servicio de quienes luchan, palmo a palmo, por la emancipación humana. Sea tanto en el campo de las refriegas políticas como en los territorios académicos, artísticos o científicos. Sea en el campo de la poesía, de la literatura o de la cinematografía. Necesitamos una gran Revolución del «relato», parida por el motor de la historia y por el sepulturero de la burguesía que, a diario, cava la tumba del capitalismo para que todos acudamos a celebrar su deceso. Pronto.
Es necesario tomárselo muy en serio, dejar de perder el tiempo en obras reiterativas y cansinas de las que sólo emergen bostezos y no poesía ni conciencia organizadora y movilizadora. Es urgente dejar de perder tiempo y recursos en parafernalias ególatras o en diletancias pajeras. Afuera de esos solipsismos de claustros y de sectas, la Historia del capitalismo es un incendio descomunal que arrima a la humanidad al abismo de la barbarie. El mundo es una gran fábrica de armas, es el negocio de los negocios y eso incluye las armas de guerra ideológica, los mass media, los narcóticos, las instituciones educativas, religiosas y bancarias. El mundo arde en el infierno de la usura burguesa, la clase trabajadora lo paga con sangre, postergación y humillación sin dejar de avanzar dialécticamente hacia su emancipación. La historia de la humanidad prepara una nueva gran Revolución que debemos saber protagonizar y narrar para el corto, el mediano y el largo plazo. El reto es saber contar la Revolución Permanente y sus capítulos, todos, actualizados con poesía. ¿Está nuestro «relato» a la altura del reto?
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.