No solo hay que prestarle atención a la desigualdad de los extremos, sino también a la multidesigualdad, esto es, a la desigualdad que cubre todos los escalones de ingresos. Se está hablando mucho de Piketty y de su libro El capital en el siglo XXI. Es una denuncia de la desigualdad; sobre todo la que […]
No solo hay que prestarle atención a la desigualdad de los extremos, sino también a la multidesigualdad, esto es, a la desigualdad que cubre todos los escalones de ingresos.
Se está hablando mucho de Piketty y de su libro El capital en el siglo XXI. Es una denuncia de la desigualdad; sobre todo la que ejerce el 1 por cien de la población sobre el resto. El argumento principal de su libro, según se dice, es el siguiente: como la tasa de acumulación del capital crece más rápido que la economía, se produce una desigualdad en constante aumento. La desigualdad, hablamos de la desigualdad desproporcionada, siempre ha existido. Es propio de la sociedad dividida en clases. Así que lo que hay de nuevo es el carácter de esta desigualdad, esto es, la desigualdad generada por la globalización capitalista bajo la hegemonía absoluta del poder financiero. Nadie encuentra razones que justifiquen que una exigua minoría de directivos de los fondos de inversión gane hasta 400 millones de dólares al año. Se quiere justificar estos ingresos, lo hace la derecha, por los méritos contraídos. No es nada riguroso, en términos económicos, hablar de méritos. Tampoco tienen razón quienes afirman, esto lo hace la izquierda reformista, que las brechas entre los ingresos puedan explicarse por las diferencias en la formación profesional de los ciudadanos. Ni los conocimientos ni los méritos pueden explicar las desproporciones en la desigualdad. Debe buscarse en el sistema y en la naturaleza capitalista del mismo. Pero muchos de los que luchan contra el 1 por cien de los super ricos no quieren que el sistema se toque en su esencia, lo único que pretenden es que por medios fiscales se amortigüen las diferencias extremas.
Hablemos de Abu Dabi que posee el 9 por cien de todas las reservas de petróleo del mundo. Es la capital de los Emiratos Árabes Unidos, sede de importantes instituciones financieras y de empresas nacionales y multinacionales. Es una ciudad que ha experimentado un crecimiento urbanístico impresionante y que tiene encandilado a todo el mundo. Hay muchos programas televisivos que nos exponen con estilo apologético el execrable lujo del que disfrutan diferentes capas sociales, desde los muy ricos a los medianamente ricos. Muchos profesionales van allí a forrarse. Ningún sector social importante cuestiona ese sistema. Demos un dato que nos habla de desigualdad sin ser extrema: un trabajador de la construcción sin cualificación gana entre 100 y 200 euros al mes más «alojamiento» -barracones-, y uno cualificado difícil de encontrar en los alrededores puede ganar entre 10.000 y 20.000 euros. En términos comparativos un obrero especialmente cualificado gana 100 y 200 veces más que un obrero sin cualificación. Es lógico que esta capa social, los que se mueven con estos ingresos, incluso los que se mueven con ingresos entre 4000 y 10.000 euros al mes, estén contentos y no pongan en cuestión el sistema.
Las diferencias extremas, las desproporcionadas, las que se dan entre el 1 por cien y el resto de la población, escandalizan al más pintado. Contra esta desproporción reaccionan hasta los miembros de la clase media alta. Y no porque se sientan especialmente solidarios, sino porque estas prácticas económicas ponen en riesgo el sistema. Reaccionan no porque sean revolucionarios, sino por todo lo contario: porque son conservadores. Si es cierta la tesis de Piketty, que la tasa de acumulación del capital crece más rápido que la economía, no cabe duda que el sistema puede estallar o padecer crisis con costes humanos y económicos muy graves. Y si estalla el sistema o se resquebraja, perdemos todos; incluidas todas las capas de la clase media. Pero las diferencias no extremas, las que se dan en el ejemplo que les puse, permiten conservar el sistema.
Escuchemos a este propósito a Aristóteles en el capítulo IX del libro VI de La Política : «Es evidente que la asociación política es sobre todo la mejor cuando la forman ciudadanos de regular fortuna. Los Estados bien administrados son aquellos en que la clase media es más numerosa y más poderosa que las otras dos reunidas o, por lo menos, que cada una de ellas separadamente». Esa clase media de la que habla Aristóteles, la de regular fortuna, no existe en las sociedades capitalistas modernas. Entre el 1 por cien de la población y los trabajadores que ganan 6.000 euros al mes hacia abajo, se encuentran un sinfín de estratos, entre los cuales hay muchísimas diferencias. Hilary Clinton gana por conferencia 225.000 dólares; muchos economistas afamados ganan cifras parecidas. Hay abogados que ganan 50.000 y 100.000 euros al mes. No existe esa clase media de la que habla Paul Krugman ni de la que hablan tantos analistas económicos. La desigualdad no es la desigualdad entre el 1 por cien y el resto de la población, sino la desigualdad que atraviesa todo el sistema y todas las capas sociales. La desigualdad es un mal estructural del sistema. Y la clave para su solución está en lo que dice Platón referido por Aristóteles en el capítulo IV del libro segundo de la obra mencionada anteriormente: «Ya he dicho que Platón, en el tratado de las Leyes, permitía la acumulación de la riqueza hasta cierto límite, que no podía pasar en ningún caso del quíntuplo de un mínimum determinado». La solución a la desigualdad estructural, no la que enfrenta al 1 por cien con el resto de la población sino la que afecta a la totalidad de la sociedad, se solucionaría cuando se establezca un tope superior a los ingresos. No podemos depositar las esperanzas en las reformas fiscales. Solo recortan un poco las riquezas desproporcionadas.
El concepto de desigualdad no debería separarse del concepto de sistema. La acumulación desigual de riquezas es un resultado del sistema, no un resultado natural por los méritos contraídos o por la formación académica de los ciudadanos. El sistema supone la interdependencia de todos con respecto a todos. Pero son decisivas en el sistema las fuerzas que contribuyen a su conservación. Les pongo un ejemplo: ¿quiénes se atreven a criticar los sueldos desproporcionados de ciertos deportistas? No lo hacen otros deportistas porque aspiran a lo mismo. No lo hacen los periodistas porque viven gracias a ellos y gozan también de ingresos altos. Y no lo hacen los profesionales más diversos porque también participan de grandes ingresos. Así que en el sistema no sólo es decisivo ver la interdependencia, sino las alianzas que hay entre fuerzas individuales y colectivas presentes en todas las esferas de la sociedad para que el sistema se conserve. No hay que perder de vista que parte de estas fuerzas conservadoras están al frente de la defensa de los más desfavorecidos y en contra del 1 por cien super rico. Pero no quieren revolucionar el sistema, no quieren acabar con la desigualdad estructural del sistema, sino que quieren por medios fiscales paliar las injusticias que generan entre quienes lo tienen todo y quienes tienen lo mínimo. No solo hay que prestarle atención a la desigualdad de los extremos, sino también a la multidesigualdad, esto es, a la desigualdad que cubre todos los escalones de ingresos. La desigualdad de los extremos es tan cegadora que no apreciamos la importancia social que tiene la multidesigualdad.
Blog del autor: http://fcoumpierrezblogspotcom.blogspot.com.es/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.