También en el campo de la visión de sí mismos y de la sociedad el capitalismo ha logrado que la inmensa mayoría de la humanidad haya retornado al siglo XIX y considere que el sistema en que vive es natural y el único posible y que el racismo, el nacionalismo, el colonialismo y la explotación […]
También en el campo de la visión de sí mismos y de la sociedad el capitalismo ha logrado que la inmensa mayoría de la humanidad haya retornado al siglo XIX y considere que el sistema en que vive es natural y el único posible y que el racismo, el nacionalismo, el colonialismo y la explotación son algo normal e inevitable.
Sólo algunos contingentes obreros en algunos países, o pueblos como el palestino, forjado en la lucha por su tierra y su libertad, combaten a la defensiva tratando de preservar las conquistas sociales y de civilización logradas por los luchadores anarquistas, socialistas, comunistas o anticolonialistas nacionalistas revolucionarios de los dos últimos siglos. El capitalismo ha reforzado su conquista de las mentes de las grandes mayorías y reconquistó buena parte del terreno perdido por las grandes esperanzas revolucionarias del siglo pasado. La inmensa mayoría de los seres humanos no se plantea hoy la necesidad de acabar con el sistema sino, apenas, el de suavizarlo consiguiendo un «capitalismo social», gobiernos «progresistas» o «un mundo donde quepan todos los mundos» (es decir, un capitalismo que tolere espacios precapitalistas o comunitarios subordinados).
Como en la Alemania nazi, la gran mayoría de los israelíes apoya a los asesinos fascistas como Netanyahu, odia mortalmente a los palestinos y es racista. Como en la «Madre Coraje» de Bertoldt Brecht, ni 30 años de guerra devastadora bastan para cambiar esa mentalidad de esclavo resignado que considera que todos los desastres sociales son naturales, como los terremotos. Como en el «Cándido» de Voltaire, las terribles desgracias no impiden a los nuevos doctores Pangloss proclamar que vivimos «en el mejor de los mundos posibles». Me ha sucedido, al escribir sobre el llamado «modelo chino» mencionando las centenas de millones de pobres, los bajísimos salarios, la inexistencia de verdaderos sindicatos, la dictadura paternalista de un partido repleto de millonarios «comunistas», que varios lectores respondiesen por escrito que ojalá México estuviese como en China, aceptando por consiguiente un grado de explotación y de opresión intolerable y una destrucción ambiental similar o peor a la de Inglaterra en la época de Dickens hace dos siglos y medio.
Vivimos en una sociedad preñada de guerras más devastadoras que las del pasado, marcada por el retorno del colonialismo y la posibilidad incluso de un desastre ecológico que haga imposible la vida de nuestra especie pero a la que la inmensa mayoría de la población parece resignarse.
No podemos ignorar que el capitalismo, con la dominación de las mentes, la explotación y la represión, ha cosificado a la mayoría de la Humanidad. Es necesario tomar conciencia de la realidad y partir de ella para transformarla. Es vano intentar revivir el pasado medieval con sangrientos Califatos o tratar de revivir, aislándolas, las viejas formas comunitarias de organización precapitalista totalmente transformadas por el mercado. Los importantísimos lazos ideológicos o comunitaristas del pasado pueden dar, en cambio, elementos para enraizar la lucha por la reconquista de las mentes a la idea de la superación del capitalismo como sistema de miseria, degradación, explotación y destrucción del ambiente.
Lleva a terribles errores creer que los revolucionarios socialistas podrán salir de su aislamiento en pocos años simplemente con un abnegado trabajo sindical democrático si no dan simultáneamente batalla por la construcción de una conciencia anticapitalista. O pensar que un movimiento democrático de tipo electoral será victorioso y reconocido por un sistema dispuesto a todo con tal de preservar el poder. Es utópico y lleva a la pasividad el repudio de la política. Porque una cosa es repudiar la corrupción y la politiquería y otra pretender apartarse de la lucha política que se da todos los días, negándose a caminar juntos, aunque sea un metro, junto a otros que combaten al mismo enemigo pero con objetivos y razones diferentes.
A quienes digan que mivisión es desalentadora, les respondo que la lucidez no lleva por fuerza al desaliento. Por el contrario, obliga a ver la lucha en la continuidad histórica de los combates de los pueblos por su liberación. Otras épocas de la historia, como la que siguió al derrumbe del mundo antiguo o las guerras de religión en Europa y las conquistas coloniales, han sido aún más negras de ésta aunque menos peligrosas para la continuidad de la civilización y la preservación del planeta. El «principio esperanza» tiene una base firme en la historia aunque la liquidación del capitalismo no se vea en el horizonte y ni siquiera esté asegurada.
Si se quiere construir el futuro hay que hacer un claro balance del pasado y sacar enseñanzas del por qué de los fracasos de anarquistas, socialistas, comunistas, trotskistas, nacionalistas socializantes para poder pensar, a partir de las luchas y para las luchas, las reivindicaciones que en cada país, partiendo del espesor político cultural de los trabajadores más avanzados, unan a los diversos sectores sociales en protesta o rebelión.
La liberación será obra de los trabajadores mismos y ellos deben dirigir y decidir la lucha, construyéndose como sujeto político el cambio social apoyándose en los elementos que les aporten la investigación sobre los grandes problemas locales y nacionales y los estudios históricos sobre las luchas del pasado. En esta necesaria combinación entre las luchas contra el capitalismo y el debilitamiento de la dominación del mismo sobre las conciencias reside la base del optimismo consciente de las dificultades que permite esperar que la mayoría que apoya hoy a Netanyahu lo recordará con horror dentro de unos años y que quienes naturalizan al capitalismo lucharán para derribarlo.
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