Cuando la soberbia se impone, cuando la megalomanía y la altivez es el eje discursivo y de acción de una autoridad política, los resultados suelen ser desastrosos no sólo para el responsable de esa conducta, sino que para el conjunto de la sociedad.
Así ha sido en Brasil, donde el presidente de este país sudamericano, Jair Mesías Bolsonaro, ha contraído el covid-19 después de meses de minimizar su riesgo, la peligrosidad y los efectos que podría tener en su persona y en la población brasileña. Un mandatario que solía burlarse de la pandemia, describiéndola como una gripezinha (un pequeño resfriado) alentando para que las perdonas procedieran a seguir una vida normal y él, personalmente, haciendo caso omiso de las recomendaciones de distanciamiento social, uso de mascarillas y cuarentena, sobre todo cuando de visita en Estados Unidos varios miembros de su comitiva contrajeron la enfermedad. ¿Los resultados? ¡Catastróficos!
Brasil es hoy, el segundo país del mundo con mayor número de contagios y cantidad de muertos: al cierre de este trabajo esas cifras representan: 70.000 fallecidos y 1.750.000 brasileños que han contraído la enfermedad. Es un triste récord estar en esta posición, sobre todo cuando se advirtió a Bolsonaro, que esta política irresponsable traería consecuencias dramáticas para la población del país más grande de Sudamérica.
Brasil sólo se sitúa detrás de Estados Unidos en estos números de muerte y dolor. Sintomáticamente, siguiendo a un Estados Unidos administrado por un personaje dotado de características similares a las de Bolsonaro: megalómano, arrogante, soberbio, totalitario, negacionista en materia de los informes médicos y advertencias sanitarias. Ambos llevados de sus ideas, que no sería problemas si esas decisiones los afectaran sólo a ellos, pero quienes sufren las consecuencias son precisamente sus sociedades, parte de los fieles seguidores de aquello que sus líderes planean. En este ranking, no debe faltar tampoco el primer ministro inglés Boris Johnson, quien también fue afectado por el covid-19, tras un período de absoluto desprecio por todo lo que fuera recomendaciones de cuidado personal y público y que lo tuvo, incluso, tres días en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) de un hospital londinense.
A la hora del análisis y del recuento, de lo que ha sido esta lucha contra la pandemia, tanto Trump como Bolsonaro –y hasta Johnson si así lo estima su sociedad- deberán responder antes sus pueblos de la forma en que han manejado esta crisis sanitaria, acompañada, lógicamente, de un trance económico y social cuyos efectos son a largo plazo. Resulta evidente que debe existir, igualmente, una autocrítica de nuestras sociedades que termina eligiendo, para regir sus países, a personajes infradotados de capacidades políticas, técnicas y humanas.
Bolsonaro representa la expresión máxima del desprecio por el otro, el personaje incapaz de tener una autocrítica por su forma de actuar y prueba de ello es que el mismo día que anunció, en una rueda de prensa, que estaba contagiado por el covid-19, se quitó la mascarilla al término de ese encuentro. Para el presidente de la Asociación Brasileña de Prensa (ABI por sus siglas en portugués) Paulo Jerónimo de Sousa “con esta acción, el presidente Jair Bolsonaro, rompiendo el aislamiento recomendado por los médicos, a pesar de saber que estaba infectado por el covid-19, continúa actuando de forma criminal y poniendo en peligro la vida de otras personas”.
Para la ABI, el gobernante también violó leyes sanitarias del país, al exponer la vida o la salud de otros a un peligro directo e inminente. No es posible que el país asista sin reacción a sucesivos comportamientos que van más allá de la irresponsabilidad y configuran claros delitos contra la salud pública”. Las declaraciones críticas no le quitan el sueño al arrogante mandatario brasileño, que incluso con covid-19, resta importancia a la enfermedad señalando que “me encuentro perfectamente bien” informando además que se está tratando con hidroxicloroquina, un fármaco usado contra el paludismo cuya eficacia no está comprobada ni ha sido recomendad por especialistas ni la Organización Mundial de la Salud (OMS) pero que Bolsonaro defiende a rajatabla como algo seguro contra la enfermedad e influyendo sobre las personas, tal como sucedió en Estados Unidos donde las opiniones de Trump, para enfrentar la enfermedad, significó la intoxicación de cientos de personas.
El mandatario brasileño, Jair Mesías Bolsonaro, que de enviado o ungido no tiene absolutamente nada, ha comprobado que es mortal como todos los seres humanos, efímero e irresponsable. ¿Lo asumirá? Difícil, pero puede servir para bajarle los humos a este personaje, que en marzo del año 2020, en plena intensificación de la pandemia en Brasil declaró, cual oráculo de Delfos, virólogo de fama mundial o profundo conocedor de la epidemiología que “el 90 % de la población no manifestará el virus en caso de contraerlo. En mi caso particular, por mi historial de atleta, en caso de contaminarme por el virus, no tendría de qué preocuparme, no sentiría nada o como mucho una gripecita (gripezinha), un pequeño resfriado”. Bolsonaro debería preocuparse, pues ni su pasado de atleta ni militar golpista lo protege de los peligros del covid-19, ya que sólo por su edad es parte del denominado grupo de riesgo.
Jair Mesías Bolsonaro es un peligro público, su conducta de riesgo debería obligar a las autoridades sanitarias del gigante sudamericano a confinarlo, a ponerlo en aislamiento como se hace en numerosas partes del mundo, donde se trata de proteger a la población y no privilegiar aspectos económicos, que ha sido el discurso permanente del mandatario brasileño, al sostener que es imprescindible mantener en funcionamiento la economía. Idea expresada, por ejemplo, a través de una campaña en redes sociales “Brasil, no puede parar” que fue prohibida por la jueza Laura Bastos en la ciudad de Río de Janeiro a instancias de jueces federales. Restricción que causó la indignación de Bolsonaro, que suele atacar como fiera herida, a todo aquel que impide que sus medidas se lleven a cabo: jueces, gobernadores, periodistas, ministros que terminan fuera de su cartera, al igual que jefes de policía, entre otros.
El ex capitán del ejército Brasileño, apologista del golpe de estado y admirador de aquel militar procesado por torturar a la expresidenta Dilma Rousseff, suele calificarse de pragmático, lo que no implica inteligencia ni una característica sobresaliente en alguien que ha llegado a ocupar la testera del ejecutivo brasileño. Su autoalabado pragmatismo es simplemente el discurso del mediocre, el que maneja la obviedad pero que expresa el profundo desprecio por la vida del pueblo brasileño al comparar la pandemia con otro tipo de muertes. «¿Morirán algunos? Van a morir, lo siento –sostuvo ante una interrogante periodística- Esta es la realidad, así es la vida. No podemos detener la fábrica de coches porque hay 60.000 muertes de tráfico al año, ¿cierto?»
Lo afirmado es cierto hasta un límite, la muerte no se puede detener, pero se pueden tener políticas destinadas a disminuir el riesgo de morir. Es evidente que los presidentes, las autoridades sanitarias, los responsables de nuestra seguridad vial, no andan haciendo llamados a saltarse el disco pare, a pasar con luz roja o a andar a velocidades sobre el límite. Como tampoco lo deben hacer respecto al covid-19 cuyo llamado es a prevenir no a asumir conductas de riesgo y contravenir los llamados de los que representan la autoridad sanitaria.
Es evidente que el presidente brasileño no es un enviado, alguien que genere respeto con sus actos, no es alguien dotado de pócimas milagrosas. Pero tiene una enorme responsabilidad, no la asume y todo indica que no lo hará, porque la arrogancia y el imperio del orgullo impregnan su vida. “Y qué, lo lamento, pero ¿qué quieren que haga?”, respondió el presidente de Brasil a los periodistas al ser cuestionado, a fines del mes de abril, por el aumento del número de muertos por covid-19 en el país. “Soy Mesías, pero no hago milagros” añadió, haciendo referencia a su segundo nombre” Es verdad, es la única verdad que podemos extraer de un político, que tanto daño le ha hecho a Brasil, convertido en sepulturero de miles de brasileños y que deberá ahora por luchar contra una enfermedad que puede significar su definitivo silencio.