En este artículo Emir Sader analiza la postura de Bolsonaro, oscilante entre el discurso ideológico propio de la campaña electoral y el pragmatismo derivado de la necesidad de buscar apoyos para gobernar.
Bolsonaro siempre ha sido un francotirador, un aventurero político, disponible para cualquier posibilidad de ascenso que se le proponga. En cierto momento defendió posiciones en contra la privatización, pidiendo castigos drásticos para quien estuviera a favor. Incluso defendió la muerte de Fernando Henrique Cardoso, entre otros.
Cuando se dio cuenta que los otros candidatos, incluso Alckmin, entonces gobernador de São Paulo y candidato del PSDB, no superaba los 5% en las encuestas, se postuló como el candidato anti-PT que la derecha siempre estuvo buscando en las elecciones. Llamó a un ultra neoliberal, pinochetista, Paulo Guedes, para ministro de Economía, para garantizar el apoyo del gran empresariado y de los medios de comunicación.
Su discurso de campaña asumió los tonos ‘trumpistas’, radical de derecha, proponiéndose salvar el país del caos que habían causado los gobiernos de izquierda, atacando al Parlamento, al poder judicial, a los medios de comunicación y a la “vieja política”, comprometida con la corrupción.
Ganó las elecciones, en las condiciones sabidas, y pasó a gobernar con el mismo discurso de la campaña. No se había dado cuenta de que el discurso durante la campaña es una cosa y el gobierno es otra. La campaña se orienta hacia aquello que las personas –o por lo menos una parte de ellas–, quieren oír, según las encuestas, que orientan los discursos electorales. Sin embargo, se gobierna de acuerdo a otros criterios.
Bolsonaro perdió todo el primer año de gobierno manteniendo el mismo discurso agresivo, aislándose del Congreso, del poder judicial y de los medios de comunicación, perdiendo los apoyos que tenia, cansados de los conflictos, de las crisis, que provocó el gobierno.
Hasta que, cuando se produjo la ruptura con Sergio Moro, Bolsonaro cambió sus alianzas, dado que perdía los apoyos vinculados a la supuesta lucha contra la corrupción. En ese momento, estableció una alianza con el bloque parlamentario más fisiológico, el llamado “Centrão”, para garantizar una mayoría parlamentaria que pudiese impedir un eventual impeachment. Asimismo, enseguida empezó a moderar su discurso –dejando de lado los tonos más radicales para otros miembros de su gobierno-, aproximándose al poder judicial y al Congreso.
Como él mismo lo expresó: necesita gobernar. Comenzó a ser mas pragmático, para poder aprobar iniciativas en el Congreso, para intentar controlar el poder judicial y protegerse él y sus hijos de los procesos que tienen abiertos en su contra.
Empezó a considerar las condiciones que le permitirían ser reelegido en las elecciones de 2022, para lo cual apeló, durante la pandemia, a un auxilio emergencial destinado a los más necesitados. De esa forma compensó a los sectores cuyo apoyo había perdido, con nuevos apoyos populares. Pero ese auxilio no pudo mantenerse debido a la inflexibilidad del ajuste fiscal que impusiera su gobierno. Por esa razón, tuvo que disminuir el auxilio a la mitad y, aun así, decidió que la ayuda terminaría a fin de año.
Bolsonaro se encuentra preso entre la necesidad de apoyo para intentar ser reelegido y los requisitos de la política económica. Bolsonaro aplazó cualquier posibilidad de auxilio para después de las elecciones municipales de noviembre, porque necesitaría un nuevo impuesto que el Congreso no tiene intención de aprobar.
El resultado fue inmediato: Bolsonaro ha vuelto a perder los apoyos que había conquistado. En una ciudad como São Paulo, que se había vuelto el bastión conservador de Brasil, su apoyo se redujo al 27% y su rechazo ascendió al 46%. En el Nordeste e incluso en Porto Alegre, su rechazo supera el 50%.
En este sentido, el gobierno Bolsonaro está condenado a oscilaciones entre concesiones que los medios de comunicación califican de “populistas” y reafirmaciones del ajuste fiscal. Y el discurso oscilando entre el pragmatismo y el discurso de campaña.