La victoria del candidato Joe Biden ha sido acogida con regocijo por una parte importante de la población cubana y renueva las esperanzas de un futuro mejor para las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos.
Lamentablemente, existe otra porción de connacionales que parecería guiarse por el principio de “cuanto peor, mejor”, en el sentido de que resultaría preferible tener en Washington a un presidente como Reagan, los Bush o Trump, por tratarse supuestamente de enemigos más predecibles y descarnados que favorecerían la cohesión del pueblo cubano y fortalecerían su conciencia como habitantes de una plaza sitiada. Por el contrario, gobiernos como los de Carter, Obama o Biden, manteniendo el mismo objetivo estratégico de derrocar a la Revolución Cubana, utilizarían métodos más arteros y engañosos para fomentar la desunión y la desmovilización de los cubanos.
No dedicaré este texto a plantear mayores cuestionamientos con respecto a esa segunda posición. Me limitaré a señalar que su mayor problema radica en no ponderar adecuadamente las graves y trágicas consecuencias que tienen medidas y acciones como las adoptadas por el gobierno de Trump para millones de cubanos, ya sea en términos de sus relaciones familiares como de sus condiciones materiales de existencia cotidiana. Además, siempre debe tenerse en cuenta que la política del gobierno de Trump hacia Cuba, en caso de haber mantenido su actual ritmo y dirección durante un segundo mandato, conducía inexorablemente hacia un único destino: la confrontación militar entre ambos países.
No me resulta posible afirmar categóricamente cuál de las dos posiciones es actualmente la predominante en la población cubana, pues en nuestro país no existen encuestas públicas sobre las opiniones políticas de sus ciudadanos que permitan contar con una evidencia empírica, aunque existen muchas razones para pensar que el repudio a las políticas de Trump y el optimismo (en diferentes grados) respecto al futuro gobierno de Biden son hoy actitudes ampliamente mayoritarias entre los cubanos que habitan el archipiélago.
Situándome entre los que sostienen que la construcción de la mejor relación posible con los Estados Unidos forma parte del interés nacional de Cuba, a continuación enunciaré de manera general los que, a mi juicio, deberían ser los componentes principales de una estrategia nacional encaminada a lograr tal objetivo durante los próximos cuatro años del gobierno de Biden. Por tal estrategia nacional entiendo un esfuerzo deliberado, concertado, coherente y sistemático de los más diversos actores del gobierno y de la sociedad civil encaminado a establecer un denso tejido de relaciones con sus respectivas contrapartes estadounidenses, a manera de generar un círculo virtuoso que sea extremadamente difícil de revertir en el futuro. La vida demuestra, una y otra vez, que en la política y en las relaciones internacionales no hay ningún proceso que pueda considerarse definitivamente irreversible, pero en el tema que nos ocupa, si desde ambos lados del estrecho de La Florida existiera real voluntad y se actúa consecuentemente, en los próximos cuatro años se podría avanzar mucho más que lo que se hizo durante los muy cortos dos últimos años del segundo mandato de Obama.
El primer componente sería la renovación profunda y acelerada del proyecto nacional cubano, orientándolo decididamente hacia la creación de condiciones que propicien el desarrollo económico sostenible, la justicia social y el imperio efectivo del poder popular y ciudadano. Apoyándome en la conocida y metafórica canción de Tony Ávila, este componente se podría resumir en la necesidad de remodelar nuestra casa, aunque ya no podría coincidir con el cantautor en cuanto a la posible inconveniencia de andar de prisa. Aquí debe quedar claramente establecido que la necesidad de tal renovación es algo que emana de las precarias condiciones materiales de existencia que tiene que enfrentar hoy la amplia mayoría del pueblo cubano y, por tanto, debe acometerse por la simple e imperiosa razón de atender a su bienestar. Es decir, jamás debería ser considerada como algo que no queda más remedio que consentir para descomprimir presiones internas o como moneda de cambio para complacer a un actor externo. La razón de identificarla como el punto de partida de una estrategia hacia los Estados Unidos radica en que se trata del factor que, desde el lado cubano, podría inducir de manera más efectiva un cambio positivo en la política estadounidense hacia Cuba, al estimular y potenciar a los elementos más favorables dentro de un gobierno de Biden que podría tener un margen de maniobra político bastante reducido, o que eventualmente podría no definir un claro interés en la reactivación del proceso de normalización de relaciones bilaterales iniciado con el gobierno de Obama. En otras palabras, todo lo que pueda hacerse para mejorar las condiciones de vida del pueblo cubano tendría un impacto inmediato y directo en el mejoramiento de la posición de la sociedad y las autoridades cubanas vis a vis la sociedad y las autoridades estadounidenses.
Un segundo componente estratégico, íntimamente vinculado o condicionado por el primero, sería la intensificación de las acciones de influencia positiva sobre la sociedad y el sistema político estadounidenses. Aquí debe partirse del reconocimiento de algo evidente. En su relación con los Estados Unidos, Cuba enfrenta una condición de asimetría abismal en términos de sus respectivas capacidades nacionales. Sin embargo, ello no debería llevar a la subestimación del poder “blando” e “inteligente” que Cuba puede desplegar hacia la sociedad estadounidense en los más diversos sectores, como la ciencia y la tecnología, la salud, la cultura, la educación y el deporte. Igualmente, es muy amplio el espacio para la profundización de la cooperación bilateral en fenómenos trasnacionales como el cuidado del medio ambiente y el enfrentamiento al terrorismo y a la delincuencia organizada. Por último, y no por eso menos importante, como parte y consecuencia del proceso de renovación del proyecto nacional anteriormente apuntado, el tema económico podría asumir una importancia mucho mayor de la que ya tiene, a pesar de la permanencia del bloqueo estadounidense.
En esta labor de influencia positiva, facilitada por un proceso de renovación nacional, la población de origen cubano debería tener un lugar central. El hecho de que una parte significativa de dicha población se haya montado en el carro del trumpismo y del odio visceral hacia Cuba y hacia las personas que la habitan no debería conducir al desaliento. Insisto en la idea de que, en los procesos políticos, no existe nada completamente irreversible. Hay que darle tiempo al tiempo. Lo que se requiere desde el lado cubano, con urgencia, es un proceso creativo de acciones y medidas que briden a su emigración la oportunidad de contribuir de manera activa en el desarrollo económico, social y político de su país de origen.
Por último, un tercer componente estratégico tiene que ver con la cambiante correlación de fuerzas a nivel global. La preponderancia de los Estados Unidos establecida firmemente en el orden internacional resultante de la Segunda Guerra Mundial parecería estar llegando a su fin. De hecho, en el caso de que no puedan controlarse rápidamente los diversos impactos de la pandemia del Covid-19 en ese país, dicha preponderancia pudiera estar ya herida de muerte. Así, la reconfiguración de la distribución internacional del poder parecería gravitar cada vez más hacia la masa continental euro-asiática, dentro de la que se destaca un vínculo chino-ruso de mutua conveniencia cada vez más intenso, que hubiera sido insólito hace algunas décadas atrás.
Sin embargo, sería un peligroso error subestimar el poder estadounidense. En cualquier escenario, debe esperarse que el coloso norteño compita decididamente para mantener una posición de primus inter pares en el escenario mundial y eso siempre tendrá muy serias implicaciones para el continente americano, para bien o para mal. En este punto, debe tenerse presente que en el pensamiento estratégico y geopolítico estadounidense el hemisferio occidental, desde Alaska hasta la Patagonia, está definido de manera pétrea como una zona de influencia exclusiva de los Estados Unidos. Y dentro del hemisferio occidental, la Cuenca del Caribe, en la que se ubica Cuba, está definida como un área geográfica vital para su seguridad nacional.
El debilitamiento del poderío estadounidense, las actuales tensiones en la relación trasatlántica, el indetenible ascenso de viejas y nuevas grades potencias, y la actual situación pandémica mundial conducen a pronosticar -para un horizonte temporal de entre cinco a 10 años- la configuración de un mundo cruelmente competitivo y conflictivo, en el que se acentuarán las tendencias al caos y al debilitamiento de la siempre precaria legalidad internacional y de las instituciones multilaterales que trabajan afanosamente para tratar de sostenerla. Estos condicionamientos globales, de naturaleza estructural, podrían conducir a los Estados Unidos a reforzar una tendencia, ya bastante visible desde el primer gobierno de Obama, a reafirmar su influencia y control sobre las naciones del continente americano, en detrimento de la influencia real o potencial de otras potencias extracontinentales. Y tal reafirmación podría intentarse tanto por las buenas, ejemplificada en la entonces nueva política del gobierno de Obama hacia Cuba, como por las malas, como ha venido ocurriendo con la política hacia Venezuela desde el propio mandato de Obama y que ha sido intensificada durante el gobierno de Trump.
Frente al escenario anteriormente esbozado, y con el objetivo primordial de preservar su independencia política y ampliar sus márgenes de maniobra, parecería conveniente que Cuba acentúe el desarrollo de una política exterior de electrón libre, consistente esencialmente en diversificar al máximo y de manera flexible sus asociaciones externas y atenuar ciertas dependencias económicas excesivas con respecto a algunos países. Obviamente, el alcance extraterritorial del recrudecido bloqueo estadounidense limita grandemente las opciones para la ampliación de las relaciones económicas externas de nuestro país, pero el advenimiento del nuevo gobierno de Joe Biden y el carácter marcadamente competitivo del mundo previsible para los próximos diez años podrían abrir nuevas y promisorias oportunidades.
Para favorecer esta tendencia, y en particular la captación de inversiones extranjeras directas –que son vitales para reanimar nuestra maltrecha economía y cuya oferta a nivel mundial pudiera mantenerse muy deprimida durante los próximos años-, convendría disminuir cierta carga ideológica y determinado énfasis en el tema de la continuidad presentes en el discurso oficial cubano de los últimos años y que, en mi opinión, resultan excesivos y contraproducentes. Si ello fue una respuesta a la agresividad irrespetuosa del gobierno de Trump hacia Cuba, en la nueva coyuntura pierde su posible sentido. Por otra parte, también vendría bien superar algunos remanentes del pasado que resultan incomprensibles, como la ausencia de relaciones diplomáticas con un país de tanta importancia como Corea del Sur.
Debe subrayarse que, a diferencia de la economía, que ha sido históricamente la gran asignatura pendiente del proceso revolucionario cubano, su política exterior ha tendido a ser muy exitosa y, como tal, ha constituido uno de sus baluartes más sólidos para lidiar con los sucesivos gobiernos de 12 presidentes estadounidenses. Su diplomacia, uno de los instrumentos principales de dicha política exterior, es una de las más profesionales y eficaces del mundo, sin lugar a dudas. Sin embargo, es poco probable que pueda continuar operando en una especie de compartimento estanco, sin resentirse severamente por las dificultades económicas extremas por las que atraviesa el país en estos momentos. En definitiva, las personas que participan en la ejecución de la política exterior cubana, ya sea desde los diferentes niveles y órganos del gobierno como desde la sociedad civil, son parte del pueblo y se deben a él.
Como habrá podido apreciarse, existe una interconexión entre los tres componentes estratégicos anteriormente expuestos y, de hecho, parecería que el primero, relativo a la renovación del proyecto nacional cubano, constituye un prerrequisito para poder desarrollar exitosamente los otros dos.
Roberto M. Yepe. Politólogo y jurista.
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