Recomiendo:
3

Rebelión entrevista en exclusiva a Omar González, Presidente del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC)

La mejor contribución de un artista a su pueblo es el aporte inestimable de su obra

Fuentes: Rebelión

Omar González es un hombre de aspecto afable y hablar pausado. Medita las cosas antes de responder, como si buscase que su interlocutor comprenda bien las ideas que quiere transmitir. Nunca alza la voz, pero cuando uno escucha sus palabras siente el calor humano que las alimenta: son como lava que fluye del corazón de […]

Omar González es un hombre de aspecto afable y hablar pausado. Medita las cosas antes de responder, como si buscase que su interlocutor comprenda bien las ideas que quiere transmitir. Nunca alza la voz, pero cuando uno escucha sus palabras siente el calor humano que las alimenta: son como lava que fluye del corazón de un volcán benevolente o, si se me permite la metáfora, como aquellos claveles que brotaron del fusil de los militares portugueses antes de que se apagara la esperanza. Hay algo de contradictorio en esta dicotomía entre su aspecto de padre de familia maduro y apacible y la juvenil radicalidad de su discurso, pero creo haber resuelto el enigma: Omar González es de esos seres que llevan la procesión por dentro. Su trayectoria intelectual en el mundo de la cultura es larga: en 1978 ganó el prestigioso Premio Casa de las Américas en la categoría de literatura infantil y juvenil con su obra «Nosotros los felices». Un guión suyo, sobre la vida del poeta alemán George Weerth, fue llevado al cine, y libros y textos literarios de su autoría han sido publicados también en Cuba y en otros países. Además, ha practicado el periodismo y fue director asistente del Centro de Promoción Cultural Alejo Carpentier, hoy Fundación; director general del Canal 6 de la Televisión Cubana y presidente del Instituto Cubano del Libro y del Consejo Nacional de las Artes Plásticas. Para aquellos que vivimos en países de la Unión Europea, donde quienes ocupan un cargo público de cierta importancia se convierten en distantes reyezuelos, es un placer conversar con personas como este cubano, que se toma con suma modestia su actual función en el ICAIC y que dedica sus horas libres a escribir poesía y ensayos acerca del impacto de la globalización en el ámbito familiar de la cultura. He aquí las preguntas que respondió en exclusiva para Rebelión:

En una época como la actual, de ausencia generalizada de ideología, ¿cuál puede o debe ser la relación entre el arte y la vida social, es decir, la res pública?

Entiendo tu pregunta como una legítima provocación. Definitivamente, no creo que ésta sea una época de ausencia generalizada de ideología, sino todo lo contrario. Esa extendida visión apocalíptica se la debemos a cierto tipo de pensamiento posmoderno, a su liturgia mediática y academicista en momentos de gran desconcierto; al colapso del llamado «socialismo real», cuyas políticas en torno a las Ciencias Sociales, salvo excepciones, fueron por lo general desalentadoras y, sobre todo, al auge del neoliberalismo, que es mucho más que una corriente económica o financiera centrada en la apoteosis del mercado; es la expresión ideológica del imperialismo camino de su fase superior y muy probablemente última, el fascismo. Pero no un fascismo a lo Hitler y Mussolini, si se quiere todavía primitivo y trágicamente experimental, aunque modélico a los fines del ya inminente si no reaccionamos con más fuerza y convergemos en una barricada del tamaño del mundo; se trataría de un fascismo mucho más elaborado, que conserva elementos de aquél y lo supera en ambición, destrucción de la naturaleza y opresión de los pueblos, dado su ilimitado carácter global y su correspondencia con el desarrollo tecnológico de la época en que vivimos. Éste es o pudiera ser un fascismo corporativo y enfáticamente ideológico, que se gesta en una sociedad dizque democrática, pero que se comporta aún peor que la peor de las totalitarias conocidas;en un país que proclama la libertad como medida de todas las cosas y vive secuestrado por una cúpula insaciable de dinero y poder; una nación multiétnica aunque con demasiado espacio para el racismo y la xenofobia; un territorio tan industrializado como desigual, que se dice abierto al mundo y anula o margina las oportunidades de sus ciudadanos para interactuar con otras culturas; una sociedad con el mayor acceso a los medios de comunicación que se conozca, pero desinformada, donde a pesar de disponer de una moderna infraestructura educacional y sanitaria, vastos sectores viven en la ignorancia y la insalubridad más pasmosas; un país del G-7 que alberga un tercer mundo en sus calles y un cuarto mundo en Pine Ridge Reservation; una nación que es muchas otras y cuyos sucesivos gobiernos han sido y son arrogantes y, al mismo tiempo, tan débiles que sólo logran exaltar el «patriotismo» valiéndose del pánico y la paranoia; un país rico y económicamente parásito; un pueblo trabajador y noble y alegre, pero engañado en su intimidad más solitaria, tan cristianizado como desconcertante e indiferente, con una identidad esquilmada durante siglos y finalmente difusa y extraviada, con una intelectualidad de vanguardia y una sociedad trivializada por obra y gracia de los medios masivos, que privilegian la estulticia; en fin, un imperio donde la seguridad estriba en su propia inseguridad; un país-paradoja, donde ahora mismo un gobierno ilegítimo y construido piedra a piedra por la ultraderecha, libra una cruzada en nombre del Bien y contra el Mal, en cuyo caso nadie, absolutamente nadie, estaría en condiciones de garantizar que lo primero no signifique lo peor.
El terrorismo, como ayer lo fue el comunismo y mucho antes el Islam para la Europa cristiana, ha sido sólo el pretexto para escenificar el mayor proyecto de dominación política, económica, militar y cultural que ha conocido la historia: Estados Unidos contra el resto del mundo. Nunca sabremos -pues de seguir como vamos, el peligro de que desaparezca la especie humana es real-, cuánto favor a esta causa hicieron los fanáticos que estrellaron aquellos cuatro aviones el 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas, el Pentágono y el manso suelo de Pensilvania. Tanto ha sido su tributo a este imperio en ascenso y retroceso, que no sería descabellado dar fe, aunque sólo fuera a escala especulativa, a quienes sustentan las sobrecogedoras hipótesis de una conspiración desde el poder para ejecutar o «dejar hacer» crímenes que, en cualquiera de los casos, resultarían abominables. Mientras tanto, ahí está Dick Cheney frotándose las manos, a la sombra y en todo, con el real mando sobre los hombres y las cosas. Y ahí están los peleles. Pobre España, ¡mi madre!, con Aznar por martirio.

Has delimitado muy bien el ambiente social del mundo en que nos ha tocado vivir, pero todavía no me has dicho nada sobre el papel del arte, o de sus practicantes, en dicho ambiente social.

Si vamos a hablar de un tema tan serio, que daría para un libro, prefiero verlo en su contexto. Ahora me acercaré un poco más: en cuanto a la relación del arte (y de los artistas e intelectuales en general) con la vida social, mucho se ha escrito y opinado como para empeñarse en añadir nada nuevo. Hoy el momento es otro. Desde la izquierda -a falta de una mejor definición y no obstante su descrédito, apelo a la dicotomía que la antepone a la derecha-, recuerdo, por sólo citar algunas, la fórmula del «eterno compromiso», tan recurrente en los años sesenta, y de la que Sartre y otros (con aquello de no estar comprometido es una forma de estarlo), fueron sus abanderados de culto, y también los postulados de Gramcsi a propósito del «intelectual orgánico», asumidos como una alternativa coherente y racional ante la condición acrítica y obviamente dogmática de los presupuestos del realismo socialista. Sin embargo, desde entonces acá ha llovido bastante, y los derrumbes han sido estructurales, devastadores e, incluso, silenciosos, que suelen ser los que dejan una huella más honda en el ámbito de las ideas.
La cosecha actual de intelectuales ilustra la confusión resultante. La derecha, que desde hace más de ciento cincuenta años no se repone teóricamente de la aparición del Manifiesto comunista, pues en este largo período nada ha estremecido tanto al mundo como la sabiduría multiplicada de Marx y Engels en aquel documento, ha sacado provecho de la ola de decepción e incertidumbre (también de reagrupamiento) en que ha vivido su antípoda durante los últimos quince años, y lo ha hecho de tal modo que, al radicalizarse en sus posiciones, ha conseguido travestir a no pocos simuladores e incautos. Y como domina los medios y se vale del miedo, compra y pervierte las conciencias y, ante ese espejo roto, terminamos por no saber quién es quién. Y esta otra izquierda, la que fue o pudo ser, la solícita, la light, la instalada y con diezmo, cambia de casaca y se nos desmedula hasta la apostasía. Y nuevos dogmas nos llegan y, como era de suponer, lo hacen en nombre de la democracia, la libertad y los derechos humanos. Y tanto coinciden entre sí que Bush se casa con Blair y Felipe con Aznar.
Sobreestimar el papel de los intelectuales y del arte en su relación con la vida social -que, por otra parte, no es un corpus ajeno a su desenvolvimiento, sino el lugar de sus posibles pertenencias e identificaciones-, pudiera conducirnos a nuevos y viejos errores. Yo no soy partidario de la veneración fanática e incondicional a determinadas celebridades, por muy imprescindibles que nos resulten a la hora de bosquejar una cartografía del pensamiento contemporáneo. En particular en esta época, cuando todo vale a efectos del mercado, incluso los intelectuales iconoclastas. Un intelectual no es un profeta infalible. Los de mayor hondura han renegado siempre de esa condición. Quienes van a determinar el curso de la historia son los pueblos, a cuya orientación pueden contribuir mucho los pensadores, los filósofos que estén dispuestos a correr no la suerte de sus tratados y reflexiones, sino la de las masas en sufrimiento. Y en este punto, para acercarme aún más a la definición que pides, echo mano de Tolstoi: «Cada uno llega a la verdad por su propio camino; pero una cosa debo decir: lo que escribo no son sólo palabras, sino que vivo de acuerdo con ello, en ello está mi felicidad y con ello moriré.»
Debemos también respetar el ejemplo y la distinción de los clásicos, pero sin que esto implique que nos declaremos escolásticos. Creer en la utilidad práctica del sentido común comporta sus ventajas, como cuando, a contrapelo del rígido rigor de los nostálgicos, nos sugiere que es preciso beber de todas las fuentes para hacernos de un pensamiento y una visión propios. Tan pernicioso es el fanatismo político como el filosófico o el ideológico. Hay que recuperar el principio de la duda y el derecho a la selección consciente, entre otras razones porque nunca nada es igual (Heráclito vivo) a lo que fue. Y para pensar y discernir, es preciso saber. Y para saber la educación es, entre todas, la primera y mejor de las puertas.

¿Cuál debería ser, pues, el diálogo entre quienes hacen del arte un oficio y la realidad que los rodea?

Entre el arte y la realidad debe existir permanentemente un diálogo crítico, pues de no ser así se paralizan el pensamiento y la cultura, o se divorcian, que también es nocivo para la aplicación de las ideas. Si la cultura es vida, no veo por qué desconfiar del debate, que la dinamiza. La fortaleza de una ideología, sea cual sea, se verifica en la confrontación sistemática con las demás. Por eso debe sospecharse tanto de quienes adulan a los intelectuales con fines pueriles como de aquellos que los excluyen debido a un pensamiento anticultural. En esto el capitalismo tiene una larga historia, al igual que la tuvo el llamado socialismo burocrático. Pero aquél aventaja a éste en recursos y métodos sucios. Su orfandad espiritual ha sido históricamente incuestionable, y su persistencia en el valor del dinero para alcanzar sus propósitos le es consustancial y siempre lo envilece. Son pocos, muy pocos, los creadores de valía que han asumido ese sistema como centro de su pensamiento y su hacer. Provocaría desprecio, y en el mejor de los casos estupefacción el encontrarse con un poema o una canción que elogiaran el neoliberalismo, el bloqueo yanqui a Cuba, el terrorismo de Estado, los otros terrorismos o los bombardeos contra los pueblos de Irak y Afganistán. A lo sumo, el capitalismo salvaje (sigo pensando que no hay otro) sólo dispone de algún artículo de opinión escrito por intelectuales «mediáticos» (y mediatizados), que justifican y aplauden lo que conviene a Estados Unidos y a sus aliados reales,
principalmente en la llamada gran prensa norteamericana. Una prensa, por cierto, que encumbra y destruye, según el curso de los vientos -sólo tenemos que recordar el Watergate-; una prensa que es sostén y esclava de los intereses hegemónicos. El nazismo, valga el ejemplo, hizo lo indecible por granjearse la simpatía y los servicios de artistas y pensadores y, aunque consiguió algunos resultados, no es menos cierto que nadie recuerda aquellos nombres, como no sea para denostar de ellos y repudiarlos siempre. La innovadora cineasta Leni Riefenstahl, conocida como «el ojo de Hitler», jamás consiguió librarse del estigma de su pasado pro-nazi. Hasta su muerte, ocurrida el 9 de septiembre de 2003, trató de minimizar sus actos aduciendo que no fue ella la que llamó al Führer para ofrecerle sus servicios, sino a la inversa. Poco importa, la gran historia no repara en esta clase de matices. Por eso es fundamental que el artista se planteé su misión desde la ética y con absoluta responsabilidad social. En su afán por negar todo posible mérito al socialismo, la derecha se ha propuesto equiparar la conducta de algunos intelectuales comunistas con tales actitudes, pero ha fracasado. Desde la legítima izquierda, la insobornable, se comenten errores, pero jamás se perdonan los crímenes ni se comulga con la mentira.
De tus palabras parece deducirse que la derecha no ha logrado éxitos en el terreno de las ideas. ¿No será que confundes tus deseos con la realidad?
No, que los hay, los hay, pero una postura abierta y públicamente derechista merma las ventas. En lo que el imperialismo sí ha logrado determinados réditos es en el tráfico de conciencias, con el consiguiente silencio y la complicidad de algunas voces. Dinero a raudales, becas, cargos simbólicos y vitalicios (en Cuba los llamamos «botellas»), viajes, espacios públicos para el reconocimiento y, por qué no, para la disensión aparente, constituyen algunas de sus fórmulas más socorridas. Es la seductora coacción del mercado, su dictadura, que pareciera que lo regula todo, si no supiéramos que también lo mutila y corrompe. Los casos de México -ahora y en tiempos del PRI- y de Venezuela -cuando adecos y copeyanos se repartían el poder-, pudieran ser ilustrativos de los métodos empleados en Latinoamérica por la clase gobernante para acallar la rebeldía de cierto tipo de intelectual dependiente e indeciso, y convertirlo en una especie rara, en algo así como una ameba en su limbo. Y de Europa no digo, bastaría profundizar en la ruta y la nómina de algunos pronunciamientos y manifiestos de última hora para llegar a la conclusión de que sólo bajo una presión insoportable, la del dinero y la fama (ostracismo a la vista), sería comprensible la actitud de unos pocos intelectuales que, hasta hace unas horas, se llamaban de izquierda. Da pena verlos haciendo equipo con histéricos y renegados, con esos pobres de alma que ganan premios, pero no saben utilizar correctamente un gerundio. ¿Y qué decir de los fantasmas de un pasado culpable, de los desgarramientos de cualquier vestidura? Que no duden de mí, pareciera que gritan, yo estaba equivocado, perdón por las lealtades. Y no saben qué ser, y cada vez son menos. Pero mucho más trágico que el trasiego de conciencias, que por lo general es patético, ha sido y es la represión más despiadada contra los genuinos intelectuales de izquierda. América Latina también pudiera mostrar un largo rosario de crímenes en este sentido. A quién culpar de tantísimas muertes, de todas las torturas, sino al imperialismo y al sistema capitalista mundial, incluyendo a gobiernos que en Europa, Asia y Norteamérica las consintieron y las prolongaron con sus actuaciones. ¿Quién va a pagar por el asesinato de Víctor Jara, si Kissinger ya es Premio Nobel y Pinochet sigue durmiendo imperturbable su siesta y, además, pretenden que nos creamos ese cuento infantil de que «el viejo está loco»? Y como Víctor, miles. Y no sólo de América. ¿Quién mató a David Kelly? ¿Qué le pasa a esa «izquierda» que perdió la memoria? A esa izquierda que es otra, a esa izquierda-derecha que ahora vive sin nombre. En los llamados países del «socialismo real» desde luego que también se recurrió a fórmulas deleznables para conseguir el favor o el aislamiento de ciertos intelectuales. En tiempos del estalinismo, los recursos empleados fueron paralizantes e imperdonables en un sistema político que, aunque sometido al peor de los hostigamientos, nunca fue pensado para agredir al pueblo y esculcar la cultura, sino justamente para fomentarla. La ruptura que se produjo entre la vanguardia artística y la vanguardia política, cuya confluencia diera tanto esplendor a la revolución de 1917, devino un cisma del que jamás se recuperó el Estado soviético. Aquellas heridas, por mucho que se omitiesen de la historia oficial, jamás cicatrizaron. Ninguna alfombra, ni siquiera las interminables alfombras del Kremlin, podía ocultarlas. Eran fantasmas en cuerpo y alma en el recuerdo de muchos comunistas, y no sólo soviéticos, sino del mundo entero. La hipocresía fue matando en vida aquella sociedad, heroica como ninguna en su esfuerzo titánico de construir el socialismo y derrotar la agresión fascista. Y, mientras, el imperialismo esperaba agazapado detrás de la puerta, horadando el dintel, empujando hacia adentro y empujando hacia afuera. Debió ser muy difícil convivir con aquello y pensar en el mañana.

¿Conociste en persona, de primera mano, los países del Este europeo y su supuesto socialismo real? Me gustaría saber qué opinas del tratamiento que aplicó la antigua Unión Soviética a las diferentes culturas que la constituían.
Por diversas razones viajé en más de una ocasión a los países del Este europeo -tanto como a España, Italia y México-, y tuve la suerte, incluso, de visitar varias repúblicas de Asia Central y de charlar con sus intelectuales, en especial con uno de los más importantes, el escritor kirguizio Chinguiz Aitmatov, con quien compartí una noche en la estepa kazaja, mientras él hablaba de su fobia incurable a los aviones, de la poesía y el cinematógrafo en Asia Central y del recuerdo brumoso o imaginario que tenía de La Habana. Las circunstancias en que vivían aquellos territorios eran completamente distintas a las de Moscú, Leningrado, Kiev, Vilnius, Riga o Tbilisi, aun cuando las noticias que nos llegan hoy nos hagan ver tales momentos como días de gloria. Su grado de desarrollo y la densidad del tiempo histórico eran otros; las diferencias y las desigualdades cobraban cuerpo y se acentuaban en la misma medida en que uno se adentraba en los confines de su naturaleza y en los misterios de su sabiduría. Esto se daba, sobre todo, en las formas ancestrales de su cultura nómada, donde el realismo socialista tenía muy poco que hacer. Si extraño era en Lituania, imaginemos lo que sucedía cuando los comisarios dictaban su catecismo a un pueblo de pastores. El viejo problema de las nacionalidades nunca fue resuelto en la URSS, a pesar de que Stalin decretara su solución en escritos y discursos tan tempranamente como en las postrimerías de los años veinte, y Jrushov, Brezhnev y todos los líderes fugaces que les sucedieron lo dieran por superado. La prueba al canto estaría en la rapidez con que se desintegró la Unión Soviética a partir de que apareciera la perestroika. Ha sido éste un proceso aleccionador que no termina aún, y para verificarlo bastaría remitirse a la cuestión chechena y a otras menos divulgadas por la prensa occidental. La perestroika fue un fracaso, pero destapó, con la alegría de un circo, la olla de las vicisitudes que se derivaron de la aplicación de una política que excluía el respeto a la diversidad como elemento esencial de la cultura. Ni más ni menos, lo mismo que le ocurrirá (le ocurre ya) a la globalización neoliberal en su intento por estandarizar la espiritualidad humana. Su descalabro será/es tan estrepitoso como vastas han sido y son las dimensiones de su proyecto usurpador. En aquellos países y territorios jamás afloraba públicamente una disonancia por insignificante que fuera, y uno sabía que las masas estaban insatisfechas y que los dirigentes y analistas políticos no siempre tomaban en cuenta su opinión. Sabíamos más, sabíamos que aquellas inquietudes también eran manipuladas y alentadas desde el exterior. Pero la distancia entre los principales responsables y las bases de la sociedad era aún más abismal, lo que se agravaba en los países donde el Socialismo no fue el resultado de un proceso histórico y revolucionario. A tono con esto, recuerdo que me correspondió realizar una visita a Polonia en vísperas de las elecciones en las que Solidaridad se hizo por primera vez con el gobierno. En una función de ballet, debí sentarme junto a un alto dirigente del Partido Obrero Unificado Polaco y un ministro del gobierno. Como sabía que las cosas no andaban nada bien para ellos, les pregunté por separado, entre acto y acto de El lago de los cisnes, cómo imaginaban el futuro de su país. El funcionario del Partido me respondió lacónicamente, como si yo lo importunara con aquella ocurrencia: «Debemos ganar ampliamente las próximas elecciones», y el ministro, que era un intelectual de relieve, si mal no recuerdo un romanista, sonrió y me dijo: «Me he postulado para senador. La próxima vez que visite Polonia, lo recibiré en la Cámara y tendré más tiempo para dedicarme a escribir y hablar de literatura». Ninguno de los dos acertó en absoluto. Vivían tan enajenados de la realidad que terminaron creyéndose sus propias fantasías y las de sus acólitos. Ambos presumían de ser intelectuales, y con toda seguridad lo eran, pero carecían del más elemental sentido práctico. Para ellos, y para muchos otros que también sucumbieron y ahora son prósperos empresarios o políticos de carrera, las masas eran una abstracción inanimada, un rebaño silencioso y nunca una fuerza capaz de poner en peligro su posición. Y, por si fuera poco, existían la URSS y el Pacto de Varsovia como garantes de su seguridad. No quiero decir que así fuera la generalidad de los antiguos funcionarios políticos y administrativos de Europa del Este, pero era un mal bastante extendido, al menos entre los que yo conocí. Aquello no podía continuar como estaba, tenía que derrumbarse por efecto de su propio desgaste. Hubiera hecho falta una REVOLUCIÓN, pero la perestroika ni siquiera fue una aspirina. Aún más, hay quienes afirman que fue una expresión de su agonía, y que Reagan y la Tatcher, con quienes Gorbachov compartía secretos y bacanales, tiraron de la cuerda. Bien le va, por cierto, a éste último: hace historias de su propia leyenda y opina de todo, y ya es millonario.
Pero aquel pasado es historia; de ahí que podamos analizarlo en detalle. Me pregunto cuál hubiera sido su desenlace de haber evolucionado de otra manera. No hay por qué pensar que los fracasos excluyen irremediablemente la victoria, ni viceversa. En todo caso, prefiero concluir esta idea apropiándome de una frase del controvertido Ernst Bloch, idea que George Labica califica de provocación: «El peor de los comunismos vale más que el mejor de los capitalismos». Otra cosa no vemos.
En cuanto a los intelectuales orgánicos, muchos dejaron de serlo y su relación con los partidos, incluso estos, se tornaron rutinarias, formales, sin margen para la participación ni el debate. A tal punto llegaron las inconsecuencias que, a pesar de la magnitud de la debacle que se produjo a partir de finales de los ochenta, no se suscitó una sola acción de resistencia que haya merecido el reconocimiento de la historia, a no ser aquella ridícula escaramuza que catapultó a Yeltsin hasta el Kremlin y que careció de mérito alguno, pues fue más fruto de las veleidades acumuladas por Gorbachov que de la consistencia ideológica de su sucesor. La consternación que provocaron aquellos acontecimientos fue tan anonadante que George Bush padre, por entonces ducho en menesteres de la otra inteligencia, confesaría en sus memorias, varios años después, que nunca llegó a imaginar que los cambios previstos (y fomentados por el imperialismo) transcurrieran con tal pasividad y armonía. Aquel camino no es precisamente el que deben proponerse quienes de verdad aspiran a transformar la realidad imperante en la actualidad. Aunque hay que señalar que tampoco fue el camino elegido por los honrados de toda una vida, no sólo aquí, en el «aséptico» Occidente, y sigo en línea con la sentencia de Bloch, sino allá, en la propia Europa Oriental; de ahí que sea injusto hacer tábula rasa y culpar de todos los errores posibles a los viejos intelectuales comunistas cuando de este lado del mundo todos los días se cuecen habas y se cultiva la injuria y el bochorno que nos depara la traición. Si de rescatar lecciones se tratara, opino que la respuesta estaría mucho más en asumir la actitud de Mayakovsky, Alberti, Nicolás Guillén y Pablo Neruda que la de Evgueni Evtuchenko, porque, al fin y al cabo, es mejor morir con la conciencia limpia y el humilde mérito del deber cumplido, que ser eternamente un bufón ni siquiera capaz de encontrar su corte.

Tu comentario a propósito de la deriva de un intelectual antaño alabado y hoy bufonesco como Evgueni Evtuchenko me lleva a preguntarte por tu visión de los intelectuales en la actualidad.
En resumen, y sin otra pretensión que facilitar este análisis, estaríamos hablando de cuatro tipos de intelectuales (tres de ellos tomados de la caracterización que hace Ignacio Ramonet en sus diálogos con Jorge Halperín) y de su relación con la realidad social: los orgánicos, que algunos descalifican por una parte de la experiencia histórica; los mediáticos, que, a pesar de su encumbramiento, no cuentan a los efectos del cambio, pues son hijos predilectos del sistema hegemónico; los indiferentes, que tampoco cuentan y cada vez son menos, y los que pudiéramos denominar hacedores de un pensamiento crítico, que se distinguen por su heterogeneidad y su oposición abierta y militante a la globalización neoliberal. Pero sería necesario escanciar el vino. No veo por qué no ha de ser posible ser un intelectual orgánico, digamos en un caso como el de Cuba, y estar al mismo tiempo contra el capitalismo salvaje y participar permanentemente de una reflexión crítica desde la esencia misma de la Revolución, que entre nosotros significa también el Partido. De cualquier forma, lo que menos debe importarnos en esta hora son los distingos etimológicos de genealogía, pues soy de la opinión de que todo lo que nos divida y distraiga de lo esencial (la impostergable unidad) favorecerá al imperio (que se comporta todopoderoso), sin que esto nos conduzca a obviar internamente el debate y las diferencias útiles.

¿Y en qué consistirían ese debate y esas diferencias útiles en lo que concierne a la Cuba actual?
En Cuba se debate de todo y a toda hora, incluso acerca del propio debate. Nosotros no sólo somos analíticos, sino particularmente extrovertidos, y no por la influencia del trópico, que es lo que alegan los extraños cuando no nos comprenden, sino porque encarnamos una mezcla de culturas heterodoxas, como las que dieron lugar a la España premoderna y al África fundadora de pueblos y civilizaciones, y porque poseemos conciencia histórica y formamos parte de una sociedad que no podría existir si no propiciara ese reflujo permanente de inteligencia y alegría. Los cubanos somos un parlamento en expansión; de ahí que en esta isla resulte muy difícil encontrar un ciudadano leal a su patria que no haya tenido la oportunidad de participar, de una u otra forma, en el proceso histórico de la Revolución. De no haber sido así, no me explicaría el heroísmo colectivo frente a las agresiones, que contra nosotros son permanentes y de todo tipo, ni la abnegación con que asumimos el desarrollo de un proyecto social que hizo del mejoramiento humano su razón de ser.
Acá, los intelectuales no observan los acontecimientos desde la barrera, son copartícipes de la obra social, y en su actuar cotidiano se comprometen y ejercen su derecho a opinar y a decidir, algo que, sobre todo en lo que atañe a esto último, les resulta imposible en otras latitudes, donde, dicho sea de paso, pensar es cada vez más privativo de quienes detentan el poder o lo amplifican como portavoces. Desde los albores de la Revolución, se instituyó entre nosotros una práctica que no ha cesado nunca, y que comporta el diálogo y la discusión en todos los niveles y con todas las instancias de la sociedad. Recordemos aquí lo que significó el encuentro de Fidel con los intelectuales en junio de 1961, en la sala-teatro de la Biblioteca Nacional. Aquella experiencia no quedó ahí, sino que devino programática, y desde entonces han sido innumerables los congresos y reuniones que la han prolongado en el tiempo. Y es que el propio Fidel es la antítesis de esos jefes de Estado, tan comunes en las anémicas democracias liberales, que se contentan con leer cuatro metáforas provistas por algún amanuense, cortar una cinta, y sonreír y sonreír y sonreír, mientras piensan en cómo escapar a tiempo para que nadie les espete la verdad en la cara. Fidel es en sí mismo el pensamiento y la acción, y jamás lo he visto eludir un tema en sus reuniones con los intelectuales o con los representantes de cualquier otro sector de nuestra sociedad. Desde hace la friolera de más de treinta años vengo asistiendo a encuentros en los que se debate acerca de asuntos de la mayor trascendencia para el presente y el porvenir de mi país e, incluso, del mundo, porque los cubanos también tenemos conciencia de nuestro tiempo y de nuestro lugar en la historia, Y en ese ver y hacer ininterrumpidos, he conocido a escritores y artistas preocupados (y ocupados, que es lo más importante) por el destino de las nuevas generaciones; la identidad nacional; la repercusión de los fenómenos que acompañan a la globalización y la necesidad de afrontarlos desde la sociedad en su conjunto; los peligros de la corruptela; la frivolidad contagiosa de los medios de comunicación, incluido el cine; la salud; el azote mundial del SIDA; el mejor uso de nuestros recursos intelectuales; la universalización del saber (en un país como éste, que es un aula total); las diferencias y desigualdades económicas; la ineficiencia de esta o aquella institución y, también, cómo no si hablamos de cultura, los he visto abundar en la especificidad del arte; en el valor patrimonial de un inmueble; en el cuestionamiento de un proyecto arquitectónico que niega o empobrece nuestra identidad y en cuya decisión de erigirlo intervino cualquier cosa menos el conocimiento… Y esas opiniones, generalmente alentadas por una receptividad que las propicia, siempre han sido expresadas con absoluta libertad, pues su afán no es el descrédito, sino la perfección de una obra que amamos porque sabemos nuestra. ¿Qué es esto, sino un signo inequívoco de madurez y democracia, y una expresión concreta de la relación que debe existir entre el arte, sus hacedores y la vida social? Por último, permíteme referirme a la contradicción irreconciliable y verdaderamente estratégica que nos impone el imperialismo con sus políticas incivilizadas de acoso y terrorismo de Estado. Me refiero, por supuesto, al «ser o no ser» de los cubanos, no sólo en las actuales circunstancias, sino como parte de un dilema que tiene raíces históricas: en Cuba, estar a favor del imperialismo, equivale a estar contra la Revolución. Es algo que no admite concesiones, ni siquiera en «un tantito así», como señalara el Che con su proverbial elocuencia. No hay otro modo de ver un asunto como éste, en el que la permanencia de la Revolución implica la existencia y continuidad de la nación cubana. Si se parte de esta premisa y se coincide en lo esencial y determinante, yo diría que todo lo demás es secundario, por muy trascendente que sea o nos parezca.

¿Y cuál sería la misión de los intelectuales en esta hora? ¿Y la del arte? La gran misión de los intelectuales y el arte de nuestro tiempo, en su relación con la vida social, es la de constituirse en parte indisoluble de las alternativas al modelo socio-económico prevaleciente. Y tales alternativas deberían confluir cada vez más en una opción coherente y firme frente a la embestida imperialista. No es conformándonos con remiendos ocasionales como vamos a detener el auge neofascista, la ignorancia, la insalubridad, la pobreza, la falta de libertades, la guerra y el saqueo generalizado. Esta lucha se ha de asumir como de vida o muerte, pues de eso se trata. Y aunque también es verdad que los intelectuales por sí solos no van a transformar el mundo, sí pueden hacer mucho por dotar a las masas de la claridad y la capacidad necesarias para alcanzar ese imperativo ineludible que es la victoria. No envilecerse, pedía José Martí, sino trascender hasta los que crean y fundan. Y habría que estar dispuesto a sacrificarlo todo en una batalla que es primordialmente ideológica, pero que no excluye ni el plomo ni el fuego, según la latitud en que se libre y los fundamentos que la sustenten. «Hay que dotar de conceptos a la ira», nos ha dicho Noam Chomsky, y la misión del intelectual contemporáneo debería pasar siempre por este desafío a su inteligencia y a su perseverancia. Vivimos en un mundo viejo que se nos manifiesta como nuevo. Somos parte de la gran paradoja. Y para explicar este mundo, es prerrequisito vivirlo con intensidad, como alguna vez nos advirtiera el gran novelista y pensador cubano Alejo Carpentier, cuyo ejemplo de fidelidad a la cultura de los pueblos de América aún está a la espera de mejores estudios. Si sabemos que el arte no es propaganda, eso significa que tal especificidad no puede ser soslayada ni instrumentalizada desde el poder o la política. La mejor contribución de un artista a su pueblo es, precisamente, el aporte inestimable de su obra.

¿Rechazas, pues, la noción del arte por el arte?
La idea peregrina de vivir incontaminado en una torre de marfil que, por otra parte, siempre ha sido un punto de vista decadente y reaccionario, ha sido superada por la práctica y por la historia universal de la cultura. Los puristas tienen poco que hacer cuando se sabe que el mismo día en que tuvo lugar el despreciable ataque al World Trade Center en Nueva York, donde murieron más de tres mil ciudadanos indefensos, en el Sur del mundo fallecían diez veces más niños por inanición y enfermedades prevenibles. De estos últimos, ahora que acaba de transcurrir septiembre, casi nadie habla, mientras que de aquellos, inocentes también, sabemos poco menos que todo. Definitivamente, Manuel, vivimos en una época tan ideologizada, pero tan ideologizada, que hasta el olvido es culpable. Y a quienes hemos convertido el trabajo intelectual en un oficio, entre otros deberes, nos tocaría no perder la memoria.