Los primeros años de la democracia fueron frescos y puros, como una primavera que te eleva el alma hasta cumbres insospechadas. Desde allí el paisaje era hermoso y los horizontes interminables. En el valle había danzas y cantos. Y la música llenaba de alegría los corazones. El pueblo realizó, en un santiamén, todos sus sueños.
El aire, con el rocío del primer amanecer planetario, llenaba de fuerza e ilusión los pulmones, y una energía desconocida impulsaba a hombres y mujeres a recuperar la juventud robada. Era el tiempo de sanar de las horribles cirugías practicadas contra los cuerpos y almas de seres que habían sido partidos al nacer.
Todo parecía ir bien hasta que, de repente, la rodilla de España se hundió en nuestro cuello y empezó a ser difícil respirar. Nadie sabe a ciencia cierta como se produjo aquella metamorfosis, como el ciervo mutó en cucaracha y la miasma se expandió por doquier.
Algunos dicen que la miasma salió de las alcantarillas, otros de los ideales traicionados, de las promesas incumplidas, de la mentira, de nuestro espíritu cainista.
El caso es que la corrupción llegó solapada en interminables olas negras que cubrieron ciudades y pueblos. Las clases sociales se hicieron borrosas y se retorcieron en el laberinto de los espejos cóncavos y convexos. Se empotraron las unas dentro de las otras y una ósmosis desdentada creó un nuevo paisaje apocalíptico.
Las puertas giratorias se convirtieron en las nuevas guillotinas que no dejaban de cortar las cabezas que aún estaba llenas de pájaros o sueños.
El orgullo de ser europeos, que blandíamos al principio como vencedores de la Historia, se hizo trizas. Perdida la soberanía, nos acostumbramos a vivir sin dignidad y contemporizamos con los tiempos, tragando sapos y culebras, hasta dejar de ser nosotros. Luego aceptamos “lo políticamente correcto», cual chorizo que se contenta con ser morcilla.
Ya es tarde para cabalgar hasta arrojarlos a la mar. La muerte de la primavera vino con la guadaña del “sálvese quien pueda”.
Al final tuvo que llegar la pandemia para que los locos nos advirtieran de que vivimos bajo las ruedas.
Blog del autor: Nilo Homérico