A la vista está que, en la sociedad actual, el centro de la actividad gira fundamentalmente en torno al mercado, allí se comercia, compran, venden, permutan bienes o servicios; por lo que la existencia hace obligado mercadear. Dado que, en general, cabe hablar de sociedad de mercado, moverse a tenor de las reglas que la rigen, además de presencia, imprime legitimidad de acción a los operadores, sean simples vendedores o consumidores. Conforme a este panorama generalizado, la política no podía ser una excepción. En este caso, su particular mercado se mueve en los términos establecidos por la democracia representativa.
Ya en los orígenes del mercadeo político moderno señalado por la democracia de mercado, donde se compra y vende el género político conforme a normas consensuadas, se encontraba presente el capitalismo productivo, cuya intelectualidad burguesa tuvo la oportuna ocurrencia de ganarse el aprecio de las masas para atraerlas a su particular mercado. Más o menos, las vino a decir que, a partir de entonces, iban a designar a quienes las gobernarían, pero dejando claro que mandaría la minoría pudiente, o sea, la elite del poder. Desde entonces, en el mercado, han cambiado muchas cosas gracias a los avances tecnológicos, pero el fondo sigue siendo el mismo. Se trata de un rebaño, estabulado en el recinto del mercado general, integrado por consumistas y colectividades variadas, con un nexo común, que es la pérdida de identidad personal y el adormecimiento generalizado.
Democracia representativa y mercado han venido caminando codo con codo, perfeccionándose la primera a medida que el mercado se hacía más invasivo en el panorama social. Hasta que, llegado el momento actual, buena parte de las sociedades ricas se definen claramente como de mercado. De tal manera que la política de las sociedades avanzadas ha tenido que adaptarse de plano al sistema económico que patrocina el capitalismo, definido por el mundo del dinero, mientras que en las menos avanzadas, las reglas sigue marcándolas el cacique de turno.
Hoy ya no existe el menor pudor en reconocer que la democracia ha perdido incluso la condición de representativa —no hablemos de la idea de fondo que la anima—, simplemente camina dando tumbos por las sociedades consumistas vendiendo el género que ofertan los partidos políticos en términos de ideologías expresivas de una falsa libertad, en las que solamente cambia la etiqueta del envase para marcar diferencias entre ellos. En lo fundamental, se trata de grupos legalizados para ejercer la profesión que acogen a una minoría oportunista, con aspiraciones de situarse en las instituciones del poder para mangonear a su gusto y en términos de perdurabilidad, respondiendo a lo que conviene a los intereses del partido al que representan y del que viven.
Instalada en el puesto que se la ha asignado en el sistema capitalista y teniendo en cuenta que en la sociedad de mercado se venden y compran muchas más fantasías que realidades, la política se inclina por vender las primeras, y a ser posible a gran escala, para atraer seguidores fieles al partido, porque de las mayorías depende la toma del poder. Lo aprovechable para el grupo político es que, como lo que se ventila en realidad es la captación del voto, seducir a la masa resulta ser la vía para legitimar la opción a efectos de situarle en el poder. Para ello hay que ilusionar al personal, y en tal punto se centra la actividad política dirigida a jugar con la utopía, aunque con aportaciones mínimas de alguna que otra realidad materializable. De ahí que la democracia, definida en términos capitalistas, tenga que seguir la trayectoria del mercado, sondear lo que se vende, darle la envoltura apropiada y con ello entregarse al mercadeo, a fin de incrementar las ventas de la marca comercial que representa cada grupo político.
En cualquier régimen democrático actual o, si se pretende ser fiel a la realidad, debería decirse partitocrático, además de la ideología que rotula al grupo con expectativas de poder político, que ya es la mercancía de bandera, hay que aportar otras creencias para animar al auditorio. Los más avispados, en línea con el conglomerado empresarial, ofertan y venden mercancías progresistas, es decir, de bien-vivir generalizado; mientras que los otros se quedan dormidos en los laureles y ofertan patria o, si se quiere, más humo, porque el personal reclama otras realidades proyectadas hacia el hedonismo existencial. Más aventajados, los primeros han entendido que hay que moverse con las pautas del mercado y ofertar a la gente verbena permanente, gratis para los vulnerables, porque alguien pagará el espectáculo
No hay que sorprenderse por lo avanzado del modelo democrático, dado que el destino de la democracia burguesa estaba claro desde el comienzo. Afectada por la idea del mercado de masas, era natural que se entregara al mercadeo, ya que estaba orientada a que la política entrara en la dinámica del mercado, donde se comercia con productos vendibles. En el que, conforme al marketing, si no hay ofertas publicitariamente atractivas, la viabilidad de negocio político decae radicalmente, por eso hay que saber vender la mercancía, aunque dentro del envoltorio no haya nada. Del otro lado, parece conveniente votar al que más promete, esperando que cumpla. Lo que sucede es que, si cumple, lo hará con dinero ajeno o, si se quiere entender, con el de todos los presentes y futuros. No obstante, en la dinámica social de grupos, a menudo basada en que unos se aprovechan de los otros, desplegando la actitud propia de la solidaridad egoísta o sutilmente interesada, lo de menos es quien resulta perjudicado, si el grupo señalado se beneficia.
Con todo esto, las masas se han dejado llevar por la dinámica de la democracia del mercadeo, fingiendo creer que cuanto está a su alcance es gratis y así poder seguir disfrutando el sueño del bienestar. El problema surgirá cuando finalice la comedia. A la elite le viene bien lo de la ensoñación democrática porque, mientras unos creen gobernar votando, ella manda. Por su parte, las masas, a gusto con su papel consumista, entretenidas con el espectáculo que se les sirve, incapaz de reflexionar cada uno sobre el significado de su condición de consumidor y de ciudadano, permanecen en gran parte a la espera de ver quién oferta más para darle el voto. Aprovechando la democracia al uso, la mayoría confía en que otros se encarguen de garantizar el bien-vivir, a cambio de dependencia y sumisión. En definitiva, todo apunta a que la última democracia está obligada a funcionar al compás del mercadeo político, siguiendo las pautas marcadas por la sociedad de mercado, en la que la prosperidad del negocio depende de la habilidad para vender el género.