“Nuestro primer objetivo es prevenir la emergencia de un nuevo rival. Esta es una consideración dominante que debe subrayar la nueva estrategia regional de defensa y que exige que nos esforcemos en prevenir que ninguna potencia hostil domine una región cuyos recursos pudieran bastar, bajo un control consolidado, para engendrar un poder global (…). Finalmente, debemos mantener los mecanismos para disuadir a competidores potenciales incluso de aspirar a un papel regional o global mayor”[1].
Defense Planning Guidance de Estados Unidos, 1992.
“Tenemos alrededor del 50 por ciento de la riqueza del mundo, pero solo el 6,3 por ciento de su población (…). En esta situación no podemos evitar ser objeto de envidia y resentimiento. Nuestra tarea real en el período que se aproxima es la de diseñar una pauta de relaciones que nos permita mantener esta posición de disparidad sin detrimento de nuestra seguridad nacional”[2].
George Kennan, ideólogo estadounidense de la Guerra Fría.
Tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la reorganización de la correlación de fuerzas geopolíticas derivó en una nueva lógica de administración de las relaciones y tensiones entre los países, abriendo paso a una nueva era de pretendido debilitamiento del Estado nación bajo la amenaza derivada de las potencias hegemónicas que iban expandiéndose desde Occidente. La creación de las Naciones Unidas (ONU), como orientador de la diplomacia y las relaciones entre los Estados, se fundamentó en un cuerpo normativo: el Derecho Internacional Público (DIP), que contempla las responsabilidades y prerrogativas de los actores del sistema mundial. La Carta de Naciones Unidas es asumida por el DIP como insumo fundamental en esta etapa de las Relaciones Internacionales.
La preeminencia de las potencias vencedoras como actores determinantes en las decisiones fundamentales del mundo entero se formalizó. La expresión más clara de esto fue la conformación del Consejo de Seguridad y la prerrogativa conocida como “derecho al veto”, aplicable para los grandes temas de debate. Estados Unidos, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS, hoy Rusia), Francia, Reino Unido y China acordaron una suerte de “última palabra” para situaciones sensibles dentro de las relaciones internacionales y sus inevitables contradicciones. Al negociar las disposiciones de la Carta de la ONU, Washington presentó resistencia para aprobar el derecho de veto; sin embargo, para la Unión Soviética era indispensable su establecimiento, de lo contrario hubiese sido sometida a un todos contra la URSS.
La crisis de los 90 y el derrumbe del bloque socialista, que fungió como contrapeso a la hegemonía capitalista, le otorga una aparente carta libre y ambiente de superioridad moral y política a las fuerzas del atlantismo. Sin comprensión de la responsabilidad histórica que implica la administración real de los conflictos, avasallando los preceptos de igualdad entre los Estados, se va imponiendo con soberbia una resignificación partidaria y sesgadamente universalista de dos conceptos fundamentales: democracia y libertad. Nociones que manipulan a conveniencia y dogmatizan bajo la mirada unilateral y reducida de su propia compresión del mundo, en la cual las corporaciones económicas, bélicas y financieras manejan los hilos del poder y pretenden homogenizar el mundo para crear condiciones de dominio general. El pensador y político dominicano Juan Bosch identificaría este pretendido nuevo modelo de control mundial, bajo la categoría de “Pentagonismo”[3].
Esta nueva modalidad de hacer política, a partir de la interpretación a conveniencia de valores universales, ha sido liderada por Washington y secundada por las fuerzas alineadas al eje geopolítico atlantista. Se trata de una cruzada para la legitimación de una forma unívoca de entender y catalogar los imperativos morales y políticos que intervienen en las relaciones entre los Estados. Como buena cruzada, este despliegue de imposiciones cuenta con una poderosa inquisición. Se inicia una suerte de juicio continuado hacia la forma en la cual los Estados nacionales orientan sus políticas -tanto interior como exterior-. Esta peligrosa operación de determinación de la justicia moral internacional tiene estrecha relación con un poderoso dispositivo cartelizado de comunicación y opinión, encargado de “construir el expediente”, reproducirlo sin descanso y emitir sentencias opináticas fabricadas a la medida.
En este punto, vale recordar lo que afirmara, en 2001, el exsecretario de Defensa de la administración de Bush, Donald Rumsfeld, para referirse a cómo Estados Unidos debía ejercer su papel como imperio: “Tenemos dos opciones. O cambiamos la forma en que vivimos o cambiamos la forma en que viven los otros. Hemos escogido esta última opción”[4].
El Derecho Internacional Público reconoce formalmente como pilares tres elementos que son fundamentales por su espíritu y sentido: la igualdad entre todos los Estados; el respeto a la soberanía nacional; y el derecho a la autodeterminación de los pueblos. El artículo 2 de la Carta de Naciones Unidas, en sus numerales 1 y 7, es meridianamente claro en estos principios. Igualdad y respeto a la soberanía desembocan irremediablemente en el reconocimiento de la diversidad y el respeto de las decisiones que se toman soberanamente. El Derecho Internacional Público permite la convivencia de todas estas voces y procuran la resolución pacífica de las controversias, que inevitablemente surgen a partir de la pluralidad de miradas.
La necesidad por parte de la hegemonía occidental de “encauzar” a todos por su estrecha visión choca con el espíritu de diversidad que rige el DIP. Es decir, los principios del Derecho Internacional, expresados en la Carta de las Naciones Unidas, representan una camisa de fuerza para el dominio occidental y sus fórmulas de imposición. Es por ello que va forzando el desarrollo de dispositivos alternos, atajos antijurídicos (disfrazados de legalidad), que procuran otros caminos para el control y la incidencia. Al fin y al cabo, para el atlantismo, todos deben usar el mismo alfabeto y el mismo uniforme con sus infaltables gríngolas.
Como una táctica de la estrategia de homogenización ideológica, se desarrollan conceptos y tesis como el de la defensa de la democracia, mientras que se instrumentaliza a los derechos humanos poniéndolos al servicio de los particulares intereses de las potencias hegemónicas, desvirtuando su realización y sentido como fines en sí mismos. Se le otorga así a estos poderes una herramienta de intervención con ribetes morales y humanitarios, con la que generan una versión conveniente, para legitimar objetivos inconfesables.
El idioma inglés, con su característica versatilidad, contiene un verbo preciso para entender esta modalidad de hacer política con los Derechos Humanos (no de DDHH): to weaponize, usar los DDHH como arma, the weaponizing of Human Rights. Bajo el delicado manto del respeto a la integridad de los ciudadanos se pretende minar o quebrantar la cualidad y la integridad de la soberanía estatal, cuando en realidad velar por los DDHH es la primera potestad y responsabilidad constitucional de todo Estado. No hay duda de que aquellos preceptos que atienden a la vida, así como todas las garantías fundamentales de dignidad de los ciudadanos, están a cargo de los Estados y sus instituciones. La bandera de los DDHH es muy sensible a la mirada de la opinión pública, que además es manipulada por la opinión publicada de los carteles mediáticos al servicio de intereses hegemónicos. Es por ello que se ha convertido en territorio fértil para sembrar sospechas sobre países y gobiernos no subalternos al dictamen político, económico y moral que impone la visión hegemónica occidental.
Las relaciones internacionales han construido algunas vías incipientes para atender el eventual desbordamiento que pudiesen sufrir los Estados nacionales en su responsabilidad de garantizar los DDHH. El Estatuto de Roma, por ejemplo, es la partida de nacimiento de la Corte Penal Internacional (CPI) y tipifica claramente en el artículo 5 los crímenes de competencia de la Corte: genocidio, lesa humanidad, crímenes de guerra y agresión (este último aún con vigencias muy parciales según cada estado ratificante a partir de 2015). La CPI es una institución que pretende garantizar la posibilidad de condenar las responsabilidades penales individuales de funcionarios de Estado y otros agentes que actúen por el estado, en materia de violación de delitos de lesa humanidad. No es una instancia perfecta, ni exenta de intereses ajenos a la justicia, pero es parte de los acuerdos de un gran número de Estados para abordar las situaciones más sensibles en materia de DDHH, en el contexto del Derecho Internacional Humanitario.
La Responsabilidad de proteger o cómo abusar de la protección de los Derechos Humanos para desprotegerlos
La doctrina de la Responsabilidad de proteger es una de las fórmulas que pretende ser utilizada para imponer modelos políticos y económicos sin respetar los principios del DIP, so pretexto de la protección de los DDHH de una población determinada ante crímenes de lesa humanidad. Proviene del Derecho Internacional Humanitario y es aplicable cuando suceda la violación grave y masiva de derechos humanos en términos de delitos de lesa humanidad, anulando la capacidad del Estado de proteger a sus poblaciones en medio de conflictos bélicos. Se relaciona con las Operaciones de Mantenimiento de la Paz de la ONU, salvo por dos diferencias fundamentales: la Responsabilidad de proteger puede alegarse sin estar en presencia de un conflicto bélico y aun cuando el Estado concernido no la solicite o autorice. El debate para extender este concepto a situaciones no bélicas ocurre en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1999, cuando el Secretario General, Kofi Annan, a la luz de lo ocurrido en Srebrenica, Somalia y Ruanda, y ante el estrepitoso fracaso de la intervención militar de la OTAN en Kosovo, plantea un dilema para la comunidad internacional: mantenerse al margen, y permitir genocidios como el de Ruanda o intervenir, como el caso de Kosovo. Como es obvio, la noción de soberanía nacional queda vulnerada, por no decir ignorada, si este prospecto doctrinario toma fuerza legal.
En diciembre de 2001, sin haberse disipado el desconcierto por los ataques a las Torres Gemelas en Nueva York, se presenta un informe por parte de la Comisión Internacional de la ONU sobre la Intervención y la Soberanía Estatal (CIISE), que desplaza la mirada de la legitimidad sobre las intervenciones militares humanitarias para centrarla en la responsabilidad de proteger. Sin embargo, es en la Cumbre de Naciones Unidas de 2005 cuando se consagra definitivamente la pretendida doctrina que, si bien reserva la prerrogativa de los Estados para garantizar los DDHH de sus ciudadanos, señala la Declaración de los Estados Miembros de ese año en su párrafo 139:
“La comunidad internacional, por medio de las Naciones Unidas, tiene también la responsabilidad de utilizar los medios diplomáticos, humanitarios y otros medios pacíficos apropiados, de conformidad con los Capítulos VI y VIII de la Carta, para ayudar a proteger a las poblaciones del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad. En este contexto, estamos dispuestos a adoptar medidas colectivas, de manera oportuna y decisiva, por medio del Consejo de Seguridad, de conformidad con la Carta, incluido su Capítulo VII, en cada caso concreto y en colaboración con las organizaciones regionales pertinentes cuando proceda, si los medios pacíficos resultan inadecuados y es evidente que las autoridades nacionales no protegen a su población del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad. Destacamos la necesidad de que la Asamblea General siga examinando la responsabilidad de proteger a las poblaciones del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad, así como sus consecuencias, teniendo en cuenta los principios de la Carta y el derecho internacional. También tenemos intención de comprometernos, cuando sea necesario y apropiado, a ayudar a los Estados a crear capacidad para proteger a su población del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad, y a prestar asistencia a los que se encuentren en situaciones de tensión antes de que estallen las crisis y los conflictos [5]”.
Hay autores que pretenden inferir el sustento jurídico de la Responsabilidad de proteger a partir de la letra y postulados del preámbulo de la Carta de la ONU y su artículo primero. Esta argucia pseudojurídica es muy débil, se abraza a un pretexto moral y choca, hasta estrellarse y morir, con los principios y propósitos de la propia Carta y el desarrollo específico de su red de disposiciones y articulado.
La fortaleza de los estados de derecho es lo que les convierte en los únicos espacios capaces para garantizar los derechos de sus poblaciones, tal y como apunta la evolución contemporánea del constitucionalismo, por lo que corrientes como las que apoyan la Responsabilidad de proteger plantean intencionalmente un falso dilema entre la violación de los DDHH y el respeto a la soberanía de los Estados. La propia CIISE establece:
“(…) la idea de que los Estados soberanos tienen la responsabilidad de proteger a sus propios ciudadanos de las catástrofes que pueden evitarse – asesinatos masivos, las violaciones sistemáticas y la inanición – pero que, si no quieren o no pueden hacerlo, esa responsabilidad debe ser asumida por la comunidad de Estados [6]”.
De esta forma, ante la carencia de un sistema normativo riguroso que regule los escenarios de intervención militar, se deja abierta la posibilidad para que el Consejo de Seguridad autorice estas operaciones tan extremas, a partir de supuestos que, por su naturaleza, siempre estarán sujetos a interpretaciones, sesgos y mediaciones. Tan solo los verbos que utilizan, dan pie a cualquier versión: querer y poder.
Es decir, el Consejo de Seguridad, o la instancia que finalmente escogiesen, se erigiría como un tribunal capaz de determinar si un Estado quiere o puede proteger a su población de una situación en particular. Y si llegasen a considerar que no quiere, o que no puede (con uno sólo de los supuestos sería suficiente), tendrían luz verde para bombardear y mandar tropas a ese país para subsanar la situación, bajo sus criterios y condiciones. Y al buen estilo occidental, tras “subsanar” la situación y tomar el control geopolítico del Estado concernido, con toda seguridad las empresas de construcción, de seguridad, energía y minería de los países evaluadores occidentales, podrán entrar para “reconstruir” la infraestructura del país y reactivar su economía. ¿No lo creen? Leamos de nuevo un extracto del informe de la CIISE: “ofrecer después de una intervención militar …, asistencia para la recuperación, la reconstrucción y la reconciliación”[7].
La responsabilidad de reconstruir sería consecuencia, inevitable y deseada por muchos, de la Responsabilidad de proteger. Hablamos de reconstruir la infraestructura y economía que esos compasivos países destruyen con sus bombas, misiles, tanques y sanciones económicas. Los objetivos y la estrategia para la cual pretenden usar la Responsabilidad de proteger son a todas luces evidentes. Aún así, son muchos los países que no quieren o no pueden advertirlo, y apoyan las resoluciones para que se avance en el desarrollo de una doctrina peligrosa para sus propios intereses existenciales.
Los poderes hegemónicos dispondrían de una suerte de menú de orden a la carta para aprovecharse de situaciones complejas en materia de DDHH (incluso las inducidas) abriéndole las puertas legales a una “compasiva intervención militar”. Esta situación no permite ofrecer ningún tipo de garantías de justicia, imparcialidad y transparencia, que se corresponderían con un procedimiento benefactor y realmente protector. Se pretende establecer una discrecionalidad “preventiva”, cuando se presume la posible ocurrencia de un hecho “juzgable” que pueda ser procesado. Se trata de una permeabilidad ventajosa para el hegemón entre el mundo del dominio geopolítico y de los DDHH, como si pertenecieran a la misma naturaleza, para dotarle de legitimidad y de una legalidad presunta, cuando lo cierto es que son intrínseca y necesariamente antagónicos. No está tampoco definida la forma en que la responsabilidad del Estado se transfiere a Comunidad Internacional para que ésta proteja a los ciudadanos de ese Estado, sin su aquiescencia previa[8].
La Comisión de expertos fijó también una serie de criterios para autorizar el uso de la fuerza, bajo la Responsabilidad de proteger: el uso de la fuerza: autoridad competente, causa justa, intención correcta, último recurso, medios proporcionales y posibilidades razonables[9]. La autoridad competente es el Consejo de Seguridad. Ahora bien, la clave es cómo determinar la justeza de la causa y cómo verificar que sus proponentes lo hacen con intenciones correctas. ¿Cómo calificar de justo o correcto el uso de la fuerza, sin la autorización del Estado concernido? ¿Quién garantiza la proporcionalidad en el uso de la fuerza y se responsabiliza por los excesos? El hecho de que se asuma como una opción de último recurso es lógico y le otorga a la doctrina un carácter sustancialmente preventivo. Sin embargo, ¿cómo se evalúan y se consideran efectivas, o no, las medidas coercitivas diplomáticas y económicas previas al uso de la fuerza?
La puesta en marcha de esta Doctrina ha sido cuestionada por buena parte de los países miembros de la ONU. La desastrosa intervención en Libia, en 2011, se fundamentó en el Consejo de Seguridad precisamente con argumentos de Responsabilidad de proteger. Desde 2005, el Consejo había aprobado diversas resoluciones que autorizaban el uso de la fuerza en países de África, mas no bajo los alegatos de esta doctrina. Sólo en caso de Sudán se utilizó esta motivación. Nadie, ni los grandes medios de comunicación occidentales, pueden negar que el resultado de semejante acción colectiva, en detrimento de la soberanía de Libia, dejó como secuelas una grave crisis política, económica y humanitaria, acompañada de la fractura del país, enfrentamientos entre facciones, migración masiva hacia el mediterráneo, vulneración absoluta de los derechos humanos de la población y proliferación de grupos terroristas en la región. Todas las reservas y objeciones que teóricamente habían sido expuestas en el debate sobre los riesgos de la pseudodoctrina en estudio fueron verificados en la triste y catastrófica realidad. Para los pueblos y la verdadera Comunidad Internacional lo ocurrido en Libia puede calificarse más bien como la irresponsabilidad de desproteger. La prontitud de la decisión del Consejo de Seguridad no dejó espacio para medidas preventivas. Un baño de sangre que no protegió a nadie, lo destruyó todo y se ha prolongado hasta nuestros días, fue avalado en su momento por las Naciones Unidas[10]).
La resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, presentada por Francia y el Reino Unido, fue controvertida. Rusia, China, India, Alemania y Brasil se abstuvieron, no se bloqueó la resolución con el voto en contra de alguno de los miembros permanentes (veto). Las abstenciones fueron el resultado, en gran medida, de la falta de medidas previas de carácter coercitivo y de iniciativas de paz en el terreno, justamente para evitar el uso de la fuerza. La Liga Árabe impulsó la intervención armada. Desde todo ángulo fue una decisión apresurada. Finalmente, al aprobarse una zona de exclusión aérea, la OTAN se hizo cargo de las operaciones militares con el uso de armas letales sofisticadas, bombardeos, misiles, con la supuesta intención de neutralizar a las fuerzas militares libias. Abriendo así las puertas, aún abiertas hoy, a un infierno en la tierra. Pocos días después, aunque ya tarde, los países que se abstuvieron expresaban sus reservas ante la falta de proporcionalidad en las acciones bélicas de la OTAN[11].
A pocas semanas de aquella decisión errática, el Consejo de Seguridad también aprobó el uso de la fuerza por vía de la Responsabilidad de proteger en Costa de Marfil. Si bien la atención del caso fue otra y sí hubo llamados y espacios para la resolución negociada de aquel complejo conflicto interno, el tiempo demostró que la ONU apoyó con su intervención a una de las partes, mientras se confirma que ambas habían incurrido en prácticas semejantes de delitos masivos contra los DDHH[12]).
A pesar del fracaso de esta operación de Naciones Unidas, después de la intervención en Libia, se han aprobado varias resoluciones que aprueban el uso de la fuerza militar (Costa de Marfil, Mali, Sudán del Sur, Somalia, República Centro Africana, Sudán, República Democrática del Congo), mientras que entre 2005 y 2011 se aprobó una sola intervención bajo esa motivación[13]. En otras palabras, de manera contradictoria, el estrepitoso fracaso de una acción permitida por la ONU, cuyos excesos y millones de crímenes continuados han quedado impunes, no ha impedido que se siga invocando esta doctrina. Se sigue aceptando la posibilidad de promover la violencia colectiva a través de la Responsabilidad de proteger. Hay que reconocer, sin embargo, que no se ha repetido una intervención militar occidental a gran escala. En favor del sentido del bien común, no fue autorizado el uso de la fuerza por parte del Consejo de Seguridad en los casos de Siria y Yemen. La lección de Libia al menos ha limitado la escala de las decisiones y acciones fundamentadas en la RdP.
La de Responsabilidad de proteger entra en conflicto con, al menos, tres de los principios fundamentales del Derecho Internacional Público (DIP). No existe igualdad práctica entre las naciones del mundo en su ejercicio político cotidiano. Simón Bolívar, al referirse a la necesidad de igualar a los ciudadanos se refería a la igualdad establecida y practicada. En la geopolítica, la igualdad está en efecto establecida como principio esencial de la convivencia entre naciones, pero es evidente que no se trata de una igualdad practicada, ni tan siquiera considerada por los poderosos. También atenta contra el derecho sagrado de los Estados de ejercer la soberanía y la autodeterminación e incluso la independencia. La Responsabilidad de proteger es uno de esos caminos que, pretendiendo constituirse en parte del cuerpo normativo del DIP, en la práctica tiende a liquidarlo. La pretensión de su aplicación para relativizar la cualidad de la autodeterminación de los pueblos en sus Estados soberanos debe ser un llamado de alerta mundial. Los DDHH son un espacio delicado y fundamental dentro del Sistema de Naciones Unidas. Es labor de todos los Estados velar por el manejo correcto de esta agenda y sus derivaciones. El uso parcial y sesgado con el propósito de intervenir en los asuntos internos de los países miembros es un acto desleal hacia la convivencia internacional.
Al analizar la Responsabilidad de proteger, el Profesor Juan Manuel Rivero Godoy hace las siguientes preguntas:
1) ¿ En qué casos hay que actuar? 2) ¿Cómo se determina cuando hay que actuar? 3) ¿Quién actuará para cumplir el propósito de la Carta? 4) ¿ Cuáles serán los límites d ella acción? 5) ¿Quién y cómo responde por los excesos? 6) ¿Cuáles son los objetivos reales de la intervención?[14]
El mismo autor concluye: “la Responsabilidad de proteger carece de una delimitación concreta normativa que sirva de utilidad en los casos en que ella deba ser aplicada”. Agregamos nosotros: más allá de normativas precisas o efectivas, no existen condiciones políticas (y geopolíticas) ni fundamentos jurídicos inexpugnables que puedan justificar que se adopte como válido un mecanismo tan peligroso en un mundo tan desigual.
Así como en otras materias, el debate se ha extendido hasta considerar que, aunque el Consejo de Seguridad es el único órgano con potestad para analizar los casos en los cuales se pudiese considerar el uso de la fuerza, su composición política y el derecho al veto evitarían la aplicación de la Responsabilidad de proteger, por lo que proponen que esta facultad le sea transferida a la Asamblea General, alegando su carácter más democrático y amplio. Esta propuesta pretende neutralizar el derecho a veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad y sustituirlo con lo que aparentemente sería una decisión de un cuerpo más legítimo y democrático.
Los proponentes parecen (o quieren) ignorar el poder coercitivo, las amenazas y la presión política que las potencias occidentales suelen imponer a los Estados miembros en la toma de decisiones en la Asamblea General. Si lo hacen abiertamente en Resoluciones de poco impacto o en la elección de cargos y espacios en las instancias de la ONU, no podemos ni suponer el tamaño de la presión extorsiva que aplicarían para aprobar una operación militar que responda a sus intereses geopolíticos y económicos. Esta aparente propuesta “más democrática” podría conllevar a expandir la tiranía unilateral que las potencias imperialistas suelen imponer en el seno de los cuerpos multilaterales.
Nuestra América y la Responsabilidad de proteger
El papel dominante de Estados Unidos a nivel mundial “no podía ejercerse si a alguna nación poderosa y virulenta se le permite que organice su parte del mundo de acuerdo con una filosofía contraria a la nuestra”[15].
Memorándum de Robert McNamara al presidente Lyndon Johnson.
Mención aparte merece el continente americano al referirnos a modalidades de intervención disfrazadas. Washington define a América como el Hemisferio Occidental (aún seguimos sin entender el sentido y validez de esa expresión). Este “hemisferio” es considerado oficialmente zona de influencia y control de EE.UU. desde 1823, a través de la conocida Doctrina Monroe. Si a ello le sumamos que en 1845 desarrollan la tesis del Destino Manifiesto, según la cual EE.UU. está predestinado a dominar el mundo y a contagiar (o imponer) su modelo de sociedad, economía y propiedad, gracias a su superioridad y cercanía a Dios, podemos deducir el rol que le correspondería a los territorios inmediatos a los EE.UU. bajo esta óptica supremacista: el patio trasero. No conforme con ello, el Presidente Theodore Roosevelt alimentó la tesis anexionista de dominación de Washington en América Latina y el Caribe. El Corolario Roosevelt de 1904 establece lo siguiente:
“Política hacia otras naciones del hemisferio occidental: no es cierto que Estados Unidos tenga hambre alguna de tierras o que tiene entre manos nada relativo a las demás naciones del hemisferio occidental, salvo que no sea para el bienestar de éstas. Todo lo que esta nación desea es ver a las naciones vecinas estables, ordenadas y prósperas. Cualquier nación cuyo pueblo se comporte bien consigo mismo podrá contar con nuestra amistad de corazón. Si una nación muestra que sabe cómo actuar con razonable eficiencia y decencia en asuntos sociales y políticos, y si mantiene el orden y paga sus obligaciones, no debe temer ninguna interferencia de Estados Unidos. Una actuación incorrecta crónica, que tenga como resultado una pérdida general de los lazos de una sociedad civilizada, ya sea en América, como en cualquier lugar, requerirá en última instancia la intervención de alguna nación civilizada [16]”.
El Corolario Roosevelt se ha cumplido a pie y juntillas en Nuestra América Latina y Caribeña a través de innumerables invasiones, desestabilizaciones, golpes de Estado y conspiraciones de todo tipo. Nótense las similitudes de la noción de Responsabilidad de proteger con ese antiguo corolario de la política exterior de EE.UU. Los Estados latinoamericanos y caribeños no han de temer por una interferencia de EE.UU., si se comportan de manera “decente y razonablemente eficiente” (sobre todo al momento de pagar sus mal habidas deudas con los países del norte). Pero, además, si Washington percibe que se “han perdido los lazos de una sociedad civilizada”, tendrá derecho a intervenir. Y no sólo EE.UU. podría hacerlo, Roosevelt abre la puerta para que también lo puedan hacer “otras naciones civilizadas”: lo que hoy se entendería como la Comunidad Internacional, concepto de notoria ambigüedad que se abrogan las potencias occidentales a la hora de opinar o inmiscuirse colectivamente en los asuntos de Estados soberanos.
La Organización de Estados Americanos (OEA) se convirtió en el instrumento por excelencia para que Washington pudiese contar con el aval de sus gobiernos subordinados para obtener luz verde en sus ambiciones injerencistas, maquillándolas con los colores opacos de un supuesto multilateralismo regional. Se trata, más bien, de una de las tantas modalidades de unilateralismo grupal, como lo califica el profesor Antonio Remiro Brotons, que EE.UU. ha usado para justificar sus acciones intervencionistas. En años recientes, el inefable Luis Almagro, como Secretario General de la OEA, promovió decididamente la aplicación de la Responsabilidad de proteger con el objetivo de generar las condiciones para una intervención militar estadounidense en Venezuela, avalada por la OEA, a través del vetusto y jamás aplicado Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). Nadie duda a estas alturas a qué intereses responde Almagro, quién le paga y qué pretende.
La muy poco virtuosa OEA ya había cometido excesos semejantes bajo pretextos humanitarios. En 1965, la OEA autorizó el envío de una “misión humanitaria” a República Dominicana. Llegaron pocos médicos y colaboradores acompañados de millares de marines de EE.UU., que para impedir la restitución de la Constitución y el regreso del Presidente legítimo, Juan Bosch, el presidente de EE.UU. para entonces, Lyndon Johnson, al buen estilo del Corolario Roosevelt, reconoció que la invasión estadounidense se llevaba adelante “para que República Dominicana no se convirtiera en una segunda Cuba”.
La justificación humanitaria, primero para proteger a los ciudadanos estadounidenses en Dominicana, y luego para “proteger al pueblo”, no fue más que una muy evidente máscara para una intervención ideológica que llevó a la muerte, la ruptura constitucional y la imposición de un gobierno represor obediente a Washington. Tal sería el descaro entreguista que la propia OEA, en 2016, acordó una declaración en desagravio al pueblo dominicano por el rol que la Organización cumplió en 1965 al avalar semejante invasión política y sangrienta.
Volviendo a Venezuela, entre 2015 y 2020 el Secretario General de la OEA llegó incluso a convocar una serie de “expertos”, orientándolos hacia dos objetivos. Por un lado, darle sustento argumental a la denuncia ideologizada y viciada ante la CPI de un grupo de gobiernos de derecha contra funcionarios venezolanos. Acción que, por supuesto, fue ordenada desde la capital estadounidense. En simultáneo, de manera descabellada, y ante la inviabilidad de tan siquiera discutir una intervención militar contra Venezuela en el Consejo de Seguridad (absurdo de suyo y que jamás contaría con el apoyo de Rusia y China), Almagro y el grupúsculo de gobiernos satélites de Washington pretendieron aplicar el prospecto de Doctrina de Responsabilidad de proteger en el ámbito latinoamericano, a través de la activación de un Tratado Militar regional. El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, firmado en 1947 y jamás invocado, fue resucitado por este grupo de países en su obsesión anti venezolana. Llegaron a convocarse incluso reuniones de Cancilleres para su aplicación. Pretendían así violar, no sólo la Carta de la OEA, sino también la Carta de ONU, que en su artículo 53 supedita a la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU cualquier decisión de organismos regionales de acordar medidas coercitivas contra un Estado miembro de la ONU. La Carta no menciona tan siquiera, y en consecuencia no avala, operaciones militares acordadas por organismos regionales contra otro Estado.
Cabe preguntarse: ¿Washington y sus satélites tendrán alguna preocupación real por los derechos humanos en Venezuela? O si más bien tienen muchos intereses en el petróleo, el gas, el oro, el agua, los diamantes, el coltán y el control geopolítico regional. ¿Actúan con objetividad y tolerancia ideológica? ¿Han respetado la autodeterminación del pueblo venezolano? ¿La situación de Derechos Humanos en Venezuela ha sufrido en realidad algún desborde de las capacidades de las instituciones nacionales competentes? ¿Washington intervendría en Venezuela para proteger al pueblo o para consolidar su dominio e inconfesables intereses? Las respuestas son tan obvias que sabemos que el lector asumió las preguntas como un irónico recurso didáctico del autor. Es más, lo que han hecho EE.UU. y sus gobiernos subordinados es aplicar un bloqueo financiero y comercial de tal magnitud contra Venezuela, que ha sido elevado por Caracas ante la CPI debido a los efectos de violación sistemática y masiva de los derechos humanos de estas mal llamadas sanciones, alegando con sobradas evidencias que constituyen crímenes de lesa humanidad contra todos los venezolanos y venezolanas.
En lo referente a la tan ansiada fase de Responsabilidad de Reconstruir en el caso venezolano, basta recordar las palabras de John Bolton, Asesor de Seguridad Nacional de Donald Trump en 2019, al admitir que las empresas petroleras estadounidenses estaban listas para entrar en Venezuela al momento de producirse la salida del gobierno de Nicolás Maduro. Así aseguraban el mejor botín de su “guerra protectora”. Fueron tan evidentes las motivaciones de Occidente que el Foreing Office del Reino Unido creó, silenciosamente, una Oficina para la Reconstrucción de Venezuela[17].
Valga el ejemplo de Venezuela para ilustrar la facilidad con que la Responsabilidad de proteger puede procurarse para atacar a un país por razones ajenas a la situación de DDHH, aunque argumentadas bajo tan moldeable y difuso paraguas. Si los principios del Derecho Internacional Público se respetasen rigurosamente, si la Carta de las Naciones Unidas fuese un instrumento sagrado para todos por igual, quizás, entonces, en una situación ideal que luce hoy inviable se podría plantear con seriedad la discusión de una Doctrina colectiva para la protección de los Derechos Humanos. Pero dar ese debate y avanzar por esa vía en el mundo actual es no solamente un sin sentido, sino el ingenuo otorgamiento de una licencia de destrucción masiva para los potencias occidentales, con el objeto de crear situaciones que les permitan dominar y controlar países y recursos naturales con facilidad, bajo el falso aval de una supuesta preocupación por los DDHH. Que nadie se llame a engaño. Sobradas y cruentas demostraciones de poder inhumano han dado ya a las potencias occidentales de turno como para delegarles la facultad de atender situaciones nacionales y humanas tan delicadas.
Es imperativo fortalecer las capacidades estatales para garantizar los DDHH. Consolidemos el rol de los Estados naciones. En las últimas décadas han tratado de minarlo mediante el financiamiento de actores no gubernamentales, con agendas que suelen coincidir con los propósitos de quienes los financian. Es indispensable que la Organización de las Naciones Unidas garantice el cumplimiento de su propia Carta. No podemos tomarnos esto a la ligera, no se puede debilitar a la ONU y convertirla, en la práctica, en la Organización de los Donantes o una plataforma de ONG. Los intereses nacionales de los pueblos se expresan en los Estados. Los demás actores pueden complementar la acción estatal, no sustituirla y, mucho menos, atacarla y someterla a la voluntad de intereses privados y Estados hegemónicos corporativos. A partir de estas acciones combinadas de actores ajenos al interés nacional se logra generar situaciones y fabricar matrices de “preocupación humanitaria”, cuyo objetivo es, a conveniencia, aplicar la Responsabilidad de proteger.
Por esta y otras razones de peso histórico, desde Venezuela consideramos importante la creación del Grupo de Países en Defensa de la Carta de las Naciones Unidas, para poner en la palestra de la opinión pública, del mundo académico, de los movimientos sociales, como también en el seno de la Asamblea General de la ONU y en las salas del Consejo de Seguridad y del Consejo de Derechos Humanos, estos grandes temas, sin falsas premisas, ni fantasías compasivas, sin hipocresías, sin agendas ocultas, sin eufemismos. Las decisiones que hoy se tomen podrán abrir o cerrar las puertas a un mundo de respeto y convivencia pacífica. Desde el Sur Global debemos neutralizar cualquier nueva herramienta de legalización de intervenciones armadas con fines geopolíticos o ideológicos. Legitimar y legalizar una doctrina que pretende violar los principios más sagrados del Derecho Internacional con el supuesto fin de salvar vidas a través del uso, o mejor dicho abuso, de la fuerza, es una contradicción inaceptable para quienes creemos en la paz y la convivencia con respeto a la diversidad.
Caer en la trampa occidental al avalar la Responsabilidad de proteger equivale a matar la Carta de la ONU a través de una acción suicida (consciente, o no) de algunos Estados contra su propia soberanía y autodeterminación. Por su naturaleza inalterada e inalterable, lo único que las élites gobernantes occidentales del Norte Global saben proteger son sus intereses y ganancias. Demasiadas pruebas de ello han dado a lo largo de la historia. ¡Que nadie se llame a engaño! Hoy más que nunca, la principal responsabilidad de los pueblos y Estados soberanos es la de proteger los principios de la Carta de las Naciones Unidas, proteger el derecho a la vida, a los DDHH, al futuro, a la paz.
Debemos avanzar en la alternativa a la Responsabilidad de proteger, siempre dentro del marco normativo de la Carta fundacional de la ONU. Rigurosos métodos diplomáticos, el impulso del diálogo entre las partes en conflicto, el avocamiento político de las instancias de la ONU a la solución pacífica, el rol de los países vecinos y organizaciones regionales y subrregionales, la atención a las víctimas. La presión internacional positiva, preocupada, dedicada, verdaderamente humanitaria, sin planes simultáneos de cambio de régimen o de búsqueda de ganancias lucrativas en los procesos de reconstrucción. Veamos los casos de Irak, Afganistán, Siria y Libia. Han sido golpes a la Carta de las Naciones Unidas y a los países agredidos, a la humanidad toda. Desde Naciones Unidas aprendamos a hacer política y a construir la paz. No a hacer la guerra y a imponer un determinado estilo de paz y modelo. La Diplomacia de Paz es el camino de los pueblos. No equivoquemos los medios y los actores. Seamos justos y humanos. ¡Alerta!
REFERENCIAS
1- Este documento fue elaborado por el Departamento de Defensa de los Estados Unidos y estuvo a cargo de I. Lewis Libby, Paul Wolfowitz y Zalmay Khalilzad. Representa uno de los primeros marcos intelectuales de los neoconservadores en la era posterior a la Guerra Fría.
2- Kennan, George. “Review of current trends in U.S. foreign policy”, Policy Planning Staff, Nº 23, Foreign Relations of the United States, 1948, volumen 1, parte 2. Washington, Government Printing Office, 1976, pp. 524-525.
3- Bosch, Juan. (2005). El pentagonismo: sustituto del imperialismo, República Dominicana, Aguilar.
4- Davies, Nicolas (2010). Blood on Our Hands, Nimble Books, p. 54.
5- Sexagésimo período de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas. (2005). “Documento Final de la Cumbre Mundial 2005”, A/RES/60/1, p. 33. Recuperado de https://undocs.org/es/A/RES/60/1
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7- Ídem, p. 165.
8- Añaños Meza, María Cecilia. “La intervención militar autorizada de las Naciones Unidas en Libia: ¿Un precedente de la Responsabilidad de proteger?”. Estudios Internacionales, Vol. 45, Nº174, 2013. Recuperado de https://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0719-37692013000100003
9- Villar Martín, Marta. “La Responsabilidad de proteger. Análisis de las resoluciones 1973 y 1975 del Consejo de Seguridad”. Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 2018.
10- Resolución 1973. Aprobada por el Consejo de Seguridad en su 6498a sesión, celebrada el 17 de marzo de 2011. Recuperado de https://www.undocs.org/es/S/RES/1973%20(2011
11- García Martín, Isabel. “El principio de la Responsabilidad de proteger: ¿Supone una nueva excepción al uso de la fuerza?”. Revista Enfoques, Vol. XV, Nº27, 2017.
12- Resolución 1975. Aprobada por el Consejo de Seguridad en su 6508ª sesión, celebrada el 30 de marzo de 2011. Recuperado https://undocs.org/es/s/res/1975%20(2011
13- Jiménez i Botías, Elena. “La Responsabilidad de proteger después de Libia”, Notes Internacionals, CIBOD, 155. Recuperado de https://www.cidob.org/es/publicaciones/serie_de_publicacion/notes_internacionals/n1_155/la_responsabilidad_de_proteger_despues_de_libia
14- Rivero Godoy, Juan Manuel. “La Responsabilidad de proteger, la acción del Consejo de Seguridad y la defensa de los derechos humanos: crítica al sistema internacional”, Revista Misión Jurídica, Vol. 10, Nº13, 2017, p. 164. Recuperado de https://www.revistamisionjuridica.com/wp-content/uploads/2020/09/6-La-responsabilidad-de-proteger.pdf
15- Gardner, Lloyd C. (2008). The Long Road to Baghdad. A History of U.S. Foreign Policy from the 1970s to the Present, Nueva York, The New Press, pp. 12-13.
16- Morison, Samuel y Commanger, Henry. (1951). Historia de los Estados Unidos de América. México, Fondo de Cultura Económica, p. 451.
17- McEvoy, John. (13 de mayo de 2020). “Revealed: Secretive British unit planning for ‘reconstruction’ of Venezuela”. The Canary. Recuperado de https://www.thecanary.co/exclusive/2020/05/13/revealed-secretive-british-unit-planning-for-reconstruction-of-venezuela/