¿Es la literatura un arte? Mucho se ha escrito tratando de responder a esto y entre todas las reflexiones que ha motivado la pregunta sólo hay algo que se admite universalmente. La palabra, que usamos cada día para expresar significados, se convierte, en el lenguaje poético, en objeto estético, en un fin en sí misma.
Por eso nadie duda que la poesía sí es un arte, aunque se dude de todo lo demás. Dice esto mucho sobre cómo debemos acercarnos a ese texto extraño que es el poema. Sólo en él las palabras son fieles a su esencia musical, y sin renunciar a su capacidad para excitar nuestro raciocinio, se empeñan además en conmovernos y regalarnos una emoción estética. Hay un gran desafío en todo esto.
El abulense Daniel Noya Peña, profesor de filosofía, ha aceptado este reto ya varias veces. Parafraseando a Chéjov, él suele decir que la filosofía es su mujer legítima y la poesía ha sido siempre su amante, y prueba de ello es que ha publicado los poemarios: Cierra el portón (1989-1991), Cuatro raíces (1993), Cuaderno de incidencias (2004), Luces de gálibo (2004-2009), Órdenes del corazón (2012), editado como libro electrónico por Dyskolo en 2014, La sabiduría de las uvas (2015) y No todos los días alcanzan la belleza (2019). En el catálogo de Dyskolo acaba de aparecer también su último trabajo, La doble rendija, pero esta vez en papel.
El título de la obra, como nos aclara Pablo Canales Tejedor en el texto que viene al final de ella, alude al famoso experimento del físico inglés Thomas Young en 1801, que sirvió en su momento para “demostrar” la naturaleza ondulatoria de la luz, pero plantea incógnitas que sólo fueron explicadas satisfactoriamente por la mecánica cuántica y su visión de la materia más allá de los conceptos en los que nos movemos habitualmente. Si el experimento en realidad demuestra algo, es que las convicciones merecen ser tratadas con recelo, y aquí es donde los resultados del sabio británico entroncan con lo esencial del quehacer poético. La doble rendija de la experiencia, con la certeza de su misterio, nos invita a explorar otros mundos escondidos bajo los dogmas que nos coartan, y qué mejor forma de hacerlo que a través del poder catárquico de las palabras.
El poemario, que es el primero editado por Dyskolo en papel, agrupa cuarenta y tres fragmentos en verso libre y de extensión variable. Los más breves, con entre diez y veinte versos en general, retratan muchas veces los rostros, tan cambiantes, de la emoción amorosa. El poeta expresa en ellos su pasión: “Eres la sílaba que le falta a mi pequeña vida,/ mi alimento.” (XXXV), en la que halla la fuerza que justifica su vida: “Respiré y amé de nuevo las palabras (…) estoy vivo/ mientras tú existas/ y no paro de repetir/ y no paro de repetir/ tu nombre.” (I). La amada es capaz de impregnar todas las cosas y dotarlas de sentido: “Abro mapas/ y ocupas todos los continentes./ Estás/ en todas las miradas/ y en todos los insomnios.” (II), “la alegría de las revoluciones,/ el caudal de Río Grande./ Todo es tu cuerpo./ El color de las hayas y el sabor/ de los gozos compartidos.” (XX). Nótense, en este último ejemplo, los versos en metro clásico, usados ocasionalmente en el poemario.
Sin embargo, esta plenitud deja paso a una dolorosa ausencia, abordada en muchos fragmentos breves: “Espero como un animal herido/ que regrese mi alma.” (VI), “infeliz late mi corazón y no abraza mi sangre sino la soledad,” (VIII). Hay poemas también al final del amor (IX) y recuerdos del éxtasis erótico (X y XI). En el vibrante XXX, es la muerte lo que se refleja en la soledad: “Polvo/ sin gratitud/ es la muerte. (…) Barro sin amasar pisa/ fugazmente la tierra. (…) No hay consuelo en la nieve/ ni en el relámpago./ Todas las letras no son sino sombras,/ la tristeza de no estar entre tus brazos.” XVIII es un precioso canto a la ausencia presentida en el momento de la despedida: “Qué lejos te siento/ y todavía no te has ido. (…) Sé que la lluvia me traerá tu recuerdo/ y que bebo el último trago/ de una botella ya vacía.”
Como se ve en los versos reproducidos, Noya, sin renunciar a metáforas y otros recursos, usa en estos poemas amorosos un hilo discursivo apegado a la realidad, tal vez para resaltar nítidamente lo extraordinario y universal de sus emociones. Éste es el tono también de fragmentos que tratan asuntos diversos: reflexiones filosóficas (XII), sobre la brevedad de la vida: “Todo fue un suspiro,/ polvo/ y desmemoria.” (III), o las lecturas que nos marcan para siempre, como la del vate ruso Ósip Mandelshtam: “Y alimentado como estoy/ de tus dulces versos/ espero/ el aliento de una nueva primavera.” (XXIII).
En otros fragmentos, sin embargo, el lenguaje despega de los moldes lógicos y formales de la vigilia, con un vuelo onírico que evidencia el influjo de Guillaume Apollinaire (parafraseado en XXIX) y los surrealistas. En estos poemas, la escritura se vuelve traducción automática de lo inconsciente que emerge, y dominan asociaciones a través de los cuales una sugerencia plausible incorpora en su desarrollo los ecos que llegan de las áreas oscuras de la mente: “No sientas temor,/ deja que tu voz sea como una lámpara,/ que tus manos aprieten el lenguaje de la dicha,/ deja que tu piel sienta la alegría de los viajes./ Deja que llegue hasta tu médula/ y que sea la llave/ de tus párpados, que invada todas las orillas/ y que sea el hilo de tu lengua,/ deja que sea el color de tu cautiverio/ y el olvido de todas tus pérdidas.” (XL).
Este tono onírico se encuentra en muchos otros de los fragmentos de mayor longitud, los más intensos del poemario. Aquí las palabras estallan en comuniones extrañas, radiantes de metáforas: “el pan de mis versos/como luciérnagas/ en la noche” (XXXI), y hay siempre un estribillo que conduce el insólito peregrinar. Es una ensoñación que desafía la lógica, o más bien crea su propia lógica, pero logra conmovernos muchas veces, y resulta sugestiva porque en su fondo brilla una intuición. Me detendré en algunos ejemplos de esto:
El fragmento XIX, cuajado de imágenes visuales, es una profesión de fe en la militancia del poeta y una indagación sobre el enigma de su poder creativo,: “Los ojos de los poetas tienen/ brotes de acacias, penas de mayo que duelen/ y apuntes de imaginación sobre las aceras./ Viven en la estación del que ama/ y en la noche del gorrión sin tiempo./ Son ciegos los poetas/ y videntes,/ relámpagos, islas de luz que se reflejan/ en las nubes.”
El poema XIV repite obsesivamente “Declino mi cuerpo” en una exploración que es un intento de autodefinición y sólo se resuelve al fin en el éxtasis amoroso. En la enumeración de XXV el poeta busca su identidad a través de los contornos desvaídos de un sueño: “Me desnudo en la luz/ de mis últimos pedazos,” pero sólo para reconocer a cada paso: “Mi fiesta ha terminado”, y concluir lúcidamente: “Podría ser un fulgor/ pero soy un espejo.”
Otro fragmento remarcable en esta línea es el XLI, sobre la muerte del poeta: “Reposa al fin entre las sábanas/ de las constelaciones, viajero,/ duérmete con el último/ fulgor de las palabras/ que dejaste sobre el papel:/humo y olvido fue tu tiempo, un alfabeto de/ juventud.” Vibra en estos versos un aliento apasionado y surreal, en pos de “la promesa/ de una eternidad sin grietas.”
Daniel Noya Peña nos lleva con este libro de las emociones del amor y del desamor, de la presencia y la ausencia, a una indagación de los resortes secretos del lenguaje y sus posibilidades para explorar las raíces inconscientes de nuestra experiencia. En La doble rendija asistimos a un viaje interior en el que las palabras consiguen alcanzar su propia intensidad atravesando los vasos comunicantes que unen sueño y vigilia, pero son capaces también de detenerse en el umbral más real y transmitirnos preciosas enseñanzas: “La lección/ de la poesía:/ amar el horizonte/ y amor por el hombre/ a pesar del hombre…” (XXVI).
Se ha discutido mucho si la literatura es un arte, pero ya nadie duda que la poesía sí lo es. Daniel Noya Peña nos lo demuestra cumplidamente con La doble rendija.
Blog del autor: http://www.jesusaller.com/