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De la pseudoburocracia financiera

Fuentes: Rebelión

Por lo que se refiere a las funciones oficialmente asignadas a las empresas financieras, en cuanto a su estrecha colaboración con la burocracia pública, en el moderno Leviatán confeccionado por el sistema capitalista, resultan ser tan extralimitadas que su burocracia privada ha pasado a gozar de tales atribuciones que cabría entendérsela como casi-burocracia pública. Toda vez que, además de otros pequeños detalles de manifestación de su poder, también ha sido facultada para entrar a saco en los pormenores de la vida de los súbditos estatales.

Su papel ha querido ser justificado por aquello de evitar el fraude a las haciendas públicas, procurando dar relevancia a la lucha contra el blanqueo de capitales —cuando el capital en el fondo siempre es negro, especialmente el gran capital—, en la que han pasado a ser agentes comprometidos. De esta manera, resulta de obligado cumplimiento dar cuenta al sector financiero de la vida y milagros económicos de la ciudadanía dependiente, llamados clientes, realmente subordinados de los bancos, señalando detalles de su patrimonio y otras referencias, para cumplir con el mandato de la burocracia mayor. Acompañado de los correspondientes efectos positivos para el negocio, señalado como instrumento apropiado para crear dependencia, sin perjuicio de establecer nuevas cargas burocráticas para la ciudadanía. Así pues, tan singular atribución, en lo sustancial, ha pasado a ser un complemento para alimentar al negocio bancario, utilizando el arsenal de datos facilitados por la ciudadanía, luego utilizados con fines comerciales.

Siguiendo el expreso mandato de la burocracia pública, legalmente configurado a través de leyes de quitar y poner diseñadas para ocasión, se las ha dotado del poder de vigilar por su cuenta, para que las gentes no pretendan engañar al erario público. Loable cometido, en principio, y ya no tanto cuando se encomienda a un empresariado privado, dedicado al negocio de especular con el dinero, para aliviar el trabajo de la burocracia tradicional. Y mucho más, que se les faculte para meter las narices en la vida de las personas e indagar sobre ellas, como si se estableciera la falsa presunción de que el buen ciudadano no es tan bueno, y el negociante sí lo es. En semejante estrategia, parece escaparse algo tan evidente como que se trata de empresas que están a ganar dinero, para grandeza del capitalismo y los bolsillos de sus gestores, distribuyendo los restos entre el accionariado.

Cierto que también son objeto de vigilancia desde la propia casa, y de sus abusos se ocupan los llamados defensor del cliente, aunque en realidad esta figura propagandística se trate de un error semántico, puesto que lógicamente debe estar destinada a la defensa de los intereses de la empresa ante actuaciones carentes de cobertura legal y, a veces, hasta de sentido común, tratando de poner remedio, si se le permite. Desde más arriba, tras cumplir con el papeleo al efecto, tanto en primera como en segunda instancia, diseñado para que la sufrida víctima de abusos desista de su empeño, se vigila a los vigilantes solamente cuando conviene, pero, pese a las buenas intenciones, tal vez debido a la carga de trabajo, su función no suele ser otra que, en buena parte de los asuntos —sin perjuicio de lo que pueda tener proyección propagandística—, echar balones fuera. Para tratar inútilmente de mejorar el panorama, aquí mismo, hablando en términos de progreso, vendido a la multitud como conquista social, tratando de entenderla como ponerse coto a señalados abusos bancarios, se habla de un nuevo defensor, con su corte de asesores y empleados con cargo al erario público —aunque algo aliviado con eso de las multas previstas—, que va a resolver los problemas. En el fondo, se trata de acudir a los procedimientos de siempre, utilizados a discreción por la burocracia —por citar alguno, sería algo así como más papeleo, indefensión del usuario e inoperancia práctica —, y se habla hasta de sanciones, complacientes para con la pseudoburocracia financiera y sanciones agravadas para esos perjudicados a los que se tilde de temerarios.

El hecho es que, haciendo uso del cargo oficial de vigilante pseudopúblico, el empresariado financiero no solo vigila, sino que se aprovecha en términos de dinero, creando sus particulares impuestillos por cualquier actividad obligada —léase administración, custodia, operativa de caja, mantenimientos y esas otras ocurrencias del personal dedicado a afinar, para sacar tajada de lo que sea—, ante la interesada tolerancia del gobernante. Hay que obtener dinero por todo, y esta ha pasado a ser la norma que, por otra parte, los usuarios acatan sin rechistar.

Para facilitar la función, además de que una parte de la actividad vital de las personas les debe ser confesada, incluso se va un paso más allá y se investiga a través de apuntes contables en qué se gasta el dinero la gente. Todo ello, para hacer componendas en aras del perfeccionamiento del negocio a dos bandas. De ahí que preferiblemente lo del uso del dinero se desvíe hacia el material de plástico o similar para tomar nota de su uso, aprovechando para explotarlo no solo en forma de comisiones, sino entregándolo a los expertos para que confeccionen algoritmos de uso múltiple para alimento del mercado y de la política.

Obligado es dejar muy claro que la actividad bancaria es simple negocio de mercado, aunque a veces se oculte tras la vestimenta del altruismo y algunas buenas obras —siempre mirando su lado comercial—, con lo que la burocracia financiera ha creado su particular nicho jurídico y camina en parte al margen de la actividad estatal. Clasifica a la persona como objeto de negocio, lo hace por categorías y edades conforme a sus particulares cálculos con vista a un mejor dividendo a repartir, mayores complementos para la cúpula y otras generosidades. En su labor pseudopública, debidamente blindada por decretos y manejos de todo tipo, desde la complacencia o la tolerancia, más allá de los supuestos intereses generales, el hecho es que la banca puede operar a su aire porque es la dueña del dinero y, más allá de pamplinas solidarias o labores sociales, lo que prima es el negocio. Como ejemplo podría citarse, eso que ahora suena mediáticamente como un sonajero en torno a la llamada tercera edad, a quien de forma poco considerada, atendiendo a su escaso interés comercial, si esas personas no están dispuestas a pasar por el juego de las nuevas tecnologías, se las excluye o bien se les cobra por casi todo. No obstante, se habla de gratuidad, desviándoles al terreno de internet —porque lo de la ventanilla ya no es rentable—, a través de un smartphone de última generación para facilitarles las cosas y para que no molesten. Incluso un señalado banco de este sector se niega a abrir una cuenta bancaria por el hecho de ser anciano, ya que parece que no se ve en este sector negocio en potencia. Otros, quizás para disuadir, de entrada, obligan a usar webcam, emplear exclusivamente internet e imponen su app, y, además, hay quien exige que aporten fe de vida; algunos, dicen que se tiene que comprar productos financieros o suscribir acciones del banco o realizar ingresos periódicos en la cuenta o domiciliar la pensión o cualquier otra novedad dirigida a velar por la buena marcha del negocio.

Mientras esto viene sucediendo a plena luz, la burocracia pública, que es la que manda —al menos sobre el papel—, mira para otro lado, puntualmente incluso pretende solucionar los problemas, pero solo de boquilla, el hecho es que juega a hacerse propaganda en torno a su buen hacer, entrega la cuestión al papeleo inoperante de órganos que están a laborar lo menos posible o a lucirse con ocurrencias ocasionales en los medios. En definitiva, las hipotéticas soluciones realistas en torno a estos temas acaban derivando al mismo punto, es decir, sí no quieres burocracia, toma más burocracia. De ahí, a un paso, tal vez, muy cercano y sin disimulos, de ser gobernados abiertamente por el poder financiero, respaldado por el gran capital, con la total aquiescencia de los gobernantes oficiales, respondiendo así, una vez más, a poner sobre el tapete la realidad de ese otro personaje que efectivamente gobierna el mundo.


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