La aprobación de un nuevo paquete de medidas económicas del Gobierno de Pedro Sánchez contra la subida de precios es una buena noticia, pues puede reforzar la mejor senda que lleva la economía española respecto a las demás de la Unión Europea en crecimiento, creación de empleo e inflación. Y las propuestas de las que ha hablado su vicepresidenta Yolanda Díaz, orientadas a lograr la mayor equidad posible, van en la orientación correcta.
Cada vez está más clara una doble evidencia. Una, el mal funcionamiento de los mercados y la gran asimetría con que están funcionando como causa de las actuales subidas de precios. Otra, el efecto mucho más dañino que la crisis que estamos viviendo produce sobre los hogares más pobres y las empresas más débiles. Organismos como la OCDE, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o el Consejo Fiscal Europeo lo han señalado, así como la necesidad de que los gobiernos adopten medidas especialmente dirigidas a proteger a los más vulnerables.
Tal y como ya comenzó a hacer el Gobierno de Pedro Sánchez, es imprescindible continuar proporcionando ayudas directas para evitar que se extienda la pobreza y cierren miles de pymes, microempresas o el negocio de trabajadores autónomos.
En esta tarea, se comprobará de nuevo lo difícil que es acertar en el objetivo de proporcionarlas a quien realmente las necesita sin establecer mecanismos tan complicados o burocráticos que las hagan finalmente inaccesibles para demasiadas personas. Al cortísimo plazo en el que hay que actuar no habrá tiempo para experimentos ni será el momento de hacerlos, pero las experiencias anteriores deberían llevarnos a plantear ya para el futuro nuevas formas de intervención en este sentido. Las ayudas pretendidamente orientadas a ser más eficientes si se dirigen a individuos, hogares o empresas concretas están dando resultados muy malos en demasiadas ocasiones e incluso a veces aberrantes, como en los Países Bajos, en donde un error del algoritmo ha producido una verdadera catástrofe para miles de personas empobrecidas que venían percibiendo ayudas sociales. Es ya obligado enfrentarse al pensamiento convencional y ser valientes. No están los tiempos para dejar en la indigencia a los más vulnerables y encima tirar el dinero por conservadurismos burocráticos o prejuicios ideológicos. Esperemos que el Gobierno sea capaz de avanzar con éxito y prudencia en este sentido.
En todo caso, también sabemos desde hace tiempo que combatir la carencia por la vía de las ayudas puede paliar los problemas, pero no es ni la mejor vía ni la más económica. Hay que lograr que la generación de ingresos primarios sea por sí misma suficiente pues esa es la única forma de conseguir la estabilidad de los mercados, la innovación y el gasto necesarios para que las empresas salgan adelante y las personas puedan satisfacer dignamente sus necesidades.
Hay que ser consciente de que en estos momentos a nadie le interesa que se produzca una espiral precios-salarios. Pero eso es una cosa y otro permitir que estos últimos disminuyan. Una caída del consumo por esa causa, añadida a la que van a provocar en otros segmentos de los mercados la subida de tipos de interés, hundiría la economía, empezando por el cierre de miles de empresas.
Parece mentira que haya todavía líderes empresariales que sigan confundiendo el todo con la parte y sigan pensando que la deflación salarial generalizada les conviene. No hay duda de que es beneficiosa para las empresas que tienen clientela cautiva (la que no tiene más remedio que comprar sus bienes o servicios básicos como luz, telefonía, alimentos, ropa infantil, hipotecas, etc…). Ese segmento de grandes empresas tiene poder de mercado y obtiene aún más beneficios si bajan los salarios, pero la inmensa mayoría de las empresas pierden ventas y ganancias cuando eso ocurre. El crecimiento de los beneficios empresariales siete veces mayor que el de los salarios que se viene produciendo en nuestro país, como acaba de mostrar el Banco de España, constituye un auténtico agujero negro en donde las primeras en desaparecer serán miles de pequeñas, medianas y microempresas y trabajadores autónomos. Es una auténtica desgracia para nuestra economía que sus dirigentes no lo entiendan.
Por eso resulta imprescindible llegar a pactos de rentas orientados a incrementar la productividad, lograr un reparto más equilibrado de sus ganancias y que la fiscalidad incentive la creación de actividad y penalice al capital improductivo.
Las tareas para el Gobierno no pueden acabar aquí. Cada vez son más las investigaciones que ponen de relieve que la subida de los precios que se está produciendo tiene mucho que ver con comportamientos oportunistas de las empresas que controlan la producción y distribución en los mercados. Así lo han denunciado las autoridades francesas, alemanas o austriacas recientemente, mientras que España va muy por detrás en materia de defensa efectiva de la competencia.
Incluso una economista que forma parte del Comité Ejecutivo del Banco Central Europeo, Isabel Schnabel, señaló hace unos meses que un componente clave de la inflación actual son las ganancias de las empresas porque una parte de ellas tienen poder para fijar los precios y han repercutido sobre ellos sus costes (no salariales) más elevados: «Para decirlo de manera más provocativa, muchas empresas de la zona del euro, aunque no todas, se han beneficiado del reciente aumento de la inflación», dice esta economista (aquí).
La creciente asimetría de poder que permite que ocurra esto no se da solo entre las ganancias de esas grandes empresas que pueden fijar precios para beneficiarse de la inflación y los salarios, sino entre ellas y las docenas de miles de empresas que no lo tienen y a las que están situando al borde del precipicio.
Hacer frente a esa situación es fundamental y el Gobierno español no debería tener miedo de afrontarla. No se trata, como dicen los burócratas de la patronal que defienden a ese segmento de empresas con poder de mercado, de querer atacar a las empresas sino justamente de todo lo contrario, de defenderlas de las depredadoras. La directora de la Autoridad Federal de Competencia de Austria, Natalie Harsdorf-Borsch, presentó el pasado mes de octubre un catálogo de equidad para empresas y anunció el inicio de una investigación en el sector alimentario de aquel país para tratar de determinar, entre otras cosas, a qué parte de la cadena de valor se destinó la mayoría de los aumentos de precios de los alimentos durante este año. Al hacerlo señaló: «La equidad en el mercado es un parámetro importante para garantizar mercados sostenibles en los que operan tanto pequeñas como grandes empresas».
No se trata, pues, de forzar a los mercados que funcionan bien para que proporcionen soluciones de reparto que nos parezcan satisfactorias. Es que hay mercados energéticos, bancarios y de la alimentación y otros productos de primera necesidad que están funcionando mal, muy injustamente, rompiendo las reglas de la competencia y permitiendo que unas pocas empresas fijen precios a su antojo, generando externalidades muy costosas para millones de empresas y consumidores y obligando a que los gobiernos tengan que realizar gastos extraordinarios, además de dejar en situación de extrema vulnerabilidad a una gran parte de la población. Los gobiernos tienen la obligación de intervenir, bien sean controlando esos abusos o generando canales alternativos que sorteen los mecanismos viciados en algunos mercados. Frente a la inequidad que eleva los precios y deteriora la economía, invertir en justicia es urgente, necesario, eficiente y rentable.