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Una lectura de Edward Said

Orientalismo, antisemitismo y «herida narcisista» occidental

Fuentes: Rebelión

¿Cuántos libros contiene un solo libro? ¿Cuántas tesis fundamentales se pueden detectar en una gran obra? Este es el riesgo de una Magnum opus para un autor: producir una obra tan compleja y densa que su «contenido latente» pueda ocultarse tras su «contenido manifiesto», como demostraron Freud y el psicoanálisis[1]. Edward W. Said (1935-2003) también se encontró en esta difícil situación. Este gran teórico literario estadounidense-palestino es conocido en todo el mundo por ser el autor de: El Orientalismo[2]. Es un libro aclamado internacionalmente desde hace más de cuatro décadas. Su publicación en 1978 fue todo un acontecimiento, y enseguida fue ampliamente leído y comentado. Sin embargo, algunas de las ideas esenciales de este libro siguen siendo hoy parcialmente desconocidas. Hay verdades y análisis en este ensayo que son indispensables para pensar la historia de la humanidad, y que aún no han sido descifrados del todo. Una de las verdades más importantes que Edward W. Said muestra en este libro, y que no ha sido la más comentada, es su análisis de la ambigua participación de la filología orientalista del siglo XIX en la relativización de la centralidad de Occidente.

            ¿Por qué decimos inmediatamente que esta relativización es ambigua? Efectivamente, es ambigua en su relación con el saber occidental en su calidad de poder[3]. La filología orientalista, de la que Ernest Renan fue uno de los principales actores en Francia, era evidentemente una ciencia que debía su nacimiento al colonialismo europeo, al igual que la antropología de esta época. El autor no tiene dudas al respecto. Said muestra de forma muy precisa cómo el estudio de las diferentes lenguas orientales contribuyó a la creación del sujeto «oriental» por parte de la ciencia europea[4]. Más importante aún, el teórico demuestra cómo la creación epistemológica de este sujeto de estudio es la condición de posibilidad política para la subyugación, y por tanto el avasallamiento de los pueblos orientales por parte del colonialismo europeo. Como señala Edward Said, el Oriente no es simplemente una cuestión de geografía. Al contrario: «Oriente es una idea que tiene una historia, una tradición de pensamiento, unas imágenes y un vocabulario que le han dado realidad y presencia en y para Occidente»[5].

            En este sentido, podemos decir con el autor que la filología orientalista del siglo XIX era, en efecto, una ciencia de dominación. Así la utilizaban los europeos y tal fue su objetivo político. No obstante, es cierto que el descubrimiento y el estudio de las lenguas orientales fueron altamente problemáticos para los occidentales, dado lo que revela esta ciencia. El objeto descubierto por el orientalismo está llamado a decepcionar al colonialista europeo, eso es seguro. Es probable que el estudio de las lenguas de Oriente no tuviera otra finalidad que su colonización por Europa, pero lo que descubren estas ciencias es un caso típico de «contrafinalidad[6]«. Como producción ideológica, la filología es sin duda una ciencia colonial, pero como producción científica (es decir, como descubrimiento de verdades), esta misma filología descubre hechos históricos bastante desestabilizadores para el pensamiento europeo y para su deseo de hegemonía mundial. Es en este sentido en el que podemos hablar de una relativización ambigua de Occidente. La filología orientalista consigue la paradoja de que un discurso imperialista europeo se base en los descubrimientos de una ciencia, aunque estos descubrimientos refuten el carácter primordial, y por tanto superior, de la cultura europea frente al mundo oriental. En efecto, si sólo se trata de la anterioridad del desarrollo cultural, artístico e intelectual, la filología demuestra exactamente lo contrario. Podríamos decir, entonces, que la filología orientalista debe considerarse como una de esas «heridas narcisistas» sufridas por Occidente, como los descubrimientos de Copérnico, Darwin y Freud, según lo que explica este último en su Introducción al psicoanálisis [7]. Con la publicación en 1808 del ensayo de Friedrich Schlegel: Del idioma y la sabiduría de los indios y de Jean-François Champollion en 1824: Resumen del sistema jeroglífico de los antiguos egipcios, los europeos descubrieron la relatividad de su antigüedad judeocristiana y grecorromana. Esta antigüedad hebraica y griega, que para los europeos del siglo XIX era la fuente de todas las fuentes, la doble fuente de su civilización, aparece de pronto bastante moderna y reciente si se compara a la antigüedad de las culturas egipcia e india y al grado de riqueza cultural que alcanzaron. Además, son precisamente en estas dos culturas, egipcia e india, donde encontramos los orígenes profundos de Occidente. En otras palabras, la filología está descubriendo en siglo XIX que Egipto y la India son por una parte mucho más antiguos que la antigüedad hebrea y griega, y por otra parte que la antigüedad hebrea y griega no son más que los descendientes tardíos de las culturas egipcia e india. En efecto, el hebreo es hijo de Egipto, ya que el monoteísmo fue inventado por primera vez por Akenatón, quien fue muy anterior al judaísmo[8]. Grecia, por su lado, es descendiente de un grupo cultural indoeuropeo, que experimentó su primer gran florecimiento con la cultura india, a través de su lengua tradicional: el sánscrito. Europa está viendo desaparecer su relato fundacional antiguo, tanto en el tiempo como en el espacio. Está perdiendo su filiación. Su fundación es, efectivamente, más arcaica de lo que Europa cree, y no está donde Europa la imaginaba: no está en Atenas ni en Jerusalén, sino en las orillas del Nilo y del Ganges, en África y en Asia. La Europa colonial, que «en vísperas de la Primera Guerra Mundial» había «colonizado el 85% de la tierra»[9], descubre que ciertamente no es una potencia cultural autónoma (judeocristiana y grecorromana), sino que, por el contrario, no es más que un retoño tardío del Oriente y del África que está colonizando.

            El descubrimiento del sánscrito, por ejemplo, refuta totalmente el carácter primordial de la lengua hebrea. En una sociedad que se caracteriza por casi 2000 años de cristianismo, no es sorprendente que esto pueda causar conmoción[10]. Después de todo, el hebreo y el griego son las dos lenguas del Antiguo y del Nuevo Testamento: las dos lenguas en las que Dios se expresó, según el imaginario europeo. Además, fueron estas dos lenguas (junto con el latín, por supuesto) sobre las que se construyó el Humanismo renacentista. El hebreo ya no puede ser percibido como la lengua-madre, la lengua de las lenguas o incluso la lengua edénica. En tanto deja de aparecer como lengua que origina Europa, también desaparece como la fuente primaria de la teología, ya que el Veda indio es al menos tan rico y complejo que la Torá hebraica, pero es mucho más antiguo. Del mismo modo, los Upanishads[11]son una gran filosofía, tan especulativa como las obras de los presocráticos, Platón y Aristóteles. Por consiguiente, la filología árabe y semítica del siglo XIX relativiza en gran medida la excepcionalidad del hebreo antiguo, y lo sitúa dentro de una larga historia de lenguas semíticas, que comenzó mucho antes en Mesopotamia con el acadio y el babilonio, y se prolonga hasta el árabe moderno. Lo mismo puede decirse de las fuentes indoeuropeas del griego antiguo. Así que estamos asistiendo a un desplazamiento radical, tanto en el tiempo como en el espacio: un desplazamiento hacia el Este. Si bien es cierto que China es igualmente una civilización muy antigua (contemporánea de la egipcia), no deja de tener una continuidad cultural hasta nuestros días, particularmente con sus ideogramas[12]. Al contrario, con el nacimiento de la filología orientalista, Europa descubre que lo que consideraba sus raíces no lo eran, sino que estas tenían un origen mucho más lejano y antiguo, tan lejano y antiguo que las compartía en parte con otras civilizaciones que, hasta entonces, le parecían completamente extranjeras: el mundo árabe-musulmán, el subcontinente indio e incluso el sudeste asiático, a su vez hijo en gran parte de la India budista y del islam. Con el nacimiento de la filología, Europa se vio obligada a cambiar su ascendencia. Los orígenes de Europa ya no están en Europa, sino en los dos continentes que está colonizando. Ha tenido que relativizar el mito de su fundación grecohebraica, en el que se había basado durante casi 2.000 años, y descubrir que su verdadero linaje se encuentra en pueblos totalmente distintos y, en esa época, poco conocidos, en particular la India. Por eso podemos hablar de una «contrafinalidad» en el sentido de Sartre. Podemos estar de acuerdo con Said en que los orientalistas europeos querían demostrar la superioridad de la cultura occidental estudiando las lenguas orientales. Queda por ver hasta qué punto este objetivo era un proyecto consciente o inconsciente para cada autor. Sin embargo, la verdad científica que ha descubierto la filología orientalista no sólo refuta esa supuesta superioridad occidental, sino la idea misma de autonomía cultural de Occidente. Europa no es una civilización autofundadora, sino una hija de Oriente, o más bien su hija menor[13].

            Ahora podemos entender por qué Edward Said considera que el orientalismo es una de las fuentes intelectuales del antisemitismo europeo. Puesto que la cultura europea no tiene sus orígenes en el hebreo, sino en el sánscrito, la cultura judía es percibida por una parte de la intelectualidad reaccionaria europea como una cultura alogénica de Oriente Medio. Fue esta teoría, sobre todo en Alemania, la que produjo el antisemitismo racial y su culto al ario – una extraña época en la que los nacionalistas alemanes pensaban que eran antiguos iraníes – y condujo al nazismo. El culto nazi a la esvástica, un símbolo hindú, es emblemático de ello. La historia de este antisemitismo germánico es tristemente célebre, y nadie ignora sus trágicas consecuencias, hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial y el exterminio de los judíos de Europa por el Tercer Reich nazi[14]. Pero también hay que pensar en el doble antisemitismo, más específicamente en el caso francés analizado por Said, que se encuentra paradigmáticamente en Renan[15], y que a menudo se olvida. Se trata de una hostilidad mostrada hacia esos dos pueblos semitas igualmente despreciados por los orientalistas franceses: por una parte, el antisemitismo contra el extranjero de dentro, el judío, y la otra, el antisemitismo contra el extranjero de fuera, el árabe, más particularmente el argelino colonizado desde 1830 por la monarquía francesa. Podemos hablar de un doble antisemitismo, porque es el carácter semítico de la lengua el que se invoca, tanto en el desprecio de la cultura judía como de la cultura árabe. Así pues, en Francia, el antisemitismo es de doble naturaleza, y ésa es su especificidad. Justifica tanto el odio del escritor antisemita Edouard Drumont y el antidreyfusismo como las masacres coloniales del mariscal Bugeaud en Argelia. En una dirección conduce al fascismo de Pétain y a la redada de los judíos en el Vel’ d’Hiv’, y en la otra a las masacres de Sétif y el principio de la guerra de Argelia. El odio a los pueblos considerados orientales (judíos europeos y árabobereberes norteafricanos) se justificaba por la misma desvalorización de los pueblos de lengua semítica, en oposición a la cultura europea, puesta en marcha entonces por los propios descubrimientos de esta disciplina. Esta es una de las verdades esenciales que El Orientalismo de Said nos permite comprender, pero que todavía parece poco perceptible para muchos de nuestros contemporáneos.

            Existe una doble lógica que, por un lado, justifica lo que Sartre llama la «sobreexplotación» colonial[16] de los árabes del Magreb y que, por otro, conduce a la participación del estado fascista de Vichy en el exterminio de los judíos de Europa. Esta orientalización de estos dos pueblos, por la que se atribuían estereotipos colectivos a poblaciones en función de sus idiomas y de las familias lingüísticas a las que pertenecen estas lenguas, era tanto más un fraude ideológico teniendo en cuenta que los judíos de Europa no utilizaban entonces el hebreo como lengua de comunicación. El hebreo antiguo era una lengua sagrada y la vida cotidiana de los judíos se vivía en lenguas profanas. Así, la mayor parte de la vida de los judíos de Europa se vivía o bien en las lenguas nacionales de los pueblos europeos donde las comunidades judías vivían como minoría, o bien en las lenguas de los judíos de Europa que son todas lenguas indoeuropeas. El yiddish es una lengua germánica, el judesmo (judeoespañol, también llamado tetuani o haketía) es una lengua latina, al igual que el bagitto (lengua de los judíos de Toscana) y el shuadit (lengua de los judíos de Occitania). El yevano (lengua de los judíos griegos) está emparentado con las demás lenguas helénicas. Del mismo modo, aunque el árabe magrebí es efectivamente una lengua semítica, no se puede negar la presencia de lenguas tamazight (bereberes) en esta área cultural, y la influencia de estas lenguas en el árabe dialectal magrebí. El árabe dialectal es la lengua en la que vive la gente, a diferencia del árabe clásico, la lengua sagrada del Corán.

            Las terribles consecuencias de este odio a las lenguas semíticas, y por extensión a los pueblos que las llevan, se vuelven evidentes para nosotros. Si intentamos comprender lo que tienen en común la extrema derecha alemana y francesa, entre un movimiento ideológico que produjo el nazismo por un lado y el pétainismo por otro, ¿no deberíamos remitirnos a ese traumatismo en la construcción narcisista de Europa que han representado para ella los descubrimientos de la filología orientalista? ¿No se encuentra en esta ideología orientalista una confesión, a la vez que una terrible negación, de la relatividad de la cultura europea? ¿No es en esta «herida narcisista» de Occidente, que cuestiona su identidad poniendo en tela de juicio su genealogía, donde debemos encontrar tanto la fuente del antisemitismo europeo como el odio de este último a la racionalidad griega[17], el odio al logos, y a su encarnación moderna en la filosofía de la Ilustración y de la Revolución Francesa? ¿Acaso el nazismo y el pétainismo no son producto del odio a la religión judía y a la racionalidad griega, vistas como una ascendencia devaluada, una filiación que hay que borrar, culturas que no siendo el origen de todo lo que es Europa, merecen por tanto ser reducidas a la nada? Si los descubrimientos de la filología orientalista demuestran que Europa no fue la hija única de Atenas y Jerusalén, ¿no deberíamos ver en esta revelación el origen del ardiente deseo fascista de destruir lo que estas dos civilizaciones fueron capaces de aportar al Viejo Continente: la idea de lo universal y la democracia? La complejidad del origen de los fascismos europeos es, por supuesto, demasiado amplia para limitarse a este hecho civilizatorio y lingüístico. Pero es cierto que los descubrimientos de la filología orientalista han participado en ellos. Gracias a El Orientalismo de Said, podemos comprender una de las causas culturales decisivas del fascismo y del antisemitismo europeos, que ha permanecido relativamente insospechada hasta ahora. La «herida narcisista» occidental producida por el descubrimiento de las lenguas y culturas de la Antigüedad oriental es una de las causas de la psicopatología «de masas[18]» que fue el fascismo, en particular en sus versiones alemana y francesa. La relativización de la identidad occidental por su propia ciencia era insoportable para el «ideal del yo[19]» que Europa había estado forjando durante siglos. Por cierto, podemos ver hasta qué punto la identidad de la Europa tradicional, trastornada por su encuentro con Oriente, es un efecto de lenguas, del que ella misma fue iniciadora. El descubrimiento del antiguo egipcio, de las lenguas mesopotámicas y, más aún, del sánscrito, fue la fuente de un trauma cultural del que Occidente no se ha recobrado sin dolor. Pero esto no debería sorprendernos: nadie sale indemne de su encuentro con el Otro, la otra lengua, la otra cultura. De hecho, como Jean Baudrillard nos lo recuerda, es «a la luz misma de todo lo que se ha hecho para exterminarlo», para negar su existencia real o simbólica, que » se aclara la indestructibilidad del Otro, y por tanto la fatalidad indestructible de la Otredad[20]«.


[1] Jean Laplanche, Jean-Bertrand Pontalis, Vocabulaire de la psychanalyse, Paris, PUF, 2009, p. 101.

[2] Edward Said, El Orientalismo, Barcelona, Random House Mondadori, 2002.

[3] Edward Said, p. 70.

[4] Edward Said, p. 24.

[5] Edward Said, p. 24.

[6] La «contrafinalidad» en Sartre es un concepto de la Crítica de la razón dialéctica, desarrollado en el famoso pasaje sobre la «deforestación china». Sartre utiliza este concepto para describir una situación en la que un proyecto colectivo consciente con una finalidad clara y precisa produce consecuencias estrictamente opuestas a los objetivos iniciales de los agentes. Jean-Paul Sartre, Critique de la Raison dialectique, T.1, Théorie des ensembles pratiques, Paris, Editions Gallimard, 1985, p. 334.

[7] Sigmund Freud, Obras Completas, T. XVII, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2007, pp. 125-135.

[8] Por supuesto, pensamos en el último gran libro de Sigmund Freud, Moisés y la religión monoteísta, y en su tesis principal: el pueblo judío es hijo de Egipto. Aunque esta tesis es discutible desde un punto de vista literal, ya que la época del Egipto monoteísta y la de la redacción de la Torá distan varios siglos, no deja de ser verdadero si pensamos en ella en términos de una historia de las ideas a largo plazo. Es precisamente en esta escala de tiempo donde se producen los descubrimientos orientalistas.

[9] Edward Said, p. 173.

[10] Así, utilizando la célebre expresión de Nietzsche, podríamos decir que el descubrimiento de la Antigüedad oriental, y la relativización de la religión judeocristiana que trajo consigo, contribuyeron a la «muerte de Dios» en Occidente.

[11] Sabemos, por supuesto, que los Upanishads forman parte de los Vedas. Más concretamente, son el último elemento de este canon teológico-filosófico. Sin embargo, los Upanishads son considerados tradicionalmente como un salto cualitativo en el pensamiento religioso hindú. Concluyen los Vedas y desarrollan al mismo tiempo una auténtica conceptualización teórica, que fascinará durante mucho tiempo a la filosofía occidental, en particular a la de Arthur Schopenhauer.

[12] Sobre las raíces milenarias de la civilización china, le remito a China tres veces muda de Jean-François Billeter, y en particular al segundo capítulo de ese libro. Jean-François Billeter, Chine trois fois muette, Paris, Editions Allia, 2010.

[13] Sería un error separar Oriente de Occidente desde un punto de vista meramente cultural. No solo sabemos por Said hasta qué punto Occidente es hijo de Oriente, sino que también sabemos por Christian Jambet (Christian Jambet, Qu’est-ce que la philosophie islamique ?, Paris, Editions Gallimard, 2011, pp. 98-99) hasta qué punto el Oriente musulmán es culturalmente griego, tan griego como Europa de hecho. También sabemos que la filosofía y la ciencia árabopersas se discutieron constantemente durante toda la Edad Media europea, y que estos conocimientos del mundo musulmán dominaron a menudo el pensamiento europeo. Pensemos, por ejemplo, en la medicina de Avicena, que fue el modelo de la medicina en Europa durante siglos. También sabemos que siempre ha habido musulmanes en Europa (Andalucía árabe, Imperio otomano europeo) y cristianos en Oriente Próximo (coptos egipcios, levantinos, etc.). Una vez establecidos todos estos hechos, comprendemos que lo que separa radicalmente a Occidente del Oriente árabe-musulmán no es una cultura, que en cualquier caso es parcialmente común (con el pensamiento griego y el monoteísmo abrahámico), ni tampoco un conjunto de representaciones sociales. Lo que diferencia radicalmente a Occidente de Oriente es la aparición de la sociedad moderna durante el Renacimiento, es decir, la aparición de la industria y el capitalismo. Existe un Occidente separado del Oriente porque Europa se ha arrancado considerablemente del mundo mediterráneo del que procedía, mediante la colonización de América y la aparición del capitalismo industrial. En otras palabras, hay un Occidente y un Oriente porque Europa se ha separado parcialmente del espacio mediterráneo que compartía con los países musulmanes para conquistar y desarrollar su espacio transatlántico, condición sine qua non para dominar el resto del mundo. Karl Marx y Friedrich Engels ya habían afirmado, en las primeras páginas del Manifiesto Comunista, que la colonización de América era una de las condiciones necesarias para el surgimiento del capitalismo industrial occidental (Karl Marx, Friedrich Engels, Manifeste du Parti communiste, Paris, EJL, 1998, p. 26).

[14] Sobre los orígenes del antisemitismo europeo, desde la Edad Media hasta finales del siglo XIX, remitimos a nuestro estudio: «Friedrich Engels et sa critique de l’antisémitisme» («Friedrich Engels y su crítica del antisemitismo»), publicado en el nº 3 de la revista Gruppen (2011). Sobre los orígenes del nazismo más concretamente, remitimos a nuestro artículo sobre la Psicología de masas del fascismo de Wilhelm Reich, publicado en Viento Sur: «Wilhelm Reich y la Revolución ausente. Pensar el periodo de entreguerras con Marx y Freud». https://vientosur.info/wilhelm-reich-y-la-revolucion-ausente/ 

[15] Edward Said, pp. 232-268.

[16] Jean-Paul Sartre, Situations, X, Paris, Editions Gallimard, 1976, pp. 9-10.

[17] Conocemos las tesis de Johan Chapoutot, quien demostró con acierto en El nacionalsocialismo y la Antigüedad que el Tercer Reich se imaginaba a sí mismo como hijo de la antigua Grecia, reinterpretada a su vez como una de las etapas de una historia milenaria de arios míticos. Pero este hecho no contradice nuestra tesis, sino que la refuerza. ¿Qué Grecia antigua reivindicó el nazismo? Sin duda no la democracia ateniense y la igualdad de expresión que confiere a todos los ciudadanos (la famosa isegoria). El hitlerismo ve el igualitarismo ateniense como una decadencia «asiática», que en siglos posteriores suscitara la Ilustración y la Revolución Francesa. Pétainismo y nazismo compartían la misma obsesión por borrar 1789, hasta el punto de abandonar el término «République» («República»), sustituido por «Etat français» («Estado francés») bajo Pétain, y el abandono igualmente simbólico del lema revolucionario «Liberté, Egalité, Fraternité» («Libertad, Igualdad, Hermandad»), transformado en «Travail, Famille, Patrie» («Trabajo, Familia, Patria»). A pesar de las limitaciones históricas de la democracia ateniense que ya conocemos, en la que la mayoría de la población no eran ciudadanos (sino mujeres, esclavos o metecos), su reivindicado igualitarismo político ya es demasiado para el fascismo europeo. Del mismo modo, la igualdad universal de la condición humana frente a un Dios único, que constituye el núcleo del judeocristianismo, es inaceptable para el nazismo. Cabe señalar que este odio nazi al logos griego llega al punto de lo cómico involuntario cuando un ideólogo nazi como Alfred Rosenberg define a Sócrates como el «socialdemócrata internacionalista de su tiempo» y al estoicismo como una filosofía «de origen semítico» (Johan Chapoutot, Le National-socialisme et l’Antiquité, Paris, PUF, 2008,

pp. 306-307).

[18] Con esta expresión nos referimos, obviamente, a Psicología de masas del fascismo, del psicoanalista Wilhelm Reich. Remitimos de nuevo a nuestro artículo sobre este autor fundamental.

[19] También podríamos señalar que Freud era muy consciente de esta dimensión colectiva del «ideal del yo» psicológico. En 1914, en Introducción del narcisismo, escribió: » Desde el ideal del yo parte una vía significativa hacia la comprensión de la psicología de masas. Además de su lado individual, este ideal tiene un lado social: es también el ideal común de una familia, una clase, una nación» y añadiríamos: de una civilización, como la civilización occidental (Sigmund Freud, Zur Einführung des Narzissmus, Leipzig/Wien/Zurich, Internationaler Psychoanalytischer Verlag, 1924, p. 54, traducción propia).

[20] Jean Baudrillard, La Transparence du Mal, Essai sur les phénomènes extrêmes, Paris, Editions Gallilée, 1990, p. 151. Traducción propia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.