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La brújula política en las teorías sobre la nación

Fuentes: Rebelión

Los mejores estudios sobre el nacionalismo contemporáneo retomaron el enfoque de Lenin. Utilizaron esa referencia para evaluar el sentido de esa corriente política en distintos países y coyunturas. El importante trabajo de Hobsbawm se inspiró inicialmente en la mirada del líder bolchevique, distinguió las distintas variantes de la matriz nacionalista y evaluó su conexión con […]

Los mejores estudios sobre el nacionalismo contemporáneo retomaron el enfoque de Lenin. Utilizaron esa referencia para evaluar el sentido de esa corriente política en distintos países y coyunturas. El importante trabajo de Hobsbawm se inspiró inicialmente en la mirada del líder bolchevique, distinguió las distintas variantes de la matriz nacionalista y evaluó su conexión con el proyecto socialista.

La principal dificultad para caracterizar a esos movimientos nunca radicó en la comprensión de sus raíces. El gran enigma siempre estuvo centrado en su calificación política, como procesos positivos o negativos para la emancipación de los pueblos. El primer Hobsbawm resolvió ese dilema en forma acertada, destacando la potencial convergencia o discordancia de esas corrientes con el horizonte socialista.

El renombrado historiador recordó, ante todo, que la mirada marxista es internacionalista y por lo tanto crítica del nacionalismo. Pero señaló también la inexistencia de meras contraposiciones entre ambas posturas. Resaltó la compleja variedad de entrecruzamientos, que Lenin conceptualizó en su distinción del nacionalismo reaccionario, burgués y revolucionario. Con este fundamento señaló que los marxistas amoldan con criterios pragmáticos su evaluación de las demandas nacionales, en función de un proyecto socialista rector.

CONCEPTUALIZACIÒN LENINISTA

Hobsbawm precisó que los socialistas no se posicionan a favor, ni en contra de un programa de soberanía, en la medida que la propia nación ha sido un fenómeno histórico mutable. Reconocen la realidad de los Estados y las naciones existentes y evalúan cada demanda de separación, unificación o independencia en función de su empalme, divorcio o rechazo de la perspectiva poscapitalista. Con esta óptica no sostienen, ni rechazan a priori a ningún movimiento nacionalista (Hobsbawm, 1983).

Este acertado enfoque presupone la primacía analítica de la clase y no de la nación como criterio orientador. La nación es vista como un proceso construido, en estrecha relación con los intereses de las clases dominantes, los conflictos entre las potencias y las confrontaciones con las masas populares. Esas tensiones determinan la dinámica de cada nacionalismo.

Los textos que Hobsbawm escribió para fundamentar el carácter ¨fabricado¨ de las naciones fueron articulados en torno a esa lógica clasista. Su atención a la alfabetización, el sistema educativo, la burocracia, el servicio militar y el universo simbólico siguió ese razonamiento, que jerarquiza el ideal comunitario socialista sobre las metas o creencias nacionales.

Hobsbawm adoptó la óptica de Lenin para observar los movimientos de autodeterminación nacional y para convalidar su validez en los casos de raigambre legítima y sostén popular. Pero remarcó al mismo tiempo la conveniencia de soluciones federativas superadoras de la mera fragmentación fronteriza. Señaló que esa asociación era más congruente con el rumbo socialista que la multiplicación de las divisorias nacionales.

Con ese enfoque objetó tanto el rechazo cosmopolita de cualquier nacionalismo, como la reivindicación acrítica de esos movimientos. Propuso valorar cada caso, sin prejuzgar aprobaciones y rechazos, observando si enlazaban o contrastaban con la construcción de sociedad poscapitalista. Utilizó esa brújula para conceptualizar la historia de la nación y del nacionalismo en las últimas dos centurias, resaltando la gran plasticidad de ambas configuraciones. Notó que esa adaptabilidad explica su persistente atractivo en períodos tan prolongados.

Hobsbawm ilustró cómo el nacionalismo emergió junto al libe­ralismo y fue posteriormente capturado por la derecha. Analizó de qué forma se transformó en una gran bandera contra los ocupantes extranjeros y cómo fisuró a las sociedades entre patriotas y traidores. Destacó que fue el estandarte de las clases ilustradas y también de los sectores oprimidos y señaló que esa maleabilidad determinó las relaciones ambiguas con el socialismo indicadas por Lenin.

El gran historiador del siglo XX estudió la contradictoria dinámica que generó la multiplicación de Estados nacionales al compás de la descolonización. Esa fractura de territorios en dos centenares de países trastocó el mapa de posguerra, revirtiendo el principio previo de inviabilidad de las estructuras geográficas pequeñas. Esa mutación expresó la derrota de los decadentes imperios de Occidente, pero convalidó también el sometimiento de los nuevos países a la dependencia económica y a la soberanía formal imperantes bajo el capitalismo contemporáneo (Machover, 2016).

Hobsbawm destacó el contraste entre las formas visibles de opresión de la primera mitad de la centuria pasada y la opacidad prevaleciente en el período posterior. Bajo los regímenes coloniales o semicoloniales esa dominación era cristalina. La generalización de procesos independentistas en el Tercer Mundo y la aparente igualdad entre las naciones, tornó más borrosas esas relaciones y la consiguiente valoración de los movimientos nacionales de liberación. Pero una dificultad mucho mayor irrumpió con el fin del ¨siglo corto¨, que Hobsbawm indagó luego de la implosión de la Unión Soviética.

¿DECLIVE DEL NACIONALISMO?

Toda la diferenciación entre nacionalismos progresistas y regresivos -que Hobsbawm retomó de Lenin en función de su potencial convergencia con socialismo- quedó a su juicio anulada por el colapso de la URSS (Hobsbawm, 2011: 391-396).

Identificó ese desplome con la desaparición de las expectativas en alguna proximidad del socialismo y esa constatación lo indujo a modificar su mirada del nacionalismo. Tendió a observar a ese movimiento como un bloque más uniforme y desfavorable para los proyectos populares. Descartada cualquier convergencia con el proyecto socialista, ya no registró los aspectos positivos de esas corrientes que había notado en el pasado.

Pero en realidad, su propio distanciamiento del ideal comunista precedió al desplome de la URSS y estuvo signado por crecientes aproximaciones a la socialdemocracia y a las vertientes más conservadoras del eurocomunismo (Piqueras, 2013). Frente al caso latinoamericano acentuó sus críticas al Che y sus objeciones a la estrategia expansiva de la revolución cubana, revalorando la política de compromisos con las clases dominantes que auspiciaba Lula (Roth, 2018).

Con ese registro diagnosticó en la última década del siglo XX el declive general del nacionalismo. Estimó que esa fuerza ya no operaba como un vector del cambio histórico y atribuyó esa decadencia a la creciente impotencia del Estado-nación frente a la globalización

(Hobsbawm, 2000a: cap 6). Destacó que la mundialización de las relaciones económicas y políticas tornaba inviable la acción efectiva de los pequeños estados y subrayó la paradójica incompatibilidad de esa impotencia con la multiplicación de esas entidades.

El gran referente de la historia social contrastó ese declive actual, con el período de gestación de los Estados nacionales durante el siglo XIX y con la renovada vitalidad, que exhibieron los movimientos de liberación nacional en la centuria posterior (Hobsbawm, 2000b). Entendió que la dinámica de la transnacionalización anulaba la continuidad de ambos procesos (Balakrishnan, 2000). Otros estudiosos coincidieron en el mismo cuestionamiento a la viabilidad de los Estados nacionales en la era de la globalización (Hroch, 2000).

Hobsbawm atribuyó también el declive del nacionalismo a la novedosa preeminencia de una cultura juvenil internacionalizada. Entendió que esa generalizada absorción de modas globales contrastaba con la continuidad de las fracturas nacionales. Por esa razón ponderó la gestación de archipiélagos multinacionales en las regiones más dinámicas del planeta, bajo el efecto combinado de la industrialización, la emigración y la urbanización. Señaló que el multilinguismo era tan inevitable, como la pragmática aceptación del inglés en su estatus de lengua franca (Hobsbawm, 2000a:cap 5).

Su mirada fue compartida por los autores que resaltaron cómo la proliferación de naciones chocaba con la homogenización de las culturas. Entendieron que ese contrapunto diluía las diferenciaciones que alimentaron al nacionalismo (Harman, 1992).

Esos razonamientos ratificaron la presentación contemporánea de ese movimiento como una rémora del pasado y afianzaron un diagnóstico de su impronta invariablemente conservadora. También resaltaron el contraste de la xenofobia contemporánea con el nacionalismo liberal de principio del siglo XIX (Hobsbawm, 2000b). Señalaron que ese último antecedente estaba exento de requisitos etnolingüísticos de homogeneidad y recordaron que esa tradición fue retomada por el anticolonialismo de Gandhi, Nehru y Mandela.

Con ese rechazo frontal del nacionalismo contemporáneo, Hobsbawm reforzó sus simpatías por las soluciones federativas a todos los diferendos nacionales, en creciente sintonía con la tradición austro-marxista. Ponderó la mirada de Bauer, que enaltecía la convivencia de los distintos grupos nacionales albergados por el imperio austro-húngaro. Esa reivindicación empalmó con su propio apego a la formación multiétnica de Gran Bretaña, amenazada por el despunte de nacionalísimos contrarios al enlace forjado por el Reino Unido.

RESURGIMIENTO DE LA CUESTION NACIONAL

La tesis de una acentuada declinación del nacionalismo fue abandonada por Hobsbawm en los años 90, cuando ese pronóstico quedó desmentido en numerosos rincones del planeta. El historiador reconoció la renovada vitalidad del movimiento que imaginaba decaído. El desacierto de su previsión se verificó también en el propio ámbito británico, donde había descartado el resurgimiento del nacionalismo galés y escocés, que recuperaron una significativa centralidad.

El punto culminante de esa misma tendencia se verificó en el Brexit del 2016, que se impuso electoralmente con banderas de recuperación de la gloria pasada de Inglaterra (Sassoon, 2021). Además, el separatismo que inicialmente estalló en los territorios de la ex Unión Soviética y sus aledaños de Europa Oriental se extendió al resto del Viejo Continente, confirmando que el resurgimiento nacionalista no era un fenómeno pasajero.

El erróneo diagnóstico de Hobsbawm fue refutado por varios críticos. Uno de sus principales objetores detalló el carácter complejo y diverso del renacimiento nacionalista. Señaló que numerosas poblaciones buscan en esa referencia formas de protección del viejo estado, frente al arrollador atropello que introdujo la globalización neoliberal (Lowy, 1998).

Esa misma tendencia explica la canalización ultraderechista del descontento actual. Sus lideres adoptaron un disfraz de rebeldes para recuperar las banderas del nacionalismo reaccionario. Reflotaron las leyendas fundacionales de la ¨invención de la nación¨ que Hobsbawm desmitificó con tanto detenimiento. Trump recrea la nostalgia del dominio global norteamericano, convocando a engrandecer nuevamente a los Estados Unidos. Sus colegas ingleses retoman las reminiscencias del pasado victoriano y Vox invita a rememorar la antigua gravitación colonial de España (Urban, 2024: 24-59).

La ultraderecha resucita ese antiguo nacionalismo, para recrear los resentimientos contra el extranjero endiosando la identidad nacional. En muchos casos esa retórica irrumpe a la defensiva, corporizando un repliegue identitario muy distante del viejo nacionalismo chauvinista, que promovía guerras fronterizas de una potencia contra otra. Especialmente en el Viejo Continente prevalece un paneuropeísmo enmascarado en el derecho a la diferencia, que ensalza una identidad cristiana, occidental, blanca y patriarcal contrapuesta a los inmigrantes de África y el mundo árabe. Pero en sus incontables variantes, la reaparición del nacionalismo corrobora el error de los presagios que anunciaban su extinción.

Es cierto que en la oleada actual se verifica el cariz reaccionario que advirtió Hobsbawm y confirmaron muchos estudios del repliegue hacia la etnicidad, las identidades gregarias y al derecho de sangre. Pero la equiparación de todos los nacionalismos contemporáneos con una impronta regresiva es tan equivocada como las previsiones de su declive. La mundialización neoliberal no generó esa homogenización, ni esa agonía.

El nacionalismo persiste como una configuración muy variada y su caracterización continúa sujeta a los mismos patrones que destacó Lenin a principio del siglo XX. El desconocimiento de esa plasticidad en la actualidad es un error tan frecuente, como en los años del líder bolchevique. Tampoco la implosión de la Unión Soviética ha implicado el fin del criterio propuesto por Lenin para clarificar la naturaleza de cada nacionalismo.

Con el fin de la URSS desapareció un frustrado modelo burocrático, que se había distanciado del horizonte socialista. Pero la vigencia de ese proyecto deriva de la continuidad del opresivo sistema capitalista y la consiguiente necesidad de sustituirlo por otro tipo de sociedad igualitaria y democrática. Esa meta socialista es indisociable del análisis marxista y continúa aportando el parámetro para evaluar las corrientes políticas que se desenvuelven en la sociedad capitalista. Sin ese orientador, las caracterizaciones del nacionalismo carecen de timón.

Esa guía es esencial para comprender los movimientos que emergen de la dramáticafractura actual, entre las regiones ganadoras y perdedoras de la reestructuración capitalista. En el nuevo radio geográfico coexisten zonas de prosperidad y localidades devastadas por el desempleo. Las reacciones nacionalistas irrumpen en ambos casos, como protestas de los desfavorecidos (mundo árabe, Latinoamérica) o como exigencias de las zonas ricas (Europa Occidental), que priorizan la separación a compartir los recursos con los territorios marginados.

La potencial proximidad con el socialismo es también indispensable para comprender la dinámica subyacente de los movimientos que adoptan perfiles religiosos. Las apariencias semejantes de esas vertientes frecuentemente ocultan contenidos contrapuestos. Esa divergencia distancia en forma sideral, por ejemplo, a los reaccionarios talibanes de Afganistán del anticolonialismo palestino del Hamas.

Los fundamentos islámicos que ambas corrientes exhiben, inducen a múltiples confusiones y erróneas similitudes, cuando se omite el contenido político divergentes de esas dos agrupaciones. Esa distinción debe ser indagada con el criterio de diferenciación entre el nacionalismo derechista y radical que enunció Lenin y desarrollaron otros teóricos marxistas. Esa brújula aporta el gran sensor para distinguir también al tribalismo reaccionario (opresor de minorías) del nacionalismo progresista, que aglutina fuerzas en la batalla contra el imperialismo.

El distanciamiento del segundo Hobsbawm de este criterio lo indujo a recelar de las distintas formas de diversidad e identidad, que son compatibles con la lucha por la igualdad y la justicia (Díaz Polanco, 2006: 198-203). El genérico universalismo que adoptó en su crítica a todos los nacionalismos le impidió notar esa confluencia, que es un signo característico del progresismo contemporáneo.

Esa desorientación está igualmente presente en los teóricos del cosmopolitismo, que hostilizan al nacionalismo en defensa del estatus quo. Las variantes socialdemócratas justifican esa convalidación ensalzando el sistema constitucional o cuestionando la validez de la soberanía nacional. Las vertientes social-liberales extreman esa mirada alabando la mundialización y denigrando la lucha antiimperialista.

APLICACIONES Y CONTROVERSIAS

En las últimas décadas, el resurgimiento de las demandas nacionales reafirma la necesidad de retomar los criterios de Lenin observando tres parámetros. El primero es el grado de legitimidad de los planteos nacionales en juego, mensurando hasta qué punto son reclamos genuinos y mayoritarios. El segundo es el posicionamiento político de izquierda o de derecha de las fuerzas que impulsan esas peticiones. El tercero es la función internacional de la demanda en debate, con dinámicas de confrontación o convalidación del sistema imperial.

Esos criterios permiten distinguir las exigencias nacionales legítimas de pueblos oprimidos (kurdos, palestinos, vascos) de los reclamos ficticios auspiciados por las potencias opresoras (kelpers de Malvinas). Clarifican también la presencia de balcanizaciones manejadas desde las metrópolis (ex Yugoslavia) o divorcios territoriales motorizados por las elites enriquecidas (norte de Italia, Flandes).

La actualización de las pautas elaboradas por Lenin contribuye a evaluar los procesos que subyacen bajo las demandas nacionales, en el plano histórico, político y geopolítico. Evitan la mera caracterización de esos planteos en sí mismos. Esta indagación del trasfondo de los reclamos evita una evaluación superficial de las peticiones nacionales, que siempre presentan algún cariz formalmente válido.

La exigencia nacional palestina puede resultar parecida al planteo de autonomía de Santa Cruz en Bolivia, pero el contenido de ambos reclamos es diametralmente opuesto. Los dos enarbolan la misma bandera de la soberanía, pero la validez del primero contrasta con la nulidad del segundo. Solo los criterios de Lenin permiten desentrañar esa contraposición.

El líder bolchevique fue muy cauteloso en un tema con tantos grises y escenarios intermedios. Por eso planteó el derecho a la autodeterminación, como un reclamo condicional y sujeto a quiénes, cómo y de qué forma motorizan esa reivindicación.

Hay movimientos nacionales indudablemente progresivos en Cataluña, Quebec o Kurdistán. Pero incluso en esas situaciones de evidente legitimidad de la demanda, corresponde considerar el perfil de la conducción interna del movimiento. En el delicado caso kurdo, por ejemplo, una batalla histórica por la soberanía de un pueblo distribuido en varios países, afronta el dilema de apuntalar la meta independentista o amoldarse a la balcanización que propicia el enemigo imperial (Katz, 2023:175-182).

En el otro polo prevalecen demandas independentistas totalmente regresivas. Es el caso de Taiwán o Kosovo, donde el reclamo de la autodeterminación es un mero instrumento de Estados Unidos contra sus adversarios (Losurdo, 2010).

El grueso de las demandas nacionales involucra situaciones complejas, que se esclarecen evitando su simplificada presentación como meras rémoras del pasado. El segundo Hobsbawm cometió ese error. El equívoco simétrico es la reivindicación indistinta y acrítica de todos los movimientos nacionales, sin evaluar su dinámica subterránea y su postura frente al sistema imperial que maneja Estados Unidos.

Este último desacierto es muy visible en los autores que han objetado nuestro enfoque, equiparando a los corrientes nacionalistas que operan al interior y afuera de ese circuito. Asignan la misma validez a ambas vertientes y ponderan especialmente los casos de Chechenia, Siria, Ucrania, Turkestán Oriental y Xinjiang (Probsting, 2023).

Esa mirada solo considera la legitimidad del reclamo nacional para consagrar su validez, omitiendo si se inserta en perspectivas progresistas o reaccionarias, que favorecen o contrarían al imperialismo. Al desconocer esa variedad de condicionamientos adopta una visión pre leninista que omite la gravitación de la geopolítica. También adscribe a un enfoque ingenuo del internacionalismo, que ignora el significado estratégico de priorizar las batallas contra el enemigo principal. Esa desorientación tiene graves consecuencias en América Latina, donde resulta decisivo registrar el contrapunto entre demandas legítimas (Puerto Rico, Malvinas) e inválidas (Guyana, Zulia, Santa Cruz).

Al situar bien este tipo de disyuntivas, el gobierno de Evo Morales evitó tanto el separatismo reaccionario de Santa Cruz, como el etnicismo extremo de ciertos sectores indigenistas. Logró avanzar en la satisfacción de las demandas de los pueblos originarios, mediante el establecimiento de un Estado plurinacional. Recurrió a una síntesis federativa que combinó los criterios de Lenin con la autonomía cultural, preservando la estructura del Estado nacional, en sintonía con las propuestas avizoradas a principio del siglo XX por el austro marxismo.

PARÁMETROS OBJETIVOS Y SUBJETIVOS

Lenin legó un abordaje político de la cuestión nacional en función del objetivo socialista. Postuló que el derecho a la autodeterminación afirma un principio de la democracia burguesa en las relaciones internacionales. Auspició esa petición para alimentar la alianza de los trabajadores con otros segmentos oprimidos.

Esa mirada se asentó en criterios objetivos para definir el estatus de las naciones, pero incorporó una significativa gravitación de la subjetividad. Por eso realzó la defensa del derecho a la autodeterminación. Percibió cómo un sentimiento de pertenencia nacional motoriza la lucha de los oprimidos y asignó a esa movilización un papel determinante de la postura marxista. Esta visión fue compatible con otras miradas, que han propuesto una síntesis de explicaciones objetivas y subjetivas de la conformación y vigencia de las naciones.

La mirada objetivista fue enfáticamente auspiciada por Kautsky, que defendía una interpretación “histórico económica” de la nación, en contraposición al enfoque “psicológico-cultural”. Entendía que la geografía, el entorno y la lengua común conforman las condiciones requeridas para forjar los mercados y articular las burocracias, que cimentaban los distintos Estados nacionales. Realzaba la congruencia de esa mirada con los principios del materialismo histórico. Stalin retomó esa concepción, destacando que las naciones son comunidades estables, históricamente formadas en torno a un idioma, un territorio, una vida económica y una psicología compartida (López 2010).

Esos condicionantes fueron posteriormente investigados por los autores que indagaron cómo el nacionalismo -surgido y anclado en pasados agrarios- aportó los pilares para apuntar la industrialización. Estudiaron la gran variedad de Estados nacionales asentados en esos cimientos, postulando que la nación y el nacionalismo deben ser interpretados como productos de la modernidad y del capitalismo (Gellner, 1995: cap 3).

Ese enfoque destacó que ambas configuraciones despuntaron por la necesidad de homogenizar el espacio económico, gestado con la supresión de las barreras internas del feudalismo. También estudió cómo se afianzaron para aportar la unificación lingüística requerida para la expansión productiva y mercantil del capital. Recordó que ese idioma común permitió la estandarización y la homogeneidad cultural exigidas para viabilizar la acumulación capitalista

La tesis subjetivista fue por el contrario postulada por Bauer, para ilustrar hasta qué punto las naciones conforman comunidades de cultura y destino cimentadas en la experiencia común. Consideró que esa cohesión provenía de un pasado precapitalista compartido y afianzado ulteriormente. Relativizó la gravitación de la lengua y del territorio realzando la primacía de esa conciencia de pertenencia (Pastor, 2021).

Bauer polemizó con Kautsky resaltando la primacía de los aspectos subjetivos. Con ese fundamento rechazó el pronóstico de debilitamiento de las naciones, al compás de la internacionalización del capital y objetó, también, la previsión de su disolución futura en una hermandad socialista. Cuestionó ese cosmopolitismo inocente, señalando que la erradicación de la explotación generaría un florecimiento de las culturas nacionales, en un marco de provechosas convivencias (Munck, 2010)

El teórico del austro marxismo interpretó a la nación como un valor universal, que tendería a disociarse de su origen y funcionalidad capitalista. La ubicó en un terreno afín a las experiencias que desarrollan los oprimidos, en su confrontación con las clases dominantes. Observó a la nación como una conquista perdurable, que al tornarse transhistórica desbordaría los límites de su origen (Andreassi; Tafalla, 2022). Esa mirada ubicaba a la nación en plano semejante a otros avances sustanciales de la humanidad, como la igualdad o la democracia.

La mirada subjetivista sitúa el componente principal de la nación en la decisión colectiva de pertenecer a cierta comunidad, como resultado de una experiencia histórica. Resalta el aspecto electivo y no la determinación territorial o idiomática previa e incluye con ese parámetro a las naciones que ya cuentan con un Estado, como aquellas que aún no lo tienen (Cataluña, Euskadi, Kurdistán).

La necesidad de una síntesis entre ambos enfoques proviene de las propias ambigüedades del concepto de nación. Los criterios meramente objetivos de lengua, territorio, economía o formación psíquica son rígidos e impiden registrar la enorme variedad de excepciones a esos parámetros. Como las naciones y los nacionalismos son procesos históricos mutables, su desenvolvimiento no encaja con esa estrechez (Hobsbawm, 2000a: introducción). Esos presupuestos no brindan, además, los soportes requeridos para discernir las diferencias entre vertientes nacionalistas progresivas y regresivas.

Pero tampoco los criterios exclusivamente subjetivos -centrados en la definición de la nación como comunidad de destino, asentada en la unidad cultural y las experiencias comunes- permite una caracterización acertada (Lowy, 1998). Señala rasgos que esclarecen cada caso a posteriori, definen a la nación por su existencia en sí y a sus integrantes por la mera decisión de pertenecer a ella.

INTEGRACIÓN DE CRITERIOS

La formulación combinada que aportó Hobsbawm esclareció el concepto de nación, al subrayar su intensa variabilidad histórica. Resaltó que el orden subjetivo imaginario no es invariable, no opera como entidad social primaria y se ha desarrollado en torno a ciertas determinaciones objetivas.

El pensador afincado en Inglaterra describió cómo la nación se constituye desde arriba, forjando identidades desde abajo, aunando condicionantes territoriales y lingüísticas y remodelando las tradiciones simbólicas. Las variables constitutivas de cada nación se mixturaron en su proceso de gestación, a través de obligaciones públicas introducidas por el Estado e internalizadas por las masas populares.

Esa retroalimentación de ambas dimensiones ha sido bien percibida por las tesis que presentan a la nación como una comunidad imaginaria, resultante de cierto desarrollo condicionante del capitalismo. La construcción colectiva de la nación es asociada por este enfoque a la difusión del lenguaje escrito, que permitió la unificación lingüística en torno a la imprenta. Ese ¨capitalismo impreso¨ alimentó los vínculos nacionales, mediante la interacción de las lenguas vernáculas con el mercado y la prensa escrita (Anderson, B, 1993: cap 7).

El componente subjetivo se tornó central, a medida que el sentimiento de nacionalidad se afianzó ya no por el origen, sino por la defensa del territorio frente a cierto enemigo. Esa custodia generó un tipo de camaradería horizontal entre individuos dispuestos a sacrificar su propia vida, en defensa de una patria compartida. Pero el determinante objetivo continuó operando en la definición del alcance de ese ámbito.

La síntesis de condicionantes objetivos y subjetivos se ha verificado en los dos modelos históricos de gestación desde el Estado a la nación y desde la nación al Estado. El primer camino fue transitado por los modelos clásicos de Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña y el segundo despuntó en Alemania e Italia y fue seguido por Europa Oriental. Posteriormente prevaleció una intrincada mixtura de ambos senderos.

El rumbo inicial despuntó en la era liberal (1830-80), en coincidencia con el debut del capitalismo, la creación de economías nacionales y la expansión de los mercados internos. Incluyó una gran heterogeneidad de lenguas y etnias, en torno a un umbral mínimo de tamaño requerido para viabilizar el novedoso Estado-nación.

El curso posterior se consolidó desde 1880, como una derivación del proto-nacionalismo que enlaza sentimientos de pertenencia, condicionados por conectores de lengua, etnia o religión. Cuando un sector activo de la comunidad movilizó intensamente esos símbolos, quedó abierto el camino para gestar al Estado desde la nacionalidad. Desde ese cimiento se delimitaron las fronteras y se establecieron las leyes comunes, con lealtades a los Estados que afianzaron las naciones. El sistema escolar inculcó el apego a la bandera y estandarizó una lengua común mediante la alfabetización (Hobsbawm, 2000a: cap 2, 3).

Tan sólo posteriormente (1870-1918) se consolidó el nuevo nacionalismo, qué rompiendo el umbral previo de tamaño del Estado generalizó las demandas de autodeterminación para múltiples pueblos. En esos desenvolvimientos el condicionante subjetivo se tornó preeminente, aunque siempre quedó sujeto al marco definitorio de los determinantes objetivos.

EQUIVOCOS ROMÀNTICOS

El abordaje marxista polemiza con las tesis románticas, que remarcan la vigencia perenne de la nación omitiendo su carácter mutable. Al destacar los condicionantes de territorio, lengua o sentimiento de pertenencia que involucra esa configuración, desmitifica su imagen como un organismo invariable o sagrado.

Los estudios que clarificaron cómo se ¨inventó¨ la nación -con posterioridad a su sostén nacionalista- confrontaron con los postulados románticos, que asignaban prioridad a los valores de la nación frente a cualquier otra identidad. Describieron cómo se forjaron culturas basadas en la lengua y en la conquista de derechos soberanos, afianzando al mismo tiempo una estructura social controlada por los sectores dominantes (Hroch, 2000).

Esas investigaciones debatieron con el nacionalismo tradicional, que se inspiró en la explosión de demandas nacionales en Europa en varios momentos del siglo XX. También desentrañaron la simbología de la nación que acuñó el modelo clásico de Francia, Estados Unidos e Inglaterra (Gellner, 1995: cap 5).

Hobsbawm recopiló esas críticas para subrayar el carácter cambiante de la nación, como una construcción histórica engendrada por el nacionalismo y afianzada por la acción de un Estado, mediante obligaciones públicas (especialmente militares). Fue esa configuración -y no la preexistencia de entidades primarias e invariables- lo que definió la existencia de los distintos estados-nacionales.

Esas estructuras fueron rodeadas de una mitología de origen, con recuerdos selectivos ponderados (una revolución interna o una guerra de Independencia) y olvidos equivalentes de todo lo acontecido con anterioridad al episodio fundador. Esas miradas sesgadas del pasado, alimentaron la presentación de las naciones como entidades surgidas desde un tiempo inmemorial. Postularon que esa conformación surgió para perdurar como comunidad, a partir de la identificación tácita que genera compartir una cultura común. Pero omitieron el origen de ese proceso, a través de una acción estatal que expandió el sentimiento de pertenencia, mediante códigos, comportamientos e idiomas gestados en la enseñanza escolar.

El romanticismo borra esos orígenes para ocultar el rol de las clases dominantes, que lideraron la construcción de cada Estado nacional en cierto marco geográfico, mediante la obediencia o la adhesión por abajo. Esos intereses sociales subyacentes son especialmente disueltos por el nacionalismo clásico, que omite la funcionalidad que presentó cada construcción nacional al naciente industrialismo capitalista. La selección de la lengua dominante, las modalidades del sistema educativo y la gestación de una cultura homogénea fueron procesos de ingeniería social, al servicio de ese desarrollo burgués (Gellner, 1991: cap 9-10).

La mirada romántica elude registrar ese rol y simplemente retoma la ideología patriótica, que presenta las conveniencias específicas del grupo dominante como un interés compartido por toda la comunidad. Oculta el poder de las elites modernizadoras que consolidaron la explotación para enriquecer a las clases capitalistas.

En la periferia, esa ideología patriótica fue reciclada por la burguesía nacional ascendente para consolidar su disputa con la oligarquía, utilizando el intenso rechazo de los oprimidos a la minoría de terratenientes, hacendados y financistas. Ese repudio fue aprovechado para apuntalar los procesos de acumulación capitalista, que en la mayoría de los casos resultaron poco fructíferos. Esos fracasos fragilizaron a su vez las ideologías patrióticas y acentuaron la incapacidad de los grupos dominantes, para forjar una cultura nacional conectada con el sentir popular. Gramsci avizoró esta misma falencia para el caso italiano.

Todas las elaboraciones sobre la ¨invención de la nación¨ han sido objetadas, resaltando las raíces antiguas de esa configuración en comunidades étnicas, que forjaron instituciones ulteriores al cabo de un larguísimo proceso asentado en la ligazón territorial, la cultura compartida y la división del trabajo. Los críticos observan que esos antecedentes son subvalorados, al desconocer el enlace atávico de la nación con las comunidades premodernas. Señalan que esos mitos, símbolos y memorias explican el carácter duradero de esas configuraciones, cuya permanencia refuta de por sí el presupuesto de la invención (Smith, A, 2000).

Pero los teóricos marxistas no desconocen, ni rechazan los símbolos o sentimientos de larga data, que cohesionan a las comunidades nacionales. Ese aspecto fue inicialmente remarcado por el austro-marxismo. La diferencia no radica en el desconocimiento de esas ligazones culturales, sino en el reconocimiento de su conexión con dinámicas de desarrollo capitalista y lucha de clases.

Estos dos determinantes aportan el instrumental que utiliza el materialismo histórico para objetar los pilares míticos del nacionalismo, cimentados en supuestos del alma, el espíritu o el destino nacional. Incluso la propia lengua -que aparece encarnada como la esencia de una nación- no emergió con espontaneidad. Fue generalizada por la elite victoriosa a través del sistema educativo en disputa con otras opciones (francés), acallando dialectos (italiano), anulando competidores (español), resucitando idiomas ancestrales (hebreo) o aceptando el multilingüismo (Suiza). En todos los casos, la lengua formó parte de una construcción histórica y no de un brote natural.

Además, el propio concepto de nación tuvo significados muy variados a lo largo de la historia. En la antigüedad presentaba connotaciones étnicas, posteriormente quedó asociada al sistema político y finalmente fue conceptualizado por su ligazón con el Estado. Esa mutación es también omitida por la idealización romántica (Chiaramonte, 2004: 9-16). Esa mistificación desconoce la funcionalidad burguesa que tuvo la lealtad y los rituales de la nación, para la consolidación el poder de las clases dominantes.

EQUIVOCOS COSMOPOLITAS

La impugnación de las visiones románticas clarifica la naturaleza de clase del nacionalismo, pero no esclarece el posicionamiento político de cada vertiente de ese espectro. Solo esa última postura permite evaluar el carácter progresivo o regresivo de esas corrientes. Esa es la principal lección del barómetro aportado por Lenin. De una misma mitología romántica sobre la nación se pueden derivar dos conductas completamente distintas. Una fomenta la persecución a las minorías, la intolerancia cultural y el despotismo autoritario y la otra alienta resistencias antiimperialistas convergentes con el ideario socialista.

La refutación marxista del romanticismo en el plano meramente conceptual no permite resolver ese enigma. Se requiere conjugar ambas dimensiones: el sustento teórico y el corolario político (Breuilly, 2000). Sólo ese abordaje integral permite diferenciar el nacionalismo reaccionario de los opresores de su contraparte liberadora de los oprimidos.

Este problema fue muy visible en el debate que sostuvieron Nairn y Hobsbawm. El primer autor postuló la vigencia de una prolongada época “nacionalización del mundo”, asentada en la proliferación de esas configuraciones como regla general (Nairn, 2000). Sostuvo ese diagnóstico en contrapunto con el postulado del declive nacional que observó su contrincante. El reconocimiento de esa errada previsión por parte de Hobsbawm confirmó el acierto de su objetor. Pero esa divergencia no fue lo relevante del debate, puesto Nair no se refería a un período, sino a toda una era histórica signada por la vitalidad de las naciones.

Señaló que la lógica del capitalismo está determinada por parámetros de desarrollo desigual, que generan los desenvolvimientos nacionales como datos primordiales de la sociedad. Rechazó la preeminencia de las clases sociales para comprender las tensiones del sistema y para concebir su transformación (Lvovich, 1997).

El primer Hobsbawm respondió acertadamente que esta mirada prescinde del socialismo, presuponiendo la eternidad del capitalismo, como sistema sostenido por una variedad de naciones divorciadas de un horizonte comunitario mundial. Destacó que el separatismo nacional puede conducir a una subdivisión infinita, que siempre tornaría justificable alguna nueva fragmentación.

También señaló la necesaria distinción entre demandas nacionales reales y ficticias, en función de posicionamientos confluyentes o beligerantes hacia la perspectiva socialista (Hobsbawm, 1983). Afirmó que la simple reivindicación de la ¨nacionalización del mundo¨, no brinda parámetros para esa valoración. Más bien justifica todas las exigencias nacionales que irrumpen en cualquier lugar y con cualquier propósito. Como el nacionalismo es situado por encima de las clases sin ningún parámetro orientador, no hay forma de distinguir su contenido y evaluar su función política.

Nairn reconoció que el nacionalismo puede ser saludable o mórbido, adoptar un perfil democrático u opresivo, generar situaciones dramáticas (Bosnia) o llevaderas (Trieste). Pero no aportó criterios para clarificar esas distinciones y profundizó su virulenta critica al internacionalismo.

Afirmó que esa postura operaba como un simple disfraz del chauvinismo inglés y cuestionó su convergencia con el transnacionalismo cosmopolita actual. En coincidencia con posmarxismo impugnó el ¨reduccionismo de clase¨ y se burló de los ¨intelectuales misioneros¨, que sustituyeron el milenarismo religioso por el internacionalismo proletario (Nairn, 2000).

Pero con esos clichés del anticomunismo, desconoció que el principal exponente de su impugnación (Lenin), clarificó la dinámica real de los movimientos nacionales contemporáneos. El líder bolchevique supo diferenciarlos y esclareció el sentido de esos procesos porque los evaluó desde una óptica social e internacionalista.

Sus continuadores comunistas registraron también una dimensión invisible para la estrechez nacionalista: la existencia fuerzas contrapuesta de derecha e izquierda al interior de los propios movimientos nacionalistas. Resolvieron ese enigma observando los intereses de clase que el posmarxismo supone fenecidos. Esas falencias fueron acertadamente subrayadas por el primer Hobsbawm.

Pero en el plano político, Nairn acertó en presagiar el florecimiento del nacionalismo escocés y en postular el rol progresivo de esa vertiente en la erosión de un sistema monárquico en Gran Bretaña, asentado en mecanismos electorales antidemocráticos y en una economía al servicio del capital financiero. El fundamento nacionalista antimarxista no le impidió auspiciar un planteo político acertado, que a su vez empalmó con el promisorio desarrollo de un Partido Socialista Escocés. La convergencia de proyectos de emancipación nacionales y sociales en esa región ha sido también motorizada por fuerzas de izquierda y por teóricos marxistas (como Neil Davidson), que observan los fundamentos de clase del renacimiento escocés y su conveniencia para la clase trabajadora.

Hobsbawm fue por el contrario muy crítico de la demanda nacional escocesa y afirmó que generaría un chauvinismo reactivo en el resto de Inglaterra, con efectos negativos para las mayorías populares. Esa visión fue coincidente con su mirada condescendiente hacia Estados multinacionales como el británico, luego del colapso de otros modelos de la misma índole (como la URSS o Yugoslavia).

En este caso, su equivocada posición frente a Escocia demostró que no alcanza con un excelente cuestionamiento de principios a la visión romántica, para adoptar planteos políticos acertados. Para un marxista la conexión entre ambas instancias requiere el tipo de congruencia socialista que propició Lenin y que el segundo Hobsbawm abandonó luego del colapso de la Unión Soviética.

UN ORDENADOR INSUSTITUIBLE

La consistencia político-teórico legada por Lenin es actualmente decisiva para evaluar el nacionalismo y a sus vertientes latinoamericanas. En este terreno se verifica un cierto mareo en muchas miradas de la izquierda influidas por el liberalismo. Esos enfoques suelen compartir el rechazo al denostado populismo y a sus corolarios nacionalistas, omitiendo el abismo que separa a la impronta progresiva y regresiva de un mismo embanderamiento patriótico.

La crítica a los fundamentos nacionalistas sin evaluar su traducción en términos políticos concretos es totalmente inconducente. Impide distinguir a los proyectos reaccionarios que perpetúan la desigualdad de los programas avanzados para auspician la emancipación social. En este segundo caso, las tradiciones nacionalistas enriquecen el patrimonio del legado socialista y deben ser rastreadas, redescubiertas y homenajeadas. Incluyen un significado muy semejante a las experiencias de los sectores artesanales que forjaron al proletariado (Thompson, 1979: 294-318).La mirada de Lenin es insustituible para establecer esas conexiones.

Su enfoque resulta también muy útil para ordenar los debates sobre las etnias oprimidas por Estados nacionales de la periferia, que a su vez están sometidos a un dominador imperial. Estas situaciones son muy frecuentes en África, donde se conformaron numerosos Estados que desconocen los derechos de las minorías.

Esos modelos suscitaron incontables sangrías, frecuentemente promovidas por los servidores de las viejas potencias coloniales o por estamentos locales marginados del poder. El desconocimiento de estas situaciones ha sido señalado como un bache de la mirada marxista tradicional, derivada de su ignorancia del estatus diferenciado de las etnias en relación a las naciones (Cahen, 1996-97). También se ha subrayado la condescendencia con el nacionalismo opresivo de muchos gobiernos surgidos de la lucha antiimperialista durante la descolonización (Lazagna, 2008).

Pero en términos conceptuales este problema es muy semejante a la autodeterminación nacional y no es resoluble fuera de los términos que planteó Lenin. Sólo estableciendo las mismas conexiones de los protagonistas en juego con la legitimidad interna, la postura de izquierda o derecha y el alineamiento geopolítico internacional se puede dirimir quién se ubica en el campo progresista o reaccionario de cada disputa. Esa evaluación es la misma que la utilizada frente a cualquier demanda nacional. La especificidad de la etnia no sitúa el problema en un ámbito de evaluación diferente.

Solo el proyecto socialista brinda una brújula para estos dilemas. Sin el ordenador que aportó Lenin, las posturas frente a la problemática nacional giran en el vacío y navegan en la indefinición.

RESUMEN

El primer Hobsbawm evaluó el nacionalismo en relación al proyecto socialista y con esa óptica observó a la nación como un proceso histórico construido. Perdió ese barómetro con fin de la URSS y presagió erróneamente el declive y la involución conservadora del nacionalismo. No registró su resurgimiento con las mismas diferenciaciones del pasado. Aportó acertados criterios para definir a la nación con una síntesis de parámetros objetivos y subjetivos e introdujo sólidos argumentos de clase para desmitificar las miradas románticas. Pero no retuvo la brújula política precedente. Esa desorientación confirmó la centralidad del ordenador propuesto por Lenin para evaluar la problemática nacional

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Claudio Katz. Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz

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