Ochenta y ocho años después del estreno de la original Blancanieves y los siete enanitos, la factoría Disney vuelve a sorprendernos con una nueva versión protagonizada por Rachel Zegler y Gal Gadot. La cinta habría pasado desapercibida si no fuera por todo lo que rodea a la reconversión de su narrativa, más procesada y evolucionada, que en esta ocasión ha presentado su director, Marc Webb. La presunta intención de sus creadores de alejarse del guion original y de desprenderse de sus estereotipos más conocidos, ha propiciado un importante debate entre sus defensores y detractores. Muchos críticos han calificado la nueva entrega de woke porque defiende algunas ideas de la “progresía ideológica”, o por haber elegido a una actriz latina para el papel de Blancanieves.
“El virus mental de la ideología woke es la gran epidemia de nuestra época que debe ser curada, es el cáncer que hay que extirpar”. “El wokismo, un régimen de pensamiento único, sostenido por distintas instituciones cuyo propósito es penalizar el disenso. (…) feminismo, diversidad, inclusión, equidad, inmigración, aborto, ecologismo, ideología de género, entre otros, son cabezas de una misma criatura cuyo fin es justificar el avance del Estado mediante la apropiación y distorsión de causas nobles, (…) agenda siniestra del wokismo que tanto daño está haciendo a Occidente (…). Su justificación fue la siniestra, injusta y aberrante idea de la justicia social”. Estas son algunas de las afirmaciones que, con vehemencia, pronunciaba el presidente de Argentina, Javier Milei, el pasado 23 de enero en la última edición del Foro Económico Mundial, en la localidad suiza de Davos.
Como él, hay otros mandatarios, líderes políticos e ideológicos que se están pronunciando en los mismos términos: Trump, Díaz Ayuso, Bolsonaro, Orban, Abascal… La puesta en el centro del debate de este concepto ha extendido, una vez más, la idea de negativizar los valores que contiene toda su expresión, originada en contextos y escenarios muy determinados. Es decir, sólo se sirven de esta idea los que detestan todo lo que, para ellos, puede significar. Aquellas voces que quieren devaluar su sentido y simplificar en un cajón de sastre todas las implicaciones que pueden derivar de su uso original.
El término “woke” fue acuñado en la década de los sesenta por el escritor William Melvin Kelley para explicar que “si estás despierto, lo entiendes”, pero fundamentalmente fue utilizado por la comunidad negra de EEUU para señalar la necesaria alerta ante la injusticia racial. Esta expresión ha sido retomada en los últimos años por el movimiento Black Lives Matter para denunciar la brutalidad ejercida contra la población afroestadounidense por los cuerpos policiales de ese país. En 2017, el Diccionario Oxford añadió esta nueva acepción para explicar lo que significa “estar consciente de temas sociales y políticos, especialmente del racismo”. Hoy es adoptado de forma despectiva por las corrientes más conservadoras para deslegitimar la defensa de aquellas causas que persiguen la justicia social y los Derechos Humanos.
La batalla ideológica y política del siglo XXI se dirime en el control del discurso, del relato dominante en el debate social frente a la opinión pública. En este contexto de desafección hacia las instituciones y la clase política, el objetivo primordial de todas las representaciones políticas es el reconocimiento social y la adhesión a sus propuestas. Por ello, categorías como la justicia, la inclusión, la igualdad, la solidaridad, los derechos, la diversidad o la democracia se convierten en terreno fértil para su apropiación o deslegitimación.
Como señalaba Daniel Innerarity hace pocas semanas en El País, “el antiwokismo exagera los peligros que para la libertad tiene una determinada cancelación y así minusvalora la falta de libertad estructural para las minorías que el wokismo quiere denunciar”. Su estrategia consiste en ridiculizar el wokismo y reclamar la libertad de expresión como bien supremo y absoluto. Y añade: “los conservadores se escandalizan de que se haya cancelado a un autor que utilizaba en el pasado expresiones racistas sin que les escandalice la persistencia del racismo”.
Para José Antonio Marina, durante toda la historia las víctimas han sido invisibilizadas y olvidadas y, por ello “el movimiento woke merece un elogio”. La cultura woke reivindica la voz de las víctimas de la injusticia y las hace presentes en las reivindicaciones, proclamas y políticas públicas. Sin embargo, este protagonismo de las víctimas se puede manipular cuando se utiliza como excusa manifiesta para emprender acciones que promueven la exclusión, la xenofobia o el desmantelamiento del Estado de bienestar.
La utilización del victimismo como práctica habitual y sistemática frente a la ciudadanía se ha generalizado en la batalla dialéctica. Parece que la víctima declarada y legitimada socialmente no tiene que dar más explicaciones. Es un rol políticamente rentable y mediáticamente explotable. La presencia de las víctimas espectaculariza el mensaje narrativo de los medios de comunicación y de las redes sociales porque le confiere un dramatismo emocional que atrae a las audiencias. Genera falsas compasiones e irracionales afecciones.
Cuidado con la instrumentalización de este grito de la sociedad vulnerable y víctima de la injusticia. Cuidado con aquellos agentes políticos y económicos que nos recuerdan al surgimiento de los regímenes totalitarios de entreguerras porque se sirven de las víctimas para imponer su modelo identitario, fanático y reaccionario. Cuidado con convertir a la nueva Blancanieves woke en el centro de un debate que invisibiliza la cara sufriente de nuestra sociedad para legitimar otras decisiones que deshumanizan y convierten al individuo en mero objeto de transacción.
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