Recomiendo:
0

Socialismo de mercado frente a capitalismo salvaje: el futuro del progreso

Fuentes: Rebelión

En un mundo que oscila entre el colapso ecológico y la desigualdad galopante, la pregunta ya no es si el sistema actual funciona, sino para quién funciona. Mientras el capitalismo salvaje ha producido riqueza sin precedentes, también ha dejado una estela de exclusión, precariedad y crisis recurrentes. Frente a este modelo voraz, el socialismo de mercado aparece como una alternativa pragmática: una economía dinámica y orientada al bien común.

El capitalismo salvaje -la versión más desregulada y despiadada del libre mercado- se vende como sinónimo de libertad y eficiencia. Pero en la práctica, muchas veces significa monopolios, explotación laboral, destrucción ambiental y concentración obscena de riqueza. Bajo este modelo, el éxito económico depende más de la especulación y la extracción que de la producción o la innovación sostenible.

Cuando la lógica del beneficio se impone sin límites, lo social y lo humano se vuelven secundarios. El resultado: trabajadores quemados, servicios públicos en ruinas y una clase media que desaparece.

El enfrentamiento de Estados Unidos contra China no es solo una disputa por la hegemonía global. Es un choque de modelos. Por un lado, el capitalismo salvaje estadounidense, basado en la desregulación, el individualismo extremo y el culto al libre mercado. Por otro lado, el socialismo de mercado chino, una mezcla bien estructurada de control estatal, planificación estratégica y dinamismo empresarial. Y mientras Estados Unidos compite por mantener el control de los mercados y por imponer su dominio, China se centra en su propio desarrollo y en el de su población.

Estados Unidos ha hecho del libre mercado una religión. Su sistema apuesta por la mínima intervención estatal, incluso si eso significa dejar caer bancos, arruinar comunidades o ignorar a millones de personas sin acceso a salud o vivienda digna. Silicon Valley y Wall Street son íconos de innovación y riqueza, pero también de desigualdad estructural, precariedad laboral y burbujas especulativas. El capitalismo salvaje ha convertido a Estados Unidos en una potencia económica, pero cada vez más polarizada. El “sueño americano” es hoy más accesible para fondos de inversión que para la clase media trabajadora.

Frente a ese caos disfrazado de libertad, China ha apostado por un modelo racional y estratégico. Su socialismo de mercado no intenta copiar a Occidente, sino adaptar el dinamismo del mercado a los objetivos del Estado y del bienestar colectivo. En solo una generación, China ha sacado a cientos de millones de personas de la pobreza, ha creado infraestructuras de clase mundial y ha liderado tecnologías del futuro como la inteligencia artificial, las energías limpias y la conectividad digital. Todo esto sin renunciar a la soberanía económica ni subordinarse a intereses privados especulativos.

Occidente suele retratar la intervención estatal como una amenaza. China la usa como una herramienta poderosa de desarrollo. El Estado chino no se limita a regular y planificar, identifica sectores clave y apuesta por ellos a largo plazo. Mientras los países occidentales se enredan en el corto plazo buscando el ventajismo electoral del partido político de turno, China toma decisiones estructurales que miran al futuro.

Ante estos resultados, Estados Unidos ha optado por la confrontación: sanciones, bloqueos tecnológicos, campañas de desprestigio. Pero esta agresividad revela más temor que principios. Temor porque el modelo chino funciona. Temor porque ha perdido el monopolio ideológico sobre qué significa “progreso”.

China no está imponiendo su sistema al mundo. Está demostrando, con hechos, que hay otras maneras de crecer, de modernizarse y de garantizar derechos sociales sin entregar el destino nacional a los caprichos del capital privado global.

El socialismo de mercado combina la vitalidad del mercado con la dirección estratégica del Estado. A diferencia de las experiencias socialistas de Europa Oriental, que eliminaban casi por completo la iniciativa privada y centralizaban toda la economía en manos del gobierno, el socialismo de mercado reconoce que la competencia, la eficiencia empresarial y la innovación pueden ser motores poderosos de desarrollo. Pero también entiende que dejar el destino de una sociedad en manos del libre mercado, como lo hace el capitalismo salvaje, suele conducir a la desigualdad extrema, a los ciclos de crisis, y a la pérdida de soberanía económica.

El socialismo de mercado se ha materializado con fuerza en China, donde ha tomado una forma particular y eficaz. El Estado chino no renuncia al control ni al liderazgo político, pero fomenta la existencia de empresas privadas, tanto pequeñas como grandes, que operan en mercados abiertos y competitivos. En sectores estratégicos como la energía, el transporte, la banca, las telecomunicaciones o las tecnologías clave, el Estado no solo regula: posee, dirige y planifica. Esta dualidad -una economía mixta pero guiada- es el corazón del socialismo de mercado.

En China, el modelo funciona como un sistema de doble carril. Por un lado, las empresas privadas compiten, generan riqueza, y muchas se convierten en líderes globales. Por otro lado, el Estado define prioridades nacionales a través de planes quinquenales: metas claras para el desarrollo tecnológico, la reducción de desigualdades regionales, la modernización de infraestructuras o la transición energética. El mercado tiene espacio para moverse, pero no está al mando. El rumbo lo marca el Estado.

Los resultados hablan por sí solos. China se ha convertido en la segunda economía del mundo, con una infraestructura moderna, industrias tecnológicas de punta y una clase media en expansión. Empresas como Huawei, Alibaba, Tencent o BYD han surgido no como accidentes del mercado, sino como parte de una estrategia nacional orientada al largo plazo.

Mientras el capitalismo salvaje se aferra a la lógica del beneficio inmediato y deja a millones al margen del desarrollo, el socialismo de mercado ofrece una vía más equilibrada, más racional y más humana.

Este modelo, que muchos en Occidente tacharon de contradictorio o insostenible, ha demostrado una resiliencia y eficacia que hoy genera atención y respeto, especialmente en el Sur Global.

En África, Asia, América Latina y parte del mundo árabe, el modelo chino se observa con creciente interés no solo por sus resultados económicos, sino por su capacidad de adaptación, independencia y crecimiento con estabilidad. A diferencia del modelo impuesto por el FMI o el Banco Mundial en los años 80 y 90 -basado en ajustes estructurales, privatizaciones masivas y apertura comercial sin protección- el enfoque chino no exige reformas ideológicas, sino cooperación práctica. Y ofrece resultados tangibles.

La influencia de China sobre el Sur Global se materializa en varios frentes. Primero, a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI), un megaproyecto de infraestructura global que financia carreteras, ferrocarriles, puertos y redes eléctricas en decenas de países, especialmente en África, Asia Central y América Latina. A diferencia de los préstamos occidentales, que vienen atados a condiciones políticas o de mercado, el financiamiento chino se enfoca en proyectos productivos, a menudo en condiciones más flexibles.

Segundo, mediante alianzas estratégicas sur-sur, donde China se presenta como un socio que ha vivido la pobreza, el subdesarrollo y la dependencia, y que no viene a dictar políticas sino a compartir experiencia. Esto tiene un fuerte atractivo simbólico y político para muchos gobiernos del Sur Global que ya están cansados de las recetas neoliberales impuestas desde Washington o Bruselas.

Tercero, a través de un modelo económico que ofrece una alternativa real: crecimiento sin renunciar a la soberanía nacional, desarrollo tecnológico sin sacrificar lo social, apertura al mundo sin sometimiento a lógicas coloniales. Para países con estructuras productivas débiles, grandes necesidades sociales y una historia de intervención extranjera, la idea de que el Estado puede y debe liderar el desarrollo resulta no solo atractiva, sino urgente.

El socialismo de mercado chino muestra que el desarrollo no tiene que seguir un único guión. Que se puede industrializar sin desmantelar el Estado. Que se puede abrir al capital extranjero sin regalar los sectores estratégicos. Que se puede competir globalmente sin destruir el tejido social. Y que el Estado, lejos de ser un estorbo, puede ser el motor principal de un proyecto de nación.

Esto no significa que el modelo sea exportable sin más. Cada país tiene su historia, su cultura política, su realidad geoeconómica. Pero sí demuestra que el dogma del libre mercado no es la única vía. Que hay alternativas viables que permiten crecer, modernizarse y mejorar la vida de millones de personas sin perder el control sobre los recursos, la economía y el futuro.

En un momento de crisis climática, transición energética, y agotamiento del modelo neoliberal, el Sur Global empieza a mirar hacia Oriente no como subordinado, sino como interlocutor. En ese escenario, el socialismo de mercado chino se perfila no sólo como un éxito económico particular, sino como un punto de referencia posible para pensar un desarrollo con soberanía, justicia social y visión de largo plazo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.