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El pensamiento universal

Fuentes: Rebelión

Es una tarea ímproba desde siempre. Pero mucho más en estos tiempos en los que el pensamiento único se impone en al menos la mitad de la población del planeta… Me refiero a lo que intento —no ahora, sino desde los primeros pasos de mi consciencia: pensar por mi cuenta. Lo cual exige, como primer paso, dejar a un lado los prejuicios; lo que, a su vez, requiere un examen riguroso de cada prejuicio. Y luego, no tenerle miedo a la soledad del pensamiento. A esa que lo acompaña cuando la conciencia del pensador se distancia de la masa, de la consigna y del dogma.

Porque el pensamiento no nace de la consigna. Nace del asombro, de la extrañeza, del inconformismo. Y se sostiene en el tiempo no por adhesiones, sino por coherencia, por su capacidad de resistir los embates de lo previsible y de lo correcto. Pensar es, en buena medida, desobedecer.

El caso es que aspiro, casi desde que tengo uso de razón, a la universalidad de las ideas. Dije que es una tarea ímproba, por supuesto en España. Vivo desde que nací en España y soy español de pura cepa. Y por serlo, conozco muy bien el pensamiento predominante. Esta es una nación que ha vivido siglos incontables bajo una religión monoteísta, a la que se imprimieron desde el principio ideas de cristiandad desmesurada y una Inquisición que sólo un país como éste podía haber creado. Y todo ello, mientras las naciones de la Europa vieja y la nórdica, con sus más y sus menos y con períodos —generalmente breves— de intolerancia, se abrían hace ya mucho a su opuesto: la tolerancia. El protestantismo y sus variantes, hace mucho que se han difuminado.

En cualquier caso, el empeño por alcanzar la universalidad del pensamiento me lleva a ser iconoclasta y a detectar, casi siempre de inmediato, la elementalidad de muchas ideas, incluso de quienes en España, y no sólo en España, pasan por intelectuales. Entre el temor a ofender sensibilidades, el afán de vender libros y hacerse famoso, la dificultad real de despojarse del prejuicio, y, desde hace unas décadas, un nuevo pensamiento único que ha sustituido al católico… no hay en este país, después de Ortega y Gasset, pensador alguno con auténtica vocación de razonar desde una perspectiva verdaderamente universal. En su lugar, predominan pensadores encerrados en un pensamiento local, que en los últimos años han ido transitando hacia el llamado “pensamiento único”: una forma de conformismo intelectual que no es sino pragmatismo extremo de raíz anglosajona. Y no logran ir más allá.

Todo pensamiento genuino es en cierto modo universal, incluso cuando parte de lo local, porque su vocación es trascender fronteras. No impone, propone. No adoctrina, ilumina. No pretende tener razón, sino buscarla. Y eso es justo lo que escasea en nuestra época: el valor de pensar sin la garantía de la aprobación inmediata.

Pensar en libertad es una forma de coraje. Pero también de fidelidad. A uno mismo, a la verdad que se busca y a la humanidad en conjunto.

El pensamiento universal intenta superar todas las barreras y despojarse de los prejuicios de cada cultura, empezando por la propia. En 1945, año en que terminó la Segunda Guerra Mundial —iniciada en 1939—, yo tenía siete años. No es posible que tuviese entonces idea alguna sobre ese asunto. Pero sí recuerdo que, al terminar mis estudios de Derecho, me visitó una lejana voz interior en forma de sensación que me decía: estamos en el siglo XX, es imposible que vuelva a repetirse semejante monstruosidad. Las naciones —vencedoras y vencidas—, sin duda, se prometerán durante muchos años hacer todos los esfuerzos necesarios para no volver a dejarse llevar por la irracionalidad. La evolución del ser humano, de su pensamiento y de sus pulsiones freudianas será un hecho. Solo podrán registrarse, con el tiempo, algunos conatos de barbarie. Me parecía que el filósofo alemán Immanuel Kant y su obra magna, “La paz perpetua”, escrita a finales del siglo XVIII, pudieran prosperar.

Yo leía lo indecible, principalmente a los filósofos consagrados. Y todo quizá empezó, en mi caso, cuando me topé con el imperativo categórico, asimismo de Kant, formulado así: Que tus ideas y tu conducta sean de tal naturaleza que puedan ser de valor universal. Ingenuo de mí, corroboraba aquella beatífica impresión de una paz definitiva, como si todo Occidente conociera y desease poner en práctica tan bello propósito.

Sin embargo, la guerra de Vietnam, primero, y luego el desgarrador “episodio” de Afganistán e Irak, con su cortejo de bombardeos, Guantánamo y burdas mentiras sobre lo que a todas luces era, para mí, un montaje —incluida la “peripecia” de las Torres Gemelas—, me llevaron a otra convicción. La que encierra la idea de Voltaire: El ser humano no ha corregido la barbarie, la ha perfeccionado.

Desde entonces, aquella lejana voz interior que escuché a mis 21 años, con acordes de lucidez y de ingenua esperanza, se tornó lúgubre. Doctrina anticipatoria y pensamiento único se adueñaron del pensamiento de casi medio planeta. Y esa voz me dijo: no hay esperanza. La sociedad humana, tarde o temprano —como afirman muchos sociobiólogos—, abrazará el suicidio colectivo como su último avatar…

Pero hasta mi último aliento seguiré intentando el pensamiento universal.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.