El mundo atraviesa una transición profunda. Desde el sur global, emergen nuevos centros de poder que disputan el sentido. Los BRICS se consolidan como polo alternativo al G7 y China (su locomotora) despliega una arquitectura global que disputa ya no solo mercados. Frente al agotamiento del paradigma neoliberal y la globalización asimétrica, se abre la posibilidad de una nueva lógica de relaciones internacionales.
En este contexto, la noción china de “Comunidad de destino compartido para la humanidad” (formulada por Xi Jinping y elevada a rango constitucional en 2018) emerge como una propuesta alternativa al orden global dominante. Lejos de sostenerse en la lógica de la imposición unilateral, este concepto promueve un modelo de relaciones internacionales basado en la interdependencia solidaria, el respeto a las trayectorias propias de cada pueblo y la convivencia armónica entre civilizaciones.
En contraste con la globalización liberal, que desde fines del siglo XX impulsó la apertura indiscriminada de mercados, la especulación financiera y la homogeneización cultural del norte global, la propuesta china reivindica la diversidad como valor político y civilizatorio. El paradigma liberal, que prometía integración, dejó tras de sí una estela de desigualdad, endeudamiento crónico y pérdida de soberanía para vastas regiones del sur global.
La Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés) representa la materialización concreta de ese horizonte. Desde su lanzamiento en 2013, se proyecta una inversión de más de 1,3 billones de dólares en infraestructura, energía y conectividad en más de 150 países. Esta cifra equivale a diez veces el Plan Marshall que reconstruyó Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
En América Latina, esta iniciativa ya se ha traducido en infraestructura ferroviaria, centrales hidroeléctricas, asociaciones con empresas estatales como YPF Litio y la construcción del puerto de Chancay en Perú, que será clave en el comercio transpacífico. Lo que está en juego entonces no son solamente nuevas cadenas de suministro, sino la edificación política del nuevo orden global.
La idea de una comunidad de destino compartido invita a repensar las relaciones internacionales desde otro lugar: no como una competencia por la supremacía, sino como un esfuerzo por construir un mundo común desde el reconocimiento de las diferencias. Para América Latina y otros países periféricos, esto implica dejar de ser meros receptores de normas ajenas, y asumir un rol activo en la configuración de un nuevo orden mundial.
Por la propia escala de China, no podemos ir país por país, sino que debemos pensar nuestra relación regionalmente, como un bloque. Foros como CELAC-China son un paso en esa dirección, ya que ponen en diálogo a un gigante de 1.400 millones de personas con una comunidad regional de más de 660 millones.
Tenemos lo que el mundo necesita: minerales estratégicos, energías limpias, capacidad alimentaria. Pero el desafío es que estos recursos apalanquen nuestro propio desarrollo, y no simplemente alimenten nuevas dependencias. Para ello, hace falta un pensamiento geopolítico propio, situado, que combine soberanía, cooperación y justicia social.
En este punto, el pensamiento de Juan Carlos Puig ofrece una clave insoslayable. Según este teórico argentino de las relaciones internacionales, existen cuatro formas posibles de inserción internacional para un país periférico:
– La dependencia paracolonial, en la que las élites asumen los intereses de las potencias como propios.
– La dependencia racionalizada, que reconoce la subordinación, pero la gestiona de forma pragmática.
– La autonomía heterodoxa, que busca ampliar los márgenes de soberanía mediante alianzas múltiples, integración regional y diversificación.
– Y la autonomía secesionista, un aislamiento extremo que Puig consideraba inviable.
Argentina, históricamente, ha oscilado entre ambas formas de dependencia: la paracolonial y la racionalizada. Salvo contadas excepciones (como las experiencias de política exterior durante los gobiernos de Yrigoyen, Perón y, más recientemente, los de Néstor y Cristina Kirchner), el país ha tendido a asumir un lugar subordinado en el sistema internacional. Hoy, sin embargo, el contexto mundial ofrece una oportunidad para desplegar una política exterior de autonomía heterodoxa, orientada al desarrollo soberano y a la inserción inteligente en un mundo multipolar.
El desafío es construir un vínculo genuino no solo con China, sino también con los nuevos polos de poder que emergen en el sur global, y no que sea simplemente un cambio de “collar”. Que el destino compartido sea un marco donde nuestra América Latina participe activamente en la configuración de un orden más justo, plural y solidario. La oportunidad está abierta. Dependerá de nosotros convertirla en realidad.
Federico Alonso es Licenciado en Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Maestrando en Políticas de Vinculación con China