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Ciencia e ideología en la obra de Manuel Sacristán

Fuentes: Rebelión [Imagen: Galileo Galilei es inolvidable porque encarna dramáticamente la noción de verdad característica de la ciencia en sentido moderno. Créditos: Galileo ante el Santo Oficio, de Joseph-Nicolas Robert-Fleury]

En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán Salvador López Arnal reúne varios textos de Manuel Sacristán en los que reflexiona sobre ciencia e ideología.


Los asuntos relacionados con ciencia, ideología y compromiso político fueron esenciales en el filosofar del autor desde finales de los años cincuenta.

El que fuera opositor (maltratado) a la cátedra de lógica de la Universidad de Valencia impartió unos siete años después, el 25 de abril de 1969, una conferencia en la Facultad de Ciencias de la citada universidad con motivo de una semana de Renovación Científica que había organizado el Sindicato Democrático de Estudiantes de Valencia con el título «Algunas actitudes ideológicas contemporáneas ante la ciencia». Francisco Hernández Sánchez, uno de los asistentes, grabó y transcribió la intervención.

El esquema y los textos seleccionados son parte de la documentación depositada en la Biblioteca de la Facultad de Economía y empresa de la UB (FEEUB). También en el resto de los casos.

Sacristán, entonces miembro en aquel entonces del comité central del PSUC y del PCE, presentó y comentó críticamente en esta intervención las aristas irracionalistas de algunas tendencias del movimiento universitario internacional, una de sus preocupaciones de más largo recorrido.

Impartió también en 1968, en el Ateneo de Valencia, una conferencia con el título: «La filosofía de la ciencia ante su historia». Desgraciadamente, no hemos podido obtener documentación sobre esta segunda intervención.

Los temas de política de la ciencia, como sabemos, fueron temas centrales en el último Sacristán.

En esta entrega los textos recopilados son:

  1. Esquema de la conferencia «Algunas actitudes ideológicas contemporáneas ante la ciencia»
  2. Transcripción de la conferencia
  3. Aspectos del problema del método en ciencias sociales
  4. Nota de conjunto para A.R.H.
  5. Algunos problemas sociales de la historia de la ciencia
  6. Galileo Galilei
  7. La función de la ciencia en la sociedad contemporánea

Esquema de la conferencia «Algunas actitudes ideológicas contemporáneas ante la ciencia»

Sacristán tradujo para Ariel en 1968 El final de la utopía, un ensayo de Marcuse que cita en varias ocasiones. También tradujo en 1970, esta vez para Grijalbo, La agonía de la izquierda americana de Christopher Lasch.

0.1. Observación sobre la fórmula de la conferencia, con alusión a anterior estancia aquí.

0.2. La única justificación posible de esa fórmula es acaso la artística

0.3. De no ser esa la finalidad, lo serio es sustituirla por la fórmula «ponencia», propuesta de tema a discusión, con tesis o sin ella.

0.4. Eso se trata de hacer ahora: presentar una ponencia a propósito de un objeto de preocupación en la actual situación de las ideas socioculturales.

Descripción

1.1. El tema es la degradación de la relación con lo científico y lo teórico en las creencias dominantes en sectores de mucha importancia para el plano sobreestructural de las pugnas sociales de la época.

1.1.1. Esos sectores son los intelectuales (incluyendo estudiantes) de tendencias anticapitalistas.

1.1.1.1. Aunque también ocurre en ambientes de los países socialistas.

1.1.2. Sería importante saber, por lo que hace a los países capitalistas, en qué medida el fenómeno llega a las clases trabajadoras. Pero incluso con la limitación vista, el tema es complicado e importante.

1.2. En unos casos se trata de pérdida de la naturaleza filosófica de la ciencia, junto, o no, con un desprecio o una condena de la civilización científica.

1.2.1. Marcuse: la afirmación de las posibilidades «utópicas» de la ciencia (propiamente, de la técnica) va acompañada por la postulación de una actitud cultural que la haría imposible.

«El carácter íntimamente instrumental del método científico-natural (…) Parece haber una relación muy estrecha entre el pensamiento científico- natural y su aplicación, entre el universo del discurso científico-natural y el lenguaje y el comportamiento cotidianos, una relación en la cual ambos se mueven bajo la misma lógica y racionalidad del dominio». Marcuse, Der eindimensionale Mensch [El hombre unidimensional], 169.

1.2.1.1. Inciso: contradictoriedad incluso en su contexto: ¿«dominio» heideggeriano o posibilitación de la «utopía»?

1.2.1.2. A ese error sobre la ciencia se suma luego la condena mística, esta vez resueltamente a lo Heidegger, y hasta citándolo. Marcuse, «Sobre la ciencia y la fenomenología», Critica della società repressiva 68. Recoge, como en Der eindimensionale Mensch [El hombre unidimensional], la crítica heideggeriana de la ciencia y habla de «hybris» de ésta.

1.2.1.3. De lo que se desprende la vuelta a una noción premarxiana de progreso y revolución, de socialismo.

«(…) hemos de concebir al menos la idea de un camino del socialismo desde la ciencia hasta la utopía, y no, como aún creyó Engels, de la utopía a la ciencia.» Marcuse, Das Ende der Utopie [El final de la utopía]12.

1.2.2. La interpretación puramente instrumental de la ciencia es la actitud de un mero ideólogo como Pauwels en Le Matin des Magiciens [La mañana de los magos] y luego en Planète: añadir incoherentemente a la ciencia como instrumento actitudes irracionalistas, abiertamente mágicas.

1.2.3. Una orientación coincidente con esos resultados se encuentra en una corriente de pensamiento que las contraposiciones de moda sitúan a la mayor distancia de corrientes como la marcusiana: el estructuralismo francés.

1.2.3.1. Probablemente es necesario exceptuar a Lévi-Strauss mismo, cuya permanente vacilación filosófica indican una considerable problematicidad que sería indecente simplificar.

1.2.3.2. Pero a veces en sus mismos textos y a menudo en los de seguidores suyos se encuentra una yuxtaposición de sectaria e irreal cientificidad formal en cuestiones no formales con la negación de irrelevancia de la ciencia para la verdad.

1.2.3.2.1. En la degeneración divulgadora y periodística eso llega a lo grotesco.

«(…) el parque (nacional Xingu, del Brasil) acoge una docena de tribus que viven en la dulce obsesión de sus ritos de la edad de piedra, fabricando con sus manos refinados objetos, pintándose el cuerpo y alimentando un fuego eterno». Reportaje del Sunday Times Magazine y L’Express, “Le massacre systèmatique des indiens”, por Norman Lewis, L’Express, 927, 14-20 abril de 1969. Tiene este subtitulo (entre varios). “Ils vivaient conscients de leur place dans l’universe” [Ellos viven conscientes de su lugar en el universo]»

1.2.4. La actitud se encuentra también en movimientos sociales importantes, principalmente en el movimiento estudiantil norteamericano. Y en el europeo.

1.2.4.1. La condena de la investigación pura por los estudiantes de Pavía.

1.2.4.2. El artículo de Ugo Farinelli en el Contemporaneo del 28-III-1969 («Contestazione e ricerca scientifica» [Protesta e investigación científica]).

1.2.4.3. Ejemplo tal vez extremo [Michael Rossmann; Benjamin DeMott, «The Age of Overkill», The New York Times Magazine, 12 de mayo de 1968, p. 104]

1.2.5. Por el contrario que sea a sus intenciones, la orientación vista es positivista, como lo fue el positivismo místico. Es reaccionaria y positivista por desconocimiento del valor filosófico (= inspirador de la conducta) del conocimiento, y por capitulación ante la deformación capitalista de la vida social de la ciencia. Es reacción por rendición y cansancio en el esfuerzo civilizatorio, con refugio en un Paraíso Perdido.

1.3. En otros casos se trata, por el contrario, de desconocimiento de la naturaleza formal de la teoría, de la ciencia in statu perfectionis [NE: ciencia consolidada], como decían los antiguos, y de su positividad, de su factualidad. Así se llega a una falacia naturalista invertida.

1.3.1. Presente en el poco coherente Marcuse.

«Lo que está en juego es la idea de una nueva antropología, no sólo como teoría, sino también como modo de existencia (…)» Marcuse, Das Ende der Utopie, 15.

1.3.2. En el movimiento estudiantil alemán e italiano, a pesar de su evidente superioridad intelectual sobre franceses, americanos, españoles.

«El MST subraya el peligro de la producción universitaria sistemática de sociólogos reducidos a “tecno-burócratas”, a “especialistas de la investigación empírica”, apenas dotados de un genérico plafond cultural. De ese modo, se planificaría la alternativa teoría-investigación en un sentido dicotómico, cuya recomposición no podría obtenerse sino a posteriori, y en el mero sentido de una yuxtaposición injustificada». Marco Boato: informe sobre Instituto Universitario de Ciencias Sociales de Trento, en Documenti della rivolta universitaria, 10, 11.

(…) ¿…cómo es que las seguras ciencias «exactas» resultaron impotentes, pasivas o hasta condescendientes ante el racismo?» «La dimensión técnica, instrumental, de la ciencia, que en la segunda mitad del siglo diecinueve determinó también las ciencias universitarias, es un producto de la sociedad burguesa establecida, ya desprovista de su liberalidad». Wolfgang Lefèvre, Rebellion der Studenten, 97 y 110/111.

1.3.3. No se puede hablar aquí pura y simplemente de reacción desde el punto de vista cultural y civilizatorio, porque en esos campos es posible un avance, como hasta ahora, ideológicamente obnubilado.

1.3.3.1. Pero sí se puede hablar de reacción epistemológica por ideologismo.

1.3.3.1.1. Con sus riesgos (Zdanov)

1.4. Ambas corrientes, desde sus contrapuestas falsedades acerca de la naturaleza del conocimiento científico, redundan en paralizadora sustitución de la idea de conocimiento por la idea de sabiduría (la consciencia de los salvajes).

2. Explicación

2.1. El desprecio o la hostilidad para con la ciencia por parte de ancianos pensadores que recuperan así –Marcuse– el irracionalismo culturalista de fines del siglo XIX, en el cual crecieron, o por parte de los jóvenes, tiene explicaciones ideológicas de importancia.

2.2. La perspectiva de superación de la obnubilación ideológica, abierta por Marx en su crítica de la filosofía de Hegel, ha sido ideologizada por la apologética capitalista:

2.2.1. Bell.

«Pocos espíritus serios siguen creyendo que se pueden hacer planes y producir, mediante la «ingeniería social», una nueva utopía de armonía social. Al mismo tiempo, las viejas “contracreencias” han perdido también su fuerza intelectual (…) Por lo tanto, en el mundo occidental hay hoy día un acuerdo aproximado entre los intelectuales acerca de las cuestiones políticas: la aceptación del estado del bienestar, la deseabilidad de la descentralización del poder, un sistema de economía mixta y de pluralismo político (…) Ha terminado la edad ideológica». Daniel Bell, The End of Ideology, 373.

2.2.2. Christopher Lasch sobre Encounter[1].

«Tal vez dejemos de ser acosados por la retórica de una arrogancia mesiánica del espíritu que ha perpetuado alegremente tantos repugnantes crímenes contra la carne». Ch. Lash, «After the Apocalypse» [Después del Apocalipsis], Encounter, octubre de 1953, p. 1. The Agony of the American Left [La agonía de la izquierda americana], 171/172.

2.3. La tradición revolucionaria científica, racional, se bloqueó.

2.3.1. En el Este, dominante, con una catástrofe teórica (consecuencia de la ideologización de las dificultades político-sociales) cuya gravedad es aún difícil estimar.

2.3.1.1. No sólo los casos Lysenko. Nivel Meliujin.

«Dentro del método metafísico de pensamiento, esas contradicciones (aporías de Zenon) son irresolubles y se presentan como una prueba de la supuesta impotencia de la mente humana, de su incapacidad para penetrar en la esencia de los fenómenos. La filosofía del materialismo dialéctico dio, por primera vez, una solución consecuente a tales contradicciones. (…) el movimiento es posible y real debido precisamente a que el cuerpo en movimiento, en cada momento dado, se encuentra y no se encuentra en cierto punto del espacio». S. Meliujin, El problema de lo finito y lo infinito, 23 y 25.

2.3.1.2. Ellos son muy causantes de que no se haya podido terminar con la obnubilación ideológica y de que ésta rebrote.

2.3.2. En el oeste, se cubrió al este.

2.4. La utilización positivista del cientificismo, de la ciencia como ideología, versión conservadora de la falacia naturalista.

2.5. La putrefacción de la cultura y la civilización burguesas.

2.5.1. Ciencia militarizada.

2.5.2. Crisis de la civilización urbana

2.6. Una reflexión sobre el reflejo ideológico de esa podredumbre enlaza los dos lados de la grave situación: la putrefacción de aquella cultura y la degradación de la teoría revolucionaria.

3. Las consecuencias para la práctica.

3.1. Aparente alternativa

3.1.1. O destructiva victoria de un pensamiento revolucionario irracionalista que tendría que repetirlo todo desde el Renacimiento o tendría que reprimir con policía e iglesia la nostalgia copernicana.

3.1.2. O derrota ridícula y siniestra.

3.2. Incluso en el caso de catástrofe civilizatoria, la segunda posibilidad es la única clara.

3.2.1. Aunque no sea más que porque el irracionalismo revolucionario es incoherente con las necesidades de los pueblos atrasados, con el más alto potencial revolucionario.

3.3. Es de mucho interés notar que los movimientos y las corrientes ideológicas aludidas muestran ya una práctica que refleja una percepción de su derrota inevitable.

3.3.1. Marcuse se guarda muy bien de meterse en nada, y lo declara.

3.3.2. Adorno llega a limpiarse de toda sospecha de práctica.

3.3.3. En los estudiantes americanos (y algunos otros), autosatisfacción masoquista y narcisista de derrotados a priori.

«Al decir resistencia», escribe un graduate student de Berkeley, «queremos decir exactamente lo que decimos: queremos conseguir cerrar los centros de instrucción, detener los trenes militares, echar del campus a los reclutas, y, en general, destruir la máquina bélica». Él y sus amigos, empero, «no se hacen ilusiones acerca del resultado de la resistencia. La resistencia será aplastada». Así pues, la resistencia se convierte en un acto de desesperación» (Lasch, The Agony of the American Left, 181-182).

Habla un estudiante anarquista:

«Irán saliendo del metro en cuanto que empiece. Nos aplastarán. Pero antes haremos polvo las calles. Nos pegarán, pero antes pegaremos a la bofia… Será sangriento, pero la sangre vuelve locos a los liberales. Y hemos de conseguir que se vuelvan locos» (Lasch, op. cit., 182-183).

3.3.4. En otros, expectativa eufórica megalomaníaca (la estudiante de arquitectura).

3.4 ¿Qué hacer? A primera vista, se trata de recuperar la cientificidad para la revolución y la revolución para la cientificidad.

3.5. Pero si la deteriorización ideológica es real, eso presupone un ¿qué pensar?

3.5.1. Para averiguar por qué se esterilizó (práctica y teóricamente) la herencia revolucionaria científica.

3.5.1.1. Marx busca un socialismo científico, pero sin falacia naturalista ni especulativa.

3.5.2. Lo que implica aclarar la relación base-ciencia-sobrestructura.

3.5.2.1. Es primitivo (unilateral, no falso) contentarse con decir que la ciencia es una fuerza de producción. Lo es, pero es también sobreestructura.

3.5.2.2. Luego sobreestructura puede tener valores persistentes. Las siliconas, la geometría euclídea. Ser libre de obnubilación ideológica no quiere decir, hoy, ser libre de ideología, sino saber que se está preso en ella en mayor o menor medida y ser así, en principio, capaz de criticar la propia prisión.

3.5.2.3. Capas de significación de «ciencia»:

3.5.2.3.1. Concreción social de una práctica (historicidad)

3.5.2.3.2 Teoría formalizable.

3.5.2.3.3. Halo de la teoría

3.5.2.3.4. Métodos.

Elementos ideológicos de cada capa: cada capa tiene elementos ideológicos, no sólo la primera o más global. Porque las capas abstraídas no existen solas.

La unidad del individuo hoy «posible». No del sistema científico.

Nota de edición.
[1] En una nota (p. 91) de su traducción de La agonía de la izquierda en Norteamérica, Sacristán hablaba de Encounter en los siguientes términos: «En países como Francia, Italia o España, la relación no sólo de Encounter, sino de toda actividad del Congreso por la Libertad de la Cultura, así como de todas sus publicaciones, con los servicios de espionaje norteamericanos era cosa sabida desde el principio, al menos para los intelectuales de izquierda y centro; es de suponer que con más razón para los de derecha». Véase sobre este tema, Frances Stonor Saunders, La CIA y la guerra fría cultural, Debate, Madrid, 2001, Traducción de Rafael Fontes.


Transcripción de la conferencia

Recordemos el nombre del transcriptor: Francisco Hernández Sánchez.

«Al mismo tiempo que agradezco la invitación hecha por ustedes, la deploro en cierto sentido puesto que tengo muy poca fe en la fórmula de la conferencia, como tampoco la tengo en la lección magistral, y esto hace que, como ocurre siempre que se tiene poca fe, tenga poca capacidad para dar conferencias. Lo único que me sale como forma de expresión es más bien lo que podríamos llamar ponencia, es decir, la exposición de algún problema o de alguna tesis para la discusión. La única justificación de la fórmula conferencia sería, en todo caso, su justificación en una facultad de (…) y como éste no es el tema, no creo que sea una fórmula para hablar de asuntos de orden científico y sociológico.

Entiendan pues, aunque un ambiente tan numeroso no es el más adecuado para esto, la intervención que voy a hacer como una ponencia, como una mera propuesta de temas en los cuales el ponente dice lo que piensa sobre ellos pero un poco provocativamente, por así decirlo, y más para que otros hablen que porque considere completado el tema. Ni mucho menos.

El tema en cuestión puede ser también un poco desagradable, en el sentido de restringirlo al título de «Actitudes ideológicas ante la ciencia». Habría que añadirle delante, para fijar más fielmente el tema, algún adjetivo que lo delimitara: «Algunas actitudes ideológicas ante la ciencia», no todas, y aquellas por las cuales voy a interesarles me preocupan a mí particularmente y no es seguro que les interesen a todos ustedes. Se trata de actitudes manifiestas, ante el tema de la ciencia, en grupos intelectuales, incluyendo entre ellos a los estudiantes, de lo que podríamos llamar corrientes progresistas, inconformistas, rebeldes o hasta socialistas y revolucionarias en casi todo el mundo.

No sé hasta qué punto este tema puede ser vivo hoy [1969] en la universidad de Valencia. De todos modos, me parece honrado y obligado cargar con el riesgo de aburrirles, en el supuesto de que el tema no tenga actualidad en Valencia, porque, si no me equivoco, es de todos modos un problema que sí que va a tener vigencia en cualquier universidad.

Donde la tiene ya, no sólo entre intelectuales, sino también entre estudiantes, es en el movimiento universitario americano, alemán, francés e italiano y también, por ejemplo, en Barcelona. Se trata de una serie de actitudes y de maneras de entender la actividad científica y su relación con la práctica, que importan mucho para todos aquellos que, teniendo intereses científicos, los tienen también, en general, de tipo social.

En la descripción que brevemente he hecho del tipo de hombres en el que se presentan estas actitudes y que hoy vamos a comentar, he usado los calificativos de rebelde, inconformista, progresista, hasta socialista, pero eso no quiere decir que esta crisis de conceptos que vamos a examinar no se produzca también en países socialistas [URSS + países de Europa del Este], del mismo modo que también en esos países se han producido en los últimos años, como ustedes saben, movimientos estudiantiles de cierta importancia.

Lo que yo ya no sé es hasta qué punto esta incipiente crisis en la idea de las relaciones entre trabajo científico, conocimiento científico y actividad práctica social, progresista y revolucionaria llega también a sectores que no sean estrictamente universitarios e intelectuales. Esto sería de mucho interés, pero, desgraciadamente, no tengo mucho conocimiento al respecto.

Tradicionalmente, el obrero de Europa occidental estaba acostumbrado a pensar que lucha política y espíritu científico iban juntos y, tradicionalmente también, por ejemplo en las tradiciones socialista, socialdemócrata y leninista, que son las más numerosas en Europa occidental, en esas tres ramas, la idea era que el pensamiento político obrero era una alianza del movimiento de la clase con la ciencia, según la célebre fórmula de un poeta amigo de Marx, de Heine; la asociación, decía Heine para describir el trabajo de Marx, del movimiento obrero con la ciencia. En cambio, en estas líneas que ahora paso a examinar lo que se observa es la pérdida de ese buen encaje clásico, tradicional en el movimiento revolucionario, entre espíritu científico o actividad científica, y práctica, práctica social, práctica humana en general.

En unos casos, se trata propiamente del olvido de la naturaleza filosófica de la ciencia, es decir, de la trascendencia filosófica de la ciencia, de la importancia que el conocimiento científico tiene para los aspectos filosóficos de la vida, para la conducta, para la estimación de los objetivos de cada individuo. Esto, a veces, va junto con un claro desprecio o una condena incluso de la civilización científica y de la técnica, y esto, repito, en grupos o en líneas de pensamiento que quieren ser revolucionarias, socialistas o anarquizantes, en cualquier caso, anticapitalistas.

Si no me equivoco, la sesión que tenían ustedes ayer aquí con Castilla del Pino, más o menos giró en tomo a este tema, es decir, en torno a la relación entre conocimiento científico y conciencia revolucionaria. Lo que hoy vamos a hacer, sin que yo supiera antes que iba a tratarlo Castilla, es preguntarnos hoy por qué algunos grupos de cierta importancia, sobre todo en intelectuales americanos y de Europa occidental, que quieren ser revolucionarios, se presenta en cambio una conciencia anticientífica o, por lo menos, falsamente científica.

Hagamos primero una descripción de esas corrientes. Por un lado, se trata de eso que les describía como desconocimiento del aspecto filosófico del conocimiento científico, de su trascendencia, con desprecio de la investigación científica. Esto, por empezar documentándolo con personajes de importancia, se puede apreciar muy bien, por ejemplo, en un teórico muy influyente en el movimiento intelectual y estudiantil de Norteamérica y de algunos países europeos, en Herbert Marcuse, del que habló también ayer bastante Castilla, y habló con más inequívoca adhesión de lo que voy a hacerlo yo.

Por ejemplo, en El hombre unidimensional, se encuentra un párrafo como el siguiente, que es, en mi opinión, una buena muestra, a un nivel cultural alto, de desconocimiento de la importancia de la ciencia, del conocimiento científico y de la actitud científica, para el pensamiento en general.

El conocimiento científico tiene un carácter íntimamente instrumental, parece haber una relación muy estrecha entre el pensamiento científico natural y su aplicación, entre el universo del discurso científico natural y el lenguaje y el comportamiento cotidiano, una relación en la cual ambos se mueven bajo la misma lógica irracionalidad del dominio.

Pensamiento científico, en la forma de método científico, está aquí caracterizado como algo íntimamente instrumental y, además, determinado por una lógica irracionalidad, que manifiestamente no está descrita como lógica irracionalidad de la búsqueda de la verdad sino como lógica irracionalidad de búsqueda del dominio.

Es evidente que el carácter instrumental o instrumentalizable y el carácter de búsqueda del dominio que tiene la ciencia moderna, e incluso en algunos aspectos la ciencia clásica, antigua, recordemos los primeros conatos de mecánica entre los griegos, son un objetivo importante de la ciencia moderna y de la ciencia en general. Lo que ya no es tan claro es, en cambio, una conceptualización unilateral de la ciencia, es decir, la reducción de toda actividad científica a carácter instrumental y a búsqueda de dominio.

Sin que vaya a hacer un recorrido histórico, la historia de la ciencia más bien enseña que reducir la ciencia a instrumentalidad y a búsqueda de dominio puede resultar a la larga, paradójicamente, incluso peligroso para la misma búsqueda de dominio. Quiero decir que una ciencia o un trabajo científico unilateralmente orientado a los aspectos tecnológicos, podría acarrear muy fácilmente, al cabo de pocos años, una esterilidad tecnológica en la misma.

Ejemplo: el desarrollo de la ciencia en el Renacimiento, donde las técnicas pudieron seguir adelante sin necesidad de innovación teórica, produciendo, por ejemplo, excelentes joyeros y excelentes pulidores de metal, pero con paralización de la técnica en lo que tiene de descubrimiento de problemas tecnológicos, es decir, en reconstrucción del mundo por así decirlo. La técnica en cuanto mera operación de detalle, pulimentación o cálculo, sí puede ir adelante sin espíritu teórico, pero, en cambio, la ciencia, incluso la misma técnica como reconstructora del ambiente humano, difícilmente puede vivir mucho tiempo sin inspiración teórica, desinteresada –«desinteresada» entre comillas–, cuando no se propone directamente la aplicación tecnológica, sino ideales que, en forma un poco clásica, se pueden llamar «búsqueda de la verdad».

En fin, no quiero extenderme en eso. El texto de Marcuse lo daba sólo como documentación de la aparición, en gentes que ideológicamente se pueden considerar revolucionarias, de una nueva relación, muy deteriorada, con la ciencia, en este caso por pérdida de vista del valor del conocimiento filosófico, de inspiradora, que puede tener la actividad cognoscitiva científica para la reducción de esta actividad a la mera tecnología.

Es muy curioso que en esto, Marcuse, que es un pensador muy espontáneo y que evidentemente dice todo lo que piensa, se contradice, digamos, agradablemente. No le achaco esta contradicción como reproche; antes al contrario, lo señalo como elogio, porque en otros libros, por ejemplo en El final de la utopía, arranca con la tesis de que la ciencia es capaz de cambiar las perspectivas de vida no sólo tecnológica sino también críticamente. En realidad, si les cito este texto no lo hago para catalogar a Marcuse como un filósofo cuya idea de la ciencia sea puramente tecnológica e instrumental, porque también se podrían aducir otros textos suyos contradictorios. Lo hago sólo para documentar, en un pensador de importancia y, sobre todo, de mucha influencia, la presencia de esa tendencia a renunciar al valor filosófico de la ciencia y, por tanto, también a su valor revolucionario, de inspirador de la conciencia.

Es muy curioso que en el mismo libro, El hombre unidimensional, Marcuse llegue a usar una expresión de un filósofo que políticamente ha estado en las antípodas de él. Heidegger, que es un filósofo de mucha importancia, políticamente ha sido siempre un hombre sumamente reaccionario. Fue rector de la Universidad bajo Hitler, en Alemania, y además convocó a los estudiantes a votar por él. Pero, con una disparidad política tan grande como la que puede haber entre él y Marcuse, que era en cambio un exiliado de Alemania, precisamente en el momento en que Heidegger llegaba al rectorado Marcuse tenía que huir, no sólo se puede encontrar una actitud paralela en el desprecio de la conciencia científica y su reducción a pura instrumentalidad, sino que Marcuse llega a citar a Heidegger en El hombre unidimensional, a citar un texto de éste en el que se dice que la conciencia científica es pura hybris que decían los griegos, soberbia, en la tradición cristiana, soberbia, sí, y en función del conocimiento científico.

De ahí se desprende, como es natural, dentro de grupos de tendencia socialista o anticapitalista en general, la vuelta a una idea de socialismo, de revolución o de progreso social en general previa al marxismo.

Esto está muy visible en un texto que he recogido también de Marcuse. En El final de la utopía, en la página 12, dice: «Hemos de concebir al menos la idea de un camino al socialismo desde la ciencia hasta la utopía, y no, como aún creyó Engels, desde la utopía hasta la ciencia». Este texto, montado sobre el desprecio o la condena de la conciencia científica, ha propuesto un socialismo premarxiano, desligado de consideraciones científicas, un socialismo, para decirlo con otras palabras, moral, hecho a golpes de voluntad, sea lo que sea lo que la ciencia enseña acerca de la sociedad o acerca de la naturaleza. Observen, para no ser injustos con un pensador de tanta importancia, que las formulaciones de todos modos cambian. Dice «hemos de concebir al menos«, no propone abiertamente que se formule la idea de un socialismo acientífico. Pero, de todos modos, hay una posibilidad que él abre.

Todo el mundo sabe que esa interpretación puramente instrumental de la ciencia se encuentra también en ideólogos mucho más brillantes. Antes de recordarlos, o de darles un ejemplo, quería hacer una observación que vale la pena intercalar.

La diferencia entre una gran pensador de tipo reaccionario como es Hiedegger (nadie ha dicho que el pensamiento reaccionario no pueda dar grandes frutos) y Marcuse, pese a la coincidencia en este anticientificismo, es de todas maneras la siguiente: Heidegger condenaría todo absolutamente de la cultura y de la conciencia científicas, desde la matemática hasta las aplicaciones tecnológicas, incluida, por ejemplo, la farmacopea; sus escritos lo dicen abiertamente. Se condenaría, por ejemplo, una investigación sobre el cáncer o el uso de las sulfamidas. Cualquier cosa que fuera intervención en lo que debería ser dominio exclusivo de los dioses, para decirlo con el mismo lenguaje de Heidegger. En cambio, en este nuevo antificientificismo que, a pesar de todo, quiere ser progresista o revolucionario, se ve un desprecio de la conciencia científica pero quedándose con toda la técnica.

Esto se aprecia muy visiblemente en ideólogos muy inferiores a Marcuse. Algunos de ustedes conocerá el libro de El retorno de los brujos. En el fondo, la propuesta de Pauwels y de todo su grupo, tanto en este libro como en su revista Planète, es vivir con una filosofía, con una concepción general del mundo de carácter irracionalista, mágico, mítico, pero aceptando la ciencia como mera tecnología. Para decirlo gráficamente: ser magos pero usando antibióticos, sin admitir las implicaciones que para las concepciones de la naturaleza tiene el que uno sintetice sulfamidas.

Repito que mi intención al asociar un hombre como él a unos ideólogos tan poco respetables como los de Planète, no es criticar a Marcuse que es un escritor muy respetable. Es sólo la intención de evidenciar también en pensadores respetables esa vena de abandono del espíritu científico, que es la tradicional alianza del movimiento obrero con la conciencia político-social.

Para acabar de hacer esta descripción a nivel digamos de ideólogos, también vale la pena decir que incluso en una corriente también de moda, pero muy en las antípodas a la de Marcuse, como es el estructuralismo francés, se pueden ver estas actitudes. Es muy curioso que se pueda encontrar en textos de ideólogos estructuralistas, por una parte, un trabajo y una aplicación exacerbada, diría incluso que supersticiosa, de criterios estrictamente científicos formales pero que son de tradición diversa, porque, aunque esa coincidencia no es manifiesta del todo (en algunos casos sí se ve), la presencia del concepto de estructura de una manera muy viva en la cultura filosófica contemporánea, e incluso en la científica, tiene seguramente dos o tres orígenes incluso: uno, filosófico-romántico; otro, de las ciencias biológicas de principios de siglo, incluyendo en ellas, en este caso, la Psicología (psicólogos como los de la Gestalt, de la forma, han sido los primeros introductores del concepto de estructura), y, por último, la lógica simbólica, en cuyas primeras manifestaciones –por ejemplo, en los primeros escritos de Carnap– hay el primer desarrollo formal de la idea de estructura.

La idea de estructura es una idea manifiestamente formal, lo cual no quiere decir que no se pueda aplicar en todas partes como es obvio. Pero, en cambio, en la literatura estructuralista es frecuente encontrar un uso, en mi opinión demasiado confiado, de términos formales, como son las técnicas de análisis estructural, junto con una escapatoria mística en algunos momentos, en momentos muy frecuentes.

Esto tenía tradición ya en el neopositivismo, donde había sido relativamente frecuente la presencia, en un mismo pensador, dentro de un mismo texto, de técnicas formales muy exacerbadas con arrebatos místicos manifiestos. Wittgenstein es un hombre cuyos últimos años, sobre todo cuando ya había hecho lo principal de su trabajo lógico-formal, los pasó con una vida espiritual no ya mística sino más bien de borrachera sentimental, viviendo solo entre la música de órgano y las novelas policíacas.

Sobre Lévi-Strauss esto habría que decirlo con más cuidado. Lévi-Strauss es un pensador y un científico muy cauto y muy prudente. En el campo filosófico siempre está vacilando. Sus libros incluso ponen a veces un poco nervioso al lector, sobre todo cuando hace filosofía en los ensayos metodológicos, por su mucha cautela, por las muchas cláusulas de limitación de lo que dice y añade. De modo que achacárselo a él quizá fuera injusto, pero en los seguidores de tipo divulgador y, sobre todo, periodístico, se aprecia una exacerbación de la confianza en aspectos formales del conocimiento científico, con una gran desconfianza en cuanto al valor filosófico de la ciencia, con el resultado, puesto que la mayoría de ellos son etnólogos, de una sobrevaloración enorme de los tipos de conciencia no científica –conciencia salvaje, primitiva–, hasta el punto de que en algunos momentos los filósofos estructuralistas parecen reproducir mitos rousseaunianos, que son mitos de finales del siglo XVIII.

Les voy a leer un texto que es de divulgación periodística y en el que se roza ya el ridículo. Es un texto de tres estructuralistas franceses, un artículo de mucho éxito reproducido por muchas revistas mundiales; por ejemplo, el Sunday Times y L’Express, quizá algunos de ustedes lo hayan leído en L’Express. Allí se habla muy justificadamente de la monstruosidad que se está cometiendo con los indios brasileños, que están siendo objeto de un genocidio monstruoso, sin que nadie parezca enterarse. Y llevados por la muy justificada indignación que les produce, estos hombres hablan de la cultura de estos indios –que prácticamente están a un nivel inferior a lo que en nuestra área occidental llamamos «neolítico»– usando expresiones del siguiente tenor, que son sutiles de recoger, como la primera que les voy a leer y comentar (aunque la segunda es categórica):

1. En el Parque Nacional Simbel, de Brasil, se concentran una docena de tribus que viven en la dulce obsesión de sus ritos de la edad de piedra.

Para este hombre, los ritos de la edad de piedra son obsesión dulce. Lo que tal vez sería triste e inhumano sería un tratado de física por lo visto.

2. Fabricando con sus manos refinados objetos.

Esos objetos pueden ser geniales, ¡por qué no! Genialidad artística la puede tener el indio del parque Simbel, igual que cualquier hombre del siglo XX europeo. Pero es muy posible que no sean más refinados que objetos que pueden fabricarse hoy en un laboratorio.

3. Pintándose el cuerpo y alimentando un fuego eterno.
Esta retórica parece indicar que se siente nostalgia de no creer que haya que alimentar eternamente el fuego, en vez de producirlo cuando se quiera usando las cerillas o el mechero.

4. Pero si esto es solamente interpretación sutil, el título del artículo es categórico: «Los indios vivían conscientes de su lugar en el universo».

Esto quiere decir que en esta glorificación estructuralista, ideológica, parece que estos hombres confunden la serenidad, relativa, de la ignorancia con lo que Marx llamaba «la bestial limitación del campesino«, la tranquilidad absoluta de la ignorancia.

Estas ideologías reaccionarias reproducen la ideología del Inquisidor de Dostoievsky. El Inquisidor es un hombre que está dispuesto a condenar a Cristo si reapareciera, porque Cristo, al inquietar a las almas, les haría perder su serenidad. Esta es la ideología que hay en el fondo, debajo de este desprecio de la conciencia científica y esta valoración de la consciencia que estos salvajes prehistóricos pueden tener.

Con esto no quiero despreciar, porque es muy respetable, un tema ideológico muy importante de los etnólogos estructuralistas. Su protesta, en mi opinión justificadísima, contra la crueldad que supone arrancar estas poblaciones de sus culturas violentamente, por vías de explotación económica, sin darles la posibilidad de vivir ellos mismos, y de encontrarse a sí mismos si eso es posible, en el cambio. Desde este punto de vista moral, los etnólogos estructuralistas tienen, en mi opinión, toda la razón.

Pero, en el siglo [XX] en que estamos, lo que más nos amenaza es la confusión mental y hay que intentar ser claros, hay que intentar decir, a la vez, que uno está a favor del indígena cruelmente arrancado de su mundo y su naturaleza y en contra de que se diga que la ignorancia es consciencia. ¿Que esto es más complicado que ser unilateralmente cientificista o anficientificista? De acuerdo. Pero me parece que el problema de nuestra sociedad y nuestra cultura ha llegado ya a tal grado de complicación que hay que empezar a no ser simplistas y aceptar, a la vez, que uno tiene que jugárselas por los indios de Brasil y también por la conciencia científica del espíritu revolucionario.

Claro que el ejemplo que he tomado de este artículo periodístico es grotesco. Pero lo grotesco sirve para subrayar de manera extrema adonde puede llegar lo que en Marcuse es sólo conjeturar, adonde puede llegar un socialismo que prescindiera de la ciencia.
Acercándonos más a la media de edad de ustedes, me parece muy importante el hecho de que esta corriente anticientificista de espíritu revolucionario empiece también a encontrarse entre estudiantes, en los movimientos estudiantiles mundiales. Por ejemplo. Una pariente mía es bioquímica en Italia, una mujer muy madura como científica. Dirige el laboratorio donde trabaja y en los primeros momentos de la vida estudiantil, los estudiantes, que le tienen mucha simpatía (ella es muy roja por lo demás, es decir, no había ninguna dificultad con ellos desde este punto de vista), le llegaron a preguntar: «¿y para qué sirve la investigación pura? ¿Por qué no dejas de hacer investigación pura y te pones a buscar algo para el asma de las lavanderas del Ticino?».

El incidente no tuvo mayor importancia práctica, pero revela un estado de ánimo: un movimiento estudiantil rebelde que empieza a creer que no tiene sentido hacer, por ejemplo, investigación básica en bioquímica.

Un dirigente estudiantil italiano, en una revista cultural importante, El Contemporáneo, en la que hay mucha tribuna abierta, donde se publican ideas de todo tipo, sostiene que la investigación pura, la investigación fundamental, es un sistema por el que los países más adelantados pueden gastar mucho dinero y así mantener lo que se suele llamar el «calor de la coyuntura». Igual que en el caso de los gastos militares se hacen gastos en investigación básica y así se evitan crisis de superproducción (para decirlo en términos económicos tradicionales). En la economía americana es evidente el derroche en gastos militares, o incluso en gastos pseudocientíficos, como compensadores del calor de la coyuntura, para ir eliminando riqueza y evitar fenómenos de tensión económica por exceso de ella, dada la posibilidad de aprovechamiento humano en general.

Entonces, este hombre, basándose en ese juicio verdadero, llega a la conclusión de que lo que tiene que hacer una cultura revolucionaria es suprimir la investigación básica, quedarse sólo con la investigación aplicada. Por ejemplo, aquí en ciencias, suprimir la física teórica y quedarse sólo con las asignaciones tecnológicas que tienen ustedes, y en la química, quedarnos con los plásticos y la farmacopea, con nada más.

Voy a citarles ahora a Michael Rossmann, un luchador universitario que, para respetarlo en serio, lleva un montón de años saliendo y entrando de la cátedra en Estados Unidos. Rossmann ha sido uno de los primeros dirigentes del movimiento por la libertad de palabra en la Universidad de Berkeley, en California. ¿Lo recuerdan?

En una nota de los años sesenta, en un artículo que se titula «Notas de la cárcel local», en el que habla de cuando él estaba en prisión, hace la comparación entre la cárcel de ese condado y la universidad de Berkeley, escribiendo –y escribe maravillosamente– así. Dice irónicamente a los estudiantes:

Establécete una personalidad distinta, pero no amenazadora (…) Elige un símbolo de excelencia en tu persona, acentúa (…) Sé apasionadamente dedicado a la búsqueda de la verdad; osa una hipótesis audazmente heterodoxa, cuya sutil fragancia pueda captar tu profesor (…) Admite graciosamente tu error evidente, muéstrate abierto a la enseñanza y capaz de aprovecharla

Entonces termina –y aquí traduzco literalmente rebajando un poco– con «podría seguir, pero ¡que se vayan a hacer puñetas!».

Este hombre está haciendo un retrato muy justo del estudiante cobista, del estudiante conformista, etc. Pero resulta que entre los títulos del estudiante conformista pone «sé apasionadamente dedicado a la búsqueda de la verdad». Claro que está dicho irónicamente, pero en la tradición revolucionaria lo que se habría hecho es un panfleto para demostrar que el estudiante cobista no tiene derecho a decir que se apasiona realmente por la verdad. Rossmann, en cambio, usa el apasionamiento por la verdad como una cosa con la que se puede hacer ironía, puesta al mismo nivel que los demás detalles del estudiante cobista.

Y mucho más terrible es otro documento americano que les traigo, traducido de una revista de los estudiantes de Berkeley que se titula La barba de Berkeley. Dice así: «No es posible reformar las universidades, hemos de entrar a saco en los campos de los Colleges, quemando libros, deshaciendo aulas y liberando a nuestros hermanos de la prisión de la Universidad.»

Es decir, no conquistando la Universidad para un pensamiento revolucionario sino destruyéndola al considerarla pura y escuetamente cristalización del espíritu reaccionario. Con estos elementos creo que basta para que vean ustedes la afirmación de que se está produciendo, también entre los jóvenes, una copresencia de espíritu anticientífico en la voluntad revolucionaria.

Sin ninguna duda, igual los ideólogos que he citado, como estos estudiantes, se quedarían muy sorprendidos, ellos que tienen una tendencia claramente mística, si se les dijera que esto es puramente positivista, que entender la ciencia como puro instrumento, sin importancia alguna para la conducta humana, es pura y llanamente positivismo. No es ni siquiera nuevo para el positivismo el que se doble el desprecio del aspecto filosófico de la ciencia con una misticidad de tipo irracional. Antes les he citado el caso de Wittgenstein, pero es que ya el padre del positivismo en el siglo XIX, Augusto Comte, al mismo tiempo que concibe la ciencia como pura tecnología, es autor de toda una religión de la humanidad en la que había sacerdotes, etc.

Esto por lo que hace a lo que llamaría el primer extremo o la primera tendencia cerrada en cuanto a su actitud ante la ciencia en corrientes que me parecen o que quieren ser especialmente revolucionarias. Esto es pues, para resumir, en lo que consiste despreciar o ignorar el valor filosófico de la ciencia, su valor moral, su valor de aspiración para la conducta, despreciando consiguientemente la conciencia científica.

Del otro extremo, nos encontramos con algo que ya técnicamente es más delicado de discutir con hombres de conciencia revolucionaria, quienes, por ello, y por el hecho de que la tradición revolucionaria es científica, entienden la ciencia, pura y simplemente, casi como ideología, podríamos decir, sin respetar la necesidad positiva de la ciencia. Es el tipo de hombre que enseguida está dispuesto a admitir que hay una física de derechas y una de izquierdas, como ocurrió efectivamente en el mal «pensamiento marxista» de los años 30 y 40.

Esto ocurre hoy [1969], no sólo en la tradición dogmática rusa, en autores como Konstantinov, por ejemplo, sino que existe también en corrientes nada rusas y, para no ser unilateral en las citas, también en Marcuse se encuentra este tendencia. Igual que se encuentra la tendencia a hablar de la ciencia como si no tuviera importancia filosófica, se encuentra la tendencia a hablar de la ciencia como si fuese filosofía pura. Por ejemplo, en El final de la utopía, se dice: «Lo que está en juego es una nueva idea de la antropología, no sólo como teoría, sino también como modo de existencia». Esto es la clásica confusión que tradicionalmente se señala como falacia naturalista, es decir, el creer que a golpes de ciencia se puede demostrar lo que uno tiene que hacer, pensar que la ciencia no ya sólo puede inspirar sino también demostrar ideales.

Esto es una arcaica falacia por la cual el dogmático cree siempre que puede demostrar matemáticamente la existencia de Dios, que Dios no existe o lo que sea. Y si cambia de fe, es capaz de demostrar ambas cosas, primero una y después la contraria.

Es la concepción de la ciencia no ya como inspiradora de valores filosóficos sino como demostrativa, ella misma, de esos valores. Esto, a pesar de ser una falacia, responde sin embargo a una profunda necesidad espiritual, la de tener la creencia propia lo más seriamente basada. Por regla general, el hombre que cae en la falacia naturalista suele ser un hombre de mucha calidad espiritual, de mucha decencia moral, incapaz de vivir dos vidas, a diferencia del sinvergüenza que se caracteriza porque puede vivir 18 o 60. Como esta falacia responde a una necesidad profundísima, se presenta constantemente, sin entrar ahora en la discusión lógica sino sólo en la discusión práctica del carácter falaz de esa transposición inmediata de la teoría a la práctica, sin mediaciones, como si la teoría ya fuera por ella misma la práctica moral. Si fuera así, sería imposible entonces que estuviéramos en desacuerdo, moralmente, sobre las grandes opciones radicales. Sería imposible que, después de tantos siglos, si la teoría fuese por sí misma conducta moral, no nos hubiésemos puesto de acuerdo moralmente. Sería imposible.

Una misma teoría, la mecánica clásica por ejemplo, ante el problema de levantar un peso puede resolverlo de muchas maneras. Por ejemplo, por tracción, con una grúa o empujando. No es verdad pues, que de la teoría mecánica clásica se desprenda deductivamente una y sólo una práctica para resolver un problema práctico. Se desprenden todas las que sean compatibles con la teoría. Es una cuestión de compatibilidad, no de deducibilidad. Si algo es deducible, es obligatorio; si algo es compatible, es sólo admisible. Lo que la mecánica clásica hace respecto del trabajo de la grúa, no es mandar deductivamente que la grúa resuelva el problema, sino dejar la potencia tecnológica del hombre de tal modo que pudiera resolverlo por grúa o por otro procedimiento.

Pues bien, pensar que una antropología nueva pueda ser no sólo teoría sino ya ella misma también modo de existencia, es la falacia contrapuesta: creerse que la ciencia misma ya resuelve el problema moral, como si no fuese sustantivo el problema moral.

Esto es muy curioso en un hombre como Marcuse (cuyo marxismo está basado, sobre todo, en el Marx joven), porque el Marx joven esto lo había visto muy claro. En la época en que él era un feuerbachiano se oponía a que Feuerbach dijera que era comunista. Decía que tenía las mismas ideas que él sobre la realidad, pero que ser comunista era cuestión de asociarse hombres, no cuestión de tener una teoría. Y esto es una idea del Marx leído por Marcuse. Por eso es extraño que en Marcuse aparezcan, al mismo tiempo que el otro exceso, la ignorancia del carácter filosófico de la ciencia, y también, en cambio, la indistinción entre ciencia y filosofía como se ve manifiestamente aquí.

La única explicación posible es que esta falacia naturalista arraiga más profundamente en un espíritu cuanto más sano y puro sea. Luego, claro está, la nota crítica tiene que frenar esa aspiración y darle su camino de solución».

La transcripción se interrumpe en este punto. No se recoge el coloquio que siguió a la intervención.


Aspectos del problema del método en ciencias sociales

En 1967, Manuel Sacristán impartió una conferencia con el título «Aspectos del problema del método en Ciencias Sociales» en la Escuela Superior de Ingenieros Industriales de Terrassa (Barcelona).

Con su autorización, la delegación de alumnos y la comisión de apuntes y publicaciones de la ESII editaron la transcripción (esquemática) de la conferencia en la sección «Economía-Problemas de método en ciencias sociales».

IA un técnico se le presentan actualmente, entre otros, dos problemas: 1º. Competencia técnica y profesional: ser un buen técnico; 2º. Responsabilidad social.

Para resolver el problema 1º precisa un buen «oficio»; para resolver el problema 2º precisa conocer una cosa que no es de su oficio: sociedad, historia.

Esta situación puede llegar a ser una problemática trágica (físicos atómicos) en un caso extremo.

En todo caso, consciente o inconscientemente, el técnico juega un papel social.

Vamos a ver a continuación cómo ambos problemas (1º y2º) están ligados.

II. Problemas del método.

La palabra «método» la podemos interpretar en diversos sentidos: a) Muy amplio (por ejemplo: método escolástico). b) No tan amplio (por ejemplo: método cámaras de plomo): en este sentido equivaldría a «procedimiento». c) «Mini-tecnología» (por ejemplo: diversos «métodos» de cizallas).

Agrupando todos estos sentidos podemos establecer una primera clasificación de los métodos: a) Métodos teóricos: para obtener conocimiento (o aplicarlos en la enseñanza). b) Métodos prácticos: para conseguir efectos materiales.

A primera vista puede parecernos que los métodos prácticos corresponden a lo que llamamos «técnica», pero vemos inmediatamente que se nos replantea el mismo problema con la palabra «técnica», ya que técnica se usa en la conversación como equivalente a método.

Dentro de los métodos teóricos caben distinguir diversos tipos: 1º. Heurísticos (del griego ευρισκειν heuriskein), que sirven para descubrir. 2º. De construcción de teorías: para elaborar teorías con loya descubierto. 3º. Didácticos: para enseñar lo descubierto (comunicar el conocimiento).

Dentro del apartado [b] cabría distinguir numerosos métodos prácticos.

Naturalmente esta no es una división a rajatabla.

Todo el mundo usa todos los métodos. Por ejemplo, un matemático: investiga (a-1); si descubre algo, teoriza (a-2); si elabora una teoría, enseña (a-3). Un físico: experimenta (a-1 y b). ¿Y el técnico? Tiene una negativa tendencia a desprenderse de a), pero también suele hacer de todo.

Desde el punto de vista filosófico, unas veces se habla de método en un sentido tal que tiene relevancia filosófica; otras no. Por ejemplo: dos personas que tengan filosofías (o religiones) diferentes (marxista y budista, por ejemplo) piensan con «métodos» diferentes (para ver el mundo, para otorgar mayor relevancia filosófica); y si ambos son ingenieros textiles usan «métodos» comunes (no hay transcendencia filosófica).

Pero todo esto, en realidad, no es muy claro sino muy humano: los métodos filosóficos a veces implican los no filosóficos. Por ejemplo: un investigador de psicofisiología (ciencia que intenta explicar la conducta por la fisiología del sistema nervioso central) precisará creer en la existencia de una relación comportamiento-fisiología. El problema será muy diferente según se trate de un escolástico (creencia en el alma y sus «potencias»), un «comportamentista», etc.

Los métodos neurofisiológicos para explicar sentimientos, pensamientos, conducta (o sea, las técnicas neurofisiológicas) implican que bajo ellos se encuentre lo filosófico ya que suponen que no hay espíritu y materia separados sino dos caras de una realidad. Esto tiene importancia filosófica si un budista, o un cristiano del siglo XIII por ejemplo, no pueden admitirlo.

Los métodos que tienen relevancia filosófica se encuentran en la base de los métodos que no la tienen, exigiéndose que el conjunto tenga coherencia.

Aunque, naturalmente, se puede ser un budista o un cristiano del siglo XIII y estudiar psicofisiología. Todo es una cuestión de conciencia personal.

III. Resumen

Método: palabra usada en muchos sentidos: tres sentidos teóricos, muchos prácticos. Hemos distinguido entre métodos que tienen importancia filosófica y métodos que no la tienen, distinción que reproduce la dicotomía del técnico que nos ha servido de introducción.

Pero, en la realidad, las cosas no son tan tajantes.

IV. Problema del método principal en ciencias sociales con implicación filosófica

Para comenzar deberemos establecer una distinción entre ciencias sociales y ciencias de la naturaleza (En nuestro caso tiene especial importancia; en el ingeniero se da la confluencia de ambas: la técnica es un eslabón entre el hombre y la naturaleza: aprovechamiento de leyes naturales para funciones sociales –existen otros eslabones: contemplación estética).

Se han producido a lo largo de la historia diversas posiciones de las que destacamos las dos extremas: I) afirmar que las ciencias sociales y las ciencias naturales son lo mismo (juntarlas); II) separarlas del todo.

Inconvenientes:

I. Pésima consecuencia: En las ciencias sociales se ha aplicado el pensamiento estático (no histórico) y mecanicista que existía para las ciencias naturales debido a que el aspecto evolutivo de la naturaleza inerte y viva es «estático» en el lapso humano.

Si las ciencias sociales y las ciencias naturales son la misma cosa, entonces la sociedad es tan inmutable como la naturaleza.

II. El prototipo de conocimiento racional es el de las ciencias naturales, en especial matemática (ciencia auxiliar) y física. Y al separar las ciencias naturales de las ciencias sociales, lo que se dice, implícitamente, es que las ciencias sociales no son «ciencia» sino «filosofía», sentimiento, mística no basada en métodos científicos (escuela de Dilthey, Rickert).

Rickert afirma que el conocimiento social se produce por empatía. Del griego: em, igual a dentro; pathos, igual a sentir; análogamente a la construcción de simpatía: sym, igual a con, pathos, igual a sentir. Dilthey emplea la palabra «vivencia» en sentido análogo.

Ambos defienden el método de introducirse por intuición. Por ejemplo: el economista historiador del siglo XVII, con los datos que pueda reunir, debe «vivir» el siglo XVII como un poeta. Pero los resultados no se pueden defender científicamente. Científicamente el proceso sería: «datos» más vías de razonamiento implican «resultados», y otro puede comprobar el proceso. Esta comprobación es lo que lo hace dignamente científico. Por ejemplo una suma: datos, reglas para sumar, etc.

Vemos, pues, que ambas posiciones extremas son rechazables. Debemos reconocer que cualquiera que sea la relación conocimiento social-conocimiento natural, solo conocemos un «método»: vía empírica: descubrimiento; vía racional: demostración. Es decir, cualquiera que sea la relación ciencias naturales-ciencias sociales, los procedimientos generales son los mismos para todo conocimiento científico. Por ejemplo, químico: con un mineral; historiador: con un documento; observación, etc.

¿Este resultado nos ha de llevar a creer que las ciencias naturales y las ciencias sociales son una misma cosa? No, porque en el conocimiento de la naturaleza importa poco «lo concreto». Por ejemplo: a un investigador de genética vegetal no le importa «la individualidad» de las plantas sino su variedad, clase; un técnico que trabaja con una máquina querrá resultados estándar. Pero las ciencias sociales buscan la «concreción» que puede llegar a ser el individuo (psiquiatría, crítica literaria o al menos una «constelación» de individuos (por ejemplo, «esta crisis española»). En las ciencias sociales se realza el valor de lo concreto, valga la redundancia, «individualizado» y no repetido. Nos referimos al concreto social.

Esta es, pues, la única diferencia importante entre las ciencias naturales y las ciencias sociales: el principio aristotélico «no hay ciencia de las cosas particulares» (de particularibus). Es decir, [la creencia] «ciencia igual a teoría axiomática» (física teórica, por ejemplo), que implica la separación ciencias naturales-ciencias sociales, es puro anacronismo.

V. Principios del planteamiento del problema.

No hay más método de conocimiento que el proceso indicado: observación-análisis-teoría. No se acepta la empatía, la intuición. En las ciencias sociales debe utilizarse este método para penetrar en lo concreto sin perder lo individual (contra lo que pasaba en las ciencias naturales).

De ello se desprenden dos consecuencias: a) hay que localizar las operaciones que nos ligan los datos (por ejemplo: los conocimientos generales de economía para estudiar las crisis) y más tarde los diversos datos unos con otros (por ejemplo: para particularizar esta determinada crisis), y b) se impone, pues, un método dialéctico para comprender una determinada concreción. En este caso es aún más necesario que en las ciencias naturales.

Todo esto se debe realizar con objetos históricos (cambiantes e irrepetibles). Es precisamente su historicidad lo que fuerza a comprender «concretamente».

Por último una observación: no se puede tratar un tema «redondamente». Mientras las ciencias naturales solo tienen «un contacto» con la humanidad porque la naturaleza se presenta inmutable, las ciencias sociales presentan dos debido a que su realidad es cambiante: es posible el «feedback». Por ejemplo: actuación de los economistas ante la crisis.

Coloquio

¿Qué significa axioma?

En su origen axioma significaba proposición evidente. Hoy en día se ha abandonado esta idea y axioma quiere decir proposición que se acepta sin demostración para servir de base de una teoría, y se acepta sin demostración no por ser evidente sino por ser deductivamente rica. Hay que axiomatizar cuando hay recogidos ya tantos datos que se precisa elaborar una teoría.

¿Un axioma es científico?

Esta es una cuestión con poco sentido. Lo científico no debe ser un axioma (o un teorema) sino una teoría. Aceptamos una teoría porque va bien para trabajar y porque explica datos.

Contrariamente a la posición antigua en que por horror al practicismo se consideraba que la base científica de una teoría debía ser el axioma evidente.

Se le pregunta por el proceso de creación de nuevas teorías.

El problema se nos ha desplazado a cómo encontrar los buenos axiomas. Estos habitualmente se consiguen de golpe. Por ejemplo, Kekulé*, yendo de paseo y sin pensar en ello, intuyó repentinamente la estructura del benceno. O el Pithecanthropus erectus reconstruido por [Eugène] Dubois en Java en 1900. Tres noches consecutivas soñó que resolvía la reconstrucción. La mañana siguiente a la tercera noche descubrió unas notas que había tomado durante sus sueños, era la reconstrucción correcta.

Pero estos casos no se consiguen por intuición gratuita, sino que se trata de personas que conocen profundamente el tema.

Hoy la psicofisiología aún no sabe lo suficiente, pero se llegará a descubrir el porqué de estos funcionamientos inconscientes (Si el problema se reduce a relacionar diversos flujos de neuronas, ¿por qué solo se podría conseguir esta relación voluntariamente?).

Podemos considerar estas hipótesis como perfectamente científicas, ya que posteriormente se pueden comprobar estas intuiciones.

[(*) Una nota del autor: Kekulé es un curioso positivista que no pierde la imaginación]

Se le pregunta por las vivencias subjetivas y su conexión con la realidad.

Para la física, el «verde» es una longitud de onda, pero, por ejemplo, a mí el «verde» me pone de buen humor (actúa como sedante). Existe una diferencia fundamental: «el verde es una longitud de onda» es una afirmación científica; la segunda afirmación, sobre las »cualidades» del verde (en el sentido en que emplearía esta palabra un pintor), es una «vivencia». Si se pretende hacer ciencia se debe prescindir de vivencias personales.

¿Se pierde con eso? Seguro. Si nos quedamos con la vivencia, el resultado es peor aún: solo el artista, y a su manera, recupera la vivencia. Habrá otras ciencias que se aproximen más a la realidad (la psicología de la percepción, por ejemplo, más que la óptica), pero siempre quedará algo individual fuera. Se trata de una aproximación asintótica: óptica, psicología de la percepción, crítica artística.

Un caso similar es la labor del crítico literario. Debe ser un científico, hasta llegar a situar completamente al autor; a partir de ahí, un artista. El resultado será tanto mejor cuanto más allá haya llegado en la localización científica. Se nos plantea, pues, el problema de la investigación interdisciplinaria –historia, biología, medicina, lingüística, gramática, historia política, historia literaria– y, además, artística.

Sobre la evolución de la sociedad y el pensamiento social generado.

Aunque en ocasiones se considere independientemente la evolución de la sociedad y la del pensamiento social no lo son en modo alguno: ni la historia del pensamiento filosófico ni la historia de la ciencia se pueden aislar de la historia de la sociedad. Por ejemplo, es cierto que Galileo había leído a los pitagóricos pero también «se ensució las manos».

Esto es especialmente cierto en las ciencias sociales. Por ejemplo, Tomás de Aquino, aristotélico cristiano del siglo XIII, repite con Aristóteles que siempre será necesario que haya esclavos. ¿Es ello debido a que el científico social ha «heredado»? No, la verdad es que él, en su mundo, sigue teniendo esclavos y este presupuesto es necesario para recibir la «herencia».

La realidad social, que presenta una evolución irregular, es base del pensamiento social. La conclusión es inmediata.


Nota de conjunto para A.R.H.

El 15 de enero de 1973, Sacristán escribió «Nota de conjunto para A.R.H.», probable respuesta a la inquietud de algún compañero o colectivo, en la que se recogen algunas de sus ideas centrales sobre qué es esa cosa llamada ciencia, sobre las relaciones entre ciencia, ideología y clases sociales, y asuntos complementarios de sociología de la ciencia. No hemos podido averiguar la persona, la organización o el colectivo al que refieren las siglas A.R.H.

Nueve hipótesis:

1ª. La ciencia en concreto –el fenómeno global de una determinada práctica, que es lo que realmente existe– es parcialmente básica (es una fuerza productiva) y parcialmente sobrestructural (es un campo en el que «se dirimen las luchas de clase»)[1].

2ª. En ambos campos la ciencia está determinada por la base de la formación en su conjunto. Entiendo por determinación fundamentación real, o sea, posibilitación: una base hace posible, no inevitable, la actuación de una fuerza productiva o el desarrollo de un contenido sobrestructural (político o ideológico). Lo activo no son las estructuras, sino los individuos (hoy divididos-agrupados en clases).

3ª. Por tanto, la génesis de la ciencia como realidad concreta es histórica. En este sentido es correcto usar las expresiones usadas incorrectamente por el estalinismo-zdanovismo[2]: «ciencia esclavista», «ciencia feudal», «ciencia capitalista», etc. Es preferible usar el adjetivo que indica el sistema social que el adjetivo que indica la clase dominante (mejor ‘ciencia capitalista’ que ‘ciencia burguesa’, p. e.). Porque, en mi opinión, así se alude mejor a la base posibilitadora de una determinada ciencia.

4ª. La experiencia histórica muestra que hay que distinguir de la cuestión de la génesis la cuestión de la validez: porque productos o elementos de la ciencia esclavista, por ejemplo, siguen valiendo hoy.

5ª. Pero la distinción génesis/validez o vigencia no afecta a la globalidad concreta del fenómeno ciencia, sino solo a partes o elementos suyos.

6ª. Eso determina la génesis de la idea de ciencia pura, extrapolación, con tendencia formalista, de la experiencia de los contenidos válidos más allá de la formación social en que tuvieron su génesis, o sea, extrapolación, en suma, de la idea de validez. Se puede decir que esta idea de validez y la de ciencia pura, tienen su origen en la clase dominante helénica de los siglos VI-IV, que construyó la noción de demostración en sentido estricto, de prueba universalmente válida[3].

7ª. Es de suponer una componente ideológica en la ciencia concreta –en el fenómeno global de cada momento histórico–, sin perjuicio de la posible validez de algunos de sus componentes para momentos y hasta formaciones e incluso sistemas sociales ulteriores o, en general, diferentes.

8ª. Numerosos elementos válidos son incorporables a ideologías contemporáneas diferentes, o incluso antagónicas (ejemplo de cajón: la evolución biológica). Esos elementos, pues, realizan implícitamente el ideal de «verdad objetiva» (que es históricamente relativo), pero precisamente a través de ideologías, no al margen de ellas, como creen los formalistas. El concepto de verdad objetiva es históricamente relativo[4].

9ª. La afirmación de que la objetividad o validez universal o neutralidad de elementos científicos –y más de la ciencia– es un dato, y no una simple idea reguladora, es ideológica y apologética. Hay una posibilidad de que no sea directamente apologética: que se afirme solo formalmente, de la ciencia no concretamente, tal como existe, sino como construcción en sí, sin valor real, como juego (ajedrez).

Pero entonces será ideológica y secundariamente apologética la afirmación de que la ciencia «es» o «no es más que» esa formalidad cerrada de la naturaleza de los juegos.

Notas de edición

[1] Nunca abusó el autor de la metáfora arquitectónica marxiana ni consideró aislados y sin retroalimentación sus componentes. En su presentación de los escritos de Marx y Engels recogidos y traducidos por él mismo en Revolución en España (Sacristán, 1983: 19-20), señalaba: «Marx se mueve en efecto inicialmente en cada análisis en un terreno sobreestructural, generalmente el político,y no lo abandona hasta tropezar, como sin buscarla, con la intervención ya palmaria de las “condiciones naturales” sociales. El método puesto en obra por Marx en estos artículos podría, pues, cifrarse en la siguiente regla: proceder en la explicación de un fenómeno político de tal modo que el análisis agote todas las instancias sobreestructurales antes de apelar a las instancias económico-sociales fundamentales. Así se evita que estas se conviertan en Dei ex machina desprovistos de adecuada función heurística. Esa regla supone un principio epistemológico que podría formularse así: el orden del análisis en la investigación es inverso del orden de fundamentación real admitido por el método.»

[2] En «Filosofía. La filosofía desde la Guerra hasta 1958», Papeles de filosofía, pp. 173-174), señalaba: «En los primeros años del período aquí estudiado, esa “intensa tentación” arrastró en gran medida a los filósofos soviéticos, que sostuvieron rígidamente generalizaciones precipitadas de las ciencias, recusando como idealistas cualesquiera otras interpretaciones del cuadro científico contemporáneo. La intervención de Zdanov en el año 1947 en la discusión de problemas suscitados por la historia de la filosofía agudizó dificultades del pensamiento filosófico soviético, poniéndolo ante el peligro de un anquilosamiento grave. Blojinzev, uno de los físicos teóricos soviéticos más destacados, ha descrito más tarde aquella situación del modo siguiente. “El progreso habría sido mucho más rápido si no hubiéramos tropezado durante largos años con cosas elementales. Con que tal o cual hecho o tal o cual teoría pudieran estar ligados al idealismo o al positivismo, o interpretados según el espíritu de esas filosofías, bastaba para que se rechazara completamente el contenido de aquel hecho o de aquella teoría. En suma, las cosas eran más o menos así: teníamos en la olla una buena sopa materialista, y entonces llegaba alguno y declaraba. ¡Cuidado, que le ha caído un escarabajo idealista!” Y en seguida se volcaba la olla; hecho lo cual, resultaba muy difícil saber qué clase de sopa era aquella y si verdaderamente le había caído un escarabajo…». Especialmente los filósofos marxistas franceses (no los teóricos de la ciencia, como Joliot-Curie o P. Langevin) siguieron a los rusos por ese camino (H. Lefebvre, extremadamente dogmático en su hegelianismo, luego, en cambio, «revisionista»; R. Garaudy), mientras que los italianos (tradición histórico-crítica de A Gramsci ), los ingleses (estudios epistemológicos y de teoría e historia de la ciencia de B. Farrington, J. Needham, J. Bernal, M. Cornforth, J.B.S. Haldane), los polacos (A Schaff), los húngaros (G. Lukács) o los chinos (renovación de la filosofía política marxista por Mao Tse-tung) se movían en terrenos de más amplia perspectiva…»

Por otra parte, en «Sobre el realismo en arte», Sobre Marx y marxismo, pp. 1983: 58-59, comentaba Sacristán: «La situación actual del problema de la estética y la poética está aún muy lejos de esa futura claridad desideologizada. Por una parte, los estetistas pretenden frecuentemente deducir de modo unívoco poéticas a partir de la estética o teoría del arte. Este es propiamente el caso de las filosofías del arte de Zdhanov o de Lukács. Se parte de que el arte es un reflejo sobreestructural de la realidad humana y se pretende deducir de ello una poética, con orillas o sin orillas, es decir, uno o cien modos estilísticos privilegiados de producir ese reflejo que previamente se ha declarado consubstancial a todo arte. Como queda dicho, eso es metodológicamente incorrecto.»

Igualmente, en un informe de 1963 para la dirección del PSUC, «Sobre los problemas de las organizaciones de intelectuales, especialmente la de Barcelona (1963)», mientras tanto 63, pp. 66-68, observaba:

«El problema de la superación del estancamiento de la cultura superior socialista durante los últimos 30 años. Los principales de estos problemas son: a) La necesaria reconstrucción marxista de las ramas de la ciencia largo tiempo ignoradas por la cultura socialista por culpa del zdhanovismo. b) La necesaria reconstrucción del pensamiento comunista sobre las relaciones entre la base y la sobreestructura, tema gravemente deteriorado por el zdhanovismo y aún hoy en día en la URSS, como prueban las simplistas posiciones oficiales del PCUS tal como han sido expresadas por los camaradas Jruschov e llichev a propósito del arte y la literatura. c) La revitalización del pensamiento marxista general, o sea, de la filosofía marxista, cuyas formulaciones soviéticas (al menos las que nos llegan) siguen siendo hoy repeticiones relativamente esquemáticas y empobrecidas de Materialismo y empiriocriticismo, en un mundo científico considerablemente cambiado. También estos problemas pueden caracterizarse en parte como problemas dimanantes del crecimiento del movimiento comunista mundial, y ello tanto por el crecimiento cuantitativo y geográfico, que plantea los problemas de alcance estratégico y de teoría política –como los de la coexistencia pacífica y la concepción de la dictadura del proletariado–, cuanto por el desarrollo cualitativo del socialismo en la URSS y en las democracias populares. Es, en efecto, claro, que una cultura superior poco desarrollada, empobrecida y a veces hasta paralizada por el zdhanovismo no suponía un freno para el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad socialista cuando estas eran elementales y tenían que concentrarse sobre decisiones económico-sociales muy simples y básicas como “electrificación”, “prioridad de la industria pesada” (sin necesidad de afinar mucho cuantitativamente los efectos intersectoriales de esa prioridad), o “alfabetización del pueblo” y “enseñanza primaria para todos”. Pero hoy en día, con la gran victoria del socialismo que supone el haber superado esa fase de las decisiones simples y elementales, es también claro que esa cultura superior científica y técnica reducida a los esquematismos de los manuales soviéticos que nos llegan, es un freno para el desarrollo de las fuerzas productivas del socialismo en la URSS y las democracias populares y un freno para la capacidad de penetración del marxismo-leninismo en los países capitalistas. (El intelectual comunista es de verdad intelectual y de verdad un comunista cuando reconoce la gravedad de estos problemas y está al mismo tiempo orgulloso de quienes han hecho posible queesos problemas llegaran a plantearse. No es un verdadero intelectual si oculta esos problemas. No es un verdadero comunista si no se sabe continuador del movimiento unido que los ha suscitado y no los ha resuelto todavía).»

Años después, el 18/10/1967, en carta dirigida a la dirección del PSUC firmada como «Ricardo», uno de sus nombres de clandestinidad, señalaba:

«Creo que a la falta de habilidad mía [para explicar las cosas] hay que sumar, en este asunto, una considerable lejanía vuestra respecto de la evolución de la cultura en Europa y en España. Y también, probablemente, el hecho de que no distinguís de modo adecuado entre los graduados de la URSS. Numerosísimos grados universitarios de a URSS responden aún a las necesidades de la alfabetización en sentido amplio y no científico. Son, por ejemplo (yo he conocido a varios), supuestos “economistas” que no saben una palabra de matemáticas, o “filósofos” que no saben más que un manual de memoria, etc. […] Pero lo más importante es que vosotros mismos tengáis una idea del ambiente cultural de aquí y de las necesidades de la propaganda en este ambiente, Y tanto la nota de Núria Pla [Teresa Pàmies] contra Costa [Josep Fontana] cuanto la decisión de no publicar la nota sobre Guevara [escrita por él] y la insistencia en traducir artículos de ruso muy escasamente interesantes me parecen síntomas de escasa sensibilidad para con una buena propaganda cultural. La nota contra Costa se basa en la negación del concepto de objetividad científica, como si el difunto Zdanov tuviera aún la sartén por el mango y todos siguiéramos creyendo que participar de la cultura es la negación de objetividad. Hace mucho tiempo que en este ambiente cultural hemos dejado de creer ese dogma que liquidó para decenios la ciencia social soviética».

Sobre la valoración de la URSS en aquellos años, señalaba Juan-Ramón Capella en su biografía política, p. 101:

«La coincidencia de la debilidad obrera con la tendencia al vanguardismo de los jóvenes y con el distante empantanamiento de la URSS de Breznev -que combinaba dirigismo burocrático con encadenamiento a la carrera armanmentística y apatía de la gente- dibujaban un cuadro seriamente preocupante. Manolo no se hacía ya ilusión alguna acerca de la URSS sino más bien todo lo contrario: “Es como un mastodonte con los pies de barro. No puede dar un paso sin venirse abajo”, comentaba en 1967. Ni tampoco acerca de los métodos de represión “suavizados” del postestalinismo».

[3] De la carpeta «Apuntes en la corrección de K I, 1979)» (BFEEUB), la siguiente anotación de Sacristán sobre la relación entre ciencia, conocimiento y clase social ascendente: «Mismo lugar, MEW [Marx Engels Werke] 21 [prólogo a la 2ª edición], “uneigennützige Forschung” [investigación desinteresada], posible incluso en economía política con que la lucha de clases esté solo en latencia. La posición de Marx parece ser esta (en este lugar): la ciencia es metaparadigmática en el sentido de proyecto de investigación desinteresada. Y es posible practicarla a toda clase que disponga de los medios materiales e intelectuales para ello (ocio [riqueza] y educación) y no esté amenazada por otra clase ascendente. Con eso está dicho que no toda actividad científica representa una clase. Ni siquiera toda actividad crítica: “Soweit diese Kritik [de la bürgerliche economía] überhaupt eine Klasse vertritt (…) [En la medida en que esta crítica [de la economía burguesa] no representa en absoluto una clase]” (MEW 23, 22). Notable que Marx escriba, con comillas, ‘bürgerliche’ Ökonomie. Eso apunta a mi análisis de los sentidos de ‘ciencia de la clase X.»

[4] En Lógica elemental, p. 15, observaba Sacristán: «¿A qué se debe esa utilidad del punto de vista lingüístico en lógica? Ante todo, a que para discutir la verdad o falsedad de un pensamiento, es necesario que ese pensamiento sea preciso y accesible sin vaguedades a todas las personas que quieran analizarlo. Si alguien afirma que tiene opiniones verdaderas pero inefables -esto es, no susceptibles de expresión lingüística-, entonces, por muy verdad que sea lo que dice, esas supuestas opiniones suyas quedan fuera del ámbito del conocimiento, de la ciencia, pues no son criticables, confirmables ni refutables por nadie». Desde el punto de vista científico no existían tales opiniones, ni tenía, por tanto, sentido preguntarse si eran verdaderas o falsas. («La psiquiatría podía, naturalmente, interesarse por la manía de grandeza que se trasluce muchas veces en declaraciones sobre supuestos saberes inefables»). La verdad en cuanto conocimiento no era, en efecto, «una casual coincidencia aislada e inexplicable con los hechos, sino el fruto de un intencionado esfuerzo de aproximación a la realidad por procedimientos que debe ser posible describir y someter a crítica».


Algunos problemas sociales de la historia de la ciencia

Para la elaboración de la nota anterior, Sacristán trabajó, según su propia indicación, con algunos apartados (no hay orden completo) de dos conferencias suyas impartidas en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Zaragoza (1967) y de la Universidad de Valencia (1969). La segunda se ha incluido en entregas anteriores.

A) Del esquema de la conferencia «Algunos problemas sociales de la historia de la ciencia», Zaragoza, 16/03/1967.

I. Observación previa:

a) Episteme (teoría rigurosa, acrítica, poco empírica y sin relación intensa con técnica) ≠ scientia (ausencia de teoría rigurosa, poco empírica, o vagamente empírica, relación íntima, pero imprecisa con la técnica (artesanía)) ≠ science XVIII ≠ Wissenschaft romántica ≠ ciencia de hoy.

b) Pero no absoluta heterogeneidad, sino algo en común. Ejs: aritmética, geometría, algunos elementos de mecánica, etc.

c) Rasgos peculiares hoy: teoría en sentido fuerte, crítica, empírica, íntimamente relacionada con la técnica.

III. Problemas sociales de la relación ciencia-técnica.

1. La relación ciencia → técnica parece la más obvia: paso de una instancia teórica a una instancia práctica. Hasta frecuentemente se define por ella la ciencia moderna.

2. Pero, si tan obvia es, habrá que explicar por qué esa relación no se ha dado consecuentemente en la Antigüedad (En la Edad Media no era posible, a causa del eclipse del concepto riguroso de teoría física), ni siquiera para los campos que eran ciencia en sentido «moderno».

2.1. Suele darse a eso una explicación sociológicamente plausible: que el sistema esclavista antiguo, con su consecuencia ideológica, el desprecio del trabajo, no facilitaba la vinculación de la ciencia teórica o pura a la técnica.

2.2. Pero esa explicación deja un problema abierto: ¿cómo permitió entonces el sistema social la formación de los correspondientes conceptos teóricos que quedaron sin aplicar, pero eran «aplicables» (cálculos de exhaución, mecánica arquimédica)?

2.2.1. Y aún fueron aplicados pintorescamente (sin productividad social).

3. Explicación propuesta: la práctica interna de la ciencia.

3.1. No puramente interna, porque requiere hombres [clase] socialmente posibilitados para realizarla (otium libertad antigua).

3.2. Pero posibilitada por la naturaleza de objeto que toma el artefacto intelectual.

3.3. Esa es la base de la dialecticidad propia de los productos sobreestructurales culturales.

3.4. Lo cual, dicho sea de paso, plantea el problema positividad-alienación, cruz del utopismo histórico-cultural.

4. La relación técnica → ciencia, menos obvia, tiene, sin embargo, importante documentación: el Aristóteles biólogo y los escultores; Galileo y los artesanos y obreros portuarios y de la construcción, los enciclopedistas y los talleres.

5. Lo nuevo en el siglo XIX-XX es el nacimiento de un pensamiento científico técnico-teórico, tecnológico. Posibilitado materialmente por la base social, formalmente por el carácter crítico de la teoría moderna (o sea, por la eliminación de la dignidad epistemológica del concepto de axioma, la concepción de la teoría como simple artefacto y el criterio de la práctica incluso en su limitada versión burguesa de práctica solo experimental).

6. La base social del pensamiento tecnológico, de la tecnología, posibilita también otras novedades culturales.

IV. Problemas sociales de la relación entre la ciencia y las ideas generales (ideología).

1. Aquí también es posible hacerse las cosas más cómodas distinguiendo entre ideas generales → ciencia y ciencia → ideas generales.

2. La relación ideas generales (ideología) →ciencia.

2.1. Importancia de las investigaciones acerca de las «bases metafísicas» de la ciencia.

2.2. El ambiente ideológico está sin duda entre las condiciones de la posibilidad de conceptos científicos. Este es todo un campo de investigación.

2.3. Pero aquí la situación no es como en el caso de la técnica y el marco económico-social, pues las ideas generales son de la misma naturaleza que la ciencia: pensamiento. ¿De dónde obtienen, pues, su «fundamentalidad» respecto de la ciencia?

2.4. Respuestas

2.4.1. Negativamente: de restos pre-científicos de los contenidos de consciencia (magia, supersticiones, sistematismo especulativo filosófico).

2.4.2. Neutralmente: de la «ciencia fósil» (sentido común).

2.4.3. Positivamente: de la especulación y la problemática urgida por el marco histórico-social. Y de este en última instancia.

2.4.4. Ilustración con el ejemplo de la automatización.

2.5. Otro aspecto de esa problemática: los añadidos ideológicos de los mismos científicos. Schrödinger como ejemplo.

[En nota al pie de página de «Tres notes sobre la alianza impía (1961)» (Sacristán, 2009: 23, n. 11), apuntaba el autor:

«Esto [la pregunta: “¿cómo puede continuar haciendo ciencia del sol, si el científico burgués está dispuesto a admitir que este astro fue parado por Josué e incluso, si es necesario, a admitir que tal vez sea un dios?”] no es una figura retórica tan exagerada como podía parecer. Un físico de la altura de Schrödinger sostiene en su libro sobre la vida (¿Qué es la vida?) que la plena comprensión de esta se encuentra en los textos místicos occidentales o brahmánicos o del budismo tántrico recogidos por Aldous Huxley en ese admirable muestrario de todas las miserias de la historia que es su Perennial Philosophy [La filosofía perenne]».

En «Corrientes principales del pensamiento filosófico» (Sacristán, 1984: 389), señalaba el autor complementariamente:

«Esa idea de “unión y armonía” sentida en Occidente como integración de la persona, ha movido a algunos autores de formación europea o norteamericana a asimilar temas, modos de pensar y hasta técnicas educativas de la tradición oriental. Así ha hecho, por ejemplo, Lanza del Vasto, mitad filósofo, mitad profeta, con algunas corrientes actitudes de la tradición ortodoxa hindú (Samskara), y Erich Fromm y otros con el budismo zen. Aldous Huxley difundió puntos de muchas doctrinas orientales, especialmente del budismo mahayánico, en una antología muy leída y varias veces editada (La filosofía perenne)Y hasta algún gran científico de inclinación filosófica, como E. Schrödinger, ha rendido tributo a esa moda orientalizante»].

3. La relación ciencia → ideas generales (ideología).

3.1. Lo más característico es hoy la lamentación de muchos filósofos reaccionarios o progresistas contra el «cientificismo».

3.2. Esas lamentaciones suelen decir dos cosas:

3.2.1. Que la ciencia «cosifica».

3.2.1.1. Crítica: distinción entre positividad y extrañación en el mismo lenguaje de Hegel. Aspectos críticos de la positividad científica.

3.2.2. Que la ciencia rebasa ideológicamente sus límites.

3.2.2.1. Efectivamente, el espíritu científico no debe cometer la falacia naturalista. Ejemplo Einstein.

[Probable referencia del autor: «Si alguien aprueba, por ejemplo, como objetivo, la erradicación del género humano de la Tierra, nadie puede refutar tal punto de vista sobre bases racionales» (A. Einstein, Mis ideas y opiniones, op. cit., 27)].

3.2.2.2. Pero no es falacia naturalista negar que haya otras fuentes de fundamentación que no sean subsumibles bajo el par experiencia-razonamiento.

3.2.2.2.1. Intuición e intuicionismo.

3.3. Así parece que hay que entender las relaciones ciencia → ideas generales en el pasado y hoy:

3.3.1. Evitando la falacia naturalista (que en filosofía de la ciencia es fatalismo tecnológico).

3.3.2. Y la supuesta irrelevancia filosófica del hacer científico en beneficio de otras instancias siempre basadas en la falacia intuicionista.


Galileo Galilei

El 12 de enero de 1977, Sacristán escribió una nota sobre Galileo para estudiantes preuniversitarios a propósito de la película de Liliana Cavani del mismo título de 1969. Con la siguiente observación: «Ficha para la proyección del Galileo de Cavani a estudiantes de BUP. Pedida por Juliana [Joaniquet]».

No es nuevo que un científico destacado sea objeto de una película, pero tampoco es cosa frecuente. Tiene que tratarse de personajes que, además de impresionar a la inteligencia por la importancia de sus trabajos, muevan la imaginación y el sentimiento por las consecuencias de sus aportaciones o por las circunstancias de su vida, o por ambas cosas a la vez. Curie o Robert Koch son ejemplos característicos. Marie Curie por ser una de las pocas mujeres que han podido destacar como grandes científicos en una sociedad dominada por los hombres. Koch por la impresión que produjo su aportación a la lucha contra una de las plagas más temidas en su época: la tuberculosis.

A medida que el trabajo científico se va haciendo más colectivo, por su riqueza de aspectos y su complicación, van cambiando los criterios que dan interés literario, dramático o cinematográfico a una aventura científica. Pero en la época de Galileo, la época en la que precisamente empezó a florecer el individualismo en todos los terrenos -desde la economía hasta el arte, la religión y la ciencia-, los dos puntos de vista de la importancia de la aportación personal y del dramatismo de la biografía alcanzaban una vigencia que no habían tenido nunca hasta entonces en la historia. No conocemos los nombres de casi ningún constructor de las catedrales e iglesias medievales, ni los nombres de los que construyeron el admirable sistema de la geometría griega que hemos recibido bajo los símbolos, más que nombres, «Pitágoras» y «Euclides». En cambio, conocemos la biografía del menos afortunado de los discípulos de Galileo, de Newton o de Einstein.

Galileo es inolvidable desde los dos puntos de vista indicados.

Galileo ha aportado logros de mucha consideración en varios campos del conocimiento de la naturaleza. Ha promovido con un éxito desconocido hasta entonces la penetración de la matemática en la investigación de la naturaleza, la matematización de la cosmología. En la mecánica ha formulado (1604) la ley de la caída libre de los graves esencialmente tal como la conocemos hoy. Con la idea de gravedad Galileo desarraigaba dos ilusiones casi míticas de la concepción del mundo antigua y medieval: que haya un lugar natural para cada cuerpo (al que el cuerpo tiende a volver, y por eso cae) y que, consiguientemente, haya un movimiento natural (aquel por el cual cada cuerpo se mueve hacia su místico ‘lugar natural’) y un movimiento violento (aquel por el cual se le fuerza a alejarse de dicho lugar). Ya desde 1591 (lo más tarde) afirmaba Galileo la posibilidad del vacío, precisamente para poder justificar sus ideas sobre la gravedad; y también con esta tesis se oponía a otra creencia mítica aún dominante en su tiempo: la creencia en que «la naturaleza siente horror del vacío», por lo que este es imposible. La idea de inercia, fundamento de la dinámica moderna, es otra de las aportaciones de Galileo.

En astronomía, Galileo, que desde 1594 era copernicano (es decir, estaba convencido de que es la Tierra la que se mueve alrededor del Sol, y no al revés, contra la creencia profesada por las autoridades eclesiásticas de la época), consigue observar en 1604 una estrella de las llamadas «nuevas» (novae), lo que le confirma contra el prejuicio antiguo de la inmutabilidad del cielo de las estrellas. En 1609 Galileo construye la lente de aproximación o anteojo astronómico de cuyo comercio en Holanda y en Venecia ha tenido noticia. En este, como en muchos otros puntos de la obra de Galileo, se manifiesta la importancia que tuvo para el nacimiento de la ciencia moderna la aparición de una vida económica y una cultura mercantiles, en las que una incipiente acumulación de capitales en dinero permitía potenciar las industrias artesanales. Los sabios de dos siglos antes no habrían podido contar con un arte como el de los ópticos holandeses o el de los vidrieros venecianos (uno y otro imprescindibles para la obra de Galileo), pero, sobre todo, no habrían imaginado que la actividad industrial tuviera algo que ver con la ciencia pura, y hasta se habrían sentido humillados si alguien lo hubiera sugerido. Galileo, que vive en los comienzos de la cultura burguesa, siente ya que las artes industriales están íntimamente relacionadas con la investigación de la naturaleza, se interesa por ellas y hasta se ejercita en ellas, como lo muestra, por ejemplo, su construcción del anteojo.

Con él consigue Galileo descubrimientos que socavan irreparablemente la astronomía medieval: descubre que la Luna tiene montañas; que la Tierra difunde luz como cualquier planeta (corroboración de la astronomía copernicana); que hay muchas más estrellas que las catalogadas hasta entonces: que los cometas son astros, no meteoros (y, por lo tanto, que el viejo cielo inmóvil está bastante animado); que Júpiter tiene satélites (lo que elimina lo que parecía ser una anomalía del sistema copernicano, a saber, el hecho de que la Luna gire alrededor de la Tierra, y no alrededor del Sol); que Venus tiene fases; que desde la Tierra se ve siempre la misma cara de la Luna.

Desde el punto de vista filosófico, para la concepción general del cosmos, el descubrimiento más sensacional de Galileo fue que el Sol presenta manchas variables (1610, 1612). Esto era la puntilla para la idea del Empíreo inmutable. Así lo vio Galileo:

Creo que estas novedades serán el funeral, o más bien el final y el juicio último, de la falsa filosofía; han aparecido ya signos en la Luna y el Sol. Y espero oír sobre este punto grandes cosas (…) para mantener la inmutabilidad de los Cielos; no sé ya cómo podrá salvarla y mantenerla.

Ya esa lista de descubrimientos -que es solo parcial- bastaría para explicar la celebridad de Galileo, y el que su memoria pueda disputar metros de cinta cinematográfica a otros temas. Pero la importancia de Galileo no se aprecia del todo si no se contemplan dos puntos más.

Uno es su fecunda aportación a la constitución de la idea moderna de ciencia, la condición que tiene la obra de Galileo de ser paradigma de la ciencia moderna. Esta se caracteriza por unos rasgos aparentemente contradictorios, en realidad muy unidos: es empírica y experimental, pero, al mismo tiempo, muy teórica, incluso idealizadora y matematizadora. Por otro lado, su tendencia idealizadora no le impide ser una energía práctica, principalmente industrial: una fuerza productiva. Una teoría de la moderna ciencia de la naturaleza es un artificio intelectual abstracto, ideal, matematizado en muchos casos, que no refleja la naturaleza ni tiene, muchas veces, el menor parecido con ella; pero con esa teoría es posible (mientras que era imposible con la ciencia medieval) hacer experimentos exactos, prever hechos delicados y complicados, fabricar máquinas y, con ellas, productos, etc. Todo eso está presente en la práctica científica de Galileo, visitador asiduo de talleres artesanos y convencido, al mismo tiempo, de que «el libro de la naturaleza está escrito con caracteres matemáticos.»

La otra razón por la cual Galileo Galilei es inolvidable es que encarna dramáticamente la noción de verdad característica de la ciencia en sentido moderno: verdad objetiva, independiente de consideraciones subjetivas, que puede, por lo tanto, entrar en conflicto con el poder social, pero que, por otra parte, no necesita de adhesión moral.

Galileo no ha tenido ningún deseo de ser rebelde. Más bien -como piensa Bertolt Brecht en el drama que le ha dedicado- ha pecado de acomodaticio, al modo de tantos científicos modernos. Hasta bien entrado en su edad había vivido como un tranquilo profesional de éxito. Había sido profesor en Pisa, su ciudad natal, por nombramiento del Gran Duque de Toscana; luego había enseñado en Padua, llamado por el senado de Venecia; por último, el Gran Duque le había recuperado para la universidad de Florencia.

Galileo había tenido un primer roce con la Inquisición, cosa nada rara en la época. Peor augurio fue el que se tratara de la misma autoridad con que había chocado Giordano Bruno antes de morir en la hoguera el año 1600 (cuando Galileo tenía 36 años): el cardenal San Roberto Belarmino. La Inquisición intimó a Galileo a que no hablara del heliocentrismo más que como de una simple hipótesis irreal calculística, solo útil para facilitar cálculos, pero sin valor descriptivo de la naturaleza; como realidad había que proclamar que el Sol se mueve alrededor de la Tierra. Por decreto de 24 de febrero de 1616 la Iglesia declaraba «absurda y falsa en filosofía, y por lo menos errónea en la fe» la tesis de que la Tierra se mueve alrededor del Sol.

La aparición de la obra de Galileo Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (Florencia, 1632), en la que Galileo discute el heliocentrismo copernicano y el geocentrismo tradicional, hizo cristalizar las sospechas del Santo Oficio, que procesó al sabio y le condenó a retractación y a severas penas que le fueron conmutadas por la de destierro (22 de junio de 1633). En el momento de su abjuración Galileo tenía setenta años y era ciego.

También la abjuración de Galileo se ha visto como característica del científico moderno, el cual, se dice, ha ido disociando cada vez más conciencia moral de su conciencia teórica:

Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto Vincenzo Galileo de Florencia, a los setenta años de mi edad, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vos, eminentísimos y reverendísimos cardenales, Inquisidores generales en toda la República Cristiana contra la herética maldad; teniendo ante mis ojos los sacrosantos Evangelios, los cuales toco con mis propias manos, juro que siempre he creído, creo ahora y, con la ayuda de Dios, creeré en el futuro todo aquello que sostiene, predica y enseña la Santa Católica y Apostólica Iglesia. Pero como por este Santo Oficio, luego de haberme sido jurídicamente intimado con precepto del mismo que debía abandonar totalmente la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no sostuviera, defendiera ni enseñara de ninguna manera, ni de viva voz ni por escrito, dicha falsa doctrina, y tras haberme notificado que dicha doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, he escrito y dado a la estampa un libro en el cual trato la misma doctrina ya condenada y aporto razones con mucha eficacia en favor de ella, sin aportar ninguna solución, he sido juzgado como vehemente sospechoso de herejía, es decir, de haber sostenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve.

Por tanto, queriendo yo quitar de la mente de Vuestras Eminencias y de todo fiel cristiano esa vehemente sospecha, justamente concebida sobre mí, con corazón sincero y fe no fingida abjuro, maldigo y detesto dichos errores y herejías, y en general cualquier otro error, herejía o secta contra la Santa Iglesia; y juro que en el futuro no diré nunca más ni afirmaré de viva voz o por escrito cosas tales por las cuales se pueda tener de mí semejante sospecha; y si conociera algún hereje o sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio, o al Inquisidor u Ordinario del lugar en que me encuentre.

Yo, Galileo Galilei, antedicho, he abjurado, jurado, prometido y me he obligado como queda dicho; y en fe de la verdad, con mi propia mano he firmado la presente cédula de abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de la Minerva, este día 22 de junio de 1633.

Yo, Galileo Galilei, he abjurado como queda dicho, de mi propia mano.

¿Es inevitable que la conciencia científica se escinda de la conciencia moral en el científico? El invento de que, después de abjurar negando el movimiento de la Tierra, Galileo habría murmurado «Y sin embargo se mueve», ¿no ha nacido del malestar moral de algún discípulo de Galileo?


La función de la ciencia en la sociedad contemporánea

Los departamentos de Filosofía e Historia del entonces Instituto Nacional de Bachillerato Boscán de Barcelona organizaron en enero y febrero de 1981 un ciclo de conferencias y actividades para alumnos de COU con el título «El mundo actual (debates, cine, música, teatro)».

El historiador Bernat Muniesa intervino en primar lugar con una conferencia sobre la «Problemática general del mundo actual». Se proyectó después Orfeo de Jean Cocteau y Sacristán intervino a continuación con una conferencia sobre la ciencia en la sociedad contemporánea. Siguió el ciclo con un concierto de música contemporánea, una conferencia de J. F. Ivars sobre «Algunos aspectos de la Estética actual», y una lectura de La cantante calva de Ionesco.

Los organizadores -entre ellos, la entonces directora del Boscán y discípula de Sacristán, Maria Rosa Borràs-, repartieron un dossier, al que hace referencia el autor en su intervención, que constaba de una cronología de los años 45-80 dividida en cinco apartados: «La postguerra», 1945-50; «La guerra fría», 1950-56; «La coexistencia pacífica», 1956-70; un cuarto punto no titulado: 1971-80, y «¿Hacia una nueva guerra fría?, 1980 y siguientes. También una breve antología de textos: Leslie Sklair, El conocimiento organizado, p. 80; M. Foucault, Microfísica del poder, p. 99; H. Skolinowski, Racionalidad evolutiva, pp. 15-16; Gouldner, El futuro de los intelectuales y el ascenso de la nueva clase, pp. 48-49 y p. 37. El dossier se cerraba con una página dedicada a Orfeo.

El tema central de la intervención Sacristán fue también comentado en sus clases de Metodología de las Ciencias.

Esquema

1.1. Los datos relacionados con la ciencia que recoge el excelente dossier son muy adecuados para situar el problema.

1.2. Son datos contrapuestos.

1.2.1. Repasarlos.

1.2.2. Observar que las cifras de muertos sin precedentes de la II Guerra Mundial -las cuales son menores que las previsibles en una III- no se deben a mayor maldad, sino a más ciencia.

1.3. El lado negativo de la contraposición se puede ampliar aún con el problema -relacionado, pero no idéntico- de la contaminación y el agotamiento de materias primas y fuentes de energía no renovables.

1.4. El lado positivo, con los últimos desarrollos hacia la automatización de la producción y losservicios.

1.5. Tendremos que profundizar más en esa contraposición, pero antes conviene dejar sentadas algunas cosas elementales.

2.1. Una peculiaridad de la ciencia moderna es la relación con la producción yla reproducción sociales, visible en la existencia de la tecnología.

2.1.1. Técnica antigua y tecnología

2.1.1.1. Simplificando, porque ha habido épocas que han estado a un paso de la tecnología: Alejandría.

2.1.2. Contemplación y teoría: el cambio de sentido de «teoría» como hilo para entender la diferencia entre episteme y science.

2.2. La ciencia moderna es una fuerza productiva y reproductiva (explosión demográfica) y destructiva, como lo sugieren algunos de los puntos del dossier.

2.3. Eso hace de ella un saber cuya relación con el poder es peculiar.

2.3.1. No como la del sacerdote o, en general, el ideólogo integrador.

2.3.1.1. A cuya espalda se produce el cambio material.

2.3.2. Mientras que el poder con ciencia moderna crea y destruye hasta cierto punto base material.

2.3.2.3. La asignación de recursos. La I y D militar.

3.1. La contraposición no lo es solo entre productos diferentes (la bomba y los microprocesadores aludidos antes).

3.1.1. Hay productos absolutamente malos: la bomba.

3.1.2. Pero no los hay absolutamente buenos. Ejemplos.

3.1.2.1. Las técnicas de la revolución verde.

3.1.2.2. Los microprocesadores.

3.1.2.3. La ingeniería genética.

4.1. Es verdad que la realización de bien o mal depende de la aplicación de la tecnociencia.

4.2. Pero la posibilidad del mal está en la bondad epistemológica de esta ciencia.

4.2.1. Excurso sobre el orientalismo y la ciencia oriental. Universalización de la ciencia greco-europea. La única «superioridad» oriental seria la razón de dominio social sobre el conocimiento.

5.1. Lo que hay que conseguir es eso. Cómo:

5.1.1. Vía social.

5.1.1.1. Transformación importante incluso en las democracias avanzadas.

5.1.2. Vía tecnocrática. La tesis de Mosterín sobre la racionalidad incompleta.

5.1.2.1. Su acierto descriptivo.

5.1.2.2. Su debilidad analítica.

5.1.2.2.1. Ignora la diferencia y coexistencia de microrracionalidad con macrorracionalidad.

5.1.2.2.2. Ignora la naturaleza de grupo de los técnicos y científicos.

5.1.2.2.3. Ignora a priori la existencia de problemas sociopolíticos y morales no técnicos.

6.1. Es posible salvar el principio de los versos de Hölderlin.

6.2. Pero referido a la razón misma, no precisamente a su especificación tecnocientífica.

***

Este dossier que ha preparado el Instituto, y que para mi gusto está muy bien, nos puede servir para empezar a tratar el tema que traemos. En él hay una serie de datos, entre otros muchos que se refieren a otras cosas, que tienen que ver muy directamente con la función y la posición de la ciencia en la sociedad contemporánea. Para empezar, si tenéis el dossier a la vista, el primer dato que aparece, el de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, claramente tiene que ver, y de un modo muy directo, con la peculiaridad de la ciencia contemporánea.

Pero no es difícil encontrar en el mismo dossier datos contrapuestos. El primero con el que tropezamos, el de las bombas atómicas, no nos hace realmente muy felices sobre la función de la ciencia en el mundo contemporáneo. En la página siguiente, en cambio, bajo «el año 1957», se presenta la aparición del primer satélite artificial, el primer Sputnik, un dato ante el que ya cabe más reflexión, más duda, acerca de si hay que reaccionar encantados o asustados. Bajo la fecha de 1959, aparece el lanzamiento del segundo Lunik, es decir, el primer satélite que orbitó la Luna. Pero al año siguiente aparece la indicación de la primera explosión nuclear experimental francesa y, ese mismo año, el comienzo de las comunicaciones vía satélite.

No diré que algunos de esos datos sean totalmente euforizantes y muy buenos, ya hablaremos de eso, pero por lo menos se presentan e imponen la duda. Bajo la fecha de 1969 habéis registrado la llegada a la Luna de los primeros seres humanos. Luego la cronología es un poco menos detallada, y así, el primer dato que se me ocurre del dossier que habéis preparado, el primer dato de importancia para lo que tenemos que hablar esta mañana aquí, es un dato que aparece bajo la fecha de 1978 que es el accidente de la central nuclear de Harrisburg, de la isla de las Tres Millas. No he marcado ninguno más, aunque se podrían marcar otros. En cualquier caso, un pequeño repaso al dossier que ha preparado el Instituto mismo, muestra que para el tema que nos ocupa, este de la función y de la colocación de la ciencia en las sociedades modernas, particularmente en la contemporánea nuestra, uno puede hacer una buena cosecha de datos contrapuestos.

Ante el primero de ellos, el primero que hemos registrado, el de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y las cifras de muertos que el mismo dossier registra respecto a la II Guerra Mundial en general. En cuanto a las víctimas específicas de las dos bombas nucleares, todavía siguen sufriendo hoy en muchos casos, ya sea de un modo directo, porque sobreviven con tumores o enfermedades, o bien de órganos determinados o bien de tipo genético, ya sea sufrimiento indirecto, como a menudo se trasparenta y se documenta en las declaraciones de descendientes de los muertos de Hiroshima y Nagasaki, esas dos bombas fueron un juego de niños al lado de lo que podría ser hoy, no ya solo por una diferencia cuantitativa sino incluso por diferencias de cualidad. Las bombas hoy comunes no son del tipo de la de Hiroshima y Nagasaki. Son ya estructuralmente muy distintas, son bombas de hidrógeno, como se dice normalmente, y, además, como sin duda sabéis, en ese arsenal se dispone ya de otro tipo de proyectil, la bomba llamada de neutrones, que tiene algunas peculiaridades que, en cierto sentido, la hacen más temible, en el sentido de que los estrategas y los Estados Mayores que pueden decidir acerca de su utilización tal vez tengan menos inhibiciones para hacerlo por el hecho de que es una bomba que ataca solo a los seres vivos y no destruye, en cambio, por ejemplo, las instalaciones industriales o, en general, de importancia económica.

Ante las dimensiones así, más bien horribles, diabólicas habría dicho un hombre de otras culturas anteriores, que tienen las cifras que se refieren a la II Guerra Mundial en general, y por tanto previsiblemente ampliadas a una tercera, y a distintos elementos tecnológicos de esa guerra, en particular el nuclear, pero no solo él, también, por ejemplo, el armamento biológico, puede uno pensar, y hay quien tiene en nuestra sociedad esa reacción, que esa peculiar maldad es específica de la sociedad presente, de que se debe a causas culturales y morales. Algo así, para decirlo deprisa, como si los seres humanos, las personas de ahora, fuéramos más perversas que las de otras épocas.

No se trata, no querría entrar en discusión acerca de eso. Supongo que es sumamente difícil como en toda cuestión no positiva, como en toda cuestión más o menos metafísica, intentar precisar un concepto claro de qué es progreso moral. No hará falta que entremos en ello. Basta con hacer una reflexión dubitativa, a saber: que con independencia de que la gente sea mejor o peor, lo que sí es evidente es que incluso con la misma voluntad guerrera de una persona del siglo XIII, si en vez de disponer de ballesta, dispone de armamento nuclear y de los instrumentos de muerte que le suministra la ciencia moderna, sin ser más perverso, claro que va a causar más muertes una guerra entre esas personas. Por consiguiente, una primera constatación, la más negra de todas, la más triste o entristecedora, sería esta: los particulares desastres del siglo XX -quiero decir, desastres causados directamente por los seres humanos-, la particularidad de su dimensión sin precedentes respecto de los de otras épocas, con independencia de que puedan deberse a variaciones en la moralidad pública, de lo que no hay ninguna duda es de que se deben, no tanto o independientemente de que se deban a más maldad, desde luego a más ciencia.

Esta es una primera constatación, no la única. Tal vez es un poco innatural empezar una reflexión acerca de la función de la ciencia en nuestra cultura, en nuestra sociedad, por esta constatación tan negra, pero, por otra parte, siempre es bueno empezar por aquello que más puede preocuparnos.

Por otra parte, ese lado negativo de la contraposición, de la contrariedad de estos datos que está en vuestro dossier, se puede aún ampliar con campos de fenómenos que no son idénticos al bélico, al catastrófico directo, pero que están emparentados con él. Por ejemplo, fenómenos como el de la contaminación y el de la insalubridad psíquica de la vida en las grandes aglomeraciones modernas, o, por ejemplo, el del progresivo agotamiento o disminución inquietante de materias primas y fuentes de energía no renovables.

¿Y el lado positivo? ¿Qué decir de datos por los menos susceptibles del beneficio de la duda como los que hemos registrado antes, los avances en el conocimiento del sistema planetario y, en general, astronómicos, posibilitados por la ciencia-técnica moderna? Quizá de los más interesantes, y que simplemente añado porque no están registrados y con razón en el dossier, son datos de última hora, pueda ser la incipiente penetración de técnicas de ordenadores, los microprocesadores, en la producción y en los servicios, los cuales potencian hasta extremos antes no supuestos las posibilidades de automatización del trabajo humano y, por consiguiente, en la presentación que de ellos suelen hacer sus descubridores y sus aplicadores contienen una cierta promesa de liberación material de la humanidad, en el sentido de disminución importante del tiempo de trabajo necesario para la supervivencia y para el bienestar.

Tendremos, sin duda, que profundizar luego un poco más en esta contraposición entre datos que hablan un idioma y datos que hablan otro idioma, entre datos como la bomba atómica o la contaminación, y datos como las posibles virtudes de la introducción de microprocesadores en la producción y en los servicios, u otras investigaciones prometedoras de resultados positivos.

Pero antes de profundizar un poco en esa contraposición, en esa presencia de datos contradictorios, valdría la pena dejar sentadas algunas cosas elementales, aunque sea a título de repetición de cosas que muy verosímilmente sabéis todos o la mayoría. Y la principal de esas cosas elementales es tener presente la peculiaridad más característica de la ciencia moderna, entendiendo por ciencia moderna también la contemporánea, es decir, la acumulación más o menos entrecortada de momentos de transformación revolucionaria en los conceptos que se ha ido produciendo en el área de la cultura grecoeuropea desde el siglo XVII.

Esa característica a la que me refiero es la relación de la ciencia moderna y contemporánea con la producción y la reproducción de la sociedad, lo cual es muy visible en la existencia de una tecnología. Se podría decir, para expresar brevemente el asunto al que me refiero, que la característica de la ciencia moderna y contemporánea es el haber dado lugar a una tecnología. No es que no haya habido técnica, como es natural, antes de la ciencia moderna; claro que sí y, a veces, de extremada calidad e incluso, en algunos épocas, con una influencia directa en el nacimiento de la misma ciencia. Hoy está bastante fuera de duda que la perfección técnica de algunas ramas artesanales de los siglos XIV y XV -por ejemplo, en la pulimentación de vidrios y en algunas otras ramas- han sido de una importancia decisiva para el nacimiento de la ciencia moderna. Pero, en general, con muy pocas excepciones, alguna de las cuales valdrá la pena recordar, la técnica antigua, la técnica anterior a nuestra época, ha sido una técnica desligada de la ciencia teórica de su época.

La principal excepción, y no cuajada, fue más una promesa que una excepción realizada, fue el período alejandrino, el período helenístico, en el cual más de un físico, astrónomo o matemático -Arquímedes y Herón de Siracusa- estuvieron a un paso de producir una técnica sobre base teórica. Pero con excepciones así, muy fugaces, porque, como sabéis, todo ese mundo científico y tecnológico alejandrino, helenístico, no tuvo una duración de más de 300 años y se sumió en la crisis final del mundo imperial romano. Con esas pequeñas excepciones que además fueron muy fugaces, se puede decir que la existencia de una tecnología, es decir, de una teorización del hacer técnico, de un injerto de la técnica, de la práctica, en la teoría, en el saber teórico, es la característica fundamental de la ciencia moderna.

Otro hecho, este más teórico, más ideológico si queréis, pero que también sirve para visualizar el cambio respecto de la ciencia antigua y la moderna en este plano, es el cambio de la idea de teoría. Teoría, en el origen de la palabra en la cultura griega, es un término que está relacionado con la idea de ver, con la idea decontemplar, es decir, con una clara lejanía de la práctica. Una teoría en sentido clásico, griego o medieval, es un acto o una pieza de contemplación desinteresada y desligada de la práctica.

Es una noción que, dicho sea de paso, se mantiene bastante en el habla común. Es un dicho común, o es una actitud común, el rechazar reflexiones que parezcan abstractas diciendo que «¡Uy!, eso es teórico, eso es teoría». Ese sentido alejado de la práctica, puramente contemplativo, desinteresado de la vida cotidiana, es característico de la noción inicial de teoría. En cambio, una teoría de una ciencia moderna se caracteriza principalmente por su susceptibilidad operativa, por su capacidad de dar pie a prolongaciones prácticas, a prolongaciones técnicas, hasta el punto de que cuando se discute la calidad científica de algunas ciencias -eso ocurre muy a menudo en ciencias sociales, que es el campo que más conozco o menos desconozco-, cuando se discute, por ejemplo, el carácter científico de la economía o la sociología, la cuestión concreta casi siempre en discusión es si las teorías de esas ciencias son operativas, si sirven para hacer algo, y se contraponen a la evidente operatividad de las teorías físicas o químicas.

Esa diferencia entre lo que los griegos, por decirlo brevemente y de acuerdo con la vieja costumbre europea de referirse siempre a los griegos que son de buena ayuda, llamaban episteme, ciencia en sentido griego, y ciencia en sentido moderno, tiene en la realidad, al margen de estas consideraciones históricas que he hecho, la consecuencia de que nuestra ciencia no es simplemente, digamos, saber, digamos, conocimiento, sino que es una fuerza activa en la producción de la vida social y en su reproducción, en la producción de alimentos, en la producción de objetos de uso. En fin, no hace falta que insista en esto porque está en el conocimiento de todos.

Decir que la ciencia moderna se caracteriza por ser una fuerza productiva, a diferencia de la ciencia antigua, debe incluir que es también una fuerza destructiva [*1], como acabamos de verlo en el breve repaso hecho a vuestro dossier, y que es una fuerza en la producción y también en la reproducción se debe tomar en muchos sentidos: reproducción social, en el sentido de reproducción del aparato económico, del aparato productivo, y también reproducción incluso en sentido biológico, con consecuencias que empiezan a ser problemáticas. Por ejemplo, lo que se suele llamar la bomba demográfica, es decir, la enorme multiplicación de la especie humana, que ahora ya plantea problemas ecológicos serios en el planeta, es directamente una consecuencia de la ciencia moderna, la cual a través sobre todo de la disminución de la mortalidad infantil en muchas áreas del planeta ha más que compensado los desastres y los sufrimientos de las poblaciones atrasadas, de las poblaciones más desvalidas. Es la ciencia nuestra la que permite que mientras, por ejemplo, en la zona de hambre del Sahel en África y en zonas correspondientes de Asia y América Latina, una gran parte de la humanidad muera en edad temprana y entre grandes sufrimientos, que puede imaginar quien haya visto fotografías de las dos últimas sequías del Sahel con los cuerpos exangües, tirados por el suelo, mientras permite eso, al mismo tiempo, permite que las poblaciones que más o menos reciben instrumentos científicos adecuados disminuyan tan drásticamente la mortalidad infantil y aumenten tanto la expectativa de vida que se produzca esta especie de plétora demográfica irregular en algunas zonas del planeta, en otras no, a la que estamos asistiendo.

Esta característica de la ciencia moderna de ser no solo conocimiento sino también fuerza productiva, reproductiva y destructora, hace que ella tenga una relación muy peculiar con el poder, con el poder político y con el poder económico. Cuando digo poder no estoy pensando solo en gobernantes; o estoy pensando en gobernantes en un sentido moderno, que lo son tanto, y a veces más, los gerentes y managers de las grandes compañías transnacionales que los ministros y presidentes de República o Reyes. Entre un país pequeño como Portugal o mediano como España, el poder de sus gobernantes en materia de política científica y el poder de la dirección conjunta o del conjunto de la dirección de Ciba, Bayer y Merck no hay comparación. Es más potente el conjunto de los estados mayores de Ciba, Bayer y Merck que todo el Estado español, o no digamos ya que del Estado portugués, en materia de investigación científica, de política de investigación. Y no hablemos ya si, saliendo del campo farmacológico, pasamos al más grande de todos, al de las grandes compañías transnacionales con actividades diferenciadas que son, principalmente, las que se suele llamar «las siete hermanas del petróleo», las cuales no son ya del petróleo, sino que están en todos los campos, con patentes que abarcan desde el petróleo y sus derivados hasta la misma genética, hasta la biología, hasta la ingeniería genética, pasando por la química, la física, los ordenadores, etc. Pues bien, digo que el hecho de ser la ciencia moderna una fuerza productiva, reproductiva y destructora de gran eficacia hace que su relación con el poder sea distinta que la del conocimiento antiguo, científico o no.

Sin ninguna duda, como lo recuerda un trozo de Foucault que habéis puesto en el dossier, y por eso me refiero a él, el conocimiento, el saber, ha tenido siempre una relación importante con el poder, relación complicada, recíproca, más bien una red de relaciones. Pero hay una peculiaridad en el caso de la ciencia moderna. Por regla general, el antiguo sabio, el sacerdote, el chamán o el sabio medieval, el filósofo, ha tenido con el poder una relación que le convertía, si era un sabio conformista -algunos no lo eran, pero la mayoría sí lo era-, en un factor de integración social, de simple integración social, de homogeneización moral, ideal, de pensamiento, sin que él mismo tuviera una eficacia sobre los mecanismos de producción y reproducción básicos.

Un filósofo medieval puede influir mucho en la conciencia pública favorable al Papa o favorable al Emperador. Guillermo de Ockham y los ockhamistas, sin ninguna duda, han tenido una influencia importante en la configuración de un estado de ánimo antipapal, pero el camino de la vida económica, el proceso económico-social de la Europa de los siglos XIII, XIV y XV no ha sido influenciado de una manera importante ni por filósofos nominalistas ni por filósofos realistas ni por filósofos conceptualistas. Por ninguno. Su relación con el poder ha sido, más bien, muy política, muy cultural. En cambio, la relación de la ciencia moderna, del científico moderno con el poder es mucho más básica. No solo influye en los estados de conciencia, influye también en la vida material de los gobernados. Es una relación, por lo tanto, muy directa, con la efectividad material del poder, del poder económico o político, o de esa mezcla que hoy en día es el poder.

Esto se traduce en la disputa anual o cada varios años, según los programas de investigación, en todos los grandes Estados acerca de la asignación de recursos públicos a la investigación y desarrollo. O se traduce, por ejemplo, en nuestro país, en la extremada facilidad con que los técnicos nucleares consiguen la elevación periódica y casi constante de las tarifas eléctricas, una de las cuales se ha producido muy recientemente, con lo cual la población paga, por decisión del poder, la investigación y desarrollo en esa tarea.

También otro rasgo muy característico de esa relación con el poder de nuestra ciencia contemporánea es la inmensidad de la asignación de recursos a investigación y desarrollo armamentístico. El último informe al Club de Roma, que es sobre enseñanza, cifra en más del 50% de la inversión total en investigación la cuota que se lleva la investigación militar en todo el mundo, muy por encima de la dedicada a alimentación que no rebasa el 17%.

Esta naturaleza o este rasgo tan importante y tan preocupante para bien o para mal de la ciencia moderna, profundizando ahora un poco en la contraposición del principio de la que dije que volveríamos a profundizar, hace que la tal contraposición no sea solo entre unos datos o factores positivos y otros negativos, la cosa es un poco más complicada. Antes usaba dos ejemplos, uno de los cuales parecía absolutamente malo, la bomba nuclear, y otro absolutamente bueno, el posible ahorro de fuerza de trabajo, de tiempo de trabajo humano, por la introducción de los microprocesadores y la automatización. Pero la verdad es que las cosas son más complicadas si se miran de cerca, que la función de los productos científicos en nuestra sociedad es contradictoria muy a menudo en ella misma. Se puede decir que hay productos de la tecnociencia, o ciencia tecnológica moderna, absolutamente malos desde un punto de vista de valoración de ser humano medio que es en el que me pongo.

Está claro que la cuestión de valores nunca es demostrable. Como decía Einstein: «No se puede demostrar que no haya que exterminar a la humanidad». Eso es una cuestión, en última instancia, de decisión. O se está a favor o se está en contra. En esa adopción de valores, estoy adoptando los que supongo mayoritarios en la media de la humanidad, valores no demostrables, regidos por el instinto de conservación, por la solidaridad con el prójimo y por la aspiración a bienestar, en un sentido amplio de bienestar que no signifique necesariamente acumulación de objetos materiales.

Pues bien, digo que es más complicado, que la contraposición entre bien y mal aquí, desde el punto de vista de la valoración humana media, es bastante más complicada, porque si bien hay productos tecnocientíficos de los que, desde ese punto de vista, se puede decir que son absolutamente malos, como la bomba, en cambio, es muy difícil encontrar productos absolutamente buenos. La mayoría de ellos llevan la contradicción en sí, en mayor o menor medida. Los microprocesadores y la automatización, a los que me he referido antes, seguramente -es muy posible, no me atrevo a decir seguramente-, probablemente llevan en su contradicción un factor negativo pequeño, el que podría determinar el enorme paro que desencadenarían si se usaran sin criterios de racionalidad social. Si suponemos en un país como el nuestro, en el cual la producción se divide y se redistribuye como en los tiempos clásicos del capitalismo de un modo absolutamente no planificado, habría que imaginarse lo que supondría que las grandes empresas españolas consiguieran introducir microprocesadores y automatizar de la noche a la mañana. Significaría la puntilla en el camino del paro y del hambre en el que se encuentra una parte no despreciable, porque roza los dos millones, de la población activa española.

En otros casos, la contradictoriedad entre lo bueno y lo malo, desde esa valoración humana media, es incluso más preocupante. Cojamos el caso de lo que se suele llamar «revolución verde», que en sus primeros años determinó un enorme aumento del producto final agrícola y, por consiguiente, de la alimentación. La revolución verde es una técnica inventada o reunida en México por un equipo de agrónomos norteamericanos que consiste, en primer lugar, en trabajar el suelo muy en profundidad, es decir, arar en profundidad; en segundo lugar, en utilizar productos químicos para la escarda, es decir, para quitar las malas hierbas (en vez de hacerlo a mano como en las viejas poblaciones campesinas, hacerlo mediante profusión de herbicidas); en tercer lugar, defenderse de las plagas, de los insectos, también por medios químicos, con insecticidas y, en cuarto lugar, en el orden en que se me ha ocurrido, pero no le deis importancia a ese orden, en trabajar con unas pocas semillas muy seleccionadas de alto rendimiento.

Así, efectivamente, se consiguió en algunos países producciones enormes. Seguramente conocéis todos el hecho de que contra la idea que se tenía tradicionalmente de la relación entre industrialización y agricultura -se creía que un país muy industrial no tendría buena agricultura, se tomaba como referencia el ejemplo inglés del siglo XIX, el cual, efectivamente, perdió su agricultura con la industrialización-, hoy en día, en cambio, los dos países más potentes en exportación agrícola, Canadá y Estados Unidos, son dos países altamente industrializados, y uno de ellos, Estados Unidos, el que más. Ese éxito se ha debido a la revolución verde, a estas técnicas de selección y mutación de semillas y todo lo demás que he dicho.

Pues bien, esto que durante los años cincuenta y sesenta todo el mundo admitió como una bendición hoy empieza a arrojar resultados preocupantes. Algunos de ellos son muy conocidos, como el de los insecticidas. Todos sabéis que el DDT está casi prohibido, por lo menos en los países un poco civilizados se intenta no usar DDT porque es un tóxico que se acumula y que no se consigue descomponer en los organismos, de tal modo que ocurren cosas bastante escalofriantes en las cadenas tróficas que dicen los biólogos, es decir, en las cadenas de alimentación de una especie sobre otra se va condensando y aumentando la presencia del DDT de tal modo que lo que la planta y el primer herbívoro tolera, cuando llega a mamíferos de cierto desarrollo -por ejemplo, en la mar, ballenas, y en la tierra, seres humanos-, la concentración de DDT, decía, llega a dosis tóxicas claramente, tóxicas sobre el individuo o sobre su descendencia.

Este es el primer aspecto en el que la revolución verde reveló su lado negativo, su contradictoriedad, su peligrosidad: los insecticidas. Pero luego vinieron los herbicidas. Los herbicidas están resultando un factor de producción de malas hierbas cada vez más resistentes y sobre todo de fenómenos tóxicos concomitantes muy graves. Baste con decir que los herbicidas que usan nuestros campesinos incluidos en la revolución verde, y ya en Cataluña se puede decir que todos (Cataluña es un país bastante adelantado desde el punto de vista occidental y, por consiguiente, uno de los primeros, junto con las grandes fincas andaluzas explotadas científicamente, a los que llegan en la península estas cosas; se puede decir que desembarcan por Cataluña y Andalucía las novedades agrícolas en la península), baste con decir, decía, que lo que están usando los campesinos como herbicidas es exactamente los mismos productos utilizados por el ejército norteamericano para terminar con los bosques vietnamitas: son los defoliantes, literalmente, usados por los EE.UU. en el Vietnam, y, si recordáis la catástrofe de la ciudad italiana de Seveso hace dos o tres años con la dioxina, uno de los herbicidas más frecuentes utilizado en dosis más bajas, pero sobre cuyos efectos acumulativos no sabemos nada, que hizo evacuar todo el pueblo y que mantiene todavía tóxica la tierra haciéndola todavía inhabitable sin que se sepa qué consecuencias va a tener en las generaciones sucesivas.

Incluso, por sacar un ejemplo que está muy de actualidad, aunque no sé si estoy rebasando el tiempo habitual, la ingeniería genética, esta capacidad de intervenir en la dotación genética de los seres vivos que ha trascendido recientemente a la prensa diaria, que seguramente la habréis visto por la producción hace poco de tres ratones clónicos. Esta posibilidad de intervenir en el equipo genético de los seres vivos es de una contradictoriedad extrema. Los que iniciaron técnicas así, o los que la hicieron posible, los descubridores de la estructura de la molécula del ácido desoxirribonucleico, es decir, Watson y Crick, ellos mismos premios Nóbel por este descubrimiento, firmaron en 1974 un llamamiento pidiendo una moratoria en ingeniería genética, es decir, pidiendo a sus colegas que durante cinco años no investigaran en ese campo, aterrados por las posibilidades que abría. Ese campo abre la posibilidad de introducir, por ejemplo, parte del equipo genético de una bacteria que sea el responsable de su acción patógena en el equipo genético de moscas o de otros insectos de gran difusión, o de mosquitos, convirtiéndolos a estos en vectores permanentes, hereditarios, de la enfermedad por ejemplo, o cosas parecidas. En un plano más fantasioso, como es natural, permite, permitiría intervenir teóricamente, esto no está ni en perspectiva práctica, es una cosa de la que no se conoce el camino que habría que hacer, pero en teoría debe haber un camino desde los descubrimientos actuales hasta la intervención en la dotación genética humana. Por ejemplo, para privar a individuos de su capacidad de rebelarse, de su capacidad de estar en desacuerdo.

Repito para no hacer tenebrismo que estaría fuera de lugar: hay que mirar las cosas con los dos ojos, viendo su peligro y también la situación real. Repito que de esto no existe ninguna posibilidad práctica en este momento [1981]. Existe solo la posibilidad teórica, que ya es bastante dicho sea de paso. Esta investigación cargada de peligros es, por otra parte, la que en estos momentos tiene más posibilidades de poder decir algo serio acerca del cáncer, lo que es una buena muestra de la preocupante contradictoriedad de estas producciones científicas tan eficaces. Ahí hay una rama de investigación que a la vez que puede llevarnos a un verdadero infierno despótico y totalitario también puede curar el cáncer.

Para acabar de describir estas características de nuestra ciencia, de la ciencia en cuyo ambiente vivimos, habría que hacer una observación para evitar optimismos, esta vez un poco ingenuos. Es frecuente encontrar, sobre todo en fanáticos políticos, religiosos o morales, gente que dice: la ciencia no es buena ni mala, todo depende del uso que se hace, y una sociedad que fuera más justa, o que fuera justa y racional, podría permitirse el lujo de toda esta investigación sin peligro alguno. Puede que eso sea verdad, yo no estoy en absoluto dispuesto a negar que una sociedad racional sería capaz de manejar eso minimizando o evitando el riesgo, pero quiero hacer observar que, de todas maneras, aunque es verdad que el mal o el bien sean resultado de la aplicación, parece fuera de duda que la posibilidadde ese mal y ese bien están dadas ya en la ciencia misma, e incluso en la ciencia más teórica.

Sin ninguna duda, la realización del mal es fruto de una determinada sociedad, pero si esa misma sociedad, con la misma maldad, no dispusiera de la posibilidad de hacernos volar a todos, no nos haría volar, y, sin embargo, es la ciencia la que ha permitido que hoy día el almacén nuclear que tienen las grandes potencias equivalga a 3.000 kilos de trinitotolueno (TNT) para cada uno de nosotros. Si se tiene en cuenta que bastan gramos de TNT para matarnos a cada uno de nosotros, los 3.000 kilos aproximadamente ya ni siquiera se sabe para qué sirven. Esa posibilidad está dada en la misma teoría, en la misma ciencia, y eso hay que verlo con los dos ojos.

Había pensado, en el esquema que me he hecho, tratar aquí una cuestión relacionada con esta. Otra reacción, no la de los optimistas a que me he referido, los fanáticos políticos o religiosos occidentales, sino otra reacción también fanática que habría que discutir, pero no me atrevo porque ya llevo bastante rato, la podemos discutir luego en el coloquio si acaso, si sale, si a alguien le interesa, es la reacción de quienes dicen: entonces toda esta cultura científica que hemos hecho es ella misma perversa y lo que hay que hacer es pasar a las formas de vida social y moral de los antiguos pueblos orientales, ellos son los que tienen la buena ciencia y la buena filosofía. Esto es también una reacción ingenua que olvida, entre otras cosas, que no es tan verdad que la vida social se pueda cambiar a voluntad de quien quiere. Pero, sobre todo, olvida el hecho de que esos pueblos orientales tuvieron otras ciencias. Algunos de ellos, como los chinos, ciencias de gran valor empírico; otros, como los hindúes, ciencias de gran valor formal, matemático, y que esas ciencias estuvieron socialmente controladas y dominadas en un momento en que la ciencia europea también estaba bien controlada, social y moralmente. Ha sido después cuando las cosas han estallado, y ese después, que es hoy, hace que en esos países orientales la ciencia existente sea esta, no otra. A lo sumo, sobrevive alguna técnica de la otra ciencia. Por ejemplo, con mayor o menor éxito, la acupuntura. Pero sobrevive como técnica. Cuando se salva como teoría es gracias a que llegan individuos de la ciencia de origen grecoeuropeo y explican por qué funciona, por ejemplo, con la teoría de las endorfinas, o con alguna otra teoría occidental que es la practicada por los orientales hasta el punto que decir hoy ciencia occidental no tiene realmente sentido. La física que hoy practican los chinos o los hindúes es la misma que se practica en Washington o en Barcelona. No es otra.

A mí me parece -esta es la hipótesis que os propondría- que la situación de contradictoriedad a que me he referido, en la ciencia que hoy existe, no es superable, como se decía en la filosofía hegeliana. Quiero decir: que no existe la posibilidad de ir más allá de ella por exageración, podríamos decir.

La verdad es que tengo que confesar con gran vergüenza que no me sé los programas de bachillerato actuales y, por lo tanto, no sé si se estudia a Hegel, por ejemplo, si los aquí presentes han leído alguna cosa sobre Hegel. A lo que me refería con lo de la filosofía de Hegel es a una concepción de los hechos históricos y sociales según la cual la contradictoriedad de estos hechos no se puede salvar mediante una solución de término medio, sino que se salva mediante la exacerbación de uno de los dos extremos, eso es lo que en el hegelismo clásico se llama «la ley de la negación de la negación»*2.

Pero ahora caigo en que podemos decirlo de una manera que vaya mejor incluso para no aficionados a la historia de la filosofía. Hay un poeta, compañero de estudios de Hegel además, Hölderlin, que ahora empieza a ser traducido mucho a otras lenguas, ahora ya no es solo legible en alemán -en castellano, que yo sepa, existen dos buenísimas traducciones de parte de su obra-, el cual expresa la misma idea de Hegel en un par de versos que dicen: «De donde nace el peligro/ nace la salvación también.»Esta es la misma idea hegeliana, la idea de que el choque, el riesgo de una contradicción, se salva, se supera, mediante la exacerbación. Como dice Hölderlin, la salvación del peligro tiene que nacer de la misma fuente de la que nace.

En nuestra misma ciudad, en la Universidad de Barcelona, tenemos un partidario ferviente de esta solución para el problema de la contradictoriedad de la ciencia moderna que es el profesor de lógica de la Facultad de Letras, Jesús Mosterín, que en su último libro, un libro muy bonito y muy recomendable para todos los aficionados a cuestiones de filosofía formal, titulado Racionalidad y práctica humana3 que está editado en la colección de libros de Alianza, reconoce la situación muy preocupante de crisis social, económica, de la sociedad en que vivimos, reconoce la importancia de la ciencia en esa crisis, y entonces explica que esa crisis se debe a que vivimos en una sociedad de racionalidad incompleta, una sociedad que trabaja científicamente en algunos campos, en la física, por ejemplo, o en la biología, pero, en cambio, no trabaja científica, racionalmente, en otros campos, por ejemplo, en la sociedad o en la economía. Entonces la solución, dice él, es implantar el pensamiento científico en todos los aspectos de la vida; es decir, exacerbar una de las ramas, hacer, como dice el poeta Hölderlin, que la salvación del peligro nazca de la misma fuente de la que nació el peligro.

¿Qué decir de esto? A mí me parece, dicho sea a título de opinión personal, de hipótesis personal, que aunque esa posición es correcta descriptivamente, describe una realidad, a saber: que el pensamiento racional, no ya solo científico -me interesa hacer la distinción: razón es más que ciencia, es mucho más amplio que ciencia-, aunque el pensamiento racional se ha aplicado intensamente en forma de ciencia en algunos aspectos de la vida moderna, es verdad que, en cambio, no se ha aplicado en absoluto en otros. Cuando se piensa en cómo se ordena la producción de bienes materiales en nuestra sociedad es evidente que no se ordena por reflexiones racionales sino que se ordena por el interés primario de cada individuo que está en disposición de influir en la producción, que no somos todos desde luego.

La descripción, por lo tanto, me parece bien. El dejar la capacidad, el poder de decisión a los técnicos en todos los problemas técnicos, en todos los problemas que tienen que ver con la técnica, que es la conclusión de Mosterín, eso en cambio no me parece justificado. Me parece bastante ingenuo porque ignora que los técnicos y científicos son grupos sociales como cualesquiera otros; quiere decirse, que también están sujetos, no digo que siempre, pero en un término medio estadístico, a reaccionar según sus intereses de grupo. Cuando se dice: lo que hay que hacer es entregar de una vez el poder a los técnicos y dejarse de romanticismos políticos, se está suponiendo que los técnicos son seres sobrehumanos, los cuales van a actuar siempre de acuerdo con el beneficio de la gente, como llega a decir Mosterín con gran ingenuidad: «El técnico es un individuo que decide según el interés de la gente». Pues eso es más bien sospechoso, no estoy muy seguro de eso. Técnicos los hay en estos momentos, en la proporción de más del 50 %, en la producción de armamento, nuclear o no, y no me parece que la producción de armamento esté en el interés de la gente. Por consiguiente, dudo mucho que esos técnicos de la industria armamentística estén trabajando en el interés de la gente. Están trabajando, dicho sea sin ningún ánimo acusador, en la inercia de sus propios intereses de grupo. Los técnicos y científicos son un grupo social como cualquier otro.

Esa solución ignora, además, que muchos problemas, los fundamentales, no son técnicos sino que son morales y políticos, políticos en el sentido general de organización de la convivencia, de organización de la convivencia social. Por eso no me parece que una contradictoriedad como la que presenta nuestra sociedad hoy, y dentro de ella, y sobre todo, la ciencia, la política científica, sea salvable por esta vía de la exacerbación de uno de los contrarios. Más bien me parece que, aunque esto pueda desesperar a inteligencias muy simples, a personas que gusten de zanjar intelectualmente en blanco o negro, estamos ante una problemática que no puede ser objeto más que de tratamiento razonable, de tratamiento equilibrado. Esto no quiere decir de tratamiento tibio. Seguramente para conseguir un tratamiento equilibrado de estas contradicciones hacen falta grandes cambios morales y sociales, seguramente no basta con el simple buen sentido común de la sociedad en que vivimos. Si me permitís un ejemplo un poquitín malévolo, quizá un poquitín malintencionado, para mostrar hasta qué punto el buen sentido común contemporáneo está cogido en esta contradictoriedad sin conseguir manejarla, me referiré a una cosa aparentemente inocua: el número relativamente abundante de personas contrarias a la energía nuclear que lleva el cartel «Nuclear: no, gracias» en su automóvil y se desplaza en ese automóvil él solo cada vez, cuatro veces al día, a su lugar de trabajo, consumiendo petróleo, aumentando la demanda energética innecesariamente, contaminando por otros medios y, por lo tanto, facilitando la tarea a los promotores de las centrales nucleares claramente.

Es muy complicado por lo tanto. Cuando digo que hace falta seguramente una metodología muy equilibrada, no en blanco y negro, no estoy queriendo decir pues, que basta con ponerse en el centro. No. Seguramente hacen falta cambios sociales importantes. Uno, del todo revolucionario: no orientar la producción según el principio del rendimiento máximo para la clase propietaria de los instrumentos de producción sino según criterios de equilibrio, muy distintos pero no menos científicos.

De aquí que piense que, aunque haya una manera de salvar esta idea de Hölderlin o de Hegel según la cual «De donde nace el peligro/ nace la salvación también», habría que referirlo no a la tecnología solo sino a la razón en general. Es verdad, estoy dispuesto a admitirlo: la contradictoriedad en que estamos solo se puede salvar mediante un uso mayor de la razón, pero de la razón en su totalidad, no precisamente de la razón tecnológica sola. La tecnología, la razón tecnológica, técnico-científica, no tiene nada qué decir sobre valores. Un científico, un físico, cuando está trabajando como físico se entiende, cuando está haciendo física, no tiene nada qué opinar acerca de la bondad o maldad de las conductas prácticas, pero nuestra razón de seres humanos completos sí que tiene que ver con los fines. En ese sentido sí que estaría yo dispuesto a afirmar que tanto la contradictoriedad de la ciencia moderna y contemporánea, cuanto otras contradictoriedades de nuestra sociedad, solo se pueden salvar consiguiendo una racionalidad completa en vez de incompleta, pero entendiendo, repito, por racionalidad no solo la racionalidad tecnológica sino, fundamentalmente, una racionalidad social que busque una reorganización social de acuerdo con criterios de equilibrio, de homeostasis que dicen, o de homeostasía, y no con criterios de maximización del beneficio privado de los propietarios de los medios de producción.

Siento que el límite que me habían puesto lo he cubierto todo. Quería haber hecho solo tres cuartos de hora, pero he hecho la hora entera. Por mí, lo dejamos así.

C o l o q u i o

Para disolver esta contradictoriedad de la ciencia moderna, el estudiante que interviene ha entendido que Sacristán defendía la necesidad de cambios morales y sociales. Situándose en el ámbito de la política, le pregunta: ¿cuál sería el sistema social defendido por usted? Más aún, ¿qué podían hacer las clases populares para conquistarlo en la medida que ello fuera posible?

Siento mucho que esta sea la primera pregunta porque a lo mejor, porque envejezco, soy bastante pesimista y es desagradable empezar dando una respuesta pesimista. No sabría decir nada muy euforizante la verdad.

Me parece que estamos viviendo, tanto la humanidad de los países capitalistas como la de los países del Este, como la de los países del Tercer Mundo, una época de bastante retroceso de la fuerza popular. En los países que se suele llamar «capitalistas» hay un claro descenso de las esperanzas de cambio por parte de los sectores populares que durante los años sesenta estuvieron muy ilusionados con esa posibilidad, esto es visible. En los países del Este nada hace suponer que haya una voluntad o una consciencia transformadora en los puntos decisivos de la crisis que más nos ocupan. Por ejemplo, la Unión Soviética tiene un programa nuclear ligeramente inferior, pero solo por razones económicas, al de los principales países capitalistas y, además, todo hace suponer, aunque esto no me atrevo a asegurarlo, que incluso con menores medidas de seguridad, con menores defensas para la población. Se sabe que el único accidente nuclear de mayores dimensiones que el accidente de Harrisburg fue un accidente en el Cáucaso en los años cincuenta, que no fue un accidente de un reactor pero fue un accidente muy parecido a este que se ha producido en Francia, en La Hague, un accidente en una central de reprocesamiento donde almacenan los residuos radioactivos de los reactores nucleares.

Para acabarlo de arreglar, también me parece que estamos en una época de reflujo, de muy pocas esperanzas en lo que solemos llamar el Tercer Mundo. El primero que se dio cuenta de que allí las cosas también iban mal fue [René] Dumont, un agrónomo francés que publicó un libro célebre titulado África Negra ha empezado mal,dándose cuenta de que reproducían también lo peor de nuestro camino.

Si dejando aparte las minorías que en los años sesenta estaban todavía llenas de esperanzas, también valen esos años para todos los países como época de esperanza. En el mundo capitalista fueron los grandes movimientos sociales que tenían componentes socialistas y libertarias, una recuperación de lo mejor de la tradición libertaria en aquel momento, y bien injertada además en la tradición socialista, hasta el punto de que los periodistas se hacían un lío y no sabían si tal o cual estudiante u obrero detenido era anarquista o comunista. Llegó a existir una verdadera esperanza difusa, quizá con poca precisión ideológica, pero existía.

En los países del Este hubo fenómenos, como el checo, en que también era muy notable, y en el Tercer Mundo, el sesenta mismo fue el año del asesinato de Lumumba, acontecimiento con el quizá se podría fechar la involución. Lumumba fue el dirigente de la independencia del Congo. Inmediatamente después de la independencia fue asesinado por un complot que hoy se sabe que montó, hoy ya lo dice todo el mundo, la Agencia Americana de Información, la CIA, con la ayuda de mercenarios belgas, pero con dirección norteamericana.

Si pasando de esas minorías, que en los años sesenta encarnaron una gran esperanza, se va al grueso de la población, creo que también está justificado el pesimismo. La mayoría de las poblaciones incluso se muestran muy poco sensibles, tanto a la reivindicación de su libertad cuanto a la amenaza que se cierne sobre ellos por los instrumentos tecnológicos que manejan los poderes políticos y económicos. En todo los planos se da la falta de reivindicación de libertad. Basta con ir a un hospital donde la gente se deja operar sin preguntar qué tiene, literalmente, o, en otro plano, salir a la calle y preguntar a cualquiera, hacer una pequeña encuesta por la calle: «¿usted qué piensa de las centrales nucleares?» Se puede apostar, doble contra sencillo, que en el noventa y tantos por ciento de los casos o bien os van a despedir con cajas destempladas o a deciros que no les importa y que eso es cosa de otros, que ellos no se ocupan de eso, que ellos se ocupan del fin de semana, el seiscientos y sus sustitutos, y algunas pocas cosas más.

De modo que yo no tengo más remedio que reconocer que soy muy pesimista sobre la pregunta que se ha formulado. Ni veo que estén claras las posibilidades políticas en sentido clásico ni veo que haya una clara reserva crítica en las poblaciones por ahora. También he de decir que ya tengo edad suficiente para haber vivido épocas muy distintas y que, por tanto, ya comprendo que esta no es una época definitiva.

Pero entonces, para no escurrir el bulto, diría que a mí lo que se me ocurre es que esta es una época en la que la acción principal consiste en lo que podríamos llamar, lo que Gramsci llamaba, «acción capilar». No grandes proyectos espectaculares de fundar partidos o empresas, sino meterse, como vasos capilares, en todas partes y en todas partes ir contando las cosas, dando información e intentando presionar sobre la racionalidad que importa, la racionalidad de los valores, es decir, la racionalidad moral y social.

Esa acción capilar es la que hoy día, aunque parezca mínima, me parece la más importante. Si uno está en un instituto, en el instituto; si está en un sindicato, en el sindicato, y si está en un partido político, en el partido político, y, si no, donde esté. Por ahora. Supongo que más adelante habrá una toma de conciencia que permita organizaciones más colectivas.

Se le pregunta a continuación por las bases de la ética oriental que mencionó en su conferencia.

Desde el punto de vista que nos ocupa, este de la relación entre ciencia y sociedad, debo decir que no soy un especialista en ciencia oriental. No sé ni chino ni hindú, ni sánscrito quiero decir, y sin saber chino ni sánscrito no se puede ser un conocedor de ciencia oriental. Me fío de unos cuantos especialistas importantes, el principal de los cuales es un inglés, historiador de la ciencia oriental, Needham -se escribe N-E-E-D-H-A-M-, uno de cuyos libros está traducido al castellano y es un buen libro, también recomendable. Se titulaCiencia, religión y socialismo. Needham es un típico marxista inglés, y por «típico inglés» quiero decir enormemente personal, no adscribible a ninguna ortodoxia. Es también católico y un pensador muy original. Sobre todo es la primera autoridad mundial en ciencia china, no oriental en general, sino china en particular.

Fiándome sobre todo de estas investigaciones históricas, se podría hacer el siguiente cuadro para lo que aquí nos interesa: hasta aproximadamente el siglo XIV, o XV incluso, la comparación entre ciencia oriental, china e hindú, y ciencia occidental, habría sido lo contrario de lo que es hoy. La ciencia europea era muy teórica, sin intervención práctica, sin, como he dicho antes, ninguna capacidad productiva, reproductiva y destructiva; era una ciencia de filósofos, sin ninguna relación directa, muy directa vamos, práctica, con el poder, sino solo como relación ideológica, que he dicho antes, de integración. En cambio, la ciencia china sobre todo era una ciencia altamente práctica, con cañones, con artillería, con pólvora, que ellos había inventado (la pólvora es una invención china), con una navegación militar imponente gracias a la brújula (ellos tenían brújula, un precedente de la brújula, un aprovechamiento del magnetismo terrestre para orientarse, dicho precisamente) y era una ciencia directamente vinculada a la casta administrativa, a los mandarines, a los gobernantes. De modo que en 1400, por decirlo así, la situación era la inversa: ellos eran la ciencia con impacto en la producción y aquí, en cambio, lo contrario. Entre el XIV y el XVI, sin embargo, ha pasado en Europa algo muy importante que conocéis por historia: el nacimiento, el origen, de lo que luego se va a llamar el capitalismo, la constitución de la burguesía mercantil, luego de una burguesía industrial y banquera, y finalmente de las clases sociales que ya apuntan en el siglo XVIII y cristalizan en el XIX. En esta enorme revolución social hay que ver el fundamento del cambio. Mientras que las sociedades china e hindú siguen en esas formas que unos autores llaman «feudalismo oriental», otros «despotismo oriental» y otros, recogiendo una frase de Marx, llaman simplemente «modo de producción asiático», que es, que se parece, dicho muy groseramente, los historiadores me perdonaréis, que tiene cierto parentesco con lo que nosotros en Europa llamamos «feudalismo», pero con la gran diferencia de que es un régimen social dirigido estatalmente, es decir, dirigido por una capa administrativa, lo que nosotros llamamos en Occidente «los mandarines», que según parece no es palabra china, no viene del chino, según he leído en Needham.

Ese cambio determina que mientras la ciencia china, que era la más práctica de todas, sigue haciendo progreso práctico lento, la ciencia europea hace un progreso práctico sensacional, de tipo de cohete, desde la mecánica de Galileo hasta la mecánica cuántica en poco más de 300 años.

Entonces, ¿qué decir de la idea de que hay que ir a buscar en la cultura oriental una ciencia que a nosotros nos ha faltado? Pues la verdad es que los hechos más bien muestran que eso es mítico, que simplemente aquella ciencia sobre una base social determinada, que tenía su parecido con la base social europea, avanzaba al ritmo de la europea, pero con ventaja, porque había empezado algo así como 1.500 años antes, y que luego un cambio social, que ellos no tuvieron, aquí provocó una aceleración.

Pero, simplemente, una aceleración. Por eso ha sido tan fácil, para los japoneses por ejemplo, hacerse con la ciencia occidental en poco más de una generación, en algo así como 35 años, desde la llegada de los americanos, porque no hay de verdad una diferencia esencial entre pensamiento físico, científico, chino, japonés y europeo. Lo que ha habido son tasas de aceleración diferentes y ellos han sido perfectamente capaces de recuperar esa aceleración, y hoy en día en Japón no hay ciencia arcaica japonesa, hay ciencia occidental, y en China hay restos técnicos arcaicos, no restos científicos.

Incluso lo que aquí es una ilusión extrema de los orientalistas -por ejemplo, la acupuntura-, en China se está reduciendo drásticamente su uso. La acupuntura se usa en China para pequeñas intervenciones, como analgésico menor, pero cuando va en serio aparecen los analgésicos occidentales, con toda su toxicidad, etc., pero aparecen porque esos sí que permiten la intervención profunda y dilatada, mientras que la acupuntura no permite la intervención quirúrgica profunda y dilatada salvo en casos extremos en que la ayuda psíquica, es decir, el elemento sugestivo sea muy importante. Hay sujetos en los cuales la acupuntura hace mucho más efecto que en otros, pero es que también hay sujetos en los que la aspirina hace más efecto que en otros, ya por constitución física, ya por la importancia del vector psicológico.

Hay un punto, sin embargo, en el que sí que se podría hablar de esa cultura, no de la ciencia, en absoluto de la ciencia. Si la ciencia nuestra causa tantos estragos, si nuestra ciencia puede causar tanto mal, no es porque sea peor como ciencia sino que es, evidentemente, porque es mejor como ciencia. Si nuestra física nos ha dotado a cada uno con la posibilidad de morir tres millones de veces por el arsenal atómico existente y, en cambio, la ciencia hindú o china no hizo eso, es porque la nuestra, como ciencia, es mucho mejor. Eso hay que comprenderlo: es tan mala porque es tan buena; es tan mala socialmente, es tan mala moralmente, porque es tan buena epistemológicamente.

En donde está lo interesante del mundo oriental para nosotros es, seguramente, en la relación de dominio social de la ciencia. Si alguien pudiera construir una fracción, una razón, que arrojara la tasa de dominio de la sociedad sobre la ciencia, en eso seguramente la fracción correspondiente a los orientales -a los orientales antiguos, no a los de ahora que son como nosotros: tanta investigación nuclear tiene la China y la India, que las dos tienen ya bomba atómica, como nosotros; nosotros, aquí en España, no la tenemos todavía, son ellos más occidentales en ese sentido-, pues bien, esa razón de dominio de la sociedad sobre la ciencia y técnica en la China antigua era una razón muy buena, muy alta, entre otras cosas porque su denominador, quiero decir, la potencia científica, era bajo. El poder social era intenso y el poder científico escaso.

Eso sí que es bueno, sí que sería bueno poder reproducir esa situación, pero probablemente no será posible haciendo disminuir el denominador, es decir, la potencia, la fuerza científica. Por eso digo que la solución es conseguir que aumenta el numerador, es decir, la fuerza social, la racionalidad social, el poder de la sociedad, de los hombres, de los seres humanos sobre la ciencia.

A raíz de lo dicho sobre la función capilar, se le comenta a Sacristán que tanto la ciencia como la filosofía se estaban convirtiendo en asuntos exclusivamente para élites. La situación podría superarse, aunque fuera parcialmente, matiza el interlocutor, si la filosofía saliera más a la calle, a nivel del ciudadano medio, si contribuyera a crear una situación favorable a la difusión de esa función capilar o de racionalidad completa entre la población.

No hay ninguna duda claro, a eso no se le puede contestar más que afirmativamente, sin ocultarse los grandes problemas que tiene, porque sacar la filosofía a la calle es relativamente fácil, en cambio, sacar la información acerca de las centrales nucleares o la ingeniería genética, información que tenga calidad, es bastante más difícil por el simple hecho de que no se trata ya de las personas sin estudios sino que es más grave. Las personas con estudios, pero con otro tipo de estudios, no tenemos muchas veces buena información acerca de esas cosas. Es decir, sobre un reactor nuclear, los que no somos físicos, toda la información que tenemos proviene de los físicos.

Es evidente que nosotros mismos no nos podemos poner a estudiar el ciclo del uranio; tenemos que leernos algo que ha hecho un físico sobre el ciclo del uranio. No hay ninguna duda que eso les da un poder muy especial a determinados científicos, con independencia de la mayor o menor situación del conocimiento popular. Eso no quita que lo que tú dices es una verdad como un templo. Claro. Aquí hay un problema muy importante de información, que no lo resolvería todo porque hay además un problema de moral, de valores y social, pero que solo así permitiría plantear el problema de valores. Es evidente.

Esto, cuando se tiene experiencia directa, yo la he tenido bastante durante muchos años, puede causar angustia.

Me acuerdo una vez en la escuela de alfabetización de adultos de Can Serra, en L’Hospitalet de Llobregat, en que trabajamos bastantes personas, cada una en un campo. A mí, aunque no soy un economista realmente, pero como soy de la Facultad de Económicas, me pidieron que hiciera una especie de alfabetización económica de un público que eran, sobre todo, inmigrantes jóvenes y bastante recientes. Algunos todavía no habían encontrado trabajo. Era antes de la crisis, antes de que estallara lo grueso de la crisis. En 1975 o 1976, ya en crisis, pero sin que fuera tan visible como ahora.

Entonces, en una de las sesiones en que tenía que explicar qué son las crisis cíclicas capitalistas y si la crisis en que entrábamos con el petróleo era una crisis cíclica o no lo era, cuando llevaba algo así como quince minutos explicándolo, una chica joven, una madre de familia, pero muy joven, también recién inmigrada, extremeña, me dice: «¿Y por qué ahora que empezamos a estar mejor el gobierno habla de crisis?.» Esto, que podría hacer reír a algún pedante universitario, pensando que esta señora no entiende nada, es una patética muestra de hasta qué punto está indefensa para entender lo que pasa la mayor parte de la población. Para esta chica recién llegada, que acababa de encontrar trabajo, que había encontrado un piso en Can Serra hacía muy pocos meses, ahora empezaba a estar mejor porque todo el primer año de inmigración había sido un infierno, buscando piso, trabajo, viendo dónde dejar el niño, el marido buscando trabajo, piso, y ahora, decía ella «que empezamos a estar mejor» desde la limitación de su punto de vista particular. Y eso lo decía después de llevar quince minutos hablando de crisis cíclicas.

El problema de información de la mayoría de la población, no hay que hacerse ilusiones, es tremendo y seguramente es el primero. Pero no lo resuelve todo. Luego las personas informadas, además, tienen que decidir porque sobre los valores no hay ninguna ciencia que pueda decidir nada.

Una profesora del Boscán comentaque la visión de Jesús Mosterín está en principio clara: si conocemos ciertas técnicas y los técnicos pueden llegar a ciertas cotas, pues que alcancen esos objetivos. La otra posición le parece, en cambio, que encierra unacontradicción sobre quiénes han de controlar ese futuro, lo que Sacristán ha llamado «la racionalidad completa», si admitimos al mismo tiempo que el mundo científico ha llegado a ser tan complejo y diverso que no se ve desde qué racionalidad se pueden tomar las decisiones adecuadas.

Que hay una contradictoriedad no tengo ninguna duda. La solución tecnocrática precisamente lo que hace es negar la contradictoriedad, negar que haya una problemática dentro de las soluciones tecnocráticas mismas. Lo otro es admitir que esa contradictoriedad existe, admitir que ningún valor es demostrable, que los juicios de valor son todos juicios más o menos plausibles, pero en ningún caso demostrativos, y que el pensamiento demostrativo solo puede ejercerse una vez admitidos unos valores. Esto son cosas de sentido común, es lógica elemental o análisis lógico elemental. Una teoría científica no es nunca una valoración sino una construcción a partir de ciertos valores, aunque no sea más que el valor o la valoración que sitúa por encima de todo la investigación pura por ejemplo.

El problema de quién domina es el más importante de todos porque precisamente el desarrollo de ciertas consecuencias de esta civilización en que estamos, tan protagonizada por la tecnociencia, está determinando problemas que induce a mucha gente a buscar soluciones autoritarias, como esta de Mosterín de que manden los técnicos declarando que no hay solución democrática para los problemas técnicos, que, como él mismo dice en su libro, aunque él es muy liberal, no existe solución democrática para los problemas de la sanidad. Un problema de la sanidad no se resuelve preguntando a la población que va a ser servida cómo quiere ser servida sino que hay que imponerle la sanidad.

Otro ejemplo, también autoritario, el de otro amigo mío, Wolfgang Harich, un filósofo alemán, el cual piensa que la única solución consiste en otorgar un poder despótico a una agencia mundial porque esa es la única manera de resolver los problemas globales de contaminación. Él piensa: poderes locales pueden resolver problemas parciales y locales de contaminación, pero el problema de la contaminación de los océanos solo puede resolverlo un poder mundial dotado de atribuciones absolutas ante el cual nadie pueda resistirse.

Aquí hay una cuestión de valoración, por supuesto. A quien no le importe nada el valor libertad, puede apuntarse a la solución de Harich, a la de Mosterín o a cualquier otra solución tecnocrática.

Hay que decir, para ser justo con Mosterín, y luego también haré una matización respecto de Harich, que Mosterín piensa que existen todavía dos clases de problemas: los problemas tratables democráticamente, con técnica democrática, y los problemas solo tratables con procedimientos tecnocráticos. Él ejemplifica el caso del problema solo tratable tecnocráticamente con el ejemplo que he dado antes de la sanidad, y el caso de problema solo resoluble por vía democrática con la elección de representantes de grupos sociales. La representación de grupos sociales solo puede resolverse democráticamente; la solución del problema sanitario solo puede resolverse tecnocráticamente.

Harich, en los últimos tiempos, ha matizado un poco su posición. Sigue manteniendo la necesidad de poderes incontrastados a escala mundial para los problemas planetarios. Su ejemplo típico es de los océanos, que sería un poder tecnocrático, de científicos y técnicos, y luego admite, precisamente lo admitió por la mucha oposición que le hicimos en Barcelona cuando discutimos con él muchos días seguidos hasta conseguir que matizara un poco sus posiciones, que hay otras esferas de la vida pública en las que sería posible vivir más democrática o libertariamente, más en comunidad, más de manera comunista o comunitaria, siempre que fuera posible organizar comunidades pequeñas; quiere decir, no los grandes Estados nacionales actuales sino entidades sociales del orden de los muy pocos millones de personas, si se llegaba al millón.

Eso lo digo para ser justos con unos y con otros. Es decir, que ambos matizan su posición autoritaria, su posición tecnocrática. Pero esas valen, en cualquier caso, para quien ponga en un lugar bastante secundario el valor libertad y algunos otros valores relacionados con él. Por ejemplo, el valor comunidad frente al valor sociedad. En cambio, quien ponga por encima el valor libertad, el valor libertad y el valor comunidad, por encima de los valores orden técnico y sociedad, para ese el problema…

Notas de edición

1) Fuerzas productivo-destructivas

En «Entrevista con Manuel Sacristán (Dialéctica)» (Sacristán, 2004a: 198-205), observaba el autor: «Creo que el problema de la concepción del papel del desarrollo de las fuerzas productivas en su choque tendencial con las relaciones de producción contiene un conjunto de cuestiones que necesitan una nueva consideración. Entendámonos: yo creo que el modelo marxiano del papel de las fuerzas productivas en el cambio social es correcto; creo que la historia conocida sustancia bien la concepción marxiana; esta es coherente en el plano teórico y plausible en el histórico empírico. De modo que no creo que sea necesario revisar esas tesis. Tampoco me propongo proceder como hizo Croce a principios de este siglo, practicar una especie de balance según el cual el modelo marxiano ha respondido bien hasta el siglo XX, pero ahora ya no funciona. No: esa distinción entre pasado y presente, además de imprecisa, me parece insuficientemente fundada.»

Estaría relativamente justificada una distinción entre pasado y presente que adoptara, como línea divisoria precisamente, la obra de Marx, proseguía Sacristán, es decir, «la toma de conciencia potencial, por la clase obrera en concreto y por lo tanto por la especie humana, de la eficacia de esas fuerzas productivas en el cambio social; en la medida en que esa toma de conciencia facilita cierto poder sobre ellas, se podría decir que a partir de Marx la situación cambia, al menos intelectualmente». Pero todo ello, en su opinión, no anulaba la validez del esquema de Marx al respecto. «No, la novedad no consiste en que hayamos descubierto que el modelo es falso. El modelo es adecuado. La novedad consiste en que ahora tenemos motivos para sospechar que el cambio social en cuyas puertas estamos no va a ser necesariamente liberador por el mero efecto de la dinámica, que ahora consideramos, de una parte del modelo marxiano. No tenemos ninguna garantía de que la tensión entre las fuerzas productivo-destructivas y las relaciones de producción hoy existentes haya de dar lugar a una perspectiva emancipatoria. También podría ocurrir todo lo contrario…»

La distopía de Adrian Berry era un ejemplo de la situación problemática que planteaba, ya en aquel entonces, para una perspectiva socialista la eficacia de las fuerzas productivo-destructivas en desarrollo. «Es evidente que el desarrollo considerado de las fuerzas productivo-destructivas chocaría con las relaciones de producción; pero no en un sentido emancipatorio, sino en el de reclamar otras más tiránicas. Por supuesto que eso no daña para nada a la bondad teórica de las proposiciones de Marx. Pero sí plantea un problema nuevo».

¿En qué plano se presentaba la necesidad de revisar la tradición predominante en el pensamiento socialista? «No en el plano teórico. La tensión entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción sigue siendo una constatación realista y de considerable capacidad explicativa de la historia que conocemos, de nuestro presente y de las posibles proyecciones futuras de este». En este punto era bueno recordar que, al precio de cierta ambigüedad, el esquema marxiano no era determinista. «Versiones de tendencia determinista se han presentado sin duda en la obra de ciertos autores, marxistas como Bujárin o más bien antimarxistas, como Loria. Pero ese no es el caso en las principales tradiciones marxistas.»

Ahora bien: la plausibilidad del esquema marxiano, por un lado, con su carácter no determinista, y la potencialidad visiblemente ambigua de las fuerzas productivo-destructivas en desarrollo, por otro, sugerían que el plano en el que había que practicar una revisión de cierto optimismo progresista de raíz dieciochesca, presente en las tradiciones socialistas, era el plano de la valoración política. «El problema es cómo reaccionar políticamente ante la presente tensión entre las fuerzas productivo-destructivas en desarrollo y las relaciones de producción existentes. Y lo principal de la solución que me parece adecuada consiste en alejarse de una respuesta simplista que se base en una confianza inalterada en el sentido emancipatorio del desarrollo de las fuerzas productivo-destructivas. Si se quiere formular esto de forma más filosófica, se podría sugerir que se trata de romper con el resto de hegelianismo que empuja a confiar en las supuestas leyes objetivas del desarrollo histórico».

Por el contrario, «habría que entender que un programa socialista no requiere hoy (quizá no lo requirió nunca) primordialmente desarrollar las fuerzas productivo-destructivas, sino controlarlas, desarrollarlas o frenarlas selectivamente». Si se prefería decir lo mismo de una manera más imaginativa, «se podría empezar por señalar que hoy debería estar ya clara la inadecuación, por ingenuidad, de una célebre frase de Lenin según la cual el comunismo son los soviets más la electricidad. No se ve que la célebre presa del Dniéper haya acercado mucho el comunismo. Más bien se puede sospechar que la organización férrea de la sociedad para producir ese tipo de obras ha contribuido considerablemente a destruir los soviets.»

Una política socialista respecto de las fuerzas productivo-destructivas contemporáneas tendría que ser bastante compleja y proceder con lo que Sacristán llamaba «moderación dialéctica», «empujando y frenando selectivamente, con los valores socialistas bien presentes en todo momento, de modo que pudiera calcular con precisión los eventuales «costes socialistas» de cada desarrollo. Esa política tendría que estar lo más lejos posible de líneas simplistas aparentemente radicales, tales como la simpleza progresista del desarrollo sin freno y la simpleza romántica del puro y simple bloqueo. La primera línea no ofrece ninguna seguridad socialista, y sí muy alta probabilidad de suicidio. La segunda es, para empezar impracticable…»

Era en el orden político donde era necesario extirpar «los elementos de progresismo dieciochesco y de objetivismo hegeliano presentes en la herencia de Marx y, a través de Marx, en numerosos marxistas».

2) Negación de la negación

En «Algunos atisbos político-ecológicos de Marx» (2009: 193-195), observaba Sacristán: «Marx ha intentado una versión de sentido común de esa especulación hegeliana, por ejemplo, en el lugar clásico de exposición de la función de la negación, del «lado malo», en el progreso histórico, que es un paso de la Miseria de la Filosofía.Pero los resultados son a menudo tan arbitrarios como los de Hegel: así por ejemplo, el comunismo sería la negación de la negación del comunismo primitivo o, aún más estéril y hasta ridículamente, el grano de cebada crecido en un tallo del cereal sería, según el ejemplo de Engels, la negación de la negación del grano de cebada sembrado. Este tipo de pensamiento imaginativo, muy tradicional en filosofía, se parece mucho a otras especulaciones triviales de la tradición, como la explicación mediante las ideas de acto y potencia, o de materia y forma».

Se trataba de codificaciones más o menos poéticas de experiencia común cotidiana, «pero tomadas como explicaciones de lo real, detienen al espíritu inquisitivo con la apariencia de una comprensión que no es más que paráfrasis de lo ya sabido. En el caso de la “negación de la negación”, la inhibición del espíritu investigador desemboca en cierto fatalismo que espera un desarrollo necesario de los hechos a través, precisamente, del “lado malo”: es la negatividad de un determinado estadio social, su lado malo, lo que permite el progreso».

La idea estaba muy clara en un paso de la Miseria de la Filosofía: «Es el lado malo el que da nacimiento al movimiento, el que hace la historia provocando la lucha. Si en la época del dominio del feudalismo los economistas, entusiasmados por las virtudes caballerescas, por la hermosa armonía entre derechos y deberes, por la vida patriarcal de las ciudades, por el florecimiento de la industria doméstica en el campo, por el desarrollo de la industria organizada en corporaciones, gremios y hermandades, en una palabra, por todo lo que constituye el lado hermoso del feudalismo, se hubieran planteado el problema de extirpar todo aquello que arrojaba sombras sobre ese cuadro -servidumbre, privilegios, anarquía- ¿qué habrían conseguido con eso? Habrían aniquilado todos los elementos que provocaron la lucha, habrían ahogado engermen el desarrollo de la burguesía, se habrían propuesto el problema absurdo de borrar la historia.»

Esta idea de progreso ineluctable a través del «lado malo» era la última raíz filosófica de la típica obsesión adolescente y falsamente revolucionaria de que cuanto peor están las cosas, tanto mejor para el futuro. «Y, por lo que hace a nuestro asunto, favorece paradójicamente una aceptación incondicional de lo dado, pues precisamente el mantenimiento de lo que hay, particularmente de su lado malo, es lo que va a permitir una superación de ese estadio. Hay documentos de peso para sospechar que el viejo Marx no ha pensado las cosas así; pero es seguro que el Marx maduro (el Marx ortodoxo, si se permite la broma) sí que ha pensado de ese modo, por lo menos hasta la redacción del libro primero de El Capital.»

Muy radicalmente, aproximándose a veces a lo que entonces era una tenaz tendencia derechista de la peor especie, la sociobiología política. Así en este paso de un manuscrito del año 1863: «¿Qué es el desarrollo de las capacidades del ser humano? Aunque se realiza al principio a costa de la mayoría de los individuos humanos y de enteras clases humanas, quiebra al final el antagonismo y coincide con el desarrollo del individuo singular: esto es, el desarrollo superior de la individualidad se compra inevitablemente mediante un proceso histórico en el que los individuos son sacrificados. Y eso prescindiendo de la esterilidad de tales consideraciones edificantes. pues las ventajas para Ia especie se imponen siempre, en el reino humano como en el animal y el vegetal, a costa de las ventajas de los individuos, ya que dichas ventajas para la especie coinciden con las ventajas para ciertos individuos, las cuales constituyen la fuerza de estos privilegiados.»

Existía, sin embargo, una diferencia importante entre los darwinistas sociales de derecha de ayer o los sociobiólogos reaccionarios de hoy, por un lado, y el pensamiento de Marx, por otro: «Marx piensa que la especie humana está llamada a “abandonar el reino animal”proposición que es absurda desde unpunto de vista zoológico, como es obvio, pero tiene un sentido político. Pero la aceptación del esquema del avance por el lado maloes, de todos modos, poco coherente con un programa de ecología política: si las cosas han de avanzar por su lado malo, se dirá, dejémoslas que sigan empeorando.»

Era este un pensamiento más corriente de lo que podía parecer, y no solo entre marxistas. «Más de un ecólogo académico de la mayor autoridad piensa más o menos las mismas consecuencias prácticas, aunque partiendo de otras premisas: que si la naturaleza de la especie humana es tal que la mueve a destruir su hábitat, peor para ella, pero mejor para las leyes de la naturaleza; si un desarrollo técnico autodestructivo arraiga en la naturaleza de la especie, hay que dejar que siga adelante, con sus humos, sus ruidos y sus desechos nucleares: todo ello es fruto de una potencia de la especie. Por lo demás, los insectos, muchos de los cuales resisten dosis de radiación demasiado altas para la especie humanaseguirán habitando el planeta y multiplicándose. Parece bastante raro el franciscanismo de este razonar lento, y hay que dudar de que Francisco de Asís hubiera estado dispuesto a favorecer a los insectos a costa de la extinción de la especie humana.»

Seguramente que eso no lo explicaba todo, pero era muy probable que enla raíz del, en aquel entonces, escaso eco que había tenido en la tradición marxista «el atisbo de ecología política presente enla obra de Marx esté el elemento hegeliano de su filosofía. Cualquier continuación útil de la tradición de Marx tiene que empezar por abandonar el esquema dialéctico hegeliano de filosofía de la historia. Marx mismoparece haberse dado cuenta de eso, más o menos claramente, desde mediados los años setenta del siglo pasado. En 1877, por ejemplo, escribía una carta, hoy ya célebre, a un periódico ruso reclamando que se dejara de entender su pensamiento comouna filosofía de la historia. La mismanecesidad se le imponía en varios contextos diferentes. Cada uno de ellos necesita su propio estudio.»

3) Reseña del autor de: Jesús Mosterín, Racionalidad y acción humana. Madrid: Alianza editorial, 1978, publicada en Mundo Científico, n.º1, marzo 1981, pp. 106-107.

Este libro es un conjunto de cinco estudios dedicados todos ellos a la tarea «del análisis, dilucidación y elaboración del concepto de racionalidad y de otros conceptos afines a un nivel filosófico y global» (p. 11), sin hacer intervenir directamente las que el autor juzga aportaciones más sólidas a la dilucidación del concepto de racionalidad -en especial, la teoría de la probabilidad, la de la decisión, la de la programación lineal y la teoría de juegos-, pero sí tendiendo un puente «entre las intuiciones de la gente, por un lado, y las técnicas formalizadas de decisión racional», por otro (p. 12).

El método predominante en los cinco estudios está en la tradición del análisis filosófico del lenguaje «natural», como se suele decir, esto es, del lenguaje común. Las personas que cultivan una filosofía especulativa o centrada en torno a contenidos místicos, o muy cargada emocionalmente -personas que son mayoría en el ambiente filosófico español- gustan poco de este filosofar analítico, distanciado, muy pocas veces patético, que Jesús Mosterín representa aquí distinguidamente. Habría que sugerir a los lectores impacientes de este tipo de literatura filosófica que cuando les irrite la consideración detenida de un uso lingüístico o de las implicaciones de una convención, recuerden que este estilo existe en la tradición filosófica desde mucho antes que nacieran Austin o Ryle, porque una buena parte del opus aristotelicum está escrita más o menos así.

El primer estudio -»El concepto de racionalidad»- precisa el uso de «racionalidad» que propone el autor: «…nos interesa el uso que del adjetivo “racional” hacemos cuando decimos de determinadas creencias, decisiones, acciones y conductas de los humanos que son racionales, y de otras, que no lo son» (p. 17). En ese sentido, la racionalidad presupone el uso de la razón, como capacidad o conjunto de capacidades, «que es una condición necesaria, pero no suficiente», de la racionalidad en el sentido precisado (p. 17). El estudio distingue entre racionalidad creencial, o de las creencias, y racionalidad práctica que es «la que se predica de decisiones, acciones y conducta», y propone definiciones de ambas. En el cumplimiento de esa tarea, el autor dilucida otros conceptos afines y necesarios, propone distinciones -por ejemplo, entre racionalidad creencial individual y colectiva- y sugiere reconstrucciones precisas de términos de vago uso corriente, como «dogmático», «escéptico», «crítico», «doctrinario».

El segundo estudio -«La incompleta racionalidad»- que es probablemente el más sugestivo del libro, contiene ante todo la dilucidación de las nociones de necesidad e interés, deseos y fines, sentido de una acción; entra luego en una discusión de la frase «sentido de la vida» y de la clásica cuestión de naturaleza y cultura, y vuelve a tratar cuestiones ya consideradas en el estudio anterior (tres de los cinco estudios que integran el libro habían aparecido ya en otras versiones). Pero, además, recogiendo motivaciones de naturaleza ético-social apuntadas en el primer estudio, este presenta una hipótesis acerca de la situación de crisis de nuestra cultura, centrada en la noción de racionalidad incompleta. A la hipótesis diagnóstica se añade una propuesta terapéutica. He aquí una de las formulaciones más completas de la idea: «Los actuales problemas de nuestra cultura surgen de la incompleta racionalidad, de la aplicación de grandes dosis de racionalidad en unos campos simultaneada con la casi total ausencia de racionalidad en otros. Estos males solo son curables ampliando el ámbito de la racionalidad.» (p. 66)

El tercer estudio -«Intereses y racionalidad»- desarrolla análisis ya presentados más sucintamente (los de las nociones de interés y deseos). La distinción entre intereses (objetivos) y deseos introduce otra de interés político: la distinción entre democracia y tecnocracia. La administración democrática se basa en ese deseo: consiste en hacer lo que la mayoría de la gente quiere. La administración tecnocrática se basa en el interés objetivo: consiste en hacer lo que conviene a la gente. Con un animoso desprecio de los puntos de vista más frecuentes en su medio, al modo del autoritario Wolfgang Harich, Mosterín admite problemas y situaciones que se deben tratar «a la manera democrática» y otros de obligado tratamiento tecnocrático: «Hay ámbitos de la vida en que la superioridad del enfoque democrático es tan evidente que prácticamente nadie lo pone en duda» (p. 79). «Hay otros ámbitos de la vida en que la superioridad del enfoque tecnocrático está igualmente clara» (p. 79). Estos últimos son «muchos de los problemas globales actuales» (p. 81). Harich suele poner en cabeza de la lista de estos problemas de tratamiento tecnocrático o autoritario el de la conservación de los océanos. Presumiblemente, Mosterín piensa en problemas análogos.

El resto de este estudio presenta una dilucidación de la noción de conducta racional que opera con más parámetros que en el primer estudio. Los dos últimos capítulos -»Creer y saber» y «La acción humana»- son los más estrictamente analíticos del libro. Con una composición más pedante de este, se habrían tenido que colocar al principio. Pero seguramente ha acertado el autor al ponerlos al final, si su intención era la de despertar el interés de lectores no particularmente aficionados a la inevitable morosidad analítica.

No es fácil apuntar con brevedad las varias discusiones que sugiere este libro riguroso y estimulante. Tal vez algunos lectores queden poco convencidos por el optimismo gnoseológico que inspira al autor. Ese optimismo tiene varias manifestaciones: hace que el autor pase por alto la función de la valoración en las creencias (aunque, como es natural, considera el papel de la voluntad en la racionalidad práctica); también le conduce a cierto absolutismo respecto de los fines últimos de la acción, pese a reconocer explícitamente «el momento de gratuidad» que hay en ellos (p. 31): pues una «condición de la conducta racional consiste, en la asunción de los propios intereses en el sistema de fines; es decir, el bienestar propio ha de ser uno de nuestros fines últimos» (p. 53). Por razonable que sea, esa condición implica que ciertos fines últimos son fuente de racionalidad, lo que equivale a decir a la moderna lo que los antiguos expresaban diciendo que hay ciertos fines que son intrínseca, absolutamente buenos. No es cosa de afirmar sin más que esta posición sea inevitablemente inconsistente con la afirmación de la gratuidad de los fines últimos, pero sin duda habría habido que construir explícitamente su consistencia, o declarar que es una posición separada del análisis por un hiato decisional.

En general, el optimismo gnoseológico de Mosterín le lleva a menospreciar o silenciar ciertas dificultades de su posición. Por ejemplo: en la discusión de la validez de costumbres o doctrinas tradicionales, y utilizando el ejemplo del aborto en las concepciones heredades y ante los presentes problemas demográficos, Mosterín escribe: «desde el punto de vista racional, nada está absolutamente permitido o prohibido, ni por Dios ni por el diablo ni por la naturaleza ni por la historia. Lo único que no se puede hacer es lo que es físicamente imposible. Esto no significa, naturalmente, que todo da igual -lo cual sería caer en la frivolidad práctica- sino que todo depende de las metas que en un momento dado persigamos y de la información sobre el mundo de que dispongamos.» (p. 37). A propósito del ejemplo del aborto y del problema demográfico, la argumentación y las metas deberían llevar a Mosterín a considerar más bien el senicidio. El que no lo haga parece depender no de su argumentación, sino de factores culturales no explicitados.

Este optimismo se hace a veces cientificista. De vez en cuando, dentro de una tradición neopositivista, como cuando hace intervenir esa pieza inevitable de «filosofía cientificista perenne» que es el criterio de los competentes, entender el cual es condición de la racionalidad creencial. El mismo ejemplo que aduce Mosterín se burla un poco del criterio de los competentes y sugiere que, junto a ese criterio, habría que introducir en la racionalidad creencial y en la práctica un criterio de docta ignorancia, por así decirlo, que autorizara a prescindir en ciertos casos de las opiniones de los científicos. El ejemplo de Mosterín es la deriva continental: el creyente racional ha de admitir la opinión dominante al respecto entre los geólogos competentes. Pero ocurre que que en una generación esa opinión ha cambiado dos veces: hace poco más de treinta años se enseñaba en el bachillerato la tesis de la deriva continental en la versión de Wegener; luego se olvidó, y hoy se vuelve a enseñar con otra explicación. Parece bueno recomendar al creyente racional y, sobre todo, al agente racional que, cuando ello sea posible, procure decidir con independencia de si los continentes se deslizan o no.

Una dificultad análoga pero ampliada, se presenta cuando Mosterín pasa del criterio de los competentes al de la competencia misma «…solo en nuestra actual cultura universal se ha desarrollado una cosmovisión de este tipo» científico. «solo en esta cultura puede uno plantearse la racionalidad creencial y, por tanto, también la práctica, que viene condicionada por la anterior» (pp. 57-58). No es seguro que la definición de creencia racional por Mosterín le imponga esa consecuencia (entre otras cosas, porque el criterio de los competentes es relativo). Pero si realmente esta posición se deriva de la noción de racionalidad creencial y práctica del autor, entonces esa noción parece inadecuada, puesto que declara irracionales las conductas que podríamos llamar sensatas o razonables de individuos de otras culturas. No es este un modo de decir conveniente.

La cuestión respecto de la cual el optimismo cientificista puede tener consecuencias menos deseables es la de la «racionalidad incompleta» considerada en el interesante estudio segundo. «Nuestro sistema sociocultural, nuestro mundo», escribe el autor, «ha entrado en crisis. Y los aspectos más visibles de esa crisis son el resultado de la aplicación tecnológica (basada en la ciencia) a unos campos sí y a otros no, son el resultado -en definitiva- de la desigual aplicación del método racional a parcelas sectoriales de la actividad humana.» (pp. 64-65)

Nada se puede objetar a esa descripción, que siempre se oye, por ejemplo, cuando se habla del atraso de las ciencias sociales respecto de las naturales. Pero hay que tomarla como una simple descripción, y hay que añadir -incluso en el plano meramente descriptivo- que muchas técnicas racionales en algún aspecto se aplican irracionalmente en otros. Se trata, unas veces, de la conocida discrepancia entre la microrracionalidad (de una empresa individual, p. e.) y la macrorracionalidad del conjunto del sistema producción-economía-ecología de nuestra sociedad; otras veces se trata de la aplicación de la racionalidad técnica a fines «irracionales» (industria del armamento). En general, esta tesis de Mosterín pasa por alto la instrumentalidad de la razón técnica y considera insuficientemente los aspectos morales y sociales, no tecnológicos, de estos problemas. Hay, en efecto, en el libro varias muestras de la falta de percepción de marcos y datos sociales, la cual empobrece o debilita los resultados de ciertos análisis o sus aplicaciones. Así, por ejemplo, Mosterín considera «pautas absurdas, que nunca tuvieron sentido» porque nunca han satisfecho «los intereses de las personas que las aceptan», usos sociales como la cliteronomía, el estrujamiento de los pies femeninos, etc (p. 59). Si se tiene en cuenta el marco social se pone enseguida de manifiesto el sentido de esos usos, su funcionalidad a los intereses de la dominación masculina. La insuficiencia del punto de vista sociológico e histórico acarrea en última instancia, contra la intención explícita del autor, la absolutización de criterios de racionalidad probablemente adecuados para nuestra cultura, pero cuya afirmación absoluta oscurece la comprensión de ciertos aspectos de los problemas tratados.

Hay en el libro de Mosterín una expresión de optimismo racionalista que a algunos lectores puede parecer un poco patética. En medio del presente renacimiento de tradiciones, filosofías y actitudes irracionalistas (probablemente relacionados con la extensa crisis económica y cultural a la que también alude el autor), la introducción al volumen empieza así: «Las palabras “racional” y “racionalidad” gozan actualmente de buena salud y se usan más (y en tono más positivo) que nunca» (p. 11). Eso parece ser más un deseo que una observación. Sin embargo, este libro de Jesús Mosterín puede contribuir a que ese deseo se acerque a la realidad.

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