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Paro nacional 2025

Militarización indebida, estigmatizaciones, uso desproporcionado de la fuerza y otras arbitrariedades

Fuentes: Rebelión - Manifestación en solidaridad con Otavalo y el paro nacional, 12 de octubre de 2025, Quito. Foto: Pocho Álvarez.

El 12 de septiembre de 2025, Daniel Noboa Azín emitió el decreto 126 mediante el cual el galón de diésel pasó de costar 1.84 a 2.84 dólares estadounidenses. A partir de diciembre, este valor se ajustará gradualmente según un sistema de bandas hasta alcanzar el precio internacional. Los argumentos que justifican la medida se reducen básicamente a tres: 1) el subsidio supuestamente es regresivo porque beneficia a los sectores de más altos ingresos; no obstante, las reiteradas remisiones e incentivos tributarios en favor de los grupos económicos más poderosos sugieren que la actual administración sigue el camino contrario. La verdadera razón, más bien, estaría en las políticas de austeridad económica que, obedeciendo los dictados del Fondo Monetario Internacional (FMI), exigen recortar la inversión pública y el gasto social. 2) Aparentemente, hay un afán ambientalista que busca reducir el consumo de combustibles fósiles altamente contaminantes; sin embargo, no se observa la misma coherencia cuando se trata de dejar petróleo bajo tierra como exige la consulta popular del Yasuní o cuando se emiten licencias mineras que ponen en peligro las fuentes de agua como ocurre en Quinsapincha y otros lugares del territorio ecuatoriano. 3) Las economías criminales, especialmente la minería ilegal, serían las principales beneficiarias del subsidio por lo que eliminarlo obedecería a un asunto de seguridad nacional. Volveremos sobre este punto más adelante.

Esta no es la primera vez que se intenta eliminar los subsidios a los combustibles en el Ecuador y cada uno de estos intentos ha generado graves conflictos. Los últimos ejemplos los tenemos en los levantamientos indígenas de 2019 y 2022 que forzaron a los gobiernos de turno a dar marcha atrás en sus pretensiones. Por otra parte, los argumentos del oficialismo ignoran o, en su defecto, ocultan el hecho de que del precio del diésel dependen los costos del transporte en general, especialmente, de los productos de la canasta básica y de la transportación pública. En un contexto de alta precariedad como el que atraviesa el país, estos ajustes impactan de manera significativa a las economías populares, en particular, a las campesinas, que no solo resienten sus efectos, sino que también se resisten las imposiciones del FMI, orientadas principalmente a garantizar el pago a los acreedores de deuda externa.

Es así como, ni bien Noboa emitió el decreto 126, los transportistas urbanos anunciaron una paralización, obligando al gobierno a concederles unos bonos bastante costosos para calmar los ánimos en el gremio del volante. En un segundo momento, y mucho más importante, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), junto con varias organizaciones sociales, convocó a un paro indefinido en contra de una medida que ellos consideran lesiva para el bolsillo de la mayoría de la población.

En los últimos años, ante el continuo rechazo a los llamados “paquetazos económicos”, las élites oligárquicas y sus voceros se han dedicado a construir un consenso mediático para que la población acepte estas medidas como un asunto de seguridad nacional. Por un lado, sus argumentos dan preeminencia a los razonamientos de la llamada economía ortodoxa por sobre los discursos de los derechos sociales y los análisis de los impactos del hambre, el desempleo y la pobreza. Nos encontramos, de este modo, ante el concepto del “homus economicus”, del que nos habla la filósofa Wendy Brown, noción de la que emergen reflexiones y comportamientos antidemocráticos que idealizan consideraciones económicas en favor de grupos plutocráticos por sobre aquellas que se refieren a la calidad de vida de la gente y sus derechos políticos/sociales.

Por otro lado, poderes oligárquicos, gracias al control de los medios de comunicación tradicionales y algunos digitales, han llevado a cabo una estrategia de difamación basada en la promoción de afectos negativos como el miedo y una burda equiparación de la oposición política con la corrupción cuando no directamente con las mafias. Esta campaña consiste en difundir diversos mensajes que amplifican rumores sin ningún tipo de evidencia verificable que los respalde, para estigmatizar como criminales, terroristas o narcotraficantes a aquellas personas o colectivos que se oponen sus políticas de austeridad económica. En la medida en que los levantamientos indígenas han representado el principal obstáculo para implementar los recortes o ajustes fiscales, esta estrategia comunicativa también busca intensificar el racismo en la población, recurriendo a malintencionadas acusaciones de terrorismo que alimentan continuos insultos contra los pueblos indígenas en las redes sociales.

En la coyuntura actual del paro indefinido de 2025, el gobierno ha profundizado esta campaña de desinformación dando un paso más en la criminalización de la protesta. Noboa y sus funcionarios, en colaboración con medios de comunicación e influencers afines, construyen el relato de que el Ecuador vive una guerra. En referencia a las múltiples manifestaciones en distintas localidades de la Sierra ecuatoriana, el ministro de defensa Giancarlo Loffredo ha declarado enfáticamente que para “ganar el sueño de la paz hay que ganar la guerra”; es decir, entiende que los manifestantes civiles son un enemigo al que hay que derrotar en términos militares. La idea es trasladar el proceso de militarización que rige en el mal llamado “conflicto armado interno” —figura legal declarada inconstitucional en múltiples ocasiones por la Corte Constitucional debido a que no se ajusta a la realidad ecuatoriana ni está acorde con la normativa del Derecho Internacional Humanitario— al contexto de la resistencia ciudadana, asimilándola a la acción de los grupos de delincuencia organizada (GDOs), hoy declarados organizaciones terroristas.

En ese cometido, el gobierno recurre a las viejas doctrinas del enemigo interno y del “eje de mal”, rescatando los viejos postulados de la guerra sucia o la guerra contrainsurgente, al definir a los llamados “delincuentes terroristas” como una amenaza para la seguridad nacional. En intervenciones públicas recientes, por ejemplo, Noboa literalmente ha llamado “los malos” y “violentos” a los manifestantes, vinculándolos además con las economías ilegales; es decir, proyecta sobre ellos la imagen de un enemigo interno que los ubica en el mismo plano que los “criminales”. Este juego retórico se propone justificar el uso de la intervención militar contra estos “terroristas”, quienes serían una amenaza para la soberanía estatal y cuyas acciones violentas los situarían fuera del ámbito de la protección de los derechos humanos. Human Rights Watch ha puesto en entredicho el relato oficial, al verificar que, salvo unos pocos casos aislados, la gran mayoría de manifestaciones han sido de carácter pacífico.

Podemos ahora explicar mejor y deconstruir el tercer argumento mencionado en el primer párrafo. Aparentemente, se elimina el impuesto al diésel como parte de una estrategia de mayor alcance: el combate al crimen organizado. Al vincular la resistencia ciudadana con los llamados GDOs, se borran de la esfera pública los debates sobre la desigualdad y la pobreza para encerrarse en lo que el gobierno considera su fortín discursivo: la seguridad. Gracias a esta estrategia, acompañada de continuas declaratorias de estado de excepción y una cuestionable “guerra” contra la delincuencia —muy deficiente por decir lo menos ya que el 2025 será el año más violento de la historia reciente del país—, se lleva a cabo un proceso de militarización dirigido a reprimir duramente a los manifestantes, asociándolos con la mafia y el terrorismo. Este tipo de argumentaciones simplistas también ha permitido al gobierno avalar el arbitrario congelamiento de las cuentas bancarias de los dirigentes indígenas, acusándolos de enriquecimiento ilícito, sin contar con las órdenes judiciales ni presentar elementos probatorios que sustenten dichas acusaciones.

Recapitulemos varios momentos que, aunque bastante fragmentarios y lejos de ofrecer un recuento exhaustivo del paro, dan cuenta de esta violenta estrategia. El decreto 126 estuvo seguido del 127 que movió temporalmente la presidencia de la república de Quito a la ciudad de Latacunga y la vicepresidencia a Otavalo. Simultáneamente, se promulgó un estado de excepción en siete provincias esta vez de la Sierra —aquellas con mayor población indígena y cuyos índices de violencia son relativamente bajos— bajo la causal de grave conmoción interna. Esta declaratoria restringió el derecho a reunión de la ciudadanía, otorgó facultades reforzadas a las fuerzas del orden y sancionó un toque de queda. La Corte Constitucional, sin embargo, declaró inconstitucional el toque de queda y redujo la vigencia del estado de excepción a dos de las siete provincias: Imbabura y Carchi, enfatizando además en la necesidad de respetar la libertad de reunión y el derecho a la resistencia pacífica. Como respuesta, Noboa promulgó un nuevo estado de excepción ampliándolo a doce provincias (las cinco anteriores más otras cinco de la Amazonía y la Sierra sumadas a Carchi e Imbabura). Esta insistencia y localización geográfica evidencia que el gobierno tenía plena conciencia de que sus medidas económicas iban a generar un profundo malestar ciudadano. Igualmente, revelan que su verdadera prioridad no era combatir la delincuencia organizada, sino bloquear la resistencia pacífica, en abierta contradicción con lo estipulado por la Corte, con el fin de evitar un escenario similar al de 2019 o 2022.

Entre las primeras acciones represivas, el gobierno cerró un canal de televisión del Movimiento Indígena de Cotopaxi, atentando contra los derechos de libertad de expresión; posteriormente, cerraría otros dos medios comunitarios. Mientras la protesta agarraba fuerza en Otavalo y en el resto de la provincia de Imbabura, en una entrevista televisada y sin presentar evidencias, Noboa manifestó que las protestas estaban financiadas o, en su defecto, infiltradas por grupos de delincuencia organizada vinculados con la minería ilegal. Hasta la fecha, ninguna investigación periodística ni reporte policial ha encontrado nexos que permitan realizar semejantes acusaciones. Poco antes, el ministro del Interior John Reimberg había denunciado la captura de dos ciudadanos venezolanos el 22 de septiembre que, según él, otra vez sin mostrar las pruebas correspondientes, pertenecían al Tren de Aragua; sin embargo, la fiscalía no aportó elementos en tal sentido ni los acusó por crimen organizado, dejando sin piso las declaraciones del ministro.

Junto a los dos venezolanos, se capturó a diez personas más. Los doce de Otavalo fueron acusados de terrorismo como presuntos responsables de la destrucción de un cuartel de policía y luego fueron trasferidos a una cárcel de máxima seguridad en Manabí, provincia costeña alejada del lugar de los hechos. Estas detenciones han sido ampliamente cuestionadas. Primero, uno de los detenidos padecía de autismo y otros dos de epilepsia, debiendo ser regresados a su lugar de origen. Estos cuadros clínicos —en particular el primero— abren serios cuestionamientos sobre la acusación de “terrorismo”. Segundo, la situación se torna aún más arbitraria si tenemos en cuenta que la jueza del caso aceptó parcialmente el habeas corpus, dictaminando que el traslado a Manabí fue ilegal. Según el fallo, los detenidos debían regresar de inmediato a su provincia, pero el Servicio Nacional de Adultos y Adolescentes Infractores (SNAI) no dio cumplimiento inmediato a la orden judicial.

Los eventos escalaron aún más. El 28 de septiembre, Efraín Fuérez murió debido un disparo en la espalda presuntamente por miembros de las fuerzas armadas. En un video que se viralizó, vemos caer a Fuérez mientras participaba en una manifestación y un amigo suyo intenta rescatarlo; pero cuando dos tanquetas militares se hacen presentes, varios efectivos, en lugar de socorrer a la víctima, patean con sadismo tanto al caído como al compañero que intentaba protegerlo. Reimberg en una entrevista en un medio internacional, en lugar de solidarizarse con la familia y lamentar la muerte, enfatizó en la necesidad de periciar el video para comprobar si correspondía a ese día y si no había sido manipulado. La intención del ministro básicamente era poner en duda el comportamiento violento de la fuerza pública. Human Rights Watch verificó la autenticidad del video, y sus imágenes refutan por completo la tesis que Reimberg quería posicionar ante la opinión pública. Lo correcto habría sido ofrecer una disculpa pública a los familiares de Fuérez y abrir las investigaciones administrativas y judiciales correspondientes, lo cual no se ha realizado con la debida transparencia.

La virulencia de la represión ha sido una constante en este paro. Primero, a diferencia de los levantamientos anteriores, el gobierno militarizó prácticamente toda la región de la Sierra. Es importante resaltar que las fuerzas armadas no están preparadas ni tienen entre sus atribuciones vigilar manifestaciones de población civil desarmada. Su formación se basa en neutralizar o eliminar al enemigo, principios que no son compatibles con el control de huelgas y marchas ciudadanas; por el contrario, su participación en este tipo de escenarios resulta especialmente peligrosa ya que pueden convertirse en la antesala de una masacre. Segundo, hay videos que dejan ver a agentes vestidos de civil, algo prohibido por la ley ecuatoriana. Se trata de infiltrados, quienes tienen a su cargo generar caos para desprestigiar, detener y luego judicializar a los manifestantes. Las imágenes, entre otras cosas, muestran cómo estos infiltrados colaboran con sus compañeros de uniforme, capturando a los manifestantes que, ya indefensos, son golpeados con una brutalidad extrema. Tercero, la estrategia del gobierno es impedir que las organizaciones indígenas de otras provincias lleguen a Quito. Por un diseño militar, la protesta se focalizó en diferentes puntos de la sierra ecuatoriana, en particular en Imbabura.

Quito, de este modo, vive un estado de sitio bastante sui generis. Los quiteños pueden desarrollar su vida con normalidad siempre y cuando no salgan a manifestarse en las calles; tampoco se permite el ingreso de organizaciones indígenas de otras regiones, a quienes se les tiene bloqueado el acceso a la capital. Si la gente se manifiesta inmediatamente es dispersada y reprimida violentamente por las fuerzas del orden. El 12 de octubre, por ejemplo, varias organizaciones sociales, artísticas y culturales de Quito llamaron a una marcha en solidaridad con Otavalo, ciudad que, como hemos dicho, ha sido objeto de una represión excesiva. La respuesta del gobierno fue movilizar a 7.000 militares a Quito, junto a otro gran número de policías. Un operativo nunca visto en la ciudad, cuyo objetivo último es impedir que la gente se reúna en las calles y ejerza su derecho a la protesta pacífica.

Dentro de la retórica guerrerista, Noboa organizó un primer operativo al que llamó “Convoy humanitario”. El operativo estuvo a cargo del ejército, en clara contradicción con las normas internacionales que establecen que este tipo de operaciones no pueden ser dirigidas por las fuerzas armadas. Noboa y los suyos en realidad camuflaron bajo este nombre una intervención militar que tenía como meta “liberar” a la región de “terroristas y criminales”; es decir, su verdadero objetivo era poner fin al paro por medio de un gran despliegue de violencia estatal. Cuando las comunidades indígenas frustraron la incursión del convoy, el oficialismo inmediatamente difundió la noticia de que los manifestantes irresponsablemente bloquearon la llegada de la ayuda humanitaria, describiéndolos como personas violentas y carentes de principios morales. Este lenguaje, sin embargo, se contradice con un hecho posterior. Diferentes organizaciones sociales organizaron un concierto en Quito para recolectar diversos productos y ayudar a las comunidades indígenas de Otavalo. En esta ocasión, la policía intentó impedir el paso del camión sin que haya causales legales para justificar este tipo de arbitrariedad. Demás está decir que, en esta ocasión —a diferencia de lo realizado por el gobierno—, la ayuda fue gestionada por organizaciones civiles.

Cuando la protesta se extendió de Imbabura a otras provincias de la Sierra, especialmente Cañar, Loja y la ciudad de Alausí, la manipulación discursiva de Noboa dio una nueva vuelta de tuerca. En Cañar, la comitiva presidencial imprudentemente intentó cruzar un punto crítico. Los manifestantes, como era de esperarse, mostraron su enojo, lanzando piedras a la comitiva. Noboa inmediatamente se victimizó, acusándolos de tentativa de asesinato. La ministra Inés Manzano irresponsablemente denunció que hubo disparos contra el presidente; pero, según el informe policial, no se encontraron impactos de bala. El gran despliegue informativo tampoco mencionó que seguramente Noboa no se encontraba en la comitiva. Hay videos que lo muestran llegar en helicóptero a su lugar de destino.

En Saraguro, provincia de Loja, la represión también se hizo presente. El uso indiscriminado de bombas lacrimógenos le costó la vida a Rosa Elena Paqui, mujer de tercera edad, quien murió a causa de un paro cardiorrespiratorio debido a la inhalación de esos gases. En las provincias del Azuay, Bolívar, Cañar, también hay imágenes de detenciones a señoras de tercera edad, muchas de las cuales fueron maltratadas y golpeadas por miembros de la fuerza pública.

El 14 de octubre, la protesta recobró fuerza en Otavalo y el gobierno preparó un segundo “convoy humanitario”. Un sinnúmero de camiones de las fuerzas armadas se reunió en las afueras del aeropuerto de Quito y se dirigió a Imbabura. La Cruz Roja se negó a participar, exigiendo que no se utilizara el logo de su institución porque se trataba de un operativo de tipo militar. El resultado fue una nueva escalada de la violencia. Hay imágenes que muestran la carretera panamericana totalmente cubierta de humo blanco producto de los gases lacrimógenos. En otros videos, se observa a policías ingresar ilegalmente a territorios de las comunidades indígenas. Los vemos disparando bombas indiscriminadamente, afectando a niños y personas de la tercera edad, y golpeando innecesariamente a los detenidos ya indefensos, entre muchas otras conductas violentas. Hay militares, en cambio, que aparecen ocultos en lugares estratégicos como franco tiradores; a otros, en cambio, se los ve disparar directamente contra la gente. La represión del gobierno convirtió a Otavalo en una zona de guerra en donde Braulio Estiven Morales Farinango perdió una pierna debido a una herida de bala y José Alberto Guamán murió debido a un disparo presuntamente ejecutado, otra vez, por miembros de las fuerzas armadas. La represión, además, dejó decenas de heridos entre los manifestantes, muchos de ellos, por impactos de bala.

La comuna de San Miguel del Común al norte de Quito también ha sido objeto de una represión desproporcionada. Desde los primeros días, se ha visto cómo efectivos policiales disparan gran cantidad de bombas lacrimógenas sin respetar los protocolos que exigen no realizar disparos frontales y en espacios cerrados. Se lanzó estas bombas en escuelas y viviendas, afectando a niños y personas de la tercera edad. Igualmente, la represión se mantuvo hasta altas horas de la noche. Hay videos que muestran a agentes vestidos de civil que dialogan con policías antes y después de ingresar a las propiedades de los comuneros. En los últimos días, la represión se ha acrecentado a tal grado que se observa a policías a plena luz del día ingresar a un hogar, maltratar a sus residentes y prácticamente secuestrar a Leonardo Arreaga. De modo similar, otras imágenes muestran a un policía llevándose una olla comunaria, privando de alimentos a la gente del lugar.  Roberto Samuezo, quien ni siquiera participaba en las manifestaciones, recibió el impacto de frente de una bola de goma disparada por un policía, hecho que le ocasionó la pérdida del ojo derecho.

Por todo lo dicho podemos concluir que, en el contexto del paro de 2025, si la definición de terrorismo implica la intimidación y coacción a la población civil desarmada mediante el ejercicio de la violencia, queda claro que los manifestantes no están armados ni son los que intimidan al resto de la sociedad. Por el contrario, el gobierno y las fuerzas del orden han aterrorizado a la población civil mediante el uso excesivo de la fuerza, atentando contra el legítimo derecho a la resistencia pacífica. Por tanto, si hemos de aplicar el mote de terrorista a alguien, no podemos utilizarlo contra las organizaciones indígenas y sociales que protestan en contra del progresivo encarecimiento de vida para las mayorías. Por el contrario, dicho término se ajustaría mejor a describir a las acciones del gobierno y la fuerza pública, cuya meta principalmente ha sido intimidar a las organizaciones indígenas y a otros sectores de la oposición, con el fin de disuadirlos de protestar contra las políticas de la austeridad económica. En definitiva, en el paro de 2025, si algo puede definirse como terrorismo, sería el accionar que se ejerce desde el propio Estado.

Lizardo Herrera: Whittier College

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.