En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán Salvador López Arnal entrevista a Ernesto Castro, escritor, pensador, sonámbulo milénial y profesor de Estética en la Universidad Autónoma de Madrid.
Salvador López Arnal.- ¿Cómo llegaste a la obra de Manuel Sacristán?
Ernesto Castro.- Fue Jorge Riechmann el primero que me habló de Sacristán, en la asignatura de Ética que cursé con él a finales de 2009. Riechmann se refería a Sacristán como su maestro, a la par que aclaraba no haberlo conocido en persona. Eso me sorprendió, pues no creía en la posibilidad de maestrazgos a distancia. Cuando leí a Sacristán, lo comprendí. Pocos autores transmiten tan vivamente su personalidad por escrito, dándote la impresión de que los conoces de toda la vida. Incluso hoy, habiendo transcurrido años, décadas desde que leí a Sacristán, habiendo olvidado la mayoría de sus tesis, aún oigo una vocecita sacristaniana dentro de mí, que me recuerda su actitud de seriedad ante la vida. Por suerte o por desgracia, no le hago mucho caso a esa voz, so capa de volverme loco.
Lo cierto es que no me interesé por Sacristán hasta que no me sacudió en mi conciencia política el 15M. Por edad, debo de pertenecer a la última generación que flotó feliz en la despolitización previa a la crisis de 2008. Despolitización que otrora creía una actitud a combatir y hoy miro con engañosa nostalgia. ¡Quién pudiese vivir tiempos históricamente anodinos! Fue en el verano de 2011, entre asambleas y comisiones de Acampada Sol, que me leí los cuatro tomos de Panfletos y materiales. Pese a estar en tercero de carrera, fue la primera vez que tomé contacto vigoroso con ese género tan castizo de las «sobras completas» y me encantó. En la universidad en que me había matriculado se enseñaban tan pero tan mal las asignaturas de pensamiento español. Asistíamos a machaconas demostraciones deícticas de que la filosofía existe, ha existido, existirá en España. El profesor nos señalaba los volúmenes de Averroes, Maimónides y Suárez; pero, al no saber ni árabe ni hebreo ni latín, era incapaz de leerlos. Me consta que en otros programas de estudio es temario obligatorio la Querella Sacristán-Bueno, lo cual tiene su gracia, pues si en algo estaban de acuerdo esos dioscuros del materialismo ibérico era en limitar la doxografía al mínimo. ¡Y míralos ahora, reducidos a puritita doxografía!
Total, que Sacristán fue el primer filósofo español que leí sin experimentar vergüenza ajena (¿o debería decir propia?). En 2012 me matriculé en un posgrado en Barcelona solo porque se anunciaba en Sin Permiso, revista de raigambre sacristaniana en la que colaboraba. Era publicidad engañosa, por desactualizada: Antoni Domènech y cía. ya no daban clase allí. En otro sitio conté mis reuniones con Domènech, que en paz descanse. Él pasaba revista al cosmos, desde la crisis de la deuda europea a las alcaldías del cambio, atrochando por sus bestias negras de la filosofía continental. Yo estaba entusiasmado con los marxistas analíticos que él me había descubierto. Cuando le resumí mi trabajo final de máster, me dejó listo para sentencia con «eso es neoclásico». ¡No se diga más! Así dejé de entusiasmarme con los marxistas analíticos, por malditos neoclásicos. ¡A saber lo que quería decir! Menos mal que reaccioné pronto contra ese cúmulo de descalificativos —neoclásico, posmoderno, posestructuralista, neoliberal: el quid está en el prefijo— con los que Domènech avasallaba el pensamiento circundante. Como buen maestro, me enseñó lo mejor que puede enseñarse: a desconfiar de los maestros.
Más tarde trabé amistad con Félix Ovejero, otro sacristaniano de pro, y por ende enfrentado a otros tantos sacristanianos. Lo del Frente Popular Judaico y el Frente Popular de Judea se queda corto para nuestro fraccionamiento intelectual. Da lástima que quienes en los ochenta firmaron juntos sus brillantes «13 tesis sobre el futuro de la izquierda» luego se distanciasen por un quítame allá esas pajas independentistas. En esta península nos pierde el nacionalismo, y no me refiero solo a las elecciones. Parece que solo pudiésemos ponernos de acuerdo en vivir separados. El silencio tácito y táctico de Sacristán sobre el ser de España —«el agujero negro del ensayismo español», lo llamó alguien: quien entra allí ya no ve la luz— es una muestra más de su inteligencia.
Por aquel entonces —y por no alargarnos más— murió Paco Fernández Buey, el último sacristaniano de primera hora al que traté personalmente, a través de su hijo Eloy (Fernández Porta, al que tanto también debo). Del padre, reseñé para Sin Permiso su libro póstumo sobre la tercera cultura, síntesis emancipadora de las artes y las ciencias. Si algo significa para mí el sacristanismo es el anhelo de esa síntesis. No va conmigo ni la reducción del arte a la ciencia ni la disolución de la ciencia en el arte, sino lo dicho: la síntesis a la que apuntaba Sacristán, que será emancipadora o no será.
Salvador López Arnal.- Se habla en ocasiones del singular estilo filosófico de Sacristán. ¿Qué destacarías de su estilo?
Ernesto Castro.- Elegiste un adjetivo muy sugerente, que da mucho que pensar: singular, porque el de Sacristán era un estilo único, pero también plural, porque no es exactamente idéntico en sus entrevistas que en sus ensayos o conferencias, aunque en todos esos armónicos se oiga el mismo bajo continuo de fondo. Rara es la persona que no acusa una falla entre su estilo oral y su estilo escrito. Los que no lo hacen caían hace décadas en retóricas vacuas (óigase la pompa verbal del NO-DO) o en el aplanamiento en curso de la prosa. Sacristán no pecaba de ninguno de esos dos defectos, y eso que hablaba casi igual que escribía. Le pegaba un estilo a la par científico y poético, entendidas ambas disciplinas como impulsos de precisión, no como fórmulas arbitrarias y hojarasca adjetival. Lo que embelesa de las pocas grabaciones que quedan de Sacristán es su formidable distribución de los silencios. En su discurso es tan significativo lo que se expresa como lo que se omite. De alguna de sus charlas podemos decir lo que decían de Ortega: que se le oye pensar cuando calla. No es tan frecuente como debería.
Dicho sea de paso, parémonos a pensar un minuto en la anomalía de que las entrevistas a un pensador se publiquen sin desdoro en formato libro, junto a textos más meditados y autónomos. Es una anomalía epocal absoluta. Que yo sepa, en las obras completas de ningún filósofo anterior a 1950 se incluyen entrevistas, y por un buen motivo: el formato periodístico era demasiado reciente para no incurrir en la parida. Si lees entrevistas a Unamuno o a Ortega antes de la guerra, rezuman tanta o más frivolidad que los actuales y manidos podcasts. Pero hubo un periodo intermedio, entre la invención del formato y su masificación digital, cuando Sartre se pronunciaba sobre Vietnam o Heidegger sobre Dios en entrevistas en exclusiva. Por supuesto que las preguntas estaban pactadas, un poco como aquí. He aquí mi brindis por esa mercancía muerta.
Salvador López Arnal.- Brindemos juntos.
Ernesto Castro.- ¿Qué hubiese sido de Sacristán, quien tanto detestaba hablar por hablar, de habérselas visto y deseado con las giras promocionales en boga, respondiendo a decenas de periodistas que ni saben escribir ni quieren leer? Probablemente hubiese sido el mismo outsider de siempre, despreciando a filisteos y fariseos del mundillo cultural. Con el ruido publicitario a la moda de hoy, se le oiría aún menos que con la censura autoritaria de antaño. Antes, el público se veía obligado a leerte entre líneas. Te perdonaban lo que no te permitían decir. Ahora siguen sin permitírtelo, pero tampoco te lo perdonan.
Con censura y todo, Sacristán se expresaba como los ángeles. Domènech, manierista de esa mismísima escuela, me definió el suyo como un estilo republicano. No te digo yo que no. Tras leer a muchos autores de entonces, he llegado a la conclusión de que también era un estilo antifranquista, y hasta franquista a secas, propio de un periodo en que se nota quién no habla a medias. Resulta fascinante la libertad y el aplomo con los que se expresaba Sacristán en unos años en que hasta el pope mejor asentado se callaba, de la misa, la mitad. Si me permites el juego de palabras, Sacristán se daba mus, se descartaba de múltiples hipocresías, mientras la mayoría no se atrevía ni a decir mu. Estemos o no de acuerdo con él, es una delicia leer esos párrafos argumentalmente densos y estilísticamente castizos, sin pedanterías ni florituras típicas de la Academia o las Bellas Letras. Sacristán iba al grano, y por eso daba fruto. (He ahí una floritura de la que él hubiese prescindido).
Salvador López Arnal.- O tal vez no en este caso, nunca se sabe.
Desde que fue expulsado de la universidad en 1965, aunque también antes, Sacristán fue un traductor incansable. ¿Qué opinión te merece esta arista de su obra?
Ernesto Castro.- Como traductor, es una locura lo que hizo, y aún más lo que no hizo, lo que no le dejaron hacer. ¡Traducir todo Marx, todo Lukács! ¡Y a todo tren! Muchos desearíamos escribir en una semana lo que Sacristán traducía tranquilamente antes de almorzar cada mañana. Ya solo por su Gramsci, su Adorno o su Quine deberíamos quitarnos el sombrero los filósofos de habla hispana. ¡Cuánta escolástica heideggeriana nos habríamos ahorrado si hubiésemos seguido su consejo de traducir sencillamente Dasein por estar, sin ahí que valga!
Nunca agradeceremos lo suficiente su labor a los traductores. Por mil lenguas que aprendamos, mil más nos quedarán por aprender, y de todos modos nuestra sensibilidad lectora primaria seguirá residiendo en nuestra lengua materna y diaria. Quienes no sabemos ni papa de chino o ruso, no hemos leído realmente a Confucio o a Tolstoi, sino a sus traductores. Una buena traducción debería fluir tan espontánea o alienígenamente como el original en su registro de partida. Una Ilíada que no sea arcaica, no es mi Ilíada. No solo Sacristán: cualquiera de los grandes traductores del franquismo hizo una tarea ímproba, pues entonces se estilaban las obras completas y/o enciclopédicas, satisfaciendo el viejo gusto burgués por forrar las estanterías con tapas duras indiscernibles. ¡Gracias mil a José María Valverde, Rafael Cansinos Assens, Emilio García Gómez, José Laín Entralgo, Valentín García Yebra…! Hoy se traduce más y mejor que antes, al menos en la hispanosfera, donde las traducciones representan la mitad de los libros publicados, contra porcentajes ridículos en el mundo anglófono y francófono, que van por libres, pero esa burguesía con el Código Penal y la Espasa-Calpe en el despacho se ha extinguido y, consiguientemente, el amor de los editores por sacarlo todo de un autor. Para textos menores de Balzac y Goethe, o aprendes francés y alemán, o apechugas con Cansinos Assens.
A eso se suma el aplanamiento en curso de la prosa que ya hemos mentado. Por oposición pendular a las vanguardias estilísticas y a los localismos verbales del boom latinoamericano (ese invento editorial barcelonés), a partir de los ochenta se impuso como koiné un español plano, que sonaba igual en Chile, en México o en Girona. Roberto Bolaño fue la transustanciación literaria de dicho aplanamiento. Su canon lingüístico son los doblajes cutres de la tele. Genocidio al adverbio, al adjetivo y a la subordinada. El último boom latinoamericano, inventado esta vez por el feminismo de Instagram y Starbucks, ha frenado levemente la tendencia, pero para leer versiones castizas de los clásicos extranjeros no queda sino volver a traductores todoterreno como Sacristán.
Salvador López Arnal.- Creo que has usado en tus obras alguna de sus traducciones. ¿En cuál de ellas? ¿Por qué?
Ernesto Castro.- En Perictione o De la libertad, segunda entrega de mi Trilogía platónica aún en marcha, necesitaba estampar un pasaje del Banquete como colofón, por si no quedaba meridiano que mi novela epistolar sin respuestas es un homenaje novecentista a aquel diálogo sin diálogo de Platón. Quería citar un trozo del inicio, en el que Apolodoro, ese discípulo llorica y fanático de Sócrates, se dispone a contar una anécdota de oídas sobre su maestro a un público de ricachones a los que desprecia. Es un inicio extraordinario, de lo mejor que he leído nunca. Platón pone todo su diálogo —toda su ristra de monólogos, mejor dicho— en una sabrosa sordina irónica. Entonces meten baza por primera y última vez los oyentes anónimos y adinerados de Apolodoro y, según la traducción, le llaman tierno, blando, loco o furioso. Los filólogos aún debaten si en el original pone μανικὸςo μαλακὸς y cómo se come eso. En el fondo da igual, quiere decir lo mismo: que Apolodoro está poseído por la manía socrática de dar la turra filosófica. Elegí la versión de Sacristán, no por ser la más precisa y anotada en términos filológicos, que no lo es, sino porque mantiene la complejidad sintáctica de Platón. Y por otra cosa.
Salvador López Arnal.- ¿Y qué cosa es esa otra cosa?
Ernesto Castro.- Perictione trata de una estudiante de doctorado que se sume en el delirio mientras asiste a las conmociones sesentayochistas desde París, carteándose, entre otros corresponsales, con su directora de tesis yanqui y con su hermano huido a Europa del Este. Por las páginas alucinadas de su correspondencia pasan la Primavera de Praga, el asesinato de Martin Luther King, la carrera espacial a la Luna, las huelgas y okupaciones de mayo y el La, la, la tronante en Eurovisión. Como tú sabes mejor que yo (este caveat debería anteponerse a cada respuesta de esta entrevista), Sacristán reflexionó mucho sobre las esperanzas de democratizar el socialismo, salvajemente yuguladas en México y Checoslovaquia. Tú dirás si los sacristanianos de guardia situáis entonces o después —con el 11S chileno, o tal vez antes— el depresivo distanciamiento de Sacristán frente al Partido Comunista, pero no podía perder la ocasión de citarle por Platón interpuesto en Lastenia, que al fin y al cabo es un roman à clef de mis ilusiones estudiantiles perdidas.
Sacristán también iba a hacer un cameo en la última entrega de mi Trilogía, que rezo por rematar este verano (son cinco años con Platón a cuestas… ¡y los que me quedan!). Inicialmente deseé situar la trama en algún monte mítico de Cataluña, no me preguntes por qué. Dudé si en Montserrat circa 1970 (¿durante el encierro en protesta por el juicio sumario a ETA?) o en Montjuïc circa 1975 (¿coincidiendo con la muerte de Franco y su último y accidentado premio de Fórmula 1?). Al final, la inspiración o la cabezonería me han llevado más al sur, sin salir de España. No quiero revelar adónde, no vaya a traerme peor fario que sorprender a la novia de blanco al borde de la boda. Me ha pasado antes: resumir de viva voz el argumento de una novela y preguntarme para qué sufrir poniéndola en negro sobre blanco, si ya se había contado. Basta decir que Sacristán se volatilizó de Lastenia o Del saber. Responder largamente a esta entrevista es mi modo de compensarle.
Salvador López Arnal.- Pues me alegra que le compenses así.
Por cierto, ¿qué opinión te merece su tesis doctoral sobre la gnoseología de Heidegger?
Ernesto Castro.- ¡Gran tesis, sin duda! Las mejores tesis arrastran un viento de venganza. Los doctorandos inteligentes no se perdonan haber perdido tres o cuatro años con ese autor, con ese tema, que si es trascendental debería durar para siempre. Los peores se lo creen de veras, se toman en serio el titulito de doctor, alcanzan su sumun investigador con veintiséis años y, hasta el filo de su jubilación, se empeñan en operarnos la ignorancia deliberada de su tesis repitiendo cansinamente sus tópicos. A Sacristán le duró de modo más fértil el tema de la gnoseología, metamorfoseada en una modesta y moderna filosofía de la ciencia, y se las tuvo tiesas con el tipo de autores continentales que quintasenciaba Heidegger. El respeto y las reticencias que Sacristán desplegó en su tesis hallaron eco en sus roces con Gramsci, Lukacs o Althusser. Por lo demás, a Sacristán le honra haber entendido y olvidado fulminantemente a Heidegger. A toro pasado, le habría ido curricularmente mejor de haberse doctorado de un tema y un autor más acorde con su tiempo, pero a Sacristán hay que quererlo intempestivo como él solo.
A nuestras costas ha llegado el naufragio de dos olas heideggerianas, y Sacristán no pertenece a ninguna de ellas: ni a la republicana, que entiende Ser y tiempo como una antropología filosófica a su pesar, ni a la posterior a la muerte de Heidegger, que sintoniza con nuestra Transición y nos lo vende como un crítico de la modernidad tecnocientífica. La línea de flotación heideggeriana empezó a hacer aguas en 1987, a causa del brulote de Víctor Farías, y se hundió en la ignominia con la desclasificación de los Cuadernos negros hace una década. Indignarse a estas alturas porque Heidegger era nazi me recuerda a aquella escena de Casablanca:
—¡Qué escándalo! ¡Qué escándalo! ¡He descubierto que aquí se juega!
—Señor, sus ganancias.
—Muchas gracias.
Sacristán se marchó a Alemania en calidad de falangista desengañado y regresó con el carné del Partido Comunista. Se fue como un ensayista orteguiano y volvió como un marxista analítico avant la lettre. En su tesis se dieron cita el viejo autor de referencia y el nuevo tema engorilante. La defendió en 1959, a década y media de la Segunda Guerra Mundial, dos desde la incivil nuestra. José Gaos estaba exiliado en México, García Bacca en Venezuela, Xavier Zubiri enterrado en seminarios para marquesas y Sacristán sin plaza en su casa.
Llegamos al peliagudo punto de las derrotas y sacrificios de Sacristán. La ucronía es una adivinanza atroz. ¿Y si Sacristán se hubiese quedado en Alemania? ¿Y si se hubiese ido a Canadá con Mario Bunge? ¿Y si hubiese obtenido la cátedra de lógica que le sisaron? ¿Y si hubiese triunfado su línea en el PC? ¿Y si hubiese triunfado el PC en la Transición? ¿Y si no hubiésemos entrado en la OTAN? ¿Y si no hubiese fallecido Sacristán a los sesenta? Y si, y si, y si… Al final de esa cadena de optimismos contrafácticos nos sorprende un jubilado con papers honoríficos en Münster, Montreal o Valencia, ministro o secretario de Estado rojo a las puertas del derrumbe del bloque socialista, ¿o frotamos la bola de cristal y echamos las cartas de otro «y si…» para el desenlace de la Guerra Fría? Un Sacristán sin sus derrotas y sacrificios no es solo inconcebible; es que es indeseable. Un Sócrates sin cicuta, vaya. A mí, al menos, Sacristán me resulta entrañable porque se sacrificó, porque lo derrotaron. Si es cierto que un filósofo resulta más estimulante por los problemas en los que se enreda que por los teoremas que demuestra, de Sacristán nos sigue estimulando, ante todo, por sus propósitos truncados. ¡Qué te voy a contar que no sepas!
Salvador López Arnal.- Antes has hablado de ello. Sé que eres lector de los volúmenes de Panfletos y materiales. En el primero de ellos se publicó su prólogo al Anti-Dühring de 1964, un texto que, según algunos, ha enseñado marxismo a varias generaciones de estudiantes y ciudadanos. ¿Sigue siendo un texto de interés desde tu punto de vista?
Ernesto Castro.- Antes de decir nada sobre la vigencia textual de Sacristán, hemos de hacer unas precisiones sobre cómo se lee hoy.
Salvador López Arnal.- De acuerdo, adelante.
Es una evidencia ingrata que los índices lectores se han desplomado en lo que va de siglo. Nunca se ha leído tanto, pero lo leído son chats vacuos, últimamente trasegados por IA. Profesores habituados a enseñar con apuntes grisáceos se topan con alumnos a los que resulta físicamente imposible concentrarse en nada más de quince minutos. Hablamos de académicos que ni pueden ni quieren amasar biblioteca propia, con estancias y residencias de la Ceca a la Meca en el mejor de los casos, y en el peor —y mayoritario— de alquiler rampante en zulos cohabitados. En este contexto de precariedad desterritorializada, sigue sorprendentemente vivo el culto al Gran Tocho Ilegible. Diez años dando clases que son invitaciones elementales a leer me han confirmado lo fútil de mi trabajo. Abundan los oyentes que, al concluir una charla cargada de sugerencias de lectura, piden una —solo una, no se vayan a herniar— recomendación bibliográfica, pues no han hallado nada escrito sobre el tema. ¡Cuántas veces me ha bastado con googlear por cuenta ajena! Pocos se rebajan a pedir un artículo o una conferencia, aunque la cultura académica general se sustenta sobre YouTube, Wikipedia y abstracts.
Todos estos prolegómenos para sugerir que a Sacristán se le lee más de lo que se le cita. Siendo autor principalmente de prólogos, su influencia es mayor de la reconocida. Pasa aquí como con la poesía, minoritaria en el mercado del libro, pero omnipresente en los comentarios escolares, dada su condensación retórica. De modo análogo, nadie consulta más introducciones a un tema que los presuntos especialistas en él. En Humanidades, la tan cacareada investigación de calidad consiste en reunirse cada poco para debatir sobre textos breves, sobradamente conocidos y escaneados. Ahí Sacristán sale ganando de calle, gracias a la amplia difusión digital de sus seguidores. Entre nosotros, cuando alguien menciona a los autores que Sacristán abordó, raro es que no sienta el influjo de su presentación. Más de una vez, con una traducción suya ante los ojos, me he obligado a leer el prólogo en último lugar, para no decepcionarme al descender de Sacristán al autor de marras. Lo cierto es que Sacristán ha mejorado a muchos mediocres a los que reescribió felizmente en nuestra lengua.
Dios me libre de llamar mediocre a Engels. Personalmente, me resulta más simpático que Marx. En esas parejas de baile propios de la izquierda (Marx y Engels, Deleuze y Guattari, Negri y Hardt…) a menudo caen mejor los escuderos. Alguna vez he dicho que deberíamos darle un vuelco a Engels, como Marx a Hegel; pues fue Engels quien se sacó de la chistera eso del marxismo, con sus leyes dialécticas e históricas; pero entonces recuerdo que ya lo hizo Sacristán y me quedo más tranquilo. Por lo pronto, debo reconocer que no he podido terminarme el Anti-Dühring. Se me atraganta ese tedioso ajuste de cuentas con un segundón de hace dos siglos. Además, cometí el error de leerme antes el prólogo de Sacristán a sabiendas. Ahí está todo dicho: el marxismo no es una ciencia suprema, ni una ideología de combate y clase, sino una concepción científica y moral del mundo, una cosmovisión que pretende conocer la realidad con los saberes mejor acreditados a cada instante y, a la vez, mejorar dicha realidad conforme a valores socialmente transversales. Claro que del dicho al hecho media ese enorme trecho, lastrado primero de atrocidades y luego de bobadas, que ha sido el socialismo realmente existente en los últimos ciento y pico años.
Salvador López Arnal.- Lo mismo te pregunto por otro de sus grandes trabajos incluidos en este primer volumen: «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia».
Ernesto Castro.- Me preguntas por textos que leí hace década y media. La tentación de releerlos es fuerte, pero expresa mejor su hechizo la huella que ha dejado en alguien que ni siquiera se dedica profesionalmente a estos asuntos. Desde luego que es inolvidable aquella distinción de Sacristán entre tres acepciones de ciencia, según las tres lenguas intelectualmente dominantes en Europa. Una cosa es la science anglofrancesa, entendida como conocimiento claro y distinto, matemáticamente formalizable y tecnológicamente aplicable; y otra es laWissenschaft hegeliana, como sabiduría al punto especulativa y enjuiciadora, en despliegue interno de lo abstracto a lo concreto; y otra más aún la Kritik heredada de Kant: ese cuestionamiento de los límites y condiciones de lo que ignoramos e ignoraremos. Por el orden de exposición, suponía que Sacristán simpatizaba con esa última visión krítika de Marx, lo cual no deja de presentar tensiones con la concepción wissenscháftica expuesta en el prólogo a Engels del que ya hemos hablado, pero no creía que esas tensiones fuesen graves, hasta que vi los cuatro deuvedés de vuestro Sacristán Integral y quedé a cuadros. Dada la centralidad de la filosofía de la ciencia en su obra, era entendible que preguntaseis a los conocidos de Sacristán por el tema, pero a saber si os esperabais esa disparidad de respuesta. Positivista para unos, antipositivista para otros; según quien respondiese, Sacristán creía o no en el marxismo como ciencia, como concepción científica o como crítica endógena a esa presunta ciencia llamada economía política. Yo me inclino por esta última opción, pero Sacristán creo que no, o no siempre.
Si no recuerdo mal, entre los textos que estamos comentando debe de mediar mínimo una década. Al final he caído en la tentación de comprobarlo, y efectivamente: 1964 Engels, 1978 Marx; dos años decisivos en la historia de España. En uno se festejaron los 25 Años de Paz de ¡Franco, Franco, Franco! y en el otro se sometió a referéndum la constitución política aún vigente. La historia amateur se pirra por esas gratas coincidencias entre el gran héroe y las grandes fechas. Seguro que Sacristán no perdió un segundo en ello, él solo hacía lo que debía, no posaba para la posteridad, pero resulta gracioso no obstante. Demuestra, además, que es un gran héroe en que va a contrapelo de la gran fecha. Cuando la dictadura saca pecho es cuando Sacristán más confía en la causa proletaria, y cuando cualquier hijo de vecino se desgañita debatiendo si reforma o revolución, si continuidad o ruptura, es cuando él pasa de todo y se mete en su camisa de once varas marxológica. Es una simplificación, por supuesto, pero me parece más aleccionadora que la exigencia frecuente de que los intelectuales improvisen sin pausa con la actualidad. Como vimos al comienzo del Covid, más vale callarse o haber hecho los deberes en casa antes que hacer el payaso en la plaza. Sacristán habría sido más cauteloso que los opinólogos de hogaño.
Salvador López Arnal.- En el segundo volumen, en Papeles de filosofía, se incluyó «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores», un texto del verano de 1967 que agitó las aguas de la estancada filosofía española de aquellos años. ¿Cuál es tu opinión sobre las tesis que defiende Sacristán en este trabajo?
Ernesto Castro.- A priori, voy a muerte con Sacristán. La enseñanza convencional de la filosofía lleva siglos suplicando que la eutanasien. Bien pensado, el contador filosófico europeo nace con la pena capital a Sócrates y crece cuestionando su propia existencia, deberes y derechos. Desde que Pitágoras acuñó el falso eufemismo de filósofo, es fácil detectar quién no lo es. Es quien se llama a sí mismo filósofo. Los que lo son de veras no se atreven a bautizar su ignorancia con tanta grandilocuencia. La filosofía es una disciplina que te entrena a olvidar su propio nombre. He ahí el brete de enseñar filosofía, no digamos ya a filosofar. Como a amar o a escribir, solo lo aprende quien lo prueba, pero no puede enseñarse explícitamente, so capa de caer en el ridículo mistagógico más lamentable. Así se explica que todas las escuelas filosóficas, sin excepción, sean sectas sostenidas en el culto melancólico del fundador. Lo sé de buena tinta, pues he ingresado en varias, incluida la que reaccionó y se precipitó contra ese texto de Sacristán: la secta de Gustavo Bueno.
A mi edad, tener que elegir entre Sacristán o Bueno, habiendo superado el sarampión de los dos, me es indiferente. «¿Con quién te quedas: con papá o con mamá?». ¿Y por qué no custodia compartida? Entresemana con uno y los findes con otro. Para la ontología y la gnoseología, prefiero la sistematicidad de Bueno, pero aborreceré siempre su moral retrógrada y sus políticas totalitarias. Me convence más la apuesta del último Sacristán por un pacifismo, ecologismo y feminismo científicamente informados y artísticamente respetuosos. Los adverbios no son baladís. Sacristán arribó a esos tres ismos tras una durísima autocrítica, recapacitando seriamente sobre la amenaza existencial de una guerra atómica, los límites intrínsecos al crecimiento tecnoeconómico y no dejar entre paréntesis a media humanidad. Dudo mucho que el panfilismo ofendidito, el hembrismo vengativo y el animalismo flower power contase con su respaldo. La izquierda mayoritaria —signifique lo que signifique eso— sigue a Sacristán en todo salvo en su afición por el arte y la ciencia, lo cual es tanto como cocinar una paella sin arroz. Por ahí flota la carne de conejo, las almejas a medio abrir y los langostinos con sus bigotes, pero ese consomé no hay quien se lo trague.
Perdón por el excurso panfletario, pero cabe recordar que la Querella Sacristán-Bueno se desató en 1968; de cuando aquellos polvos, de donde estos lodos. Según era costumbre inmemorial en las controversias intelectuales bajo Franco, más numerosas, rigurosas y virulentas que en la democracia coronada posterior, el casus belli real no se mentaba. Bueno deseaba disputarle a Sacristán su primacía en el materialismo ibérico, tomando la carrera de filosofía como testigo de afrenta. Sobre la hora y el lugar del duelo no cabía discusión. Uno por analítico, el otro por dialéctico, marxistas ambos, desconfiaban del idealismo y de la ideología, es decir: de la filosofía espontánea. En tanto que exfalangistas, habían frecuentado de más a Heidegger para seguir creyendo en teorías del ser y la nada. Adonde uno iba, de ahí venía el otro: de refutar la sediciente ciencia del diamat. Para los dos, la filosofía no es ciencia, pero no se entiende sin ella. Para los dos, la filosofía debería enseñarse después de las ciencias, desde ellas, no antes ni aparte. Para los dos, la enseñanza convencional convierte a los profesores de filosofía en malos historiadores y peores filólogos, engolfados de por vida en un párrafo de Schelling o Scheler. En lo que discrepaban era en la obligación de tener y exhibir un sistema, que para Bueno era tan irrenunciable como para Sacristán puenteable, siendo honestos. De ese extrañísimo deber ser del sistema deducía Bueno la existencia a priori de su facultad ideal, con cada cátedra cual célula terrorista, lista para inmolarse por el materialismo filosófico. Sacristán era más elegante, menos yihadista. Proponía homologarnos con el mundo civilizado, disolviendo nuestras licenciaturas y doctorados en un Centro de Estudios Filosóficos Avanzados, donde no entrase quien no supiese geometría (o física, o química, o biología, o alguna ciencia, ¿cualquier ciencia?, ¿o entre las ciencias sí que cabe distinguir clases?). ¿Y qué demonios es, si no, el Centro Superior de Investigaciones Científicas? Al final, Sacristán y Bueno pedían lo que ya tenían a ojos vista, solo que un poquitito mejor. Leyéndoles, casi se echa en falta la educación franquista, con sus penenes doctrinalmente uniformados alrededor de un catedrático, al modo que quería Bueno, y con un CSIC plegado a reflexiones filosóficas, al modo que quería Sacristán, mal que fuesen neotomistas.
Desde la crisis de 2008, nuestras universidades han proliferado en dobles y triples grados, sumas arbitrarias de asignaturas, correlaciones de debilidades entre departamentos en quiebra, arcas de Noé para áreas tocadas e hundidas demográficamente, tétricas caricaturas del cuestionamiento interdisciplinar que prometió ser la filosofía. En paralelo, la idiocia especializada corre que se las pela. Seguimos con los mismos manuales de la Transición. Los generalistas omniabarcantes se han visto repuestos por divulgadores de pequeños cotos de caza intelectual. Las editoriales no desean publicar síntesis ambiciosas, sino breves ensayos de autoayuda y vulgarización. El sapere aude se traduce en «atrévete a investigar sin beca». Los profesores invertimos menos tiempo en preparar clases que en hacer psicoterapia con alumnos mentalmente deshechos, que en el mejor de los casos plagian sus trabajos finales de grado y máster, pues al menos la IA es nativa en academiqués. No sé a quién se le ocurrió la brillante idea de obligar a escribir a quien apenas quiere un papel. En este panorama de degradación intelectual, mejor no remover el status académico de la filosofía, mejor no solicitar la eutanasia aquí y ahora, no vayan a reemplazarnos en los institutos por más burócratas de la empatía, más profetas del protocolo positivo, más talleres de tolerancia intolerante o cursillos de evasión fiscal. A fin de cuentas, por buena o mala que sea la ley educativa, el profe entra en clase, cierra la puerta y da la lección como puede. En la trinchera de la docencia tampoco creo ya en ningún cambio colectivo a mejor. Y mira que lo siento.
Salvador López Arnal.- Nadie mejor que tú, escritor y profesor de Estética, para valorar sus artículos de crítica literaria (Sánchez Ferlosio, Brossa, Goethe, Heine). ¿Siguen teniendo interés para nuestro hoy?
Ernesto Castro.- El texto epocalmente más revelador entre los que mencionas es la reseña a Rafael Sánchez Ferlosio. Con Alfanhuí y El Jarama, Ferlosio crio tal fama local y le asqueó tanto el elogio que no le dolieron prendas en hincharse a dormir anfetanímicamente durante veinte años, hasta que agonizase Franco. Cuando volvió al ruedo, traía bajo cuerda dos tomos de reflexiones lisérgicas y frases como días sin pan. Ya en democracia, se aficionó a sacarle punta a cualquier nadería, a tachar cada te, a suscribir cada iota, a llevar siempre la contra y a ser el más listo de El País (no era difícil). A través de Tomás Pollán, el apuntador filosófico de Ferlosio, me inficioné cuando estudiante de esa hipotaxis loca, que prefiere no decir nada a decirlo sin subordinadas. Lamentablemente, no me he curado por completo.
La reseña de Sacristán es una precisa disección de Ferlosio cuando este aún escribía al natural. Como dice Sacristán, la naturalidad literaria es para quien la trabaja. Nada más artificial que un punto. A mí, al menos, cuando me pongo a teclear, lo que me salen espontáneamente son estas frases enrevesadas. La buena naturalidad, absolutamente artificial, es la de Ferlosio escribiendo en Alfanhuí: «La ciudad era morada. Huía en un fondo de humo gris». No es azaroso que esa novela verse sobre las industrias y las andanzas de un disecador de pueblo. Ferlosio empeñó la vida en disecar el castellano, y al final casi lo logró. Sacristán diseccionó con pulso de carnicero la superficie formal de Ferlosio cuando los críticos aún se perdían en honduras y metáforas. Véanse, por ejemplo, las interpretaciones delirantes sobre el contenido social oculto en El Jarama. A los lectores antifranquistas de entonces y de ahora no les parece compromiso del bueno eviscerar y liofilizar el habla de la calle como se propuso Ferlosio. Buscan pretextos, subtextos, paratextos, pero la verdadera entraña está delante de nuestros ojos: en el propio texto, en la piel tersa o flácida de su estilo. Ferlosio por Sacristán: el disecador diseccionado.
La carta que tú exhumaste, de Sacristán a Ferlosio, es un colofón idóneo a los prólogos para Heine y Goethe recolectados en Panfletos y materiales IV. El tema de fondo es la incompatibilidad del arte con la sociedad moderna; comunista o capitalista, tanto da: Mayakovski se pega un tiro en Moscú mientras Vallejo pasa hambre en París. En un sistema, el Estado fija estilos y temas; en el otro, los fija el mercado. En ambos mundos, al separarse el artesano de la comunidad cuyos mitos ritualiza, se forja la fantasía de la creación genial libre, irrumpe la idea del arte como contradistinta de la artesanía concienzuda e inspirada, al tiempo que se obstaculiza su consumación. En cualquier sociedad, para ser exactos, el arte es una enjuta, por usar el término que la arquitectura prestó a la biología. En la selección natural de las especies, al igual que entre un arco y su marco, hay triángulos que pueden quedar vacíos, pero que habitualmente se rellenan con figuras tan inútiles como bellas. La iglesia no se mantiene en pie por la estatua del santo, igual que el tiranosaurio no cazaba con sus garritas. Del modo análogo, el Quijote podría no haberse escrito, y nos hubiésemos quedado tan panchos, pero una vez escrito y publicado (¡y leído!) no podemos imaginarnos sin él. De ahí la crisis objetiva del arte de la que hablaba Sacristán a Ferlosio, los dos sangrando por la misma herida. El arte, en la época moderna, es en principio tan prescindible como estas respuestas sobredimensionadas. Venga, ya no te doy más la lata. Gracias por la oportunidad de explayarme en mis impresiones de Sacristán.
Salvador López Arnal.- No me has dado la lata, todo lo contrario, y gracias a ti por explayarte en la forma en que lo has hecho.
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