«Las finanzas son un arma. La política es saber cuándo apretar el gatillo.» (El Padrino III)
Pascal es el nombre del cocinero francés que regenta un establecimiento de comida casera para llevar ubicado en Granada en la calle Trinidad, vía céntrica a través de la cual se conecta la plaza del mismo nombre con la calle Málaga, donde se encuentra la entrada al romántico jardín botánico de la universidad. Lugares céntricos de mucho tránsito, pero que aún no han sido del todo tomados por las avalanchas turísticas, cada vez más frecuentes y más multitudinarias, que se han convertido en el negocio más pujante de la ciudad de un tiempo a esta parte. Se percibe en cómo el espacio disponible para quienes la vivimos se ve reducido para beneficio de marcas franquiciadas cuyas cajas recaudadoras se encuentran muy lejos. La mayor parte de la riqueza que recolectan no se queda en las manos de quienes trabajan en ellas, ni en las de quienes habitamos y cuidamos los lugares cuyos atractivos explotan, aunque –eso sí– somos los principales sufridores de las externalidades (negativas) a las que esas actividades comerciales dan lugar. Es la misma historia se vaya a donde se vaya: Málaga, Sevilla… París. Es la globalización, amigos. Otra versión más del rentismo del que ya advirtiera el economista compatriota de Pascal, Thomas Piketty, que iba a ser un rasgo crecientemente característico del capitalismo en el siglo XXI. Una parte muy considerable del dinero producido a base de vender lo mejor de los espacios públicos de nuestras ciudades se va en forma de rentas del capital a esas otras ciudades, las ciudades globales como Nueva York (a gran distancia de todas las demás) o Londres o Moscú, en las que se instalan los individuos ricos, porque les aseguran que su riqueza se encuentra a salvo, sus hijos van a recibir la educación de élite que contribuye a que mantengan su estatus de casta superior y ofrecen las condiciones adecuadas para que puedan seguir desarrollando sus negocios. Ciertamente las estrategias residenciales son un componente significativo de la constitución de una plutocracia global. La red de ciudades globales son centros neurálgicos en los que se concentra el poder y el control dado el proceso de las últimas décadas de deslocalización de empresas y su expansión por el planeta. Cada una de esas urbes es un nicho con las condiciones ideales para el estilo de vida millonario, que es de naturaleza global, pues sus practicantes no se conforman con permanecer en sus lugares de origen; buscan las mejores ubicaciones para sus familias, para hacer sus negocios y para pasarlo bien. Las fronteras no significan nada para ellos; sí las ciudades, que compiten entre sí para atraerles. Esta clase de inmigración siempre es bienvenida.
Obviamente no es el caso de Pascal, que no es un millonario ni aspira a serlo. Su modesto establecimiento no es de una franquicia de identidad líquida, sino un negocio con personalidad, cuya alta calidad a precios razonables ha sido reconocida repetidamente por Le Guide du Routard. En la puerta de entrada exhibe los reconocimientos otorgados en varios años junto con pizarras y letreros donde anuncia sus platos elaborados por él mismo. Todos los días tiene su plat du jour, su plato del día, que ha sido cocinado con ingredientes que él mismo compra en el mercado. Por menos de cinco euros puede uno disfrutar de un sabroso pastel de carne o una deliciosa ración de pollo al curry. Al cruzar su puerta el cliente tiene la impresión de trasladarse a un pedacito de Francia, como si fuese algo así como una embajada culinaria que constituyese un trozo de suelo soberano francés. A ello contribuye que te atienda alguien que, aunque habla un perfecto castellano, conserva ese acento francés característico.
Siempre que voy a por alguno de sus guisos –casi siempre una vez por semana– disfruto de un soplo de aire cosmopolita. Su clientela es diversa e internacional, representantes de esa pátina que otorga a Granada su ingrediente de sofisticación que compensa su porción de rancio provincianismo. En el rato que pasa desde que entro hasta que me voy con mi plat du jour gozo de una conversación en la que Pascal y yo practicamos la ironía utilizando de materia prima lo que acontece en el mundo. Compartimos en muchos aspectos un punto de vista crítico respecto del camino que sigue la política, particularmente la europea. Somos presa de la misma frustración porque observamos cómo las élites que detentan el poder le ganan la partida a la mayoría de la ciudadanía en el contexto de unas democracias que muestran una palmaria debilidad a la hora de hacerle frente a las injusticias evidentes.
En el último par de semanas el tema estrella de nuestras microtertulias ha sido la situación en Francia. La inestabilidad política en la República parece no tener remedio bajo la presidencia de Emmanuel Macron, a quien Pascal considera un político arrogante y elitista. Los ajustes que intentan implementar sus primeros ministros para aliviar la deuda encuentran la manifiesta oposición de una parte considerable de la ciudadanía francesa. A la luz de lo publicado parece claro que son propuestas que perjudican a la mayoría social sin requerirle esfuerzos a la minoría más rica. Cuando hubo la rebelión de los chalecos amarillos se definieron las quejas que aún hoy, siete años después, siguen vigentes. Recuérdese que en 2018 el detonante fue el incremento del precio del carburante al mismo tiempo que se suprimía parcialmente el impuesto sobre la fortuna, lo que retrató a Macron como «el presidente de los ricos». Ya entonces se denunció la pérdida de poder adquisitivo de las clases media y baja. Ahora se pretende propinarle un buen tijeretazo al estado del bienestar, empezando por retrasar la edad de jubilación, mientras le tiembla el pulso al gobierno ante la propuesta de implantación de una tasa mínima del 2% a los patrimonios superiores a los 100 millones de euros. Es la medida fiscal que aconseja el economista francés Gabriel Zucman, discípulo del antes mencionado Thomas Piketty, en la actualidad catedrático en Berkley y director del Observatorio Fiscal de la UE. Sus estudios demuestran que, debido al déficit fiscal de los individuos con grandes patrimonios el 0,0001% (sí, esa cifra insignificante, con todos esos ceros a la izquierda) de la población mundial poseerá el 20% del PIB mundial transcurrida una década. Que los milmillonarios paguen la mitad de impuestos que el ciudadano francés medio clama al cielo en un contexto de galopante déficit público que pone en riesgo el mantenimiento del estado del bienestar, pieza clave de la cohesión social.
Para el historiador canadiense Quinn Slobodian todo este descoyuntamiento de la vida de las gentes es resultado del triunfo de lo que él llama el capitalismo de la fragmentación. Tiene claro que actualmente la verdadera fuente del poder no reside en los Estados nación, sino en quienes tienen la capacidad de activar las palancas de la actividad económica. El mapa mundial ha sido fragmentado por la globalización en diferentes espacios jurídicos: zonas económicas especiales, puertos francos y paraísos fiscales son artificios mediante los que los grandes señores del capital, que ven en la acción de los gobiernos democráticos un obstáculo para su ambición sin límite, creen poder escapar al control y supervisión de las instituciones del Estado. En su libro titulado precisamente El capitalismo de la fragmentación, publicado en castellano hace dos años, Slobodian nos advierte de la conformación de un entramado de oquedades normativas que él llama «microordenación», expresión con la que se refiere a «la creación de órdenes políticos alternativos a pequeña escala». El libre mercado nunca es lo suficientemente libre. De modo que nos hallamos ante la ofensiva global de los adalides de la liberación de las fuerzas económicas en pos de la utopía del libre mercado por medio de actos de secesión y fragmentación. Es el drill, baby, drill de Trump en toda su dimensión política, pues lo que se trata de perforar es el tejido institucional que dota de cohesión al cuerpo de la ciudadanía. En palabras de Slobodian: «Los promotores de esta perforación se presentan melodramáticamente a sí mismos como guerrilleros de la derecha que, zona tras zona, van conquistando (y descomponiendo) el Estado nación». El plan es crear zonas desreguladas y de baja fiscalidad a donde fluya el capital en masa, forzando a adoptar su modelo a todas las economías de los países bajo la amenaza de que se verán condenados al fracaso si no emulan sus condiciones.
Para llegar a este punto en el que los grandes magnates tienen en sus corporaciones fuentes de poder capaces de echarles un pulso a los gobiernos democráticos, la economía ha seguido una dirección muy estricta en las últimas décadas. La globalización ha supuesto en gran medida el desmontaje de las estructuras institucionales que se levantaron sobre la base del keynesianismo. La disciplina fiscal que dicta el Consenso de Washington impone la moderación de los tipos impositivos marginales. El descrédito de los gobiernos («el gobierno no es la solución a nuestro problema; el gobierno es el problema» fue la lapidaria aseveración de Ronald Reagan recién elegido en 1980) y del sector público (oleada de privatizaciones a partir de la década de los noventa) se ha traducido en un creciente debilitamiento de las estructuras del estado del bienestar. La sociedad ha perdido su protagonismo político a favor del individuo y de las fuerzas particulares («la sociedad no existe, solo los individuos» fue el eslogan programático de Margaret Thatcher). Con el tiempo esas fuerzas se han revelado incompatibles incluso con la satisfacción de las necesidades comunitarias básicas (el problema de la vivienda vale como muestra lacerante), al enarbolar la supremacía ética de una pseudolibertad que se ha convertido en la coartada política de un neoliberalismo que quiere una democracia sumisa a sus intereses o, más bien incluso, su reemplazo (este es el gran reemplazo que verdaderamente debemos temer) por versiones más o menos descaradas de un modelo de régimen político autoritario; el repertorio de hoy en día permite escoger entre las versiones de Estados Unidos, Rusia o Hungría, entre otras.
Donald Trump es producto de esta deriva, un magnate instalado en el gobierno para poner al Estado al servicio de esos intereses pisoteando los valores fundacionales de la democracia moderna, empezando por el de la justicia. En todo este proceso, que pronto va a cumplir medio siglo desde que se puso en marcha, el socavamiento de la fe en las virtudes de la acción colectiva, el papel organizador del Gobierno y los méritos de la democracia ha sido el resultado de las últimas décadas de propaganda ideológica en contra de la función de control y supervisora del Estado.
En nuestra última microtertulia le expresé a Pascal mi admiración por el pueblo francés, por su ánimo movilizador, por esa fuerza que les parece venir de sus ancestros revolucionarios y que les lleva en volandas a las calles, a rebelarse con pasión contra la injusticia. Le declaré mi esperanza en que ellos mantuvieran viva la llama de la Europa que todavía cree en el progreso universal, ese valor que actualmente parece pasado de moda, ante el empuje arrollador de tanta reivindicación identitaria y tribal en consonancia con la exclusividad low cost, patraña de la mercadotecnia del capitalismo de la fragmentación. Él me replicó con tono melancólico que ya no hay ese vigor social reivindicativo de antaño, que no cabe esperar una reedición del mayo del 68, que la desmotivación se ha apoderado de los franceses, consentidores en general del paulatino empobrecimiento de las clases media y trabajadora. Desmotivación aprendida y, claro, cómo no va a estar en alza la extrema derecha con el desempoderamiento voluntario, esa especie de pandemia política que ha logrado enfermar al cuerpo de la ciudadanía democrática arrebatándole la potencia de la indignación y entregándolo al fatalismo autoritario.
Y para colmo el chusco robo del Museo del Louvre. Qué desconsuelo causa constatar el desamparo de lo público, el descuido de la cultura financieramente desguarnecida hasta tal punto que no alcanza a disponer de los recursos necesarios en materia de seguridad. La consecuencia es un daño significativo para una parte del patrimonio común. No puedo evitar pensar en el lamentable episodio como un síntoma de la postración de Francia, el primer Estado nación moderno al consolidar la Revolución Francesa la idea de soberanía del pueblo. Esta sin embargo se ve capitidisminuida hoy ante las exigencias del poder financiero global que tiene en la deuda francesa su herramienta de poder.
Pienso en Pascal levantándose cada día a las seis de la mañana para cocinar sus deliciosos platos, manteniendo su negocio abierto en jornadas de doce horas, pagando religiosamente sus impuestos, desencantado hasta el hastío de los políticos de su país, preocupado por la deriva europea y mundial. Lo que me sume en la melancolía, que a su vez me lleva a evocar Casablanca, la romántica película protagonizada por los míticos Ingrid Bergman y Humphrey Bogart cuya historia se desarrolla en la época de la ocupación de parte de Francia en los años de la Segunda Guerra Mundial. Recordará el lector –al menos el lector aficionado a recrearse en esa clase de nostalgias fílmicas en blanco y negro– la emotiva secuencia final que transcurre en el aeropuerto. A punto de despegar el avión que les va a llevar lejos de la ciudad los amantes protagonistas se encuentran; pero con ánimo desigual, porque la mujer cree que van a volar juntos a revivir los momentos de dicha que una vez compartieron en París. El hombre sabe sin embargo que no va a ser así. La ética del idealista que había luchado del lado de la democracia republicana en la Guerra Civil Española le dicta que debe dejar marchar a su amada con su marido, un héroe de la resistencia francesa. Ante los lamentos que ella expresa compungida e insistentemente por la separación, él trata de zanjar la dolorosa despedida aludiendo al lugar de indeleble memoria para los dos, sentenciando: «siempre nos quedará París».
Visto lo visto, no sé yo.
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