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Retrospectiva de un éxodo silencioso

Entre Venezuela y Colombia, más que una frontera

Fuentes: Le Monde diplomatique

Más de 2.200 kilómetros de frontera terrestre separan a Colombia y Venezuela. Entre los años 1950 y 1980, millones de colombianos que huían de la pobreza y del conflicto armado cruzaron esa línea para probar suerte en el entonces próspero Estado petrolero, hoy debilitado por una crisis que, a su vez, ha provocado una fuerte migración y favorecido todo tipo de tráfico en la zona.

¿Quiénes son los colombianos de Venezuela? ¿Qué huella han dejado en el país bolivariano?

Muchos años después me paré en el lado venezolano del extenso puente Simón Bolívar, que es casi una autopista con sus 315 metros de largo. En la otra extremidad está Colombia. Este es el paso fronterizo más importante entre estas dos naciones. No sé cómo sería en aquella época, pero me dejé llevar por la imaginación y los vi con sus familias cruzándolo, portando grandes maletas, agotados, después de recorrer unos 1.500 kilómetros en bus desde nuestra ciudad, Cali, durante unas 35 horas. Creo que percibir lo que quizá ellos sintieron al llegar a la primera ciudad después de cruzar el puente, San Antonio del Táchira, que para sus padres era como la tierra prometida.

Al imaginarlos, los veía con los mismos rostros que tenían al despedirnos aquella tarde, al final del último día de escuela. Apenas empezaba la década de los setenta del siglo pasado. Días antes, Teresa, Walter, David, Mercedes y Ligia me habían hecho descubrir tres palabras: Venezuela, San Cristóbal y Maracaibo. Pronto encontré un mapa y me di cuenta de que Venezuela quedaba exactamente al otro lado de Colombia. Sus padres se los llevaban para allá porque, según decían, allí seguramente saldrían de la pobreza. Al escucharlos, caí en cuenta de que mis padres también comentaban que amistades y vecinos se marchaban a ese país y por el mismo motivo. No recuerdo que los míos hubieran hablado de hacerlo. Y la verdad es que nunca esperé que varios compañeros de secundaria también partieran a Venezuela con sus familias, pues la mayoría en ese colegio era de clase media.

Mis compañeros y sus familias han sido parte de esos colombianos que, desde la década de los 50 del siglo pasado, comenzaron a llegar masivamente a Venezuela. Según cálculos, en la década de los noventa ya podrían haber sumado 4 millones, la mayoría de ellos en situación irregular. Recordemos que, oficialmente, la población venezolana era apenas de unos 15 millones. Los estados fronterizos de Táchira y Zulia fueron los mayores receptores. La violencia política y la pobreza eran, y siguen siendo, las principales causas de este éxodo silencioso, del que se evita hablar.

En dos ocasiones, en años distintos del nuevo siglo, caminé por las calles de San Cristóbal, capital del estado Táchira, a unos 20 kilómetros de la frontera. Ritmos bailables colombianos, como la cumbia y el vallenato, suenan hasta en la Plaza Bolívar, la principal de la ciudad. Ciudadanos del país vecino se encuentran por todas partes, y por los acentos supe que provenían de diversas regiones de Colombia. Existen, al menos, dos barrios enteramente habitados por colombianos.

Luego de un viaje de siete horas en taxi colectivo desde San Cristóbal, se llega a una ciudad que hierve de calor y que regularmente huele a petróleo: Maracaibo, capital del estado Zulia. Situada al noroeste del país, en la ribera occidental del lago que lleva el mismo nombre, uno de los más grandes del mundo, con 13.300 kilómetros cuadrados. Por una estrecha franja, el lago se conecta con el golfo de Maracaibo, que da acceso al Caribe.

«El petróleo venezolano está totalmente ligado a la migración colombiana», me dice Mery Castro. Cuando sus padres decidieron marcharse a Venezuela, ella había realizado dos años de secundaria: «y este país me hizo ingeniera de petróleos y profesionales a mis hermanos», me cuenta en un restaurante donde poco falta para que el aire acondicionado produzca nieve. Danibal, su esposo, también tiene padres colombianos, pero nació en Cabimas, ciudad al oriente del lago. Su padre fue uno de los miles de migrantes colombianos que participaron en la construcción del Rafael Urdaneta, el mayor puente de concreto armado del mundo en su época, que con sus 9 kilómetros cruza, desde 1962, el estrecho donde se unen el lago y el golfo.

Maracaibo y esa región son sinónimos de petróleo. Ya los invasores españoles habían observado que éste se encontraba casi a ras del suelo. Pero solo en 1875 los ojos internacionales comenzaron a poner interés en esta zona. En mayo de ese año, un terremoto provocó que brotara petróleo por entre las grietas de la tierra en grandes cantidades, al sur de la ciudad de San Cristóbal. Los propietarios de la hacienda «La Alquitrana» empezaron a procesarlo de manera artesanal, constituyendo la Compañía Petrolera del Táchira, la primera de ese tipo en Venezuela.

Tras esa huella llegó la Caribbean Petroleum Company, empresa angloholandesa subsidiaria de la Royal Dutch Shell. «Así fue como, en 1914, me sigue contando Mery, la Caribbean descubrió el pozo Zumaque I, a pocos kilómetros de la costa oriental del lago, creando el primer campo petrolífero venezolano de importancia: Mene Grande». Debido a las altas cantidades que brotaban, se construyó una refinería tres años después, la más moderna de América Latina, marcando el comienzo de la producción comercial de crudo en el país. Era tal el manantial que, para su procesamiento, se inauguró en 1918 otra planta en la cercana isla de Curazao, colonia holandesa.

Este hallagazgo caería muy bien para los planes estratégicos de Londres: «El petróleo se convirtió en algo apetecible cuando Winston Churchill, primer lord del Almirantazgo, ordenó en 1911 que todos los buques de la Armada británica pasaran de carbón a diesel», nos lo diría en Caracas el asesor en petróleos Carlos Mendoza.

Mery y Danibal me llevaron a conocer uno de los tantos tramos petroleros donde han trabajado cientos de miles de colombianos. Durante el trayecto, se pueden ver al lado de la carretera las cigüeñas, los guanacos o las unidades de bombeo, solas, como abandonadas en su sube y baja, en esa ardiente pradera. En un caserío, a la sombra de un frondoso árbol, Danibal me cuenta la historia que escuchó de niño.

En la madrugada del 14 de diciembre de 1922, los pobladores de la entonces humilde población de Cabimas sintieron una explosión. Todo empezó a temblar. Asustados, salieron de sus casitas y se encontraron con que llovía, pero no era agua: era petróleo. Había explotado un pozo que se empezaba a perforar, el «Barroso 2», y el petróleo salía disparado a una altura de 500 metros, inundando calles y tejados. Al décimo día, los aterrados trabajadores y pobladores pidieron permiso al cura para rogar a San Benito que detuviera el diluvio, pues creían que era obra del demonio. «Sin importarles la lluvia del líquido negro, tocaron los chimbangeles, unos tambores de origen africano. Unas horas después, el chorro se detuvo. Al menos un millón de barriles quedaron esparcidos en un área de 750 hectáreas. A esto se le conoció como « El Reventón ». Desde entonces, este santo es el patrono de los trabajadores petroleros y de muchos colombianos », me precisa la pareja.

«El Reventón se convirtió en noticia mundial y cambió la faz de Venezuela para siempre al confirmar la existencia de inmensos depósitos de petróleo en la cuenca del lago de Maracaibo. Las compañías extranjeras no perdieron el tiempo», narra Carlos Mendoza. La Standard Oil, de la familia Rockefeller, fue de las primeras en empezar a quitarle parte del negocio a la Caribbean. «Esto convirtió a Venezuela en el mayor receptor de inversiones estadounidenses, no solo en la industria petrolera», sigue diciendo el experto. «Para 1930, las petroleras habían convertido al país en el segundo productor de petróleo del mundo». Y Mendoza da un ejemplo sorprendente: «El 60% del petróleo utilizado durante la Segunda Guerra Mundial salió, principalmente, del Zulia. ¡Hasta 1962, las petroleras, no Venezuela, extrajeron del país la mayor cantidad de petróleo del mundo!». En 1970, la subida de los precios del petróleo trajo el auge petrolero más grande en la historia del país.

Y los migrantes colombianos se multiplicaron por cientos de miles. Galo Pérez, quien hoy es profesor jubilado de la Universidad del Zulia, fue otro niño que llegó con su familia a Cabimas. Nos cuenta: «Los colombianos no solo poblamos las regiones periféricas al lago, sino que también ayudamos al desarrollo del comercio y la industria. Éramos bienvenidos por ser muy buenos trabajadores, y la tranquilidad que se vivía en Venezuela, junto con los altos salarios, era lo ideal para nosotros».

Luis Caldera, exalcalde de Santa Cruz de Mara, una pequeña ciudad al norte de Maracaibo, y hoy gobernador del Zulia, reconoce que «desde la gastronomía hasta los carnavales, todo fue fortalecido por esa migración colombiana. Su contribución al campo fue fundamental, porque fueron los colombianos quienes mantuvieron en el noroccidente del país la producción de café, cacao y plátano. Sin olvidar su aporte a la educación, pues muchos maestros llegaron aquí huyendo de la violencia».

Amanda Rojas tenía diez años cuando dejó la caribeña Cartagena para mudarse a Maracaibo. Aunque su madre trabajó en casas de ricos, «pudo darme estudios hasta que me hice economista, algo muy difícil para una persona pobre en Colombia». Ella recuerda que, lamentablemente, para finales de los setenta la imagen del colombiano empezó a cambiar. «La prensa repetía que el alza de la criminalidad venía de colombianos. Y, desgraciadamente, las peores bandas de delincuencia estaban formadas por compatriotas».

Ella y Pérez coinciden en que, bajo ese pretexto, empezó la persecución a los compatriotas, principalmente en Caracas y San Cristóbal. La policía los buscaba en discotecas y a la salida de los cines, deteniéndolos e incluso robándoles lo que tuvieran de valor. «No faltaron patrones, terratenientes o sus mayordomos que denunciaban a los ilegales para no pagarles», dice Amanda. A pesar de ello, el flujo de colombianos no se detuvo, aunque las radios en Colombia hacían eco constante de esas situaciones. «Eran riesgos menores frente a la posibilidad de ser asesinados o morir de desnutrición en Colombia», precisa Pérez.

Amanda me presenta a Rosa Epiayu como «compatriota», pero ella aclara con seguridad: «Antes que ser colombiana, soy wayúu». Tiene la piel cobriza, ojos rasgados, pómulos salientes, cabello lacio, negro, grueso y largo, como la inmensa mayoría de las mujeres de su raza indígena. Nació en Pejenech, un caserío al borde de la frontera, al que no ha visto cambiar en los últimos 30 años. «Por el contrario, cada vez va quedando más abandonado de gente».

Se dice que en Colombia el territorio del pueblo wayúu se extiende por unos 16.000 km², principalmente en el departamento de La Guajira, la península más septentrional de Colombia y Suramérica. En Venezuela, en el estado de Zulia, ocupan alrededor de 24.000 km². Estos aproximadamente 40.000 km² constituyen su «Gran Nación», donde viven cerca de 500.000 wayúu. La frontera nunca ha existido para ellos, ni siquiera cuando, en marzo de 1891, en Madrid, un laudo de la reina María Cristina estableció la mayoría de los límites fronterizos entre ambos países. Ante ese «derecho propio», las dos naciones reconocieron esta autonomía territorial hace pocas décadas.

Como nos dijo Eduvilia Uriana, wayúu colombiana que trabaja con radios comunitarias a ambos lados de la frontera, si en siglos anteriores ya muchos eran nómadas en busca de lluvias, el mar era esencial para sus vidas. «Iban de isla en isla por el Caribe, llegando tan lejos como Jamaica o Guadalupe, vendiendo carnes de vaca, cabra y oveja, saladas y secas al sol. También intercambiaban o vendían lana y vestidos femeninos». En las colonias de Aruba y Curazao mantenían las mejores relaciones, al punto de haber firmado un tratado comercial con el Reino de los Países Bajos en 1752, sin importarles las leyes de la Corona española, que no lograba imponerles su autoridad. «Tampoco les importaba si los europeos estaban en guerra entre ellos: vendían alimentos a ingleses, franceses y alemanes. Se entendían incluso con los piratas», precisa Eduvilia.

Si Rosa viste con zapatos deportivos y jeans, Eduvilia lleva una manta roja y sandalias. Ariché Fince, wayúu venezolana, porta una túnica blanca «por ser un día normal de trabajo». Todos esos vestidos están adornados con variados colores y formas. Ariché logró graduarse en comunicación, pero, a unos años de casada, decidió convertirse en comerciante, como su esposo José, wayúu nacido en Colombia. Mientras se almuerza chivo seco y yuca cocinada en el gran patio de su casa en Guarero, un caserío de comerciantes a 5 kilómetros de la frontera, Ariché dice que esas largas mantas «se volvieron moda entre la clase media colombiana hace muy pocas décadas». Cierto. Y se exhibieron en lujosas pasarelas de París, Nueva York o Tokio. Claro, sin nombrar su procedencia, sin que las wayúu las portaran, y sin que sus creadores originales recibieran algo de los millonarios beneficios comerciales.

Pero los wayúu que residen en Colombia no viven en las mismas condiciones que sus hermanos en Venezuela. Esa imagen folclórica y turística oculta la terrible miseria en que vive la mayoría desde hace unos 70 años.

Rosa me cuenta que, tras terminar la secundaria, sus padres dispusieron de algunos ahorros para que ella se trasladara a Riohacha, la capital de La Guajira, e ingresara a la universidad. El proyecto solo duró un día: «Una mujer me dijo que ese lugar no era para «indias cochinas y brutas»». Tenía 20 años. «Entonces mi madre decidió que nos fuéramos a Maracaibo para que mi hermano y yo estudiáramos. Eso sí, esa vez me vestí con blusa y falda para no parecer wayúu, aunque mi cara me delataba a kilómetros». Y se graduó de enfermera. Con amargura, dice que «aún en 2021, de cada 100 jóvenes indígenas guajiros que terminaron el bachillerato, solo cinco ingresaron a la universidad». Bogotá ha tratado a La Guajira como un territorio olvidado, casi como un enclave de ultramar. A mediados del siglo XX, el contrabando de mercancías a gran escala se había convertido en una actividad casi folclórica. Con el auge del tráfico de marihuana colombiana, liderado por estadounidenses, muchos wayúu abandonaron su comercio ancestral para integrarse a esas mafias. José González, esposo de Ariché, nos cuenta que, en los años sesenta, por sus tierras «unos rubios, veteranos de la guerra de Vietnam, sacaban los cargamentos de marihuana en aviones a hélice. ¡Yo lo vi con estos ojos!». En la década siguiente, ese tráfico fue reemplazado por la cocaína. Aunque nada de esto era manejado por los wayúu, la situación les afectó enormemente: desde las lejanas Bogotá y Washington, la represión se intensificó. «Continuaron cerrando las costas de su mar a los wayúu, culpabilizándolos. Y no pocos fueron a la cárcel, pues por unas monedas o por miedo a ser asesinados, se involucraron». Incluso les pagaban con equipos de sonido o neveras, aunque en sus ranchos no había electricidad. «Les daban todas las botellas de whisky que quisieran mientras trabajaban, para luego irse sin pagarles». Cuentan los González, quienes prefirieron trasladarse al Zulia para evitar involucrarse, ya que su comercio siempre había sido el de las telas. «Eso fue solo el comienzo de las desgracias actuales», nos dice Eduvilia, «porque también en los años setenta llegaron poderosas transnacionales para apropiarse del mar que nos quedaba, dejándonos la península como una isla sin océano, acaparando tierras y ríos». El pastoreo y las siembras comenzaron a extinguirse rápidamente. «Incluso el resistente trupillo (Prosopis juliflora), con sus frutos llenos de azúcar, fibra dietética y proteína, también ha querido irse pues cada vez se reproduce menos». Las tierras ancestrales de los wayúu en Colombia fueron tomadas como fuente de extracción, principalmente de carbón. En 1975 comenzó la explotación de una de las minas a cielo abierto más grandes del mundo, con 70,000 hectáreas, que ha producido más de 800 millones de toneladas desde entonces. Esta mina, conocida como El Cerrejón, es propiedad total de tres grandes transnacionales con sede en Suiza. Cuenta con una línea exclusiva de ferrocarril que llega hasta Puerto Bolívar, en la bahía de Portete, el puerto más grande del país, utilizado casi exclusivamente por los barcos que transportan el carbón. Ariché, que parece conocer más de Colombia que sus gobernantes, dice que «en medio de tanta riqueza, además de la explotación de gas, La Guajira tiene el mayor nivel de pobreza del país»: de cada 100 habitantes, cerca de 70 son pobres. La mortalidad infantil también es la más alta debido a la desnutrición, infecciones pulmonares e intestinales. Según datos oficiales, entre 2008 y 2013, 3.000 menores murieron por desnutrición. En los primeros quince años de este siglo, murieron de inanición y sed 14.000 indígenas, especialmente niños y personas mayores. En 2022 se registraron 85 menores de 5 años muertos por falta de agua, 41 más que en 2021. «A los hermanos guajiros los hacen vivir en sed permanente», dice Ariché con rabia. «Es un exterminio silencioso, en el que han participado el Estado y la gran prensa: se privatizaron y desviaron ríos para regar la mina y los megacultivos», que, junto con la contaminación, siguieron acabando con las zonas cultivables que le quedaban a los wayúu. No es todo: rodeando El Cerrejón e invadiendo los territorios wayúu, avanzan, sin detenerse, kilómetros y kilómetros de aerogeneradores de energía eólica para producir «energía verde». «Una supuesta medida ecológica que aleja aún más a los wayúu de lo suyo», comenta Ariché. Rosa, Eduvilia y José, wayúu de origen colombiano, coinciden en que, si no hubiera sido por los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, un genocidio étnico se hubiera consumado en estos últimos veinte años. «Venezuela se convirtió en la fuente de abastecimiento de alimentos, gratuitos o a muy bajo precio, para esos hermanos colombianos. Y se hizo todo lo posible para que ello no se detuviera, ni durante la crisis económica en la que cayó Venezuela desde 2015», precisa Ariché. Gustavo Petro, actual presidente de Colombia, ha puesto la mirada en la población autóctona de La Guajira, buscando revertir la precaria situación social y económica de los wayúu. Sin embargo, no es fácil lograr cambios significativos debido a las estructuras de corrupción arraigadas en los entes políticos, que funcionan prácticamente como mafias. Luis Caldera relata que, hasta la llegada de Chávez al gobierno, los wayúu en Venezuela tampoco vivían en condiciones favorables. «Estábamos marginados, con altos índices de desnutrición y analfabetismo, pero nunca al extremo de nuestros hermanos en Colombia. Y Chávez nos sacó de ese abismo», afirma. Por su parte, la wayúu Benilda Puchek, parlamentaria venezolana, señala: «En una década se crearon casi 100 escuelas bilingües wayúu. Mujeres y hombres wayúu llegamos a la universidad y a las academias: con el saber empezamos a liberarnos». Benilda es licenciada en educación y actualmente estudia Derecho. Buscando la frontera, se cruzan viejos automóviles y pequeños camiones repletos de mercancías. En todos los caseríos se vende gasolina por galones de cinco litros, «o la cantidad que quiera comprar, hasta llenar un camión cisterna», nos dice un jovencito. «Son los colombianos quienes más vienen a llevar, porque aquí es hasta 200 veces más barata». Exagera, pero no mucho. Carne de chivo, pescado seco, frutas y bolsitas con agua también se ofrecen a la orilla de la ruta. La música bailable colombiana nunca falta. En cada caserío, todo vehículo es detenido por aduanas, policía y migración: uno detrás del otro. Cada chofer saca el brazo como si saludara, pero en realidad entrega algunos billetes para evitar que registren las mercancías. Llegamos a Paraguachón, donde está la línea fronteriza imaginaria, conocida en esta zona de Venezuela como La Raya. «Por aquí fue que quisieron invadirnos inicialmente en febrero de 2019», nos explica Juan Romero, historiador venezolano. «Los militares colombianos y el Comando Sur, apoyados por sus narco-paramilitares, estuvieron listos a pocos kilómetros». Romero asegura que «subestimaron la organización cívico-militar con la que cuenta el país para su defensa. Hasta aquí llegamos miles». Mery, por su parte, nos diría: «No fuimos los únicos de origen colombiano dispuestos a defender esta tierra que nos acogió y nos dio todo. Venezuela no podía ser invadida, porque habría sido una guerra entre dos pueblos hermanos, y Washington, como siempre, habría aprovechado la situación». «Cuando vieron nuestra decisión de defensa, anota Romero, intentaron invadir por el Puente Simón Bolívar, en Táchira, el 23 de febrero, también bajo el pretexto de ingresar ayuda humanitaria. ¡Pero tampoco pudieron!»

Más allá de La Raya, en la zona neutral situada justo antes de la oficina colombiana de migración, comienza otro mundo. Cabañas de madera desde las que suena música a todo volumen, el suelo cubierto de basura, un ir y venir incesante de motocicletas, muchas miradas recelosas; hombres que gritan con botellas de alcohol en la mano, mujeres que venden productos, niños y ancianos que mendigan.

Una joven turista, que resultó ser francesa, nos dice: «Ya no quiero ingresar a Colombia, aquí hace más calor que en Venezuela». Nos hace reír. Ante su temor, le proponemos ingresar a Colombia por San Cristóbal.

Ya de regreso, a unos cinco kilómetros está la casa de José y Ariché, a la orilla de la carretera en Guarero. Al frente tienen una tienda, enrejada para evitar robos, como casi todos los otros bazares que abundan en la zona. El 95% de los productos que venden son colombianos: refrescos, licores, cigarrillos, una gran variedad de alimentos y hasta agua. Ellos se definen como comerciantes; otros los señalan de contrabandistas. Probablemente sean ambas cosas. Lo cierto es que cuentan con permisos oficiales para vender, aunque buena parte de la mercancía no pagó impuestos al ingresar.

José compra en Maicao, a unos 15 kilómetros, ciudad históricamente ligada al contrabando en Colombia. Su camión no regresa por la frontera para evitar la aduana venezolana y los controles policiales: pasa por las trochas. Los 249 kilómetros de frontera entre La Guajira colombiana y Venezuela están llenos de esos caminos polvorientos por donde se mueve la mayor parte de la mercancía que se encuentra en el Zulia y llega incluso hasta Caracas.

Para quienes no tienen experiencia, la media hora que puede durar el cruce al otro lado puede sentirse interminable, porque no se sabe qué puede aparecer en cualquier curva. Lo seguro es que la moto o el vehículo deben detenerse ante una cuerda atravesada en el camino, mientras dos o tres personas se colocan al frente pidiendo dinero para permitir el paso. No es mucho. Llevan palos, piedras o machetes para intimidar. Aquí los documentos de identidad no importan.

Sin embargo, cuando se trata de camiones como el de José, la cuerda baja apenas lo reconocen: todo está arreglado de antemano. Es común ver a mujeres wayúu, acompañadas de jóvenes, en esos retenes. Al salir nuevamente a la carretera, ya se está en Venezuela, a las afueras de Guarero. Para el neófito que, por alguna razón, debe evitar el paso fronterizo oficial, la experiencia puede resultar alucinante.

Las mafias conformadas por paramilitares colombianos tienen sus propias trochas, que utilizan para trasladar cocaína y, desde allí, exportarla por el Caribe hacia Europa. En sentido contrario, ingresan camiones cisterna cargados de gasolina, un negocio millonario debido al bajísimo precio del combustible en Venezuela. También existen bandas delictivas que controlan sus propios pasos. Y, por supuesto, las guerrillas colombianas tienen los suyos, que emplean para movilizarse cuando el ejército lanza fuertes operativos. «Casi siempre unos y otros respetan las trochas que utilizamos los comerciantes tradicionales», afirma José.

De manera oficial, en Zulia viven alrededor de 200 mil colombianos, y en Táchira unos 150 mil. En el Distrito Capital de Caracas se han registrado aproximadamente 55 mil. Juan Carlos Tanus, presidente de la Asociación de Colombianos en Venezuela, quien reside aquí desde 2004, luego de que paramilitares aliados al ejército intentaran asesinarlo, asegura que no existe consenso entre las cifras oficiales para determinar cuántos colombianos han emigrado a la nación bolivariana. «No es fácil saberlo, porque buena parte de esa migración va y viene según la situación interna colombiana, ya sea económica o política».

Tanus está convencido de que, a comienzos de este siglo, había cerca de dos millones de colombianos en Venezuela. Han sido miles de familias de origen colombiano las que han recibido apartamentos gratuitos y amoblados dentro del proyecto estatal Gran Misión Vivienda, que ya superó los cuatro millones de viviendas entregadas. «Para una familia colombiana que nunca tuvo nada en nuestro país, esto es como una bendición del cielo», afirma.

Fuente: https://www.lemondediplomatique.cl/retrospectiva-de-un-exodo-silencioso-entre-venezuela-y-colombia-mas-que-una.html

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