«Es evidente que el trabajo y la tierra no son mercancías producidas para la venta. Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad» (Karl Polanyi)
«El fenómeno del chabolismo puede volver a la ciudad». La inquietante afirmación no procede, como sería previsible, de un representante del movimiento de vivienda que diera la voz de alarma ante la penosa situación actual, sino de la presidenta del Colegio de Agentes de la Propiedad Inmobiliaria de Barcelona.
La patronal de las agencias inmobiliarias advierte de que el estado del acceso a la vivienda -muy destacadamente, de alquiler- en la ciudad se dirige a marchas aceleradas hacia el colapso, debido a la aguda escasez de oferta y a la exclusión completa de amplias capas de la población:
“¿Para qué anunciar algo en Internet si te van a colapsar la central telefónica? Nuestros agentes inmobiliarios ya nos dicen que nada más colgar un anuncio tienen que quitarlo porque en una hora reciben 300 solicitudes”.
La angustiosa «inaccesibilidad» del alojamiento para amplias capas de la población provocará en breve plazo, según la citada portavoz, la proliferación de colonias de chabolas en medio de la exuberancia de la «ciudad escaparate». Sin embargo, sus pobladores no serían únicamente las personas que sobreviven a duras penas en los márgenes de la sociedad opulenta, sino también grupos sociales formalmente «integrados», con un puesto de trabajo e ingresos regulares.
Por desgracia, el lúgubre pronóstico no anda en absoluto desencaminado. Aunque el chabolismo nunca ha desaparecido de la «mejor tienda del mundo», actualmente está creciendo a un ritmo inédito. En solo un año se ha incrementado un 23% la cifra de ciudadanos que viven al raso (1.600) y ha crecido hasta un 13,6% el número de personas sin hogar (5.000) que viven en albergues o en asentamientos insalubres.
El hecho de que el aviso provenga de una organización que trabaja para la patronal inmobiliaria -proclive, por tanto, al alarmismo sensacionalista para denunciar el «execrable» intervencionismo del gobierno- no es óbice para que la tenebrosa perspectiva sea un reflejo fiel del reverso lúgubre de la ciudad-mercancía.
Lo cierto es que un somero repaso a los fríos datos del mercado inmobiliario corrobora de forma irrebatible el pronóstico «colapsista».
Los precios de compra y de alquiler se sitúan en máximos históricos, incluso superiores al pico de la descomunal burbuja que reventó en 2008; el esfuerzo para sufragar el alquiler representa casi la mitad del sueldo medio en las grandes ciudades españolas, con Barcelona y Madrid a la cabeza con más de un 70%; un 45% de la población inquilina -9 millones de personas- se halla en grave riesgo de pobreza y de exclusión social; en 2024, únicamente el 15% de los menores de 29 había logrado emanciparse y, en muchos casos, solo gracias a donaciones o herencias familiares; un 70% de los migrantes viven de alquiler, sufriendo sistemáticamente situaciones de racismo y discriminación que les abocan a la supervivencia en el salvaje mercado de habitaciones; el 10% de la población sufre condiciones de hacinamiento -dos o más personas por habitación- en 2024.
Esta ráfaga de datos «a sangre fría» no proporciona, empero, una idea cabal del grado de sufrimiento provocado por la angustia de carecer de un cobijo mínimamente adecuado y estable.
Una consecuencia directa de la exclusión residencial de capas crecientes de la población es la profunda degradación social que reina en el “sálvese quien pueda” del inframundo inmobiliario: el alquiler de habitaciones a precio de oro, las okupaciones de supervivencia, los miles de pisos turísticos o el fraude masivo del alquiler de temporada -para eludir el control de precios establecido en la Ley de Vivienda- conforman el pan nuestro de cada día de la «olla a presión» en la que se ha convertido el acceso a la vivienda. Paralelamente, en el extremo opuesto del arco social, las capas privilegiadas, regadas con la lluvia de riqueza patrimonial y de rentas de alquiler generada por la inflación inmobiliaria, no pierden en absoluto el tiempo en pos de acaparar el máximo de «ladrillo» en sus abultados patrimonios: un 30% de las compras de vivienda se realiza sin hipoteca y más de la mitad de los préstamos hipotecarios tienen como fin la inversión y no la compra de residencia habitual.
Ante este panorama desolador, las propuestas ofrecidas por los que detentan el poder público-privado producen una acusada sensación de impotencia y mala fe a partes iguales. Las recetas del discurso dominante oscilan entre fiar toda la solución del «endemoniado» asunto al sacrosanto mercado y depositar heroicas esperanzas en los remedios paliativos de las pusilánimes regulaciones legales. Se trata, por lo tanto, de elegir entre el neoliberalismo salvaje y el progresismo estatista.
Sin embargo, no deja de llamar poderosamente la atención el carácter sumamente burdo de las explicaciones habituales acerca de la «tormenta perfecta» que amenaza con agrandar de forma irreversible la fractura social entre los beneficiados y las víctimas de la máquina de succión de riqueza social que representa el sector inmobiliario. El discurso de los «expertos» en los tabloides y en los cenáculos de la «ciencia» económica, fieles cancerberos de los privilegios de las clases dominantes, sigue dos líneas argumentales recurrentes. En primer lugar, se insiste machaconamente en la necesidad de potenciar la inversión en construcción de nuevas viviendas, en aras de aumentar la oferta y, de este modo, presionar supuestamente a la baja los precios inmobiliarios. En segundo lugar, se denuncia enfáticamente el intervencionismo regulatorio -la falta de «seguridad jurídica» para el benemérito inversor privado- de las tibias medidas y regulaciones legales propuestas por los representantes de la soberanía popular. Cualquier transgresión del sagrado mercado libre resulta anatema para los guardianes de la ortodoxia. Más allá de estos dos mantras, reina el más absoluto silencio acerca de las vías para siquiera atenuar la insoportable situación del mercado inmobiliario.
Un botón de muestra del primer mantra sería el siguiente razonamiento del actual gobernador del Banco de España:
«A medio plazo, necesitamos expandir la oferta y, al mismo tiempo, dado que esta se ajusta con lentitud, hay que gestionar situaciones transicionales, donde se pueden aplicar políticas de demanda. Pero me preocupa que centrándonos en estas políticas nos olvidemos de que hay que construir y movilizar oferta, que requiere una coordinación mucho mejor entre los tres niveles de la administración»
El siguiente paso reproduce asimismo fielmente la cantinela de los mamporreros del capital financiero-inmobiliario acerca de los deletéreos efectos del intervencionismo de la Administración en el sector y de la precaria situación en la que se halla, por ese motivo, el «desvalido» arrendador:
«En materia de vivienda, seguimos confundiendo el síntoma de que los precios sean o se perciban como altos con las causas, que guardan relación con la escasez de oferta y sobre todo, en los últimos meses, con la inflación. El arrendador de viviendas se encontraba ya en una situación un tanto precaria debido a las ingenuas y cambiantes restricciones que nuestras leyes imponen a la contratación, la tolerancia con los impagos y las ocupaciones, y las dificultades para hacer efectivos los desahucios. Pende sobre él, además, la incertidumbre de nuevas regulaciones más intervencionistas, tanto autonómicas como estatales».
Las «sapientísimas» aseveraciones de los expertos de los think tank del ramo se fundamentan en los principios basales de la economía neoclásica, la ideología legitimadora de la organización social vigente. De acuerdo con una reciente encuesta realizada a una selección de prominentes economistas, un 81% se oponía enérgicamente a cualquier tipo de «control de rentas». El reputado teórico Greg Mankiw llegó incluso a escribir, en su best seller para incautos estudiantes universitarios, que para los economistas “serios” el control de alquileres es “la mejor manera de destruir una ciudad, aparte de bombardearla”. Sin duda, toda una muestra de imparcialidad y rigor científicos.
Estamos, por tanto, ante un anatema para los popes de la pseudociencia económica. El primer ensayo influyente de Milton Friedman, el padre intelectual de las políticas neoliberales de Reagan, Thatcher y Pinochet, tenía como objetivo argumentar de forma irrefutable que el control de alquileres conduce al peor de los escenarios posibles:
«Paraliza la construcción de nuevas viviendas, alimenta la desigualdad en el acceso a la vivienda y limita la movilidad de las familias, impidiéndoles así acceder a mejores oportunidades, al tiempo que restringe la libertad de los propietarios para obtener beneficios de sus propiedades».
Nada nuevo pues bajo el sol.
El geógrafo marxista David Harvey describe el carácter engañosamente persuasivo de la aparente simplicidad de los falaces planteamientos de la ortodoxia económica:
«Confiar en los instrumentos matemáticos neoclásicos y oscurecer importantes distinciones referentes a la naturaleza de la renta, del espacio y a las relaciones entre valor de uso y valor de cambio, junto con un modo falso de hacer comprobaciones, permiten a estos modelos conseguir una utilización y una credibilidad mayores de lo que en realidad merecen».
Resulta, en consecuencia, totalmente fútil otorgar credibilidad y entrar en discusión honesta con las falacias pueriles del discurso legitimador del poder social. El experto en políticas de vivienda Javier Burón -cuyo último libro se titula, gráficamente, «El problema de la vivienda: cómo desactivar la bomba de relojería que amenaza con colapsar España»- dio la siguiente refutación demoledora del mantra ortodoxo acerca de la acuciante necesidad de inundar de nuevo el territorio de cemento y hormigón para hacer bajar el precio de la vivienda:
«Decir que generar nueva vivienda, por si solo, abarata el precio es algo que yo ya ni siquiera lo debato porque soy una persona seria. Entre 1998 y 2008 se construyeron 6 millones de viviendas en España y el resultado fue que el precio del suelo subió el 400% y el de la vivienda un 250%».
Mientras tanto, y ante la alarmante evolución de la tragedia inmobiliaria en el Estado español, los gobiernos de cariz progresista comienzan a dar tímidos pasos encaminados a la regulación del sector, violando las sagradas leyes del libre mercado. Sin embargo, la pusilanimidad de las medidas propuestas supone únicamente una tirita en la hemorragia social masiva que está provocando la flagrante transgresión del derecho humano básico que representa poder tener un techo asequible donde cobijarse.
Los mecanismos de regulación del precio del alquiler establecidos en la grandilocuente «Ley por el Derecho a la Vivienda», aprobada en 2023, no obligan, en ningún caso, a su drástica reducción, sino únicamente al control del incremento, eliminando la discrecionalidad del arrendador para imponer aumentos astronómicos. Se trata, en consecuencia, de remedios homeopáticos, de una cortedad tan notoria que resulta de todo punto imposible que produzcan un cambio significativo en la terrorífica situación del mercado. Más aun teniendo en cuenta que los controles de alquileres solo se aplican en las denominadas «zonas tensionadas«, con mayores restricciones únicamente para los «grandes tenedores», propietarios de diez inmuebles o más. Para más inri, la nueva regulación -de carácter únicamente temporal y con «agujeros» notorios, como la falta de control de los alquileres de temporada- solo se ha implantado hasta ahora en cuatro Comunidades Autónomas, al haberse declarado en rebeldía todas las gobernadas por la derecha ultramontana.
El activista y experto en el sector Pablo Carmona refleja la patente insignificancia de los tímidos intentos legislativos de transformar las reglas del juego del campo de batalla inmobiliario:
«Esta posición intocable de los rentistas ha quedado retratada en todos los intentos que ha habido por trastocar —aunque fuese mínimamente— las reglas del juego del puro mercado en el ámbito de la vivienda. Lo que se muestra especialmente en lo que se refiere a las distintas medidas de control de rentas del alquiler propuestas (…). El primero es que estas regulaciones solo afectasen a los grandes tenedores —propietarios de más de 10 viviendas—; el segundo es que la regulación no forzase bajadas de precios sustanciales, sino que simplemente evitase las subidas y moderase los precios. En otras palabras, las referencias de los índices públicos para los alquileres se han basado en los mismos valores que fijaba el mercado».
Partiendo del hecho de que sería necesaria una reducción de, al menos, un 40% de los precios de compra y más de un 50% de los de alquiler para restaurar la accesibilidad de la población a un nivel razonable, no parece siquiera necesario señalar la aguda insuficiencia de las medidas regulatorias propuestas. Dos años después de la aprobación de la «celebrada» Ley -recordemos que se trataba de garantizar el cumplimiento de un derecho constitucional, según las pomposas declaraciones de sus redactores y partidarios- los precios de compra y, sobre todo, de arrendamiento siguen fuera de control.
El economista Juan Torres López pone el dedo en la llaga del nudo gordiano que habría que cortar forzosamente para encarar un horizonte radicalmente diferente a la pesadilla vigente: «No hay otra alternativa que sacar, literalmente hablando, u ofrecer fuera del mercado el número de viviendas suficiente para garantizar el derecho de habitación de todas las personas que hoy día la necesitan y no pueden acceder a ella». Sin embargo, es evidente que ni esta medida «radical», que pasaría necesariamente por expropiaciones masivas, ni las propuestas de los Sindicatos de Vivienda -contratos indefinidos de alquiler, reducción drástica de precios, etc.- están ni se las espera.
La expectativa, mantenida contra viento y marea por todas las nuevas oleadas de «fuerzas del cambio», de que el Estado burgués ponga en marcha reformas que redunden significativamente en la mejora de las condiciones de vida de las clases populares no deja de ser, como explica John Holloway, una vana ilusión:
«El Estado es capitalista por su forma, no por lo que hace, no por las funciones que cumple. Su propia existencia depende de que haga todo lo posible para asegurar las condiciones necesarias para la reproducción del capital. Entre otras cosas, esto significa que cualquier gobierno de un estado, sea de izquierda o de derecha, tiene que promover la acumulación del capital (atrayendo inversión extranjera o de otra forma). Esto implica inevitablemente participar en la agresión que es el capital».
El hecho de que el sector inmobiliario se haya convertido en el principal yacimiento de extracción de rentabilidad para los ingentes flujos de capital financiero -el denominado «circuito secundario de acumulación»- y en el activo patrimonial clave en la seguridad económica de las clases medias impide cualquier modificación sustancial del statu quo, que roce siquiera el sagrado derecho de propiedad o erosione las suculentas ganancias del sacrosanto sector privado.
Por mucho que los discursos de los poderes «democráticos», con su vacua retórica de justicia social, apunten a la necesidad de una transformación radical de las reglas del juego, los intereses patrimoniales -el efecto riqueza de la revalorización de los activos- de las «mayorías silenciosas» abortarán cualquier intento serio de alterar significativamente la correlación de fuerzas en el campo de batalla inmobiliario.
Ni la vivienda es una mercancía al uso ni existe un «libre mercado» inmobiliario
Así pues, el diagnóstico es claro: cualquier estudiante de primero de Microeconomía sabe que el pseudomercado de vivienda está en las antípodas de cumplir con las propiedades de un mercado de competencia perfecta, como postula -aprovechándose de la ignorancia del público- el discurso dominante. Los requisitos del modelo competitivo -producto homogéneo, completa libertad de entrada y salida, información perfecta- no existen ni por asomo en el mercado residencial. No hace falta, por tanto, ser un experto en los arcanos de la «ciencia» económica para entender que el mercado de los plátanos o el de los bolígrafos baratos no tienen nada que ver con el sector inmobiliario. Aplicar las mismas reglas liberalizadoras en los dos casos -el manido laissez faire, laissez passer, sancta santorum del catecismo neoclásico- acaba generando, como presenciamos actualmente, una catástrofe social. Cuando un bien esencial, del que nadie puede prescindir, deviene el filón neurálgico de los flujos financieros de inversión a escala global, el resultado no puede ser otro que la conversión del acceso a la vivienda en una tragedia desgarradora.
No resulta, dicho sea de paso, nada extraño que la misma falacia de la aséptica autorregulación se aplique al mercado laboral, donde la ley de la oferta y la demanda determina, presuntamente, la remuneración del trabajador. De este modo, se exorciza cualquier mención a la posibilidad de que se trate también de una relación asimétrica, basada en la explotación de la fuerza de trabajo.
En realidad, no existe ni por asomo un mercado libre y competitivo de la vivienda ni del suelo, ni es cierto que los que actúan dentro de él tengan una perfecta información de los datos relevantes. Nos hallamos, bien al contrario, ante un sector extractivo, en el que los que gozan del monopolio de disponer de una propiedad en una ubicación determinada -recordemos que el suelo es un bien «no producido»- pueden extraer rentas desorbitadas, ejerciendo poder de mercado sobre la fijación de los precios de compra y de alquiler. La ocupación del espacio basada en la propiedad privada es pues la clave del carácter monopolístico del sector inmobiliario.
David Harvey propone una ilustrativa analogía entre la posibilidad de acceso a la vivienda urbana y la ocupación de los asientos de un teatro, para ilustrar el conflicto de poderes totalmente asimétricos que caracteriza al sector residencial:
«En un mercado de la vivienda con un stock fijo de viviendas el proceso es análogo al de ocupar secuencialmente los asientos en un teatro vacío. Si los que entran para ocupar el teatro lo hacen por orden de poder adquisitivo, entonces aquellos que tengan dinero tendrán más posibilidades de elección, mientras que los más pobres ocuparán los asientos que queden después de que todos los demás hayan escogido sitio. En una distribución secuencial de un stock libre de viviendas en orden de poder de mercado el grupo más pobre, al ser el último en entrar en el mercado, ha de hacer frente a unos proveedores de los servicios de alojamiento que se encuentran casi en una situación monopolista (…). Por tanto, llegamos a la conclusión fundamental de que el rico puede dominar el espacio mientras que el pobre se encuentra atrapado en él. En todos estos casos, el alquiler debe concebirse como una renta absoluta que se deriva del poder monopólico de los propietarios como clase frente al poder colectivo y la condición de los arrendatarios”.
Estamos pues ante un escenario fracturado entre los que gozan de seguridad residencial y de poder de mercado -propietarios sin riesgo hipotecario, inversores financieros e inquilinos de alto poder adquisitivo-, y los que se ven abocados a someterse a las condiciones draconianas del campo de batalla inmobiliario.
Javier Burón abunda en esa estricta jerarquización del sector, entre la «estratosfera» donde habitan los privilegiados y el «sálvese quien pueda» en el que penan los condenados a la servidumbre habitacional:
«En el capitalismo patrimonial que describe Thomas Piketty sobran ricos y las buenas propiedades inmobiliarias escasean. Esta carrera de los inversores globales tensa al alza los precios, no solo de los mejores edificios y viviendas, sino que la inflación y la especulación se extienden, cual mancha de aceite, por casi todo el stock. Partiendo de la estratosfera (de los importes más exclusivos y locos), después se produce un descenso de los precios según va pasando el incremento de los precios del «ladrillo» de los buenos a los normales, regulares, etc. Lo cual deja en situación muy precaria a la demanda local. Al final, las viviendas de mierda donde Cristo perdió las sandalias (sic) también acaban siendo caras. Nadie puede escapar».
Los espeluznantes datos
corroboran fehacientemente este agostamiento del cuello de botella del acceso a
la vivienda, que deja a capas crecientes de la población atrapadas en un
escenario de pesadilla:
«En el tercer trimestre de este año, cada vivienda que se puso en
arrendamiento en la provincia de Barcelona recibió 444 interesados en solo diez
días, nuevo máximo histórico y un síntoma de una competencia cada vez más
intensa entre inquilinos. Según datos de 2025, por cada piso de protección
oficial sorteado en Barcelona, hay 170 solicitantes. Para el sorteo de 238
viviendas de la promoción pública Illa Glòries en mayo de 2025, se inscribieron
nada menos que 40.300 familias».
Por tanto, resulta evidente que solo una enérgica
intervención exógena por parte de la administración pública, que impidiera de
forma efectiva -en términos expropiatorios- el ejercicio del poder monopolístico
de la propiedad privada, podría revertir o siquiera atenuar la violencia
inmobiliaria. Pero esa intervención es incompatible con el carácter clasista
del estado burgués y con la defensa del bloque hegemónico que lo sutenta: las
familias propietarias de clase media. Como argumenta
Carmona, los sectores rentistas consideran anatema cualquier atisbo de
regulación «confiscatoria» que rebaje sus caudalosas rentas:
«En primer lugar, estos sectores rentistas, que tienen apostadas en sus
propiedades inmobiliarias una de sus principales líneas de defensa, no cederán
nada en lo sustancial de sus posiciones. En segundo lugar, su perfil social
sigue representando al votante medio, al que todos los partidos quieren
dirigirse y satisfacer, garantizando la estabilidad de sus valores
inmobiliarios, su rentabilidad y la seguridad jurídica de los mismos».
El propio Harvey destaca la completa impotencia de la «política social» frente a las innumerables estratagemas que salvaguardan la posición intocable de la defensa de la propiedad privada:
«Por desgracia, el poder monopolista de la propiedad privada puede ser alcanzado en su forma económica por medio de innumerables estratagemas. Si la renta no puede ser extraída de un modo, lo será de otro. La política social, por bienintencionada que sea, es inútil frente a estas innumerables estratagemas, ya que el rentista conseguirá sus objetivos por los medios que sea».
La tragedia social resultante, que presenciamos actualmente en pleno desarrollo, no resulta, en consecuencia, nada sorprendente. El ascenso del fascismo rampante no es en ningún caso ajeno a esta degradación social acelerada que provoca la violencia inmobiliaria.
El propio Burón formula un diagnóstico sumamente lúgubre, basado en la manifiesta imposibilidad de realizar cambios estructurales en el acceso a la vivienda, a pesar de la enorme gravedad del problema:
«Soy muy pesimista, porque no veo bases objetivas que estén favoreciendo un cambio estructural. Hay un nivel de diagnóstico muy alto, pero falta inversión pública y privada en cantidad y calidad para poder cambiar esto a corto plazo, pese a que el coste de oportunidad de no resolver esta crisis es tan alto que no sé cuántas cosas podemos poner en riesgo: la natalidad ya está muy tocada, la salud mental, incluso el emprendimiento y la innovación, además de los efectos generacionales. Muchos colegas extranjeros me preguntan por qué no se ha montado un pollo todavía. No sé la respuesta, pero espero que alguien lo monte en algún momento (…). Pintar, pinta mal, pero sería aceptar que mi país va a saltar por los aires cuando hemos hecho cosas que no han estado mal, como la sanidad, las pensiones, la educación o las infraestructuras».
Así pues, ante el callejón sin salida en el que ha desembocado la situación de un sector clave para sostener -hasta que el próximo shock global demuela el actual espejismo de pseudobienestar- con respiración asistida al capitalismo desquiciado, ¿cuáles serían las posibles vías para desatascar el drama inmobiliario que presenciamos en pleno desarrollo?
Pablo Carmona nos ofrece un prontuario que, partiendo de la esterilidad de la expectativa de transformación «desde arriba», desde las timoratas políticas desarrolladas por el Estado burgués, ponga el acento en superar la frustrante dinámica movimentista de la «demanda y la reivindicación», en pos de experimentar con la construcción de luchas urbanas que arrebaten el territorio al poder urbanista y lo liberen de los grilletes de la sociedad-mercancía:
«El eje central del problema, que quizás tarde en percibirse pero que será inevitable, es que toda la izquierda movimentista está sumida en una terrible falta de imaginación que, aunque sea momentáneamente, deje fuera de sus ecuaciones de lucha, el factor estatal en un sistema de demandas y reivindicaciones. Por eso, por pequeñas que sean, todas las experiencias que —por marginales que parezcan— juegan a experimentar con un escenario de quiebra estatal están anticipándose a lo que está por venir: un mundo donde no habrá redistribución sin expropiación, donde no existirá ninguna simbiosis entre el Estado y el Capital (…). Por finalizar y, si se quiere, como sentencia final, podemos decir que buena parte de los movimientos de lucha deben aprender a quedarse huérfanos. Huérfanos de Estado y de la política de la demanda y la reivindicación. Solo desde ese horizonte se podrán pensar alternativas de pelea a un mundo en crisis».
Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.com/2025/11/12/por-que-la-tragedia-de-la-vivienda-no-tiene-solucion/
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