Habitualmente se muestran tres rasgos que definirían el fascismo, entendido en el sentido clásico, es decir, como una estrategia política que nace al calor de Sarajevo (1914) y muere en Stalingrado (1943), como señalaba Atilio Borón en su ensayo Estado, capitalismo y democracia en América Latina (1991): la existencia de un Estado totalitario y autoritario; un modelo económico en el que el Estado era un agente interviniente en la actividad económica del país; y una ausencia de libertades públicas para el conjunto de la ciudadanía, que por otra parte carece absolutamente de la mayoría de los derechos políticos propios de las democracias burguesas. Asimismo, normalmente también se asocian otros rasgos ideológicos, vinculados con el control religioso y la represión de la diversidad lingüístico-cultural. Así definido no hay duda: los fascismos se corresponden con los regímenes autoritarios de Mussolini o Hitler entre otros dictadores de la “edad del fascismo”.
No obstante, si entre los fascismos y los regímenes liberales burgueses no hay semejanzas ni vínculo ninguno, cómo es posible que los líderes políticos y empresariales de EE.UU., entre ellos Roosevelt, un joven John Kennedy —que debió heredar esa simpatía de la que manifestaba su padre Joseph, el fundador de la saga— o los magnates Henry Ford, Prescott Bush —padre y abuelo de dos presidentes de los EE.UU.—, Du Pont —a pesar de tener ascendencia judía, pesaba más su visceral odio “kkklánico” contra los “negros’”— o el magnate del petróleo John D. Rockefeller, no solo admirasen las políticas de Hitler y Mussolini, sino que mantuviesen intensos negocios con las empresas de esos regímenes dictatoriales, como han demostrado entre otros autores Jacques Pauwels en un libro imprescindible: Grandes negocios con Hitler (2021).
Entonces, si los vínculos entre el gran capital y los regímenes liberales burgueses son tan evidentes, ¿qué es lo que hace que seamos incapaces de reconocer que el fascismo también es una expresión de los intereses de la gran burguesía actual? Volvamos a la cuestión de los elementos definitorios que marcarían una radical diferencia entre los fascismos del período de entreguerras y los regímenes autoritarios posteriores, incluido el actual “autoritarismo libertario” —por no usar aún el término fascismo—: la cuestión del Estado, el modelo económico y la defensa de la libertad, para obtener una respuesta a esa pregunta.

Obviamente, si comparamos los discursos (y los hechos) de Meloni con los de Mussolini, de Abascal con Miguel Primo de Rivera —el dictador con rey que gobernó España entre 1923 y 1930— o con José Antonio Primo de Rivera —hijo del anterior y fundador de la Falange Española en 1933— o de Weidel con los de Hitler, encontraríamos pocas afinidades: en el caso de las tres personas mencionadas, como representantes actuales de la extrema derecha, abogan abiertamente por la “reducción” del Estado, por el ultraliberalismo económico y por un discurso centrado en la defensa de la libertad —recordemos que en el año 2023 uno de los lemas de la campaña electoral de VOX que figuraba en su cartelería, que usaba la cara de Abascal de medio perfil, era “vota libertad”—; no obstante, tanto Mussolini, como Hitler o los Primo de Rivera, dirigieron con “mano de hierro” Estados totalitarios, en los que la libertad era una quimera para la mayoría de la población y el Estado era profundamente intervencionista en materia económica, aunque solo fuese para beneficiar a las elites capitalistas. Asimismo, si aplicamos esa comparativa a los regímenes dictatoriales que sobrevivieron a o surgieron tras la II Guerra Mundial (franquismo, salazarismo, dictaduras militares del Cono Sur americano…), encontramos que se mueven entre los dos extremos de la comparativa anterior: es cierto que en todos los casos fueron regímenes brutalmente represivos, pero también hubo segmentos de las elites que gozaron de amplias libertades; también es cierto que el franquismo, por ejemplo en su fase autárquica, fue claramente intervencionista, pero también es cierto que el desarrollismo tecnócrata estaba inspirado en principios abiertamente liberales (ahí está la legislación en materia laboral de los años sesenta y setenta), del mismo modo que estaba pasando en el Chile de Pinochet, por citar un ejemplo de dictadura militar del Cono Sur americano… y los ejemplos que hacen muy difusa esa comparativa, son múltiples.
Es en ese sentido en el que podemos decir, con Luciano Canfora, que “el fascismo nunca ha estado muerto”, ya que es la estrategia que las elites burguesas usan para perpetuarse en el poder con el apoyo de las mayorías cuando sus privilegios políticos, económicos o sociales son cuestionados, bien en las urnas (como en la actualidad) o bien mediante la movilización social (tiempo de entreguerras), para lo que tienen que apoyarse en discursos irracionales, como lo son los negacionismos científicos e históricos, los discursos identitarios, racistas o xenófobos y cualquier tipo de discurso que se asiente en la supremacía de un grupo sobre otro, que tiene que ser minorizado, excluido y discriminado para que la mayoría perciba su privilegio, normalmente “blanco”, masculino…
Por esa razón Luciano Canfora, profesor emérito de la Universidad de Bari y autor entre otros libros de La máscara democrática de la oligarquía (2020), sostiene en el capítulo primero, titulado “El núcleo”, lo siguiente:
“Podemos considerar que el núcleo del fascismo es, más allá de otras caracteristicas contingentes, el supremacismo racista en cuanto punto terminal de la exaltación constante de la propia nación, percibida como ‘comunidad natural’. La distinción entre racismo ‘biológico’ y racismo ‘cultural’ importa menos. La esencia es, para ambos, la autosugestión sobre la superioridad ‘blanca’ del mundo euroamericano. Un fenómeno similar en Asia fue el supremacismo asesino del fascismo japonés hacia China”.
Para señalar, a continuación, una idea fundamental: los antecedentes del fascismo hay que buscarlos en los discursos ideológicos supremacistas elaborados en las democracias liberal-conservadoras en el contexto del imperialismo colonial. En ese sentido, pues, tenemos que situar en el conde de Gobineau y su ensayo sobre la desigualdad de las razas (1854), en la germana Sociedad Gobineau, un claro antecedente del racismo nazi, y en todos los discursos y asociaciones que justificaron el racismo y el supremacismo europeo tanto en Europa como en América las raíces ideológicas del fascismo y del nazismo.
En definitiva, El fascismo nunca ha estado muerto (bauplan, 2024) es un pequeño gran libro, que merece la pena leer y aprender de él.
Este mismo texto también fue publicado en la edición digital de Mundo Obrero (16 de noviembre de 2025): https://mundoobrero.es/2025/11/16/el-fascismo-de-ayer-y-el-de-hoy/
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