El fútbol no es un negocio ni un espectáculo neutral; tiene connotaciones que retrata relaciones de poder y la correlación de fuerzas al interior de las sociedades nacionales y en el mundo. No es solo una estrategia para patear un balón y llegar a la meta contraria o defender la portería en aras de evitar un gol.
El fútbol es más que ídolos populares y mediáticos como Pelé, Diego Armando Maradona, Cristiano Ronaldo o Lionel Messi. Es, en principio, un mecanismo de acumulación de capital dado por la imagen, la mercadotecnia y el espectáculo masivo. Es también una síntesis de la ideología dominante; es también una fuente de publicidad para grandes corporaciones; y, en contraste, un signo de propaganda política y militancia. Se trata de un deporte/espectáculo/negocio global, con grandes audiencias y seguidores; de tal manera que gravitan sus impactos en la sociedad y en la cultura, al tiempo que expresa sus disputas, contradicciones y lógicas polarizadas y polarizantes. A través del fútbol se configura/reconfigura/desvanece el sentido de comunidad, se construyen significaciones, se refuerzan ideologías y se proyectan hegemonías. El fútbol es capaz de condensar el sentir y cosmovisiones de las sociedades, tal como ocurre con una temática caldeada como el racismo.
De ser un deporte anclado al pueblo, al barrio, al potrero, el fútbol transitó a una industria cultural global de amplias magnitudes solo al alcance de ciertas élites y de cierto poder adquisitivo. Vinculado su origen a mineros y obreros británicos, el fútbol brinda sentido a la existencia de los sectores populares signada por la explotación y la exclusión social. Las emociones y la pasión son consustanciales al balompié, hasta el extremo de conformar una cuasirreligión para amplios públicos. Es un fenómeno global de masas regido por la incertidumbre en el terreno de juego y por la catarsis y el desahogo de los públicos pasivos. La radio fue la primera tecnología que lo colocó al alcance de esas audiencias masivas; luego apareció el televisor en blanco y negro y su transición a la señal a color en 1970, hasta alcanzarse una transformación radical con la internet y las redes sociodigitales. Ello muestra el impacto que el cambio tecnológico ejerce en las sociedades a lo largo del último siglo.
Negar el poder que condensa el fútbol –y el deporte en general– es negar sus alcances en la sociedad contemporánea. A su vez, el fútbol conforma identidades o las nutre, al tiempo que refuerza las lealtades territoriales locales, regionales y nacionalistas. Es el caso, históricamente, del Celtic de Glasgow y sus banderas de republicanismo irlandés o del FC Barcelona y su papel en la construcción de la llamada idiosincrasia o identidad catalana; aunque también existen múltiples casos donde se enaltecen posturas reaccionarias y conservadoras con el fútbol. A medida que el fútbol es una acción social, tiene connotaciones políticas; aunque también la acción política usa al fútbol como estandarte.
El franquismo, la corona británica, la ex-Unión Soviética, la última dictadura argentina, el Gobierno mexicano cuando los sismos de 1985, utilizaron al fútbol como fuente de legitimación de algún régimen y como instrumento de manipulación y control sobre las masas, aunque no siempre con los efectos deseados por las élites del poder. Los efectos cohesionadores del fútbol también son de llamar la atención, como ocurrió entre activistas presos y custodios en cárceles argentinas cuando la dictadura tras celebrarse goles de su combinado nacional o las protestas contra el régimen militar en la tribuna de los estadios.
Con la transición hacia un fútbol controlado por la tecnocracia de la FIFA, se pretende que este negocio sea inerte e inocuo ante el sentir y urgencias de las masas. Se pretende como un espectáculo “políticamente correcto”, distante de las demandas populares y apegado a la falsa ideología woke. El fútbol/empresa hace que se diluya la vinculación de los clubes y las selecciones nacionales con los sectores populares y sus causas e imaginarios sociales. La racionalidad instrumental de las directivas de los clubes y del organismo rector a nivel mundial se impone en pro de la ganancia y en detrimento de la memoria colectiva y la cohesión social.
De una Copa Mundial de la FIFA ambientada y sentida por las masas populares, cuando menos desde 1990 se transitó a un Mundial de Fútbol elitista y privatizado, raptado por los intereses empresariales de las grandes corporaciones globales (Adidas, Coca-Cola, Visa, Sony, Hisense, entre muchas otras) y por una FIFA depredadora y corrompida –recordemos el llamado FIFA-gate– que succiona los recursos públicos de los países sede. El Mundial de Brasil 2014 es una expresión del financiamiento público deficitario que cubrió, casi en su totalidad, los 11.000 millones de dólares que costó el evento. Se alegó que la FIFA pretendió trasladar gastos por 500 millones de dólares al Gobierno por concepto de transmisión de los 64 partidos y por obras temporales (tiendas, iluminación, cableado, etc.) que no redundarían en impacto alguno para la población local. Fue el costo que el pueblo brasileño tuvo y tendrá que pagar por la equiparación de su país al nivel de los BRICS que, en conjunto con los Juegos Olímpicos del 2008 (Beijing) y 2016 (Río de Janeiro), y los mundiales de fútbol de 2010 (Sudáfrica) y 2018 (Rusia), dominaron el firmamento deportivo global durante una década, con la consecuente proyección geopolítica de ese bloque de economías. Las protestas populares previas al Mundial de Brasil 2014 fueron sintomáticas de la inconformidad y de la desigualdad rampante de su sociedad, especialmente ante el encarecimiento de los servicios urbanos y la desatención pública en rubros como la salud y la educación. Mención destacada merece la corrupción que caracterizó a este Mundial y los sobreprecios en las obras de construcción realizadas para su organización.
En Catar, tras el Mundial del 2022, los estudios fueron desmantelados y, supuestamente, se reutilizarían; aunque en realidad varios de ellos se encuentran en el abandono. Ello sin mencionar la inhóspita explotación laboral de trabajadores migrantes (provenientes de Nepal principalmente) e, incluso, el encuentro con la muerte por parte de no pocos de ellos en el proceso de construcción de esos recintos entre 2011 y 2020. Pese a que la FIFA se prestó a lavar la cara del régimen catarí, tan solo en este ciclo mundialista (2018-2022) los ingresos de ese organismo internacional superaron los 6.400 millones de dólares, fruto de los derechos de transmisión –con más de 2.000 millones de telespectadores–, los patrocinios, los licenciamientos y entradas a los partidos. Interesante cifra para una organización internacional que se presenta como sin fines de lucro, cuando en realidad es una empresa imperial del entretenimiento que cuenta con 18 miembros más que la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Las cifras superaron ampliamente a las logradas en los ciclos mundialistas de Rusia –5.200 millones de dólares– y Brasil –4.800 millones de dólares. La construcción de alianzas empresariales es la clave de ese éxito financiero de la FIFA, las cuales recientemente se extienden a la inteligencia artificial, el metaverso y el streaming. Pese a la pandemia del Covid-19, la inflación global, las tensiones bélicas y la desaceleración económica, los números de la FIFA –sin considerar los recursos manejados en las ligas nacionales de fútbol– son más que halagadores.
Se trata de un vasto proceso de transferencia de recursos públicos a manos privadas a cargo de los contribuyentes nativos. México, en tanto país coanfitrión de la Copa Mundial 2026, fue el único de los tres países organizadores que eximió totalmente –y hasta el 2028– de impuestos a todas las empresas privadas involucradas en la realización del evento, desde proveedores, patrocinadores y a la misma FIFA. En un país ancestralmente desigual como el azteca es, no solo un problema de injusticia fiscal o redistributiva, sino un problema moral y de hipocresía de las élites políticas y empresariales. Una sumisión total del Estado mexicano ante entes externos como la FIFA y sus respectivos socios internacionales y nacionales. Más cuando el papel de México como sede mundialista será marginal (13 partidos, con selecciones mediocres en su mayoría, de un total de 104 que en su mayoría se disputarán en ciudades estadounidenses). Es de destacar que la FIFA World Cup 2026 es un agasajo para la élite plutocrática encabezada por Donald J. Trump en el marco de un esfuerzo de su Gobierno por controlar a ese organismo rector del fútbol mundial y marginar a Europa de las decisiones centrales del mismo. Es la geopolítica al más puro estilo del hegemón norteamericano de usar al deporte con rasgos imperialistas tal como se hace en otras disciplinas como el béisbol, el fútbol americano y el basquetbol.
La sumisión del Presidente de la FIFA, Gianni Infantino, respecto a Trump llegó al extremo de concederle el pasado 5 de diciembre de 2025 el Premio FIFA para la Paz durante el sorteo de la siguiente justa mundialista; de tal modo que el organismo internacional se erige de facto en el principal propagandista del movimiento Make America Great Again (MAGA). El mismo Mundial coincidirá con la celebración de los 250 años de la independencia de las trece colonias norteamericanas, y se espera que reporte dicho evento futbolístico 30.000 millones de dólares y 200.000 empleos a la economía de la Unión Americana, en tanto que la FIFA podría alcanzar la cifra récord de 13.000 millones de dólares ingresos con motivo del ciclo mundialista 2023-2026.
Cabe puntualizar que la lógica de la sociedad de consumo de masas se impone en el marco de un capitalismo deportivo alienante que lo mismo desquicia a aficionados que a futbolistas imbuidos en un régimen cuasiesclavista que los expone a la depresión y demás trastornos psicológicos. Ni qué decir de la FIFA respecto a sus históricas resistencias ante la tentativa de fundar un sindicato mundial de futbolistas profesionales.
A su vez, el cambio social impacta en el fútbol. Si antaño la clase social predilecta de sus eventos eran los trabajadores, con el cambio de modelo económico y de patrón de acumulación aparece el precariado, que si bien sigue el fútbol lo hace desde el sillón de su casa anclado a las plataformas digitales y a las pantallas de televisión, en infinidad de casos sin conocer un estadio. La tendencia marca que al estadio solo accesarán élites turísticas o locales pudientes, o que incluso los estadios podrán prescindir de los aficionados mientras estos esperan la señal de transmisión privatizada en el sofá de sus casas. Si la esencia del fútbol es el aficionado o fanático, es de destacar que éste languidece y es una especie en peligro de extinción por cuanto el futbolista desclasado se aleja de él y los boletos para ingresar al estadio alcanzan precios especulativos y prohibitivos.
Reflexionar sobre el fútbol supone pensar en torno a las contradicciones de la sociedad contemporánea y de un capitalismo excluyente que extrema las desigualdades globales y entroniza a organismos tecnocráticos como la FIFA y su lógica mercantil exacerbada. Una economía política del fútbol es urgente en aras de desentrañar esas relaciones de poder que incluso connotaciones geopolíticas evidencian.
Académico en la Universidad Autónoma de Zacatecas, escritor y autor del libro “La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos” Twitter: @isaacepunam
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