Querido amigo:
¿En qué momento se extravió tu sensibilidad?, ¿dónde quedó el sentido común frente al asesinato de niños?, ¿en qué punto la humanidad dejó de ser el centro para convertirse en una justificación? Te lo pregunto sin estridencias, pero con la claridad ética de quien se niega a aceptar la normalización de la muerte.
En el Ecuador no perdimos cifras: perdimos cuatro niños. Cuatro vidas truncadas que hoy son la imagen dolorosa de los cientos que hemos perdido por las acciones de gobiernos irrespetuosos de la vida, esos mismos gobiernos que tú defiendes desde el discurso del orden y la mano dura. No son daños colaterales, no son errores estadísticos: son ausencias irreparables que interpelan nuestra conciencia colectiva.
Por supuesto que repudiamos y condenamos las acciones criminales de los delincuentes. Nadie discute eso. La violencia que nace del delito es inaceptable y debe ser enfrentada con justicia. Pero pretender equiparar esa violencia con la que ejercen miembros de las fuerzas armadas y policiales es una confusión peligrosa. No son lo mismo. No pueden serlo.
Las instituciones armadas existen para proteger la vida. Están investidas de autoridad, armadas y sostenidas con recursos públicos para cuidar, no para matar. Cuando desde el uniforme se asesina —y peor aún, cuando se asesina a niños— no estamos ante un exceso comparable, sino ante una ruptura profunda del pacto social. Y cuando esas muertes se producen bajo lógicas racializadas, el crimen se vuelve aún más grave: se niega la humanidad de ciertos cuerpos y no se jerarquiza la vida.
Defender la vida no admite ambigüedades. Por la vida estamos unidos, sí, pero esa unidad exige coherencia ética y valentía política. No se puede condenar una violencia y justificar otra solo porque viste uniforme y se ampara en el poder del Estado. Callar ante eso no es prudencia: es renuncia moral.
La humanidad no se defiende a medias. O se defiende toda, o se pierde.
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