Han pasado cinco años desde los atentados de Nueva York, el 11-S. Los acontecimientos se han sucedido de la manera prevista. Las invasiones de países organizadas mucho antes de los atentados encontraron una justificación a los ojos del público, insensibilizado ante el dolor ajeno. Leyes antiterroristas impropias de un estado de derecho han sido promulgadas […]
Han pasado cinco años desde los atentados de Nueva York, el 11-S. Los acontecimientos se han sucedido de la manera prevista. Las invasiones de países organizadas mucho antes de los atentados encontraron una justificación a los ojos del público, insensibilizado ante el dolor ajeno. Leyes antiterroristas impropias de un estado de derecho han sido promulgadas por los adalides de la libertad, convirtiendo a Orwell en un visionario. La guerra es la paz y el terror la democracia. Violaciones de mujeres iraquíes, asesinatos de civiles sin motivo, tal vez por el placer de ver como la vida se desploma. Cárceles secretas donde se tortura a meros sospechosos, detenidos sin necesidad de pruebas, testigos, tribunales o abogados. Campos de concentración donde el poder ahoga toda disidencia, mientras proclama la libertad de expresión como un valor inalienable. Falsas operaciones anti-terroristas donde se detiene a musulmanes por el simple hecho de serlo, para mantener viva entre la opinión pública la amenaza que justifica la masacre de nuevos inocentes. La llamada ‘lucha contra el terrorismo’ está sembrando la destrucción y el odio, dando pie a que otros justifiquen sus ataques ante otro público también anestesiado ante el dolor ajeno. Los atentados de Londres y de Atocha son la prueba. La violencia engendra violencia. Hay intereses en que todo siga así, como estaba previsto desde hace mucho tiempo.
La ciudadanía en occidente se debate entre la aceptación y la impotencia. El pensamiento crítico, que dio en el siglo pasado a algunos de los más grandes pensadores de la modernidad, está en franca retirada. Asistimos a la difusión creciente de un pensamiento único, que se cree superior y destinado a imponerse al conjunto de los pueblos. Asistimos a la consolidación de una corriente de opinión autocomplaciente con ‘los logros de occidente’, que descarta toda crítica como una traición.
La política ha dejado de ser el reino de lo posible. Los verdaderos problemas estructurales de nuestras sociedades no forman parte de la agenda política, ni aparecen en los medios. La democracia ha pasado de ser un medio a ser un fin en si mismo, desvinculado del afán de justicia que la vio nacer. El poder adquisitivo de la mayoría desciende bruscamente, de forma imparable, mientras unos pocos acumulan inmensas fortunas a costa del trabajo de la ciudadanía. Nos acercamos a una situación de parálisis institucional, al callejón sin salida de la economía de mercado, del poder sin límite de los especuladores. Los medios de comunicación están plagados de analistas al servicio de multinacionales que luchan por la hegemonía, relegando a los verdaderos intelectuales a un segundo plano.
Ya nada es lo que parece, hemos entrado en un a espiral donde la representación que el poder hace de si mismo pasa por ser la propia Realidad, velando todo el bien y la belleza contenidos en la Creación, cegando los corazones y llenando nuestras mentes de chatarra. Ruido mediático que habrá de desvanecerse un día, dando paso a una nueva conciencia, in sha Al-lâh.
A pesar del tiempo transcurrido, los acontecimientos se han sucedido desde el 11-S sin dar tiempo a asimilarlos, llevándonos a unos estados donde la visión interior queda turbada. Algunos permanecen atrapados por las emociones del primer momento, convenientemente recordadas en cada nueva escena. Para otros, la impotencia ante el hambre y la masacre de los afganos, de los iraquíes, de los palestinos y de tantos otros pueblos se confunden con el sentimiento de liberación que experimentaron al ver caer las Torres. Liberación de una rabia largamente contenida, de una desazón ante la impunidad con la cual el terror se impone en nuestras vidas, en nombre de la civilización y de la democracia. Pero la manipulación se desvanece. Muy pronto la falsa euforia por ver ‘herido al imperio’ se había disipado en la inmensa mayoría de la ummah, que se daba perfecta cuenta de que nos mentían y se estaban utilizando los atentados para promover la destrucción del mundo islámico y el apoderamiento del petróleo afgano e iraquí. También nos dimos cuenta de que lo sucedido era el asesinato cruel de miles de personas en nombre de no se sabe qué, sin que llegásemos a conocer reivindicación alguna.
Las imágenes de las Torres Gemelas desvaneciéndose se han convertido ya en un icono del siglo XXI, a través del cual las emociones más primarias salen a flote, para ser atrapadas y puestas al servicio de oscuros intereses. Pero no debemos dejar que esas imágenes nos atrapen, no debemos quedarnos en un estado meramente emocional y debemos avanzar hacia una conciencia más profunda. Ellos nos conducen a la desesperación y luego nos ofrecen el anzuelo, la ‘salvación’ que han creado como excusa para masacrarnos. La promoción mediática de la figura de Bin Laden como un ídolo para las masas musulmanas ha fracasado estrepitosamente. La inmensa mayoría de los musulmanes lo considera un agente de la CIA. Ellos tratan de manipularnos, pero en verdad es Al-lâh quien nos pone a prueba.
Pasados cinco años tenemos una perspectiva muy precisa de la situación, y podemos desde ella preguntarnos: ¿Cuál ha sido el efecto real del atentado? ¿Quién se ha beneficiado desde el primer momento? Las compañías petroleras se han lanzado al expolio de los recursos naturales de Iraq y Afganistán. El poderoso lobby del armamento ha conseguido definir un ‘enemigo invisible’ que puede servirles de coartada para múltiples negocios. Los sionistas legitiman su derecho a los asesinatos selectivos y a las matanzas de civiles, asimilando la resistencia a la Shoá del pueblo palestino a la nebulosa del ‘terrorismo islámico’. La ultraderecha evangélica anglosajona aplaude las invasiones como un paso para la destrucción del islam y la imposición del cristianismo en todo el mundo islámico. En cualquier caso, el 11-S ha significado un retroceso importante para la justicia en todo el mundo, empeorando la situación de los más desfavorecidos, jugando a favor de aquellos que se presentaron (cínicamente) como víctimas.
El combate contra esta manipulación es hoy una tarea ineludible. Debemos ser capaces de dar la vuelta a la situación, tomar las imágenes y ofrecer otra lectura. Al señalar al islam como ‘enemigo de occidente’ se pone de manifiesto la pretensión del terrorismo neoliberal presentarse como único ‘representante de occidente’. Pero en verdad el islam forma parte de occidente y ellos solo representan la barbarie. Entre las líneas del discurso dominante vemos aparecer una verdad más cierta, que se refiere a la fuerza del islam como algo capaz de oponerse al capitalismo salvaje que quieren imponernos como único modelo (pensamiento único, monoteísmo de mercado), sin tener en cuenta que los privilegios de que gozan las clases altas de la metrópoli no llegan a la mayor parte de los habitantes de la tierra, de que para la mayoría la globalización neo-liberal significa esclavitud y desarraigo, militarismo y usura, hambre y sufrimiento para cientos de millones de personas.
No es posible ya aguantar más la maquinaria de muerte que se cierne sobre el mundo. Una gran parte del planeta vive en el límite de lo humanamente soportable, y parece evidente que si algo no sucede urgentemente vamos a ver como todo ello explota. Cuando vemos la crueldad sin límites del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de las grandes multinacionales, y el descaro absoluto de los EEUU para masacrar pueblos enteros ante la opinión pública, nos estremecemos. ¿Qué se oculta detrás de todo esto? ¿Se trata del sueño de dominio de un pueblo elegido o de una raza superior? ¿O más bien del sueño de un imperio universal que ha acompañado a la humanidad desde sus inicios? No podemos saberlo, pero en todo caso es importante no dejarse arrastrar por unas dicotomías que solo a ellos interesan, no caer en el juego de la muerte.
Ante esta situación, es imprescindible pensar nuestro yihad, aquí y ahora. El islam, aun siendo altamente combativo, no es violento. Existe una delicadeza en el trato que es inseparable del islam, eso que llamamos adab, y que nos impide la violencia sin hacernos caer en el amaneramiento. Basta decir que el Profeta Muhámmad (saws) trataba incluso a las cosas con delicadeza. No le gustaba que se golpease ni a una mesa o que se tratase mal a la ropa. Le ponía nombres a sus capas y acariciaba las montañas. Es, en el sentido literal del término, un hombre del Jardín.
No se trata de repetir que el islam y el terrorismo son contrarios para satisfacer a la opinión pública, ni para salir de ese estado de sospecha en el cual nos sitúan de continuo. Se trata de nuestra obligación de desarrollar medios islámicos (lícitos) para frenar la destrucción del mundo, en la medida de nuestras posibilidades. Lo cierto es que el verdadero musulmán tiene un sentido implícito de la justicia, del equilibrio interno de las cosas, que lo hace incompatible con cualquier forma de destrucción generalizada. Existen numerosas prescripciones en cuanto al modo islámico de combatir, tomadas de los dichos del Profeta. Todas ellas demuestran un respeto por la vida que va más allá de lo aparente. Muhámmad nos dice que no debemos talar un árbol o envenenar un pozo para vencer una batalla, y mucho menos matar a un inocente. No hay victoria que justifique la injusticia. En el islam el fin no justifica los medios, pues esa es una idea puramente utilitarista, que nada tiene que ver con el ijlas, la pureza de intención que Al-lâh nos ha prescrito.
Si somos capaces de profundizar en el impacto de todos estos acontecimientos, y al mismo tiempo librarnos de las imágenes y de las fantasías mentales suscitadas, si somos capaces de ir más allá de la apariencia, de superar el estado de ilusión al que nos han conducido y darnos cuenta la estrategia del imperio, tendremos ya algo valioso que oponerles y su estrategia habrá dado un fruto inesperado. Es así como se hace real la aleya del Qur’an que estos años ha estado presente entre nosotros: «Déjalos que maquinen, pues Al-lâh está detrás de sus maquinaciones». Ellos no saben lo que hacen, no saben qué fuerzas están contribuyendo a despertar en todo el mundo. Poniendo al islam en el punto de mira del terrorismo neoliberal están despertando una curiosidad y un interés hacia el islam que habrá de sorprenderlos. Desde el 11-S, el islam crece en occidente. Cada día son más los ciudadanos europeos y norteamericanos que encuentran en el islam un camino que los saca de la banalidad y la mentira y los devuelve a la Realidad Única, a la vasta tierra de Al-lâh, a una Creación que se renueva a cada instante. Conozco pocas personas que se hayan interesado sinceramente por el islam y no hayan acabado reconociéndolo como algo propio, pues el islam no es una religión ni una ideología, sino la recuperación de lo que llamamos fitra, de la naturaleza primigenia de cada ser humano.
El modo en que viven su islam la mayoría de los musulmanes del mundo poco tiene que ver con todo las imágenes que los medios de comunicación difunden. Hay que ver a los hombres de luz reunidos en torno a una taza de té para entender porque el islam provoca la desesperación y el rechazo del sistema. Los pueblos se reúnen en torno a lo más simple, hacen comunidad de un modo natural, no tienen prisa y saben mirarse a los ojos, desde su humanidad, desde su corazón de criatura. Un hombre enraizado, que rechaza las ficciones, no puede reducirse a la imagen del productor-consumidor que nos quieren imponer como modelo, ha de rechazar casi todas esas cosas que nos quieren presentar como necesidades, pues en verdad no son más que basura. Esa es la tarea del islam aquí y ahora, como lo fuese en tiempos del Profeta: reestablecer los valores de una cosmovisión abierta, de una comunidad no depredadora, que permite al hombre arraigar en la tierra y mantenerse fieles a la belleza y al bien que emanan de la Creación.
Necesitamos urgentemente reflexionar sobre ‘el yihâd ahora’, un esfuerzo de superación y de oposición al terror que ha acompañado a los hombres de bien desde el principio de los tiempos. El llamamiento al yihâd realizado por los tiranos y los fanáticos de turno no es más que una trampa. Como escribí en otra ocasión, cada vez que sale un vídeo donde un socias de Bin Laden llama al ‘yihad contra los infieles’, sube la bolsa en Nueva York. Pero eso no quiere decir que el yihâd no sea una pieza del islam, completamente imprescindible en el momento en que la barbarie avanza a paso firme: ¿cómo superar nuestro estado de dispersión sin el esfuerzo del encuentro? ¿Cómo escapar a ese enfrentamiento que quiere conducir a millones de personas a la muerte sin un esfuerzo lúcido por librarnos de toda idolatría? Los ídolos ahora no son unas estatuillas de barro, sino la pornografía y el culto a las estrellas de cine, la ideología del consumo, la justificación de la guerra y el afán competitivo, todas las grandes mentiras que se han institucionalizado. No hay nada más destructivo que ese culto al dinero que domina nuestras sociedades. Sobre esto el Qur’an tiene una aleya clarificadora: «Cuando queremos destruir una ciudad… hacemos a los ricos detentadores del poder» (XVII, 16), algo que se hace evidente tanto en la América de los Bush y de los Cheney como en la Arabia de los Banu Saud.
Es necesario pensar el yihad desde nuestro compromiso con la Realidad Única, desde nuestra entrega a Al-lâh, desde nuestro islam. Nuestra capacidad de resistencia a la alienación se hace firme desde el momento en que sentimos a Al-lâh como lo más inmediato. El Qur’an nos dice que «Al-lâh está más cerca del hombre que su vena yugular», que «Mires hacia donde mires está la Faz de Al-lâh», y que «Él es distinto cada día». Nada más alejado de eso que el ‘dios’ lejano de los clérigos reaccionarios, ese Señor severo sentado en un trono de piedra, o ese señor clavado y sangrante que nos llena de tristeza. Para el musulmán esas imágenes no son más que velos, pues él sabe que lo único real es lo inmediato, que la Realidad no puede ser cosificada, segregada en una imagen. A Al-lâh tan solo se lo capta a través de las cosas y de los acontecimientos, en todos los encuentros y miradas, en el amor de la madre por su hijo, o incluso entre las ruinas de un incendio.
La puerta del islam es el asombro, la capacidad que tenemos de maravillarnos ante un paisaje o ante un gesto de nobleza, y eso es lo que no debemos dejar que nos arrebaten, sustituyendo la belleza primigenia de la tierra por unas imágenes de confort o de violencia que ellos distribuyen a su antojo. La Belleza y la Majestad de la Creación son nuestro único horizonte, ese lugar común de todos los encuentros, alrededor del cual los hombres se congregan apaciblemente. Ese es el mundo que las bombas nos esconden, y del cual las estrategias de los medios de comunicación tratan de arrancarnos. Nosotros somos califas de Al-lâh, y tenemos una responsabilidad inmensa: el cuidado del mundo. Debemos contribuir a re-crear un mundo de luz paralelo al mundo de las guerras y las ideologías, y ese mundo hacerlo cada vez más amplio, más habitable y compartible, e invitar a él a todos nuestros hermanos, sea ateos, cristianos, judíos o budistas, miembros de cualquier religión o cualquier raza. En una frase: trabajar en el camino del encuentro.