«Si nosotros somos unos ilusos, ustedes son unos canallas». De esta manera cerraba Joaquín Sabina un formidable artículo en repudio a la primera invasión estadounidense a Iraq y al apoyo que aquella guerra de golfos había encontrado en el Estado español de principios de los noventa. Los que en la calle o en los medios […]
«Si nosotros somos unos ilusos, ustedes son unos canallas». De esta manera cerraba Joaquín Sabina un formidable artículo en repudio a la primera invasión estadounidense a Iraq y al apoyo que aquella guerra de golfos había encontrado en el Estado español de principios de los noventa. Los que en la calle o en los medios expresaban su rechazo a la guerra eran acusados por el gobierno socialista de ser unos ilusos.
Joaquín Sabina, ni más listo ni tonto que cualquiera, igual seguía de flaco, igual de calavera, igual que antes de loco por cantar dando el cante hasta el día en que se muera.
Pero los tiempos cambian, el guión exigía cada vez más escenas de cama y, algunos años más tarde ya no era ayer sino mañana. Era la misma guerra, sí, y los mismos canallas pero, por el camino, se le quedaron largos los pantalones al viejo Peter Pan y, al final, hubo un iluso menos. Sé que no hay un canalla más.
Y lo sé porque al lugar donde se ha sido feliz siempre se puede tratar de volver, hacerse mayor con delicadeza y seguir deshojando la margarita que en el pasado fue la verdad primera.
Deja Sabina que esas mariposas que cazan en sueños los niños con granos se busquen otros perros que les ladren aplausos y adhesiones, que nada se te ha perdido a ti en las rebajas de enero. No permitas que labios sin ánima quieran quererte al contado, no te pases un pelo de listo, no inviertas en Cristo, no te hagas el tonto.
Sí, ya sé que, ahora, hasta las floristas te saludan, que has aprendido bailes de salón y te has vuelto un doctor en lencería, que suenan palmas por alegrías y que, tal vez, ya no te importa tanto salir con Simón de Cirene de tour por el monte Calvario, o que sigan ladrando los perros a las puertas del cielo.
Ahora tienes un alma que no tenías, un carné exclusivo de socio del pingüe negocio de la primavera, pero tú mismo, alguna vez, reconociste no saber que la primavera duraba un segundo. Hablo de cuando querías escribir la canción más hermosa del mundo, libre de los tontos por ciento, del cuento del bisnes, gracias a las clases que dabas en una academia de cantos de cisne, cuando no habías arriado tu bandera frente al cabo de poca esperanza, a la vuelta de un coma profundo.
Ahora que está tan lejos el olvido, ahora que te perfumas cada día y has quedado absuelto de la pena de aquellos 19 días y 500 noches, todavía estás a tiempo de volver a ser el pirata cojo con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo, el viejo truhán, capitán de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera.
Es verdad que el corazón, a veces, queda cerrado por derribo, pero no la memoria, amigo mío, y espero me disculpes la confianza y el haber apelado a tus textos en cursiva porque aquí, en la calle melancolía, en una playa sin mar, donde la Magdalena, con tu primo Rosendo, te seguimos queriendo y esperando todos los que siempre estuvimos contigo, tu hispano-olivetti con caries, tu tren con retraso, tu Cantinflas, tu Bola de Nieve, tus tres mosqueteros, tu Tintín, tu yo-yo, tu azulete, tu siete de copas…
Así que vuelve a poblar el zócalo de ojos, vuelve a sembrar de migas el pan caliente, ponle al sordo voz y alas al cojo, bendice nuestro arroz, nuestro minuto como si no fuéramos cómplices del luto que, como bien dijo el poeta: «la belleza es un ramo de nubes que sube de dos en dos las escaleras».
Porque seguimos siendo unos ilusos y ellos siguen siendo unos canallas.