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A John Wayne no lo mató Stalin, lo mató su gobierno

Fuentes: Rebelión

Símbolo de actor derechista, casi fascista, Wayne fue admirado como un actor que fue ganando mientras envejecía. Su muerte fue una de las paradojas del «siglo americano».  Se cuenta que Josef Stalin era un admirador ferviente de las películas de John Wayne, en particular las dirigidas por John Ford, algo de lo más común considerando […]

Símbolo de actor derechista, casi fascista, Wayne fue admirado como un actor que fue ganando mientras envejecía. Su muerte fue una de las paradojas del «siglo americano». 

Se cuenta que Josef Stalin era un admirador ferviente de las películas de John Wayne, en particular las dirigidas por John Ford, algo de lo más común considerando que -por ejemplo- a Trotsky también le gustaban las películas del Oeste y que salía de los cines imitando a los vaqueros. Lo que ya no era nada humano ni común era el poder que llegó a tener el «padrecito de los pueblos» quien, según cuentan testigos, en una de sus noches de borrachera no soportó que le dijeran que el actor era un furibundo anticomunista, por lo que ordenó que lo mataran. Un biógrafo de Wayne ha escrito que este sufrió varias tentativas de asesinatos, pero quien en realidad, lo mató fue su propio gobierno mediante unas pruebas atómicas que radiaron a millares de personas de su propio país, aunque eso era «secreto nacional» y tuvieron que pasar muchos años para que salieran a la luz un poco de información.

Retomaremos este punto al final, ahora queremos explicar aunque sea en cuatro trazos como fue que un actor tan limitado como Wayne llegara a erigirse como la máxima expresión del «western», justo cuando este género conocía su mayor esplendor, en realidad su canto de cisne.

Como era propio en Hollywood, John Wayne no se llamaba así. Su nombre eral era el de Marión Michael Morrison, llamado (Winterset, Iowa, 1907-Los Ángeles, California, 1979), un nombre para nada cinematográfico.. Con su familia establecida en el Oeste, el joven Morrison vivía cerca de los estudios, lo que le llevó a actuar como figurante, a conoce al legendario Tom Mix y lo que fue más importante, a hacer amistad con John Ford (1927) y su clan irlandés. John apareció por primera vez en los créditos de una película con el nombre de «Duke» Morrison, en 1929. Fue lo suficiente para que Raoul Walsh lo adoptara como protagonista de todo un clásico, La gran jornada, (The Big Trail, 1930), un comienzo deslumbrante que no tendrá continuidad.

No fue hasta casi una década después que Wayne tiene otra oportunidad de oro con La diligencia (Stagecoach, 1939), un título que demuestra la ambivalencia ética de John Ford, que al mismo tiempo que denuncia el cinismo de los banqueros emplea a Gerónimo como lo que nunca fue, un tipo que se dedicaba a asaltar diligencias para que los viajeros mostraran su puntería; al final, el proscrito (Wayne) y la muchacha del «saloom» (de la vida), comienzan una nueva vida. El encuentro queda para la historia. Wayne ya ha encontrado a su maestro, alguien que hace de este limitado actor de serie B, un profesional o quizás más, todo un personaje.

A lo largo de su dilatada trayectoria, Wayne alterna títulos mediocres fuera del western, con una serie de westerns excepcionales bajo la batuta, por supuesto, de John Ford con el que alcanzará la perfección (Fort apache, La legión invencible, Tres padrinos, Centauros del desierto, Misión de audaces, El hombre que mató a Liberty Valance) pero también con Raoul Walhs (Mando siniestro), Michael Curtiz (Los comancheros), John Farrow (Hondo), casi alcanza alturas comparables a las de Ford con Howard Hawks (Río Rojo, Río Bravo, Eldorado) o se aproxima con Henry Hathaway (El pastor de la colina, Los cuatro hijos de Katie Elder, Valor de ley que le proporciona el Oscar)…Un listado para entusiasmar a Stalin y a cualquiera, a varias generaciones de cinéfilos que se sintieron atrapados por un arquetipo de personaje duro, socarrón, ambiguo, odioso y entrañable a la vez. Es una figura ejemplar, asequible gracias a su sencillez, de la única epopeya del mundo, alguien reconocible, incluso para las chicas intrépidas que habrían gustado de un padre así.

A lo largo de los años, Wayne fue perfeccionando con meticulosidad en cada ocasión, paralelamente a su largo recorrido de «hombre del Oeste», acreditado o no con una estrella de sheriff; el ropaje del western le sentaba como un guante. Pero también destacará -más ocasionalmente- con otras variaciones fordianas…

Es un cine único que reflejan a la vez una nostalgia y una inquietud que los años setenta acusan su crepúsculo. En sus últimos años, el «Duke», como se le apoda desde hace tiempo en los estudios, arrastra la decadencia en un Oeste que se parece al grande pero que ya es resulta mera repetición. El actor sufre en estas circunstancias, y se humaniza, sin él todas aquellas películas de Andrew MacLaglen o de Burt Kenindy, no serían nada. Finalmente, su forma de andar, el rostro cuadrado raramente maquillado (a veces un bigote), un acento de pato y ladridos irónicos o conminatorios, una sonrisa afilada, eso no se olvida; como tampoco se borra la imagen del imparable revés con el rifle en la cabeza del malo de turno, rasgo de una firma que, a lo largo de la leyenda, se mantiene viva. Es lo que explica que 16 años después de su muerte, John Wayne siga figurando el primero en la lista de «los actores proferidos» por el público, eso a pesar de que sus películas solamente se pueden ver ya en su formato doméstico

De sus incursiones, bastante raras, en el filme de tipo más psicológico, se pueden retener un hito (su adiós a la Republic: va pasar a la Warner), Et hombre tranquilo (Ford, 1952), y su último trabajo, que no es una interpretación inventada: Wayne muere de cáncer (El último pistolero, de Don Siegel, 1976). Si, por otra parte, Wayne ha pagado con creces el tributo, a la películas de guerra, exaltando el valor y la abnegación por tierra, mar y aire, paga la estupidez de los productores con su presencia irrisoria en Genghis Kahn, o como el soldado romano que ayuda a Max von Sydow portador de la cruz de Cristo, en una engolada pasión pesadamente contada por el peor George Stevens (1965).

Habría mucho que hablar de sus incursiones militaristas (No eran imprescindibles, Escrito bajo el sol), de su aporte sobrio al género de aventuras (Piratas del Caribe, La venganza del bergantín, sobre todo ¡Hatari¡, tan delerznable éticamente), sí bien el número de mediocridades reaccionarias también es considerable, aunque en este caso fueron títulos más bien olvidables. Wayne humilló a Nicholas Ray (y a Robert Ryan) en Infierno en las nubes, golpeó a Frank Sinatra porque este defendió a un guionista de las «listas negras», estropeó el bárbaro y la geisha, donde John Huston lo humilló a él haciéndole morder el papel cuando, tras vencer a un gigante japonés, otro casi enano lo tiró por tierra, algo que para una espada del Imperio resultaba inadmisible de manera que echó pestes del autor de El halcón maltés.

El halcón de extrema derecha, el colono racista y orgulloso, el beato hipócrita, el apólogo de ecocidio del Vietnam, fue empero una de las víctimas del pentagonismo nuclear, al igual que miles, quizás millones, de norteamericanos anónimos. Sucedió durante la filmación de The Conqueror (El conquistador de Mongolia, con cuyo material se podría realizar una comedia surrealista), que se desarrolló en pleno desierto muy trabajosamente y con múltiples problemas: durante los meses del rodaje el personal soportó unos demoledores 38° …Algunos testimonios de los sobrevivientes del equipo aseguran que, de noche, se producía un fenómeno extraño: las arenas del desierto de Escalante brillaban en la oscuridad con un resplandor…El rodaje comenzó a principios de junio de 1954. Powell y su equipo se trasladaron desde Los Ángeles, California hasta la ciudad de St. George, Uta ya que, en plena «guerra fría», era obvio que Mongolia estaba completamente vedada . el resultado fue una experiencia trágica donde las haya ya que, a la larga, todo el equipo fue falleciendo de cáncer, incluyendo claro está los componentes del reparto: John Wayne, Susan Hayward, Agnes Moerehad, Pedro Armendáriz, Lee Van cleef…

.John Wayne ilustra como pocos actores de Hollywood las palabras de Walter Benjamín que detrás de cada página civilizatoria hay otra de barbarie, a veces incluso son páginas que van pergaminadas en el mismo objeto, un objeto de arte que, al mismo tiempo, puede ser una apología del mal social. Esta ambivalencia nos perturbó antaño, y perturbará a través de los tiempos ya que buena parte de sus películas son inmortales. En este punto, Godard dio de lleno cuando dictaminó que se podía amar al actor y odiar al individuo, a uno de los contados famosos que había apoyado la causa franquista, el más repulsivo de los anticomunistas. Un tipo que, en una de sus entusiastas contribuciones macarthistas, Big Jim McLain (1952), presenta una «conspiración comunista» digna del franquismo, ante lo cuales no admite la menor contemplación. Así, cuando la chica (Nancy olson9, le dice que estos pueden seres humanos, él responde secamente: Son enemigos y a mis enemigos los mato.

Al igual que Tony Blair, John Wayne acabó convirtiéndose a la Iglesia católica, algo que esta presentó como un triunfo, de manera que en una Web afín se dice al respecto: » Desde temprana edad, mi abuelo tuvo un gran sentido de lo que era moralmente correcto. Se crió en un mundo regido por principios cristianos y una especie de ‘fe bíblica’ que, creo, tuvo un fuerte impacto sobre é l». También recuerda que » pasado el tiempo, mi abuelo fue involucrándose en la recaudación de fondos para los pobres y para las labores sociales de la Iglesia que organizaba siempre mi abuela», y después de un tiempo, notó que la visión caricaturesca que le habían infundido sobre los católicos no se correspondía con la realidad…Santo neoliberal, partidario de Barry Goldwater que defendía el empleo de la bomba atómica en China o en el Vietnam, John Wayne era uno de esos individuos dispuestos a que los pobres pudieran comer lo que caía de su mesa, alguien para los que fue ideado el fuego del infierno.


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