No se intenta aquí agotar las menciones de Cristóbal Colón o referencias a él en textos de José Martí, espigadas en la edición aún vigente -que será superada por la edición crítica en marcha- de sus Obras completas. Dichas menciones y referencias son numerosas y variadas, y muestran atención a ese personaje, de manera directa […]
No se intenta aquí agotar las menciones de Cristóbal Colón o referencias a él en textos de José Martí, espigadas en la edición aún vigente -que será superada por la edición crítica en marcha- de sus Obras completas. Dichas menciones y referencias son numerosas y variadas, y muestran atención a ese personaje, de manera directa y, sobre todo, en reseñas del propio Martí sobre estudios en torno al marino o acercamientos artísticos a su figura. En un artículo publicado el 28 de diciembre de 1875 en el diario Revista Universal, de México, se halla tal vez la primera de las evidencias publicadas. Al comentar una exposición de la Academia de San Carlos, en aquel país, Martí alabó entre otras obras las de Alberto Montiel, quien «trabaja con gran delicadeza», y puso de ello los siguientes ejemplos: «estos paños de la Vestal son naturales y claros; este Belisario es hermoso; este Pirro y este Cristóbal Colón, honran al artista». El periodista no alaba al marino, sino a quien lo ha retratado.
Luego de ese texto, pudiéramos considerar tardíos relativamente, según los localizados, los comentarios de Martí sobre Colón que se conocen. En «Poetas españoles contemporáneos», artículo aparecido en inglés en The Sun, de Nueva York, el 26 de noviembre de 1880, apuntó -se sigue la traducción de Obras completas– que el poema «Colón» de Ramón de Campoamor «está casi olvidado. Es una obra pesada en la cual el héroe, a modo de maestro de escuela, enseña a los marineros la historia de España». En una crónica de La Nación bonaerense (16 y 17 de junio de 1883), elogió la Vida de Cristóbal Colón, de Washington Irving, pero sin adentrarse de veras en el biografiado. Más bien dio noticia del centenario del autor, «que han celebrado con amor las gentes de letras».
Estuvo igualmente al tanto de las versiones sobre el origen de Colón, a quien no siempre se ha tenido por natural de Génova. Ejemplo de ello son las páginas que se dan como fragmento de crónica, sin fecha ni indicación de fuente, en el décimo quinto volumen de Obras completas. Empieza con preguntas relativas al tema: «¿Era francés Cristóbal Colón? ¿Nacido en Calvi, de Córcega, y súbdito de Francia?», y cita enseguida el texto que se las ha motivado: «De cuanto se ha escrito recientemente sobre Colón, no hay libro más curioso, ni más fundado en datos que el del abad Peretti […]: Cristóbal Colón, francés y de Calvi: Estudio histórico sobre la patria del Gran Almirante del Océano«.
En algunas de sus crónicas europeas se refirió también Martí a representaciones pictóricas del Almirante, como Colón en la Rábida, de Eduardo Cano de la Peña, que no le pareció especialmente inspirada, y «un hermoso retrato», «obra de fines del siglo XV, y de mano probada», que había estado «escondido en el Ministerio de Ultramar» español, donde lo reveló «una casualidad dichosa». También valoró otras formas de presencia de Colón en la vida pública del siglo XIX. En un artículo aparecido en la revista neoyorquina La América en junio de 1884, informó sobre una reunión de la British Association, que, según lo anunciado, abordaría entre otros temas «la civilización de América antes del tiempo de Colón, con especial estudio de las relaciones primitivas de América con el Antiguo Continente».
Dio testimonio -crítico por el tono y por el despliegue descriptivo- de lo que pudiéramos llamar la bulla en torno a la aventura de Colón. Vio muestras de esa bulla en preparativos y planes de la exposición con que en los Estados Unidos se recordaría, con ostentación frenética, el aniversario 400 del llamado, con pensamiento eurocéntrico, Descubrimiento de América. En la crónica aludida, que apareció en La Nación el 10 de noviembre de 1889, se lee: «Si es en Nueva York la exposición de 1892, allí se hará. Cuentan que hay pecado, y que la elección del sitio ha sido para dar valor a las tierras desocupadas de las cercanías: pero no parece en verdad que haya para la ‘gran feria’ lugar más ventajoso que aquel donde paran las vías todas y se juntan, al pie de una región de bosques y collados, los dos ríos».
De las iniciativas propuestas cita Martí estas: «Cuál aconseja que se manden hacer, sin que les falte obenque ni cofa, las tres carabelas de Colón, y entren el día de la feria por el río Norte arriba y detrás con los marineros en las vergas, todos los barcos del mundo: cuál dice que se han de hacer las carabelas, pero en miniatura, y como grupo central de la primera taza de una enorme fuente central, por donde en los ascensores se baje de noche y suba, viendo cómo cae de lo alto el agua de mil colores. // Otros quieren puentes aéreos, o una esfera de cristal, girando en lo alto entre cuatro soportes colosales: o un edificio de forma de huevo, en memoria de la anécdota de Colón».
En el genovés, como en el angloestadounidense Henry Morton Stanley, periodista que ganó fama en la exploración y la colonización de África, se veía un símbolo de empresas de dominación de fuertes sobre débiles. Así, en crónica publicada en La Nación el 26 de diciembre de 1890, describe Martí una recepción ofrecida a Stanley: «todo lo que en Nueva York tiene coche se apeaba a la puerta del teatro de la ópera, del Metropolitan. Abanicos de pluma, guantes de lavanda, esclavinas de armiño, un zapato con hebilla de brillantes. Por el vestíbulo de oro se entraba a la sala henchida. En un palco de escena, sentada entre flores, estaba la enérgica esposa que quiere ir con Stanley a África. Era la fiesta de Nueva York a Stanley. Cuando entró en el escenario el hombre recio, el noticiero de hace veinte años, y hoy imperioso, rotundo y de frac, con el bigote de cepillo y la melena de nieve, iban detrás de él los trescientos magnates. Se vino el teatro abajo».
A Stanley lo presentó «el Depew de las frases felices», dice Martí, quien lo mencionó en varias ocasiones, quizás la última de ellas en una nota del periódico Patria del 10 de noviembre de 1894, en la cual resumirá su valoración del personaje: «Chauncey Depew, el elocuente consejero de los Vanderbilt», conocidos millonarios estadounidenses. Y de tal presentador son estas palabras citadas por Martí en la crónica: «Los grandes acontecimientos del mundo son las conquistas de Alejandro, los viajes de Marco Polo, los descubrimientos de Colón y las exploraciones de Stanley».
Frente a la magnificación del Almirante, Martí citó indagaciones que ponían de relieve un hecho: Colón y su tropa no habían sido los primeros en llegar desde otras latitudes a las tierras que se llamarían América. La crónica aparecida en La Nación el 20 de agosto de 1885 reúne una muestra. Cita, por ejemplo, lo expuesto por Edward P. Vining. Este, en un estudio de setecientas páginas, sostiene: «otros Colones hubo que no fueron el genovés, y el primero de ellos el monje budista Hwin Shan, quien con otros monjes de Buda, salió de Afganistán, y entró por el estrecho de Behring en América».
La misma fuente expresa, añade Martí, que años después aquel navegante volvió «contando maravillas del industrioso pueblo que habitaba la tierra de Tu-Sang, cuyas señales de tal manera coinciden, según el manuscrito de Hwin, con lo que por entonces era México, que ni del viaje del monje budista se puede dudar, ni de que los Tu-sang-ecos eran los mismos mexicanos ‘que tenían unos relucientes espejos de piedra, y unos tejidos muy semejantes a la seda, y unas plantas de que hacían de beber y sacaban cuerdas, y una manera de escribir con pinturas que ya contenía los principios de un alfabeto de sonidos, y unas ovejas muy crecidas, con grandísimos cuernos, que eran en todo como las ovejas, de cuernos tales que cada uno pesaba cincuenta libras, y Coronado cuenta haber visto por cerca de Chibola'».
Datos como esos sirven a Martí para subrayar las potencialidades y valores propios de lo que había en América antes de la llegada de los europeos. En «Un congreso antropológico en los Estados Unidos», crónica editada en La Nación del 2 de agosto de 1888, reseñó ese foro e informó que para el investigador William Edward Baxter, quien allí «habló de los descubridores de la América moderna», estaba claro «que Colón oyó en su viaje a Islandia, en 1477, las historias que en las épicas sagas se cuentan, como las del Cid en los romances españoles, de aquellos viajes a la Vinlandia de uvas rubias, que hicieron en sus dragones veleros, con las corazas blancas y rojas de los héroes colgadas a la borda como escamas, no sólo Bjarni y Leif, normandos hermosos, y Gudrid, de cabellos de fuego, sino Naddoord, Cardar, Hoki, Ekik, Jugoef, y tanto bravo del norte, sano y macizo como el roble en que tallaban sus vasos de beber».
En el mismo texto martiano se lee que otro estudioso, Rolando Bonaparte, «dijo, después de Baxter, sobre los sacerdotes chinos, que bien pudieron ser chinos sin ser sacerdotes, de cuyo viaje a la maravillosa Fu-Sang, que parece ser el México de ahora, hablan las crónicas asiáticas, con mucho asombro de la novedad, poder, industria y gracia poética del pueblo americano, como si fueran dotes propias de la serenidad, grandeza y fulgor de la tierra en que vivían». Y reproduce Martí estas palabras del Bonaparte científico: «no sólo […] se puede empezar a probar por esos recuerdos que en lo antiguo se conocieron de cerca América y Asia, sino por el símbolo búdico del bien y el mal, que es uno como círculo doble, a manera de letra ese, con el hemisferio del mediodía rojo, como el mal, y el del norte azul, como la virtud: con las mismas líneas y semicírculos con que lo pintan los budistas, tal como el que en muchas piedras y edificios halló en sus viajes mexicanos Désiré Chamay, mi amigo».
Para poner a Colón en su sitio lo hasta aquí visto se une -como otros datos- a la valoración sobre el marino sustentada por el propio Martí. En su semblanza, incluida en La Edad de Oro, de Fray Bartolomé de las Casas, a quien de veras admiró por su actitud ante los indígenas, escribió: «Colón fue el primero que mandó a España a los indios en esclavitud, para pagar con ellos las ropas y comidas que traían a América los barcos españoles. Y en América había habido repartimiento de indios, y cada cual de los que vino de conquista, tomó en servidumbre su parte de la indiada, y la puso a trabajar para él, a morir para él, a sacar el oro de que estaban llenos los montes y los ríos».
Lejos de atribuir mera maldad personal al Almirante frente a la bondad del fraile, sitúa los hechos como propios de un sistema: «La reina, allá en España, dicen que era buena, y mandó a un gobernador que sacase a los indios de la esclavitud; pero los encomenderos le dieron al gobernador buen vino, y muchos regalos, y su porción en las ganancias, y fueron más que nunca los muertos, las manos cortadas, los siervos de las encomiendas, los que se echaban de cabeza al fondo de las minas».
Resulta significativo el tratamiento que Martí dedica en Patria, vocero de la revolución independentista, a la figura de Colón. A ello contribuían circunstancias que se trenzaban: el periódico se fundó el 14 de marzo de 1892, año que traería el aniversario 400 de la llegada del genovés y su marinería a tierras de América. La conmemoración de ese hecho, lejos de limitarse al año mencionado, propició el despliegue de posiciones colonialistas y colonizadas a la cuales el culto de Colón, y del llamado Descubrimiento de América, les resultaba afín y les daba cauces para manifestarse.
Juicios que hemos visto expresados por Martí prueban que no ignoraba lo que hubo de riesgo en los viajes de Colón, sobre todo en el primero, ni lo que representaron para fijar la comunicación entre Europa y las tierras que luego de 1492 serían bautizadas con el nombre de América, en homenaje a un banquero y cosmógrafo italiano, Américo Vespucio. Esa comunicación fue el gran aporte de la empresa colombina, pues los empeños anteriores no pasaron de ser hazañas aisladas. Pero quizás el revolucionario nunca elogió más resueltamente a Colón que cuando lo hizo para desarmar ideológicamente, con sus mismos referentes, a quienes, signados por el sometimiento a la hispanofilia colonialista o colonizada, menospreciaban la fuerza del independentismo.
Con respecto a las condiciones especialmente difíciles en que Cuba y Puerto Rico debían alcanzar su liberación, escribió un texto de carácter programático en el cual puede apreciarse esa táctica expositiva: «El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El deber de la Revolución y el deber de Cuba en América», publicado en Patria el 17 de abril de 1894. A ese artículo pertenece la siguiente cita: «Es necesario tener el valor de la grandeza: y estar a sus deberes. De frailes que le niegan a Colón la posibilidad de descubrir el paso nuevo está lleno el mundo, repleto de frailes. Lo que importa no es sentarse con los frailes, sino embarcarse en las carabelas con Colón. Y ya se sabe del que salió con la banderuca a avisar que le tuviesen miedo a la locomotora,-que la locomotora llegó, y el de la banderuca se quedó resoplando por el camino: o hecho pulpa, si se le puso en frente».
Cabe relacionar ese juicio con el llamamiento hecho por Martí en «Nuestra América», donde alude a Elegía de varones ilustres de Indias, que enaltece a servidores de la Corona española, Colón entre ellos: «Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos», aunque Martí reclama, sobre todo, las armas del juicio, que vencen a las otras», pues busca fuerzas contra el colonialismo y sus secuelas.
A tono con el lenguaje de su época, el autor de «Nuestra América» empleó en diversos textos expresiones como «el Descubrimiento de América», pero su perspectiva quiebra los valores que colonialistas y colonizados concentraban en ellas, y buscaba recursos lexicales para impugnar tales valores. En la cita sobre Colón y los frailes, por un lado limita lo del descubrimiento a un paso -es decir: a una vía, a un camino para la navegación-, y por otro se refiere al mundo como a uno solo, no como si hubiera habido un mundo viejo que descubrió otro nuevo.
Para las concepciones colonialistas el segundo sería imperfecto, inmaduro, necesitado de la tutela del mayor. En Santo Domingo, ya en tránsito hacia la Cuba en guerra, fijará Martí su atención en «la Esperanza, el paso famoso de Colón, un caserío de palma y yaguas en la explanada salubre, cercado de montes», y mencionará también «las ruinas del fuerte de la Esperanza, de cuando Colón». Lo decisivo en el artículo de Patria es el llamamiento a mantener el coraje necesario para la lucha que ya el autor sabía dirigida a la vez contra el colonialismo español y contra el «sistema de colonización» que los Estados Unidos, en pos de dominar el mundo, se proponían extender sobre nuestra América.
En el mismo Patria, el 10 de abril de 1893, primer aniversario del Partido Revolucionario Cubano -fundado por él para organizar la guerra de liberación nacional, tarea en la que ese periódico, también creación suya, era, son sus palabras, «un soldado»-, había dado Martí «El domingo para la patria. Los tabaqueros de la casa de O’Halloran». En Cuba se anunciaban fiestas en memoria del Almirante, y a Cayo Hueso habían llegado trabajadores españoles enviados desde la Isla por las autoridades coloniales -no fue la única vez- para quebrar la obra unitaria que lograba, y siguió logrando, la comunidad cubana independentista emigrada, como se apreciaba en la fábrica de O’Halloran.
Esta es la denuncia hecha por Martí: «Algún bribón estará redondeando el frac para ir de lacayo, allá en las fiestas de Cuba, las fiestas en que, so capa de centenario de Colón, se buscan polvos y perendengues para que luzca como nueva la peluca podrida del gobierno español en Cuba y Puerto Rico. Y a los fracs, por supuesto, les saldrán, a la hora del baile, las manchas de la sangre de Céspedes y de Agramonte». Expresa la posición de Patria, que es la suya igualmente: «prefiere a esa ocupación la de celebrar a los cubanos que después de trabajar toda la semana para sus casas, trabajaron, como muchas otras veces, su día de descanso, su domingo, para el tesoro con que han de conseguir su honra de hombres y la de sus hermanos. Algún danzón, recién salido de quién sabe dónde, puede fisgar entre un coñac y otro, del codo de su teniente, a esos ‘tabaqueros’ del Cayo: Patria prefiere, desde el corazón, enviar su saludo a los tabaqueros de la casa de O’Halloran».
El artículo de Patria del 16 de abril de 1893 sobre Galería de Colón, el «libro nuevo de Néstor Ponce de León», lo escribió Martí movido, ante todo, por esta razón: «La patria está hecha del mérito de sus hijos, y es riqueza de ella cuanto bueno haga un hijo suyo, sobre todo si trabaja en lo que ya han trillado otros, y lo de él resulta más útil y completo que lo de sus predecesores». Cita entonces distintas iconografías, y añade: «Ni en inglés, ni en lengua alguna, hay obra tan juiciosa e imparcial sobre los retratos colombinos, y monumentos y pinturas del descubrimiento, como la Galería de Colón, nutrida de historia y chispeante de personalidad, que Néstor Ponce de León, en la medalla de la cubierta de su rico libro, dedica ‘A Colón, en el centenario del descubrimiento de América'».
Reconocer el mérito de Ponce de León, a quien, varios años mayor que él, lo unían la amistad y el patriotismo independentista, le daba pie también para esbozar una valoración de conjunto sobre las tensiones presentes en los enjuiciamientos en torno al marino: «De Colón es difícil escribir, y de todo lo suyo, porque la antipatía e incuria de una parte han dejado perder lo que la gratitud excesiva, la vanidad nacional y la necesidad humana de lo maravilloso exageraban por la otra». Él, Martí, procura no escorar hacia ninguno de los extremos, y esa misma voluntad admira en Ponce de León, quien, a su juicio, no da «por cierto lo que halaga sus simpatías y por falso lo que las ataca», sino que se ciñe «a la prueba estricta, grata o no, porque el autor es persona judicial, que peca acaso de entusiasta cuando ve en Colón ‘uno de los hombres más grandes que jamás existieron’, pero no está con los que tienen al Almirante por el pirata ladrón y falsificador cobarde que pinta Aaron Goodrich, ni por el ‘embajador de Dios y el Papa Pío IX’, a quien quiso canonizar Roselly de Lorgues».
En el reparo a Ponce de León asoma la perspectiva martiana, expresada claramente líneas después: «Lo personal es lo que ha de celebrarse en los libros sobre Colón; y la autoridad de quien lo estudió en su estilo descompuesto y egoísta, y en el candor o pasión discernibles de sus contemporáneos; y el juicio humano y fresco sobre aquella vida terca y ambiciosa». En la reseña, que merecería un comentario particular, varios de los retratos de la Galería suscitan comentarios de Martí.
Más allá del lugar que ocupe en el libro, es significativo que la reseña termine refiriéndose a la obra de otro cubano: «cuando Armando Menocal, libre el genio criollo, pintó, atrevido y feliz, al descubridor de América, buscó por estudio la ceñuda fortaleza del Morro, poblada aún de tanto muerto cubano, copió la mar airada que se rompe contra las breñas, y mostró a Colón, cargado de hierros, entrando en la barca a donde lo manda preso el español Bobadilla; la cabeza grandiosa se destaca, sobre el torvo gentío, en el horizonte azul: el cuadro chispea».
Más que a Colón, Martí pondera la sabiduría con que el autor y editor Ponce de León conformó la obra. Pero aquí y allá la reseña apunta características del marino que lo califican para devenir símbolo del sistema colonial que, además de haberlo empleado y luego maltratarlo, usó como escudo ideológico la fama de su labor. Pudieran verse, y algunos ya se han visto, otros textos donde Martí se refirió, con peso de erudito, a la figura de Colón y a la empresa que él personificó. Pero hay uno que resulta de particular interés: «A tres antillanos», publicado el 21 de noviembre de 1893 en Patria.
El artículo es significativo desde el título, que no remite al tema de partida, los festejos dominicanos por los cuatrocientos años de la llegada de Colón a América, pues no será el centro determinante en la atención de Martí. Él empieza tratando así la celebración: «Las fiestas del descubrimiento no han sido en Santo Domingo cosa vana, ni mera cortesía entre gobiernos establecidos, ni ocasión de pedigüeña candidatura al honor nimio y envenenado de un asiento provincial en la Academia Española, ni caso propicio a los de alma arcaica para mostrar, con el apego a la ensangrentada conquista, el desamor de todo lo propio y nuevo: por otras partes de América han sido eso las fiestas del Descubridor».
Habla de errores probables o cometidos en otros lares, como si el caso dominicano fuera una excepción dentro de la generalidad de nuestra América. Lo que dice parece equivaler más bien a algo así como «esto no debe ser aquello, sino otra cosa», o «no es lo que parece». En esa manera de relatar y describir son aún más sugerentes los atributos con que, después de lo citado, enaltece el país de Juan Pablo Duarte y Máximo Gómez: «la tierra amada de Cristóbal Colón», quien fijó allí la primera estación de lo que esperaba que fuera su mezcla de gloria y de poder. Pero el pensador de nuestra América añade algo que no habría agradado al Almirante ni agradaría a quienes lo enarbolaban como bandera: Santo Domingo es también «la tierra de más recuerdos y mayor nobleza indígena de aquellos tiempos en que se ensanchó el mundo».
Eso apunta Martí antes de recordar que es asimismo «la tierra que el ambicioso italiano descubrió con gloria y abandonó con grillos, la tierra donde acaso, en su arquilla de plomo, revuelto el polvo con los huesos, está lo que queda del cuerpo macizo e inquieto del Almirante, las fiestas han sido como un filial tributo, y como un renacimiento nacional». En quien no había, no hay, palabra sin peso, no cabe considerar fortuita la prudencia indicada con los adverbios acaso, que expresa duda sobre la ubicación de la tumba del Almirante, y como, que sirve de enlace comparativo y remite a lo que parece, más que a lo que es.
Algo en la perspectiva martiana está fuera de duda: en las Antillas -en las cuales hace pensar el título del texto- a Santo Domingo lo distinguía la «mayor nobleza indígena», y eso recuerda la rebeldía taína contra los conquistadores, de lo cual es símbolo epónimo, pero no único, el cacique Hatuey. El elogio de la rebeldía dominicana recorre el texto, donde el autor alaba a personas y acciones que enfrentaron la presencia o las secuelas del coloniaje implantado por la misma España que pretendía ejercer su voluntad a cuenta de haber sido empleadora del «Descubridor» y nación vanguardia del «Descubrimiento».
Cierta hispanofilia -hispanomanía en algunos- se ha regodeado en Santo Domingo, o con respecto a este país, en torno a su condición de territorio primado en los nexos con Colón y la colonización, nexos que incluyen la ya aludida y controvertida creencia de que allí se hallan los restos del Almirante. La duda de Martí sobre este punto no la indica solo el acaso ya citado, sino su condición de lector atento, su alto nivel de información. Así, en una crónica publicada en La Nación el 20 de junio de 1883, se refirió al «Magazine of Ameritan History, donde un caballero Shea, que sabe de vejeces, ha reanudado, en pro de Santa Isabela, la querella de dominicanos y españoles sobre qué baúl de cuero o urna de piedra guarda los restos de Cristóbal Colón».
Al menos para una parte la población dominicana se ha mantenido como cuestión de orgullo nacional que esos textos reposen en su país. En crónica de La Nación del 28 de febrero de 1889, Martí refiere desde Nueva York un incidente que provocó todo un conflicto diplomático: «De Santo Domingo ha vuelto depuesto el cónsul norteamericano, que osó recomendar al gobierno de la fiera Quisqueya la petición donde un saltimbanqui ofrecía al gobierno cierta suma, en pago del privilegio de exhibir en los Estados Unidos los huesos de Colón; Santo Domingo contestó con fuego, y de Washington han llamado al atrevido».
Esas evidencias, y su amor a la tierra de Gómez, habrán influido probablemente en las palabras, que, según nota editorial en Obras completas, Martí escribió, con fecha 19 de septiembre de 1892, en el álbum de autógrafos de la Catedral de Santo Domingo, donde supuestamente se conservaban entonces los restos de Colón, y que él visitó ese día junto a Federico Henríquez y Carvajal: «El lenguaje pomposo no sería digno de una ocasión que levanta el espíritu a la elocuencia superior de los grandes hechos. Y entre los hechos grandes, acaso lo sea tanto como el tesón que descubrió un mundo nuevo, la piedad con que Santo Domingo guarda las glorias y las tradiciones de su patria». ¿No es ese tesón lo que acaba siendo verdaderamente alabado por Martí?
Volvamos al artículo de Patria que venía citándose, y que ratifica la delicadeza con que Martí, sin faltar a la sinceridad, aborda la devoción colombina observable en suelo dominicano, al menos en sectores ilustrados. Ha definido las fiestas «como un filial tributo, y como un renacimiento nacional», y agrega: «La misma Academia, que en otras partes no es más que agencia hábil de España en América para defender sus míseras posesiones, las Antillas que arruina y corrompe,-no es en Santo Domingo, donde jamás se apaga el alma de Enriquillo [otro de los indígenas rebeldes contemporáneos de Hatuey, y cacique como este (L.T.S.)], más que como la tradición castiza del país, y la única expresión segura del amor al arte en los tiempos revueltos que, en las ansias de la ordenación, atraviesa aún la patria de Juan Pablo Duarte:-¡con nueve jóvenes ‘de alma generosa y aspiraciones nobilísimas’, juró Duarte, y realizó, la fundación de la república!»
Hecha esa loa a la rebeldía dominicana, encuentra Martí el momento propicio para hacer su balance de la recordación festiva de la llegada de los españoles a tierras de América en 1492: «Pintorescas y memorables fueron las fiestas del ‘Centenario Colombino Americano’ en Santo Domingo, y no fue en ellas solo de notar la alabanza, a menudo hueca, de lo pasado, árbol seco donde van colgando la hinchazón y la vanidad de sus púrpuras chillonas, sino la historia en sobria literatura, de la mente y el patriotismo del país, y la prueba de la capacidad grande y aspiración enfrenada de sus hijos».
Resulta claro por dónde iba el pensamiento de Martí sobre este asunto, en concordancia con la coherente orientación que lo caracterizó. Todo lo que ha dicho antes le sirve de base para llegar a lo que se propone destacar: «No sin objeto habla Patria hoy de aquellas fiestas, sino por gratitud, puesto que como recuerdos del Centenario se han elegido dos composiciones, de la magnífica poetisa una, de Salomé Ureña, compañera del pensador Francisco Henríquez y de Federico Henríquez y Carvajal la otra, dedicada, con hondo pensamiento, a tres antillanos que no descansan en la obra de contribuir al rescate, equilibrio y bienestar de nuestra América: a Betances, a Hostos y a Martí».
Sin firma de autor, como era habitual en sus escritos de Patria, la nota no expresa la vanidad que le era ajena al autor. Tampoco su propósito era enaltecer las fanfarrias de la celebración colombina. Resueltamente alabó a los dos poetas dominicanos laureados, con quienes lo unían la amistad y, sobre todo, la identificación de pensamiento, especialmente en el caso de Federico Henríquez y Carvajal, quien sería destinatario de una de sus grandes despedidas del 25 de marzo de 1895, «en el pórtico de un gran deber». De él -quien, informa la nota citada de sus Obras completas, lo acompañó en la recordada visita a la Catedral de Santo Domingo- dice en el periódico: «se duele de toda injusticia, y ayuda a toda empresa de libertad, y busca por sobre mares y montañas el mérito americano, y enlaza a nuestros pueblos con las letras amigas y suaves, y los ama con pasión. Patria es su casa, como la de todo buen dominicano, como la de todo americano bueno; y hoy publica, porque es de justicia, las bellas décimas: ‘Tierra'».
En cuanto a Colón, nos quedaremos sin saber qué más habría expresado Martí si hubiera podido realizar lo que parece ser uno de sus proyectos personales de libros que la vida no le permitió escribir. Esta sería la idea central del volumen: «Que Colón fue más personaje casual que de mérito propio, es cosa de prueba fácil, así como que se sirvió a sí más que a los hombres, y antes que en éstos pensaba en sí, cuando lo que unge grande al hombre es el desamor de sí por el beneficio ajeno».
Lo mucho que Martí plasmó en los textos citados, y no son los únicos donde trató el tema, permiten suponer el valor de un libro nacido de ese proyecto. Abundaban en su tiempo -y de eso dan idea las llegadas a la actualidad- desprevenciones y falacias fomentadas por el uso que el colonialismo hizo de la empresa, descubridora para la perspectiva impuesta desde Europa, personificada en la figura del marino cuyo apellido en su versión española, Colón, parece destinada a emparentarlo indisolublemente con la colonización y el colonialismo. Está a la vista el hecho de que Martí es ajeno a un culto como el que rindió a Colón nadie menos Simón Bolívar, Libertador anticolonialista sin duda alguna, quien, como otras personas de su tiempo, sentía por el marino la admiración que lo movió a proponer que las tierras independizadas en nuestra América se unieran bajo el nombre de Gran Colombia. Lamentablemente no se logró la unidad buscada por Bolívar, pero felizmente aquel topónimo no alcanzó tanta fortuna como le deseaba el Libertador.
Aún en nuestros días subsisten perspectivas y pretensiones colonialistas, que a menudo se enmascaran de diversos modos y asumen carriles variopintos. Desde la otrora metrópoli española, en particular, no han faltado vientos que lo confirmen. Heredera de la Corona contra la cual libró sus guerras independentistas gran parte de nuestra América, y que también extendió sus tentáculos a otros continentes, la actual España monárquica -que no debe confundirse con el pueblo español, amado por Martí- mantiene la celebración del 12 de octubre, y procura que perdure en sus otrora dominios.
No porque esa efeméride se convierta de Día de la Raza en Día de la Hispanidad su celebración se libra de rendir tributo a un acto de violación. No se requiere obviar lo que de positivo pueda reconocerse en la mundialización favorecida por la empresa que se llamó descubridora, para ser conscientes de que ella respondió a intereses dominantes opresivos, aunque diera origen a una comunidad de pueblos que pueden y deben cultivar las mejores relaciones entre sí. Pero merece celebrarse el cumpleaños de los hijos, no la fecha de la violación de la cual hayan nacido. Con razón hay pueblos que promueven celebrar el 12 de octubre el Día de la Resistencia Indígena.
Martí legó definiciones medulares sobre lo que significó el tramo de historia cuyo inicio quedó marcado el 12 de octubre de 1492. En su artículo, de 1877, «Los códigos nuevos», al valorar la legislación que entonces se ensayaba en Guatemala, trazó el conocido balance del cual se citarán aquí unas pocas líneas: «Interrumpida por la conquista la obra natural y majestuosa de la civilización americana, se creó con el advenimiento de los europeos un pueblo extraño, no español, porque la savia nueva rechaza el cuerpo viejo; no indígena, porque se ha sufrido la injerencia de una civilización devastadora, dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso; se creó un pueblo mestizo en la forma, que con la reconquista de su libertad, desenvuelve y restaura su alma propia».
No se podría calcular hasta dónde hubiera llegado por sí sola «la obra natural y majestuosa de la civilización americana», pues para ello -como sostuvo Martí en otro artículo, «El hombre antiguo de América y sus artes primitivas», publicado en el número de abril de 1884 de la revista neoyorquina La América– en ese árbol «el tallo debió dejarse erguido, para que pudiera verse luego en toda su hermosura la obra entera y florecida de la naturaleza», y un gran crimen impidió que así fuera: «¡Robaron los conquistadores una página al universo!».
Cabe entonces preguntarse si constituye para hijos e hijas de nuestra América un verdadero motivo de orgullo que su pedazo de tierra natal guarde una determinada relación particular con los viajes de Colón. Otra cosa es disfrutar y promover la hermandad entre los pueblos nacidos de la conquista y la colonización. El mismo concepto de Iberoamérica es válido para designar el conjunto de países formados por España y Portugal -estados que integran la Península Ibérica- y las que fueron sus colonias en América. Pero se deben tener todas las precauciones necesarias para que no incluya noción alguna de tutelaje o superioridad de las otrora metrópolis. Quien ha visto que en España, incluso en textos oficiales, se ha hablado, si es que ha dejado de hablarse, de «Iberoamérica y Portugal», como si el segundo no fuera parte de la primera, puede percibir el tufillo de viejas rivalidades entre potencias colonialistas y el punto desventajoso en que Portugal paró.
Eso no es preocupante de manera aislada. La Organización de Estados Iberoamericanos, en la que España ha tenido desde su fundación un papel especialmente activo, alguna simetría guarda, al menos en su nombre, con la Organización de Estados Americanos. Que en los hechos la primera no resulte tan inquietante como la segunda no se deberá tanto a que la iberoamericana se proclame enfilada a operar nada más y nada menos en la esfera de la educación, la ciencia y la cultura, tan influyentes. Sobre todo se deberá a dos razones de peso: esa Organización se fundó cuando España -no digamos ya el menoscabado Portugal- hacía mucho tiempo que ni remotamente ostentaba el influjo ni encarnaba para otros pueblos los peligros que representó y consumó durante su esplendor metropolitano, y hace tres años se creó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, logro integrador que rinde a Martí un homenaje profundo, y le abre a la región el camino para Cumbres de veras representativas de sus intereses.
Pero nada de eso significa que España carezca de añoranzas, pretensiones y capacidad de influencia, ni debe hacer olvidar que su llamada transición a la democracia creó ilusiones y falacias con las que dicha capacidad se actualizó, a pesar de tanta evidencia de males: al frente del estado aquella transacción puso -con ribetes decorativos que no merman su anacronismo ni le han impedido hacer fortuna como inquilino de una Casa Real envuelta en escándalos cada vez mayores- un monarca preparado por el mismo dictador fascista que durante décadas oprimió y enlutó al país.
La etapa de crisis que hoy, como parte de la crisis general y sistémica del capitalismo, vive esa nación, ya habrá mermado y mermará quién sabe hasta qué punto su capacidad de maniobra e influencia. Pero allí los ricos no han dejado de ser poderosos, y la extrema derecha, que ahora mismo ocupa la presidencia, no ha renunciado a servir al gobierno de los Estados Unidos con la sumisión que ha mostrado ante él en la arena internacional. En ese servicio ha tenido un peso particular la complicidad contra la Revolución Cubana, y contra otros proyectos emancipadores latinoamericanos, como los de Venezuela y Bolivia.
En contraste, valdría la pena indagar sobre el tratamiento oficial de España a gobiernos como el de Álvaro Uribe en Colombia, por ejemplo. Y añádase que, al menos en lo inmediato, no se divisa en el panorama español una izquierda verdadera, unida y fuerte que pueda desplazar a la extrema derecha. Huelga decir que, al hablar de una izquierda con esas características, ni de lejos se piensa en el partido que, en una alternancia bipartidista entre afines que parece calco de la que rige en los Estados Unidos, continúa usurpando el nombre del fundado por Pablo Iglesias, Partido Socialista Obrero Español.
En el ámbito cultural, y no solo en él, sería ingenuo ignorar el activo papel de España en la promoción de iniciativas que le otorgan poder de influencia en Iberoamérica. Que los pueblos tengan alguna posibilidad de aprovechar recursos como los destinados a Ibermedia, Iberescena, Ibermuseos, y a otros proyectos y realidades similares, como el apogeo editorial también marcado por la crisis, no es razón para tender manto alguno sobre la influencia que ese país se asegura por dichos carriles. No hay que olvidar lo que el capital y los gobernantes españoles pueden acometer para intervenir en otros países, ni se debe menospreciar -tema que aquí apenas se roza, pero tiene honduras- lo que las maniobras en pos de influencia puedan tener de recurso en el otorgamiento de la nacionalidad española a hijos e hijas de nuestra América que tienen ancestros hispanos.
Interrumpamos aquí estos apuntes para no seguir oteando en lo que la herencia o las añoranzas de poderío colonialista pueden generar en un territorio, ni en lo que de otro lado se puede dar como prolongación de actitudes e ideas colonizadas. Contra unas y otras legó Martí un ideario emancipador que sigue aportando luz. No olvidemos que, si para otros planos de la realidad, se acepta que el león está hecho de cordero devorado, el colonialismo español estuvo representado por un león, y es necesario saber que, tanto él en su tiempo como lo que de él perdure hoy, además de tragar corderos también caza moscas.