Mi pasión por el Derecho no me ha hecho olvidar mi formación e ideología marxistas. Aunque a veces lo omita en la abstracción del análisis, nunca dejo de recordar que en el fondo el Derecho no es más que una superestructura de los grupos dominantes en el marco de la lucha de clases y que, […]
Mi pasión por el Derecho no me ha hecho olvidar mi formación e ideología marxistas. Aunque a veces lo omita en la abstracción del análisis, nunca dejo de recordar que en el fondo el Derecho no es más que una superestructura de los grupos dominantes en el marco de la lucha de clases y que, por tanto, se acaba sometiendo a los intereses de doña Economía. Algo que algunos «modernos» consideraban viejos axiomas caducos y que la actual crisis -en el caldo de cultivo previo del neoliberalismo sin límites- se está encargando de verificar con toda su crudeza.
Ocurre, sin embargo, que el jurista, en su introspección, tiende a diseñar su propia teoría del Derecho (personal e intransferible) y a ordenar el mundo conforme a dicha teoría. Por eso el jurista de verdad -no el titulado en Derecho que se dedica a otras cosas, como la política en sentido amplio- vive en un mundo ficticio. Un mundo perfecto. Pero un mundo irreal que nada -o muy poco- tiene que ver con la realidad que le envuelve. Llámenle si quieren «paranoia del jurista». O, si se prefiere, el conflicto personal de la ética en clave kantiana, la diferencia entre el ser y el deber ser.
El maestro Norberto Bobbio hace tiempo me dio (o, mejor dicho, me di a mi mismo a través de su lectura) una receta milagrosa para superar mis crisis kantianas: «Para quien quiera eliminar los conflictos sociales (y no solamente resolverlos de una manera menos desastrosa que la de la guerra), el ideal de paz jurídica o del orden no es suficiente: tendrá que actuar sobre los motivos de los conflictos sociales sustituyendo por un orden justo el presente orden injusto. La antítesis no será ya la de paz-guerra, en la que se detienen los partidarios del Derecho como orden, sino la de, pongamos por caso, igualdad-desigualdad, de la que parten los partidarios del Derecho como justicia». Bueno: esas sabias palabras (contenidas en su libro Contribución a la teoría del Derecho) me ayudan en momentos de ataques agudos, pero difícilmente me restablecen la salud mental. Sin ánimo de comparación entre su autor y un servidor -mi egolatría no llega a tanto-, es evidente que el docto torinés era un pensador del Derecho y yo, un simple juez. El podía elevarse por encima de leyes, reglamentos y jurisprudencia y observar más allá; yo aplico, como poder del Estado, leyes, reglamentos y jurisprudencia. Él hacía la teoría abstracta del mañana (de su mañana), yo la práctica del conflicto real del hoy.
Si, además, uno es marxista (lo que ya no es predicable en sentido estricto de Bobbio ), es ya inevitable convertirse en una especie de esquizofrénico: mi mundo igualitariamente perfecto (mi deber ser) es sabedor que, en el fondo -en el ser-, mi sustento y mi saber pasan por la aplicación de lógicas e instrumentos de represión sobre los débiles y de salvaguardas de los poderosos, por la violencia de la clase dominante sobre la dominada. Pero, con todo, la enseñanza bobbiana me es útil, en tanto que me lleva a una noción instrumental o finalista del Derecho (como herramienta para conseguir la Justicia con mayúsculas o el orden justo) y me aparta de un concepto abstracto y acausal en el ejercicio de mi disciplina. Sin embargo, no evita que mi «yo» marxista y mi «yo» jurista estén permanentemente a la greña.
Sin duda que el Derecho del Trabajo es un buen refugio para los enfermos mentales como un servidor. O, si se prefiere, una buena excusa para mi mala consciencia roja. Aunque el iuslaboralismo no se escapa del paradigma marxista sobre el Derecho, es probablemente la única disciplina jurídica en la que se plasma con toda su crudeza la lucha de clases, de tal manera que la realidad de la regulación del mercado de trabajo es fruto de las relaciones de fuerzas de ese colosal combate. Matiza mi alter ego marxista: de unas relaciones de fuerza asimétricas en las que el Estado -también desde su vertiente represiva- no es neutro. No se me escapa que es un juego tramposo, en el que el árbitro no es imparcial y en el que las reglas de juego obedecen a los intereses de una de las partes (el empleador), quien, además tiene competencias para ir cambiando a su antojo dichas reglas. Sin embargo, no siempre pierde la otra parte: algunas veces el jugador débil avanza posiciones. Siempre y cuando tenga contundencia y claridad en su jugada y sepa cuál es su siguiente movimiento. Así, pues, cuando más fuertes son los trabajadores, más garantías conquistan. Y viceversa.
Esa partida con reglas cambiantes lleva practicándose más o menos civilizadamente, hace un siglo. Sin duda que el enfrentamiento entre capital y trabajo es muy anterior. Ocurre, sin embargo, que en esa primera etapa el conflicto se dirimía a mamporros, sin normas, sin juridificación (más allá de la directa aplicación represiva del código penal sobre el jugador débil cuando golpeaba más duro) Y las reglas de esa partida secular y formalmente pacífica constituyen mi disciplina.
Es más, hace tiempo que vengo sustentando que el Derecho del Trabajo es la disciplina más democrática. Democrática en el sentido integral, en tanto que se trata de la única vertiente del Derecho en la que la libertad contractual se ve limitada para una de las partes, en función de la concurrencia de elementos igualitarios. A lo que cabe añadir que aún corre por nuestras venas la «vieja» -por olvidada- utopía robespierriana de la fraternidad, como lo demuestra nuestra otra gran institución, la Seguridad Social. Por eso estoy también convencido que el iuslaboralismo es «el derecho de la izquierda».
Todo ello me ayuda a sobreponerme a las crisis que causan mis enfermedades mentales de origen profesional derivadas de mi ideología: «en definitiva -dice mi yo marxista- soy una especie de infiltrado que práctica el entrismo «. Con mis limitados saberes y mi práctica profesional, aún aplicando normas impuestas por una clase (por un jugador que no deseo que gane), intento -en términos generales, no por supuesto «ad causam » pues, en definitiva, soy juez- que la partida se decante por el más débil. Y, además, matiza mi yo jurista, estoy coadyuvando, aunque sea con una mínima aportación, al progreso de un concepto de democracia integral, en los viejos términos de Platón y Aristóteles, depurados y desarrollados por el humanismo renacentista, la Ilustración, las revoluciones burguesas y la lucha del movimiento obrero. Una democracia integral como fin último que, en sus tiempos, se llamaba socialismo.
Esas excusas, sin embargo, no amagan que cada vez deba consumir más dosis de bicarbonato: mis distintas personalidades se enfrentan todos los días a una realidad que cada vez les es más hostil. Y ello desde hace ya un montón de años (más o menos, los últimos veinticinco, desde el avance de lo que se conoce como neo-liberalismo) La abstracción de los valores del derecho en clave democrática choca cada día más con una realidad -impuesta por la clase dominante- que niega aspectos sustantivos como la igualdad y la fraternidad. Y todo ello significa que cada vez más el Derecho se vaya convirtiendo en una especie de amanuense de doña Economía. Es cierto -así empezaba mis reflexiones- que mi disciplina está sometida a esta última por definición marxista. Sin embargo, uno es hijo de su tiempo. Y verán, yo viví mi etapa formativa inicial (como jurista y como marxista) en un momento en el que el jugador más débil era menos débil. En la que la correlación de fuerzas era otra. En la que el «peligro rojo» había obligado al tahúr ventajista a firmar unas determinadas reglas de juego menos ominosas y más igualitarias. O, desde la visión como jurista, un tiempo en que la noción de democracia integral y de Estado social y democrático de Derecho basado en la ciudadanía social era un lugar común de la ciudadanía, conformándose como un modelo tendencial .
Pero hace ya muchas -muchísimas- lunas que con el llamado neoliberalismo esos buenos tiempos han pasado. Mientras el capital va ganando competencias al trabajo y se incrementa la distribución negativa de rentas, la democracia se equipara y se constriñe a la libertad, obviándose que es mucho más que eso. Atónito he asistido a conversaciones con jóvenes altermundistas que niegan la democracia como sistema, equiparándola con los actuales modelos liberales y cayendo ingenuamente en la trapa del discurso hegemónico, al que se oponen. En mi mundo perfecto de jurista, la democracia es un desiderátum , consistente en una sociedad conformada por una ciudadanía libre, pero también igual y solidaria (o fraternal o que tiene reconocido el derecho a la felicidad de los padres constituyentes norteamericanos) de tal manera que cada persona puede desarrollar todos sus potenciales humanos. Y, por supuesto, que ese desiderátum coincide, también, con el de mi «alter ego» marxista. Al fin y al cabo, la diferencia histórica sustancial entre la derecha liberal (no estoy hablando ahora, por supuesto, de la derecha neo- cons , absolutista, meapilas y palurda , aunque en la mayor parte de países ambas hayan coincidido en una única organización, cada vez más peligrosamente dominada por esta última) y las diversas izquierdas es que aquélla equipara democracia con libertad individual, mientras que éstas hablan de democracia integral y colectiva (aunque es cierto que, más allá de concretas estrategias, un sector ha negando la libertad en etapas más o menos largas de transición al socialismo y el otro, ha situado el fin de democracia absoluta en el baúl de los recuerdos, enfrascado en la simple gestión del día a día…).
Uno -con la doble esquizofrenia a cuestas- sigue soñando con su mundo perfecto. Y no como simple utopía ideológica -que también-, sino por la necesidad de dar orden y sentido a mi condición de jurista. Sin embargo, el pensamiento y la práctica neoliberal quiere limitar mi disciplina al estricto marco de la gestión de la mano de obra en la empresa, de tal manera que nos acabemos convirtiendo en una especie de mamporreros de la productividad y la competitividad. Y ése es un futuro que aborrezco.
Pero ocurre -como señala en forma repetitiva el maestro ROMAGNOLI, constatando una evidencia aunque predicando en el desierto- que el derecho es algo más que ese modelo «sin memoria» que se nos pretende imponer. Quizás no está de más recodar que la economía, como supuesta «ciencia», cuenta con apenas dos siglos de vida, mientras que el derecho se remonta, al menos tal y como hoy lo conocemos en su acepción contractual, a la antigua Roma. En efecto, el derecho (sin que toque ahora abordar el interminable debate sobre si es una ciencia) no es nada más que la aplicación del simple sentido común la conflicto individual y colectivo a efectos de composición. Es decir, la proposición que se asemeja más prudente y ponderada para la mayoría de ciudadanos, en función de las reglas de la inteligencia humana y de la experiencia que se deriva del acerbo histórico como especie. Uno puede creer que hoy la «ley del Talión» es una barbaridad -y sin duda lo es en los países occidentales-, pero ocurre que en su momento, fue una lógica distributiva evidente: si te sacan un ojo, tú sólo puedes castigar al causante con idéntico daño, no tienes porqué matarlo. Y contra lo que se acostumbra a creer la reminiscencia de la medida no está sólo en el Levítico, ya consta en el anterior Código de Hammurabi . Y luego, la sabia Roma empezó a patrimonializar el daño, evitando que los ciudadanos se fueran vaciando las órbitas los ojos los unos a los otros (y también lo hizo mucho siglos antes de que el gran Mahatma afirmara aquello de «ojo por ojo y el mundo acabará ciego»).
Yo, como juez de lo social, no soy un simple «corre ve y dile» de la economía. En mi pluma -virtual- y en mis razonamientos discurre la lógica del derecho romano, los valores del humanismo, la Ilustración y de los movimientos emancipatorios de la » povertà laboriosa» (y no hablo en primera persona, sino como iuslaboralista anónimo, como ocurre con cualquier otro jurista). Cuando me enfrento a un conflicto, para solucionarlo, no me invento nada, lo hago a partir de los previos razonamientos de miríadas de juristas que han demostrado que determinadas reglas y formas de pensar son indudablemente efectivas para la paz social. Nosotros los juristas no hablamos de dineros. Nosotros hablamos de derechos y de civilidad.
Sin embargo, mi disciplina jurídica y sus valores democráticos integrales se ven públicamente negados en múltiples foros y por pensadores bien pagados: se nos dice que somos antiguos, que con nuestras absurdas tutelas estamos disgregando al colectivo asalariado, que somos una rémora para la competitividad, que no hacemos más que regular intervencionismos, que nuestro modelo de Seguridad Social se ha privatizar porque es insostenible y adocena a los beneficiarios incapacitándoles para los retos de la sociedad del riesgo… Llevamos mucho años oyendo esas cantinelas, que a fuerza de ser constante y masivamente repetidas -ya se sabe, la teoría de Goebbels – acaban convirtiéndose en verdades rebeladas, que se metabolizan incluso por una buena parte de las personas asalariadas. Y no sólo eso: cada día me veo presionado por la Ley -y también en determinados casos, por la interpretación de la misma por el Tribunal Supremo- para que aplique conceptos que no entiendo -porque son ajenos al derecho- y otros que no comparto por simple lógica democrática integral. Así, entre los muchos ejemplos que podría poner aquí, debo decidir si una determinada modificación de las condiciones de trabajo o un despido objetivo por causas no directamente económicas es eficaz para «mejorar la situación de la empresa a través de una más adecuada organización de sus recursos, que favorezca su posición de competitiva en el mercado o una mejor respuesta a las exigencias de la demanda» ( arts . 44 y 52 ET), lo que ciertamente me aboca a pensar en una lógica que no es la del derecho. O debo tragar sapos y culebras no declarando, como me pide mi alter ego jurista, nulo un despido que no tiene causa justificativa o el de un trabajador de baja por enfermedad porque ésa es la jurisprudencia.
Y es aquí donde mi alma de jurista se colapsa. Mientras mi alma marxista la regaña («¿lo ves?, si te lo vengo diciendo toda la vida»), aquella otra no entiende porqué elementos como la productividad o la competitividad deben prevalecer sobre los valores iuslaboralistas . Repito lo antes dicho: los juristas no hablamos de dineros, sino de derechos.
Creo que no es anecdótico que uno de los múltiples dogmas neoliberales pase por la afirmación (respecto a la política o a la Administración pública) de que «hay demasiados juristas» -lo que no pasa de ser una conclusión accesoria de otros dogmas principales, como la necesidad de desregular las relaciones contractuales o la exigencia de menores intervencionismos del Estado-. Y ese dogma ha comportado que buena parte de las reformas de las leyes laborales de este país -como en tantos otros- se hayan basado no tanto en las inquietudes de los iuslaboralistas , sino en deducciones y análisis economicistas (generalmente, erróneos). En 1984 a alguien se le ocurrió -pongo la mano en el fuego que tras asistir a no sé que foro de economistas- que la temporalidad creaba empleo: las consecuencias de ese monstruoso experimento con gaseosa aún las estamos pagando. Diez años después, se trataba de flexibilizar el contenido de la prestación laboral y para ello se impuso con mano de hierro -y contra la posición de los sindicatos- una reforma laboral que simplificaba y abarataba la salida y dotaba a los empleadores de mayores competencias para novar y modificar las condiciones de la prestación laboral, desde una perspectiva ajena al sinalagma contractual laboral, lo que determinó una evidente descompensación de fuerza entre empresarios y trabajadores y que la necesaria regulación de la flexibilidad como nuevo modelo productivo derivara en precarización . Y qué decir de las reformas de este milenio (que esta vez tienen el sustento de la lógica comunitaria tras el llamado Proceso de Lisboa, que nada tiene que ver con el tratado de la misma localidad), basadas en el apriorismo de «la-prestación-de-desempleo-afecta-negativamente-a-la-ocupación» -cuya máxima expresión es ese absurdo, ominoso y formalista «compromiso de empleo» recogido en la Ley General de la Seguridad Social- y el dogma «despedir-es-muy-caro-y-también-afecta-al-empleo», aún vigente y que, de momento, ha comportado la supresión práctica de los salarios de tramitación y la rebaja de indemnizaciones en determinados supuestos de despidos para concretos contratos. Tampoco ninguna de esas medidas ha servido para crear empleo de calidad -todo lo contrario-. Y no podemos olvidar a la pobre Seguridad Social, con regulaciones prácticamente anuales siempre a la baja porque «está-económica-y-actuarialmente-demostrado-que-el-modelo-actual-es-insostenible», según serios estudios, generalmente financiados desinteresadamente por entidades financieras, que anuncian el colapso del sistema para fechas concretas que luego -al devenir esas datas, cual Testigos de Jehová anunciado el fin del mundo- son postergadas. No deja de llamar la atención que esos estudios -que aparecen cada tres o cuatro meses- tengan un impacto mediático significativo, mientras que los medias prácticamente nada han dicho de la quiebra o minusvaloración de un montón de fondos privados de pensiones a raíz de la actual crisis económica.
Esta tendencia normativa ha tenido efectos devastadores sobre el Derecho del Trabajo: ha roto la solidaridad de los trabajadores, disgregando el colectivo asalariado (aunque ahora, al parecer, la culpa de esa disgregación es de la propia disciplina por sus tutelas), ha modificado el estatus quo del poder en el contrato de trabajo, dotando al empresario de mayores competencias y ha limitado la capacidad contractual del sindicato, lo que ha afectado seriamente su legitimación social como agente constitucional. Y lo que es peor: ninguna de esas medidas ha servido para adaptar el mercado de trabajo a la nueva realidad productiva y de prestación de servicios, ni para crear empleo de calidad.
Las sucesivas reformas laborales sólo han servido -y ruego disculpas por la radicalidad de la afirmación que, sin duda, matizaría si no me embargara el ardor expositivo- para vaciar de contenido el modelo de Estado social y democrático de Derecho. Esas mutaciones reguladoras han invertido el mandato constitucional de avanzar hacia la igualdad sustantiva entre los ciudadanos, han situado el derecho a la libre empresa por encima de otros derechos fundamentales más protegidos -como el de libertad sindical o huelga en relación con los de negociación colectiva y conflicto colectivo- (y no sólo en España, también en el ámbito europeo), han vaciado de contenido el derecho al trabajo limitándolo al acceso genérico e indeterminado al empleo, han obviado que la propiedad no es un derecho inmediato al estar condicionada por su uso social y han eliminado el principio de suficiencia de las prestaciones de Seguridad Social. A lo que añado, como juez, que también de alguna manera han afectado al derecho a la tutela judicial efectiva, al impedirse o limitarse en la práctica gran parte de las posibilidades de control judicial de determinadas prácticas empresariales, singularmente en materia de control de causalidad de los despidos.
Esa constante labor de zapa del Estado social y democrático de derecho se ha venido efectuando continuadamente por parte del legislador desde hace dos decenios y medio. Y, según algunos autores como Baylos y Pérez Rey, también la doctrina judicial -especialmente, la Sala de lo Social del TS- ha coadyuvado a ello. Con todo hay algo que me parece más grave: tampoco la negociación colectiva ha sido capaz de dar respuesta a esos envites en la línea de flotación constitucional. Me atrevería a afirmar, incluso, que ni tan siquiera ha servido para poner parches. En determinadas materias como el retroceso de la igualdad substantiva por la disgregación del colectivo de personas trabajadoras, los convenios colectivos y otras prácticas de negociación se han convertido en uno de los instrumentos más activos para crear desigualdad.
Si esta tendencia se sitúa en perspectiva histórica, la conclusión me parece evidente: al neoliberalismo rampante le «sobra» (porque ya no lo precisa, cautivo y desarmado el ejército rojo) la propia noción de Estado social y democrático de Derecho. ¿Para qué debe distribuir poderes, rentas y derechos ante un adversario notoriamente capitidismuido ? (Debo advertir al lector que a estas alturas de mis reflexiones, mi alter ego marxista quiere hacer múltiples precisiones y matizaciones… sin embargo, como podrá comprobarse, estoy ya plenamente poseído por mi personalidad de jurista)
Y ese ataque al modelo constitucional sobre el que se erigió el gran pacto social del welfare (que la derecha considera vencido) ha tenido indudables consecuencias sociales, especialmente por lo que hace a la centralidad del trabajo como eje sobre el que se incardina la propia noción de ciudadanía. El trabajo, en efecto, ha pasado a ser algo «secundario» en nuestra sociedad, de tal manera que parece que el estatus de ciudadano vuelva a centrarse sobre la propiedad (lo que, por tanto, coadyuva a la negación del Estado social y democrático). Y todo ello aunque no exista históricamente ningún modelo de sociedad que no se halla articulado como tal a partir del valor «trabajo» (en su sentido amplio y no de dependencia capitalista, en matización que acepto, por la estridencia con que la formula, de mi personalidad marxista). La tendencia a negar la ciudadanía social articulada sobre ese valor deriva del famoso «capitalismo popular» tatcheriano . Lo curioso es cómo ese individualismo propietarista se ha acabado implementado en la propia mentalidad de los trabajadores. No es necesario acudir a estudios demoscópicos, basta -o mejor dicho, bastaba hasta la actual crisis- prestar oídos a cualquier conversación de currantes en un bar: muchas versaban sobre Euribor , créditos a bajo interés, nuevos modelos de vehículos, inversiones… La asunción acrítica del fetichismo de los bienes, como afirma, de nuevo gritando, mi alter ego marxista. Una buena prueba, por otra parte, de cómo la clase dominante impone su hegemonía social e ideológica -en una lógica gramsciana en la que suelen coincidir mis dos personalidades-.
Y ello va íntimamente unido desde mi punto de vista al sometimiento del capitalismo productivo al especulativo, de tal manera que el fin de la sociedad parece ser la simple especulación, en lugar de la creación de riqueza a través de las empresas y el trabajo. No me resisto a poner por escrito una anécdota que he contado verbalmente en múltiples ocasiones. Una dependienta de una tienda de electrodomésticos comenta con su compañera que ella está aquí «de momento», porque el piso y el apartamento de sus padres «valen una pasta» que, en su día -se supone, a la muerte de sus mayores-, le proporcionarán suficientes rentas para vivir. Mientras tanto, tres clientes estamos intentando que la susodicha nos atienda -a la postre, con desgana-, una vez deje la cháchara con su colega.
No deja de ser llamativo que la llamada cultura del esfuerzo haya pasado a ser una reivindicación de la derecha. Sin duda que esa reclamación de clase debe ser traducida como: «trabajen ustedes más para que haya más productividad y seamos más competitivos… por tanto, nosotros ganemos más». Sin embargo, no está de más recordar que el trabajo -es decir, la autoemancipación personal a través del mismo- ha formado parte del alma de la izquierda durante muchos años. Alguna reflexión cabrá hacer en relación al nuevo paradigma social postfordista y los valores sociales de las generaciones tecnológicas…
Y aquí toca, que lo valiente no quita lo cortés, volver sobre esa crítica a la negociación colectiva y su papel, antes efectuada, para matizarla. Crítica que, lógicamente, apuntaba sin miramientos al sindicato. Ciertamente no es fácil ejercer como organización de clase, cuando una buena parte de tus representados no tienen ya consciencia de clase. Quizás no es un disparate afirmar que el neoliberalismo ha sido capaz de engendrar el mayor aparato de alienación colectiva de las personas asalariadas nunca antes conocido bajo el capitalismo, en unos tiempos y en unas sociedades en los que paradójicamente el nivel de cultura general se ha incrementado exponencialmente y en el que la influencia de las religiones es cada vez menor. Y todo ello ante el silencio de la izquierda, incapaz durante todos estos años de crear una cultura alternativa sobre la que construir otra hegemonía social.
En ese triste panorama he venido ejerciendo como jurista durante un cuarto de siglo. En ese lapso temporal he visto cómo la fosa entre mi «deber ser» y el «ser» real se iba ampliando día tras día, cómo el desiderátum de los valores democráticos se ha ido pervirtiendo (cuando no se negaban esos propios valores democráticos integrales), cómo mi disciplina era acusada de ahistórica , cómo el trabajo dejaba de ser un elemento de centralidad social y cómo la consciencia social iba abandonando poco a poco los valores de civilidad colectivos para centrarse en el simple egoísmo del neodarwinismo social. Y todo ello ante la jocosa y socarrona mirada de mi alma marxista que, cuando estaba de buenas, me consolaba con la cínica frase: «tranquilo, ya llegará el ciclo de crisis»
Y, efectivamente, la crisis llegó.
Sin embargo, con la crisis mi desorientación se ha incrementado. Efectivamente, el modelo de crecimiento del neoliberalismo se ha estrellado, en lo que parece ser el mayor costalazo que conoce el capitalismo en cuatro generaciones.
Aunque los indicios del crack son muy anteriores, mediáticamente se ha concretado artificiosamente como fecha de salida de la misma el 15 de septiembre de 2008, con la famosa quiebra de Lehman Brothers (de la misma manera, que la «gran depresión» se concretó con el llamado «jueves negro» o la «crisis del petróleo» con la decisión de los países Árabes de la OPEP de no vender crudo a los países que apoyaron al Estado de Israel en la Guerra del Yom Kippur ). Demos por buena, a efectos simplemente expositivos, esa fecha. Pues bien, ¿qué ha ocurrido a lo largo de este año? Podríamos considerar que, en parte, el discurso de la derecha se ha fragmentado: mientras un sector se ha enrocado en la lógica neoliberal (imputando la situación actual al mantenimiento de excesivos intervencionismos y negando cualquier responsabilidad -aún siendo obvia- de su ideología y práctica en este cuarto de siglo), otros se apuntan a tímidos intentos de poner orden en el sistema estableciendo determinadas limitaciones y regulaciones a la actuación del capital financiero, introduciéndose, además, aspectos relativos a la adaptación al cambio climático. A esta última tendencia parecen haberse apuntado Sarkozy , Merkel o el propio Obama (con matizaciones respecto a éste, porque ciertamente lo que dice es diferente). Y aunque en una primera etapa parecía que era éste último el sector triunfante -recuérdese las sucesivas cumbres de Londres y Nueva York -, en los últimos meses los fundamentalistas neoliberales están dando una dura batalla mediática y social (valgan como ejemplo, los argumentos salvajes relativos a la batalla actual en USA sobre la asistencia sanitaria) Eso sí: tirios y troyanos parecen coincidir en la necesidad de cambiar las reglas del mercado de trabajo, profundizando aún más en el rebaje de tutelas de las personas asalariadas, aunque es evidente que la actual situación de crisis no tiene ahí su origen. Pero, ya se sabe que el Pisuerga pasa por Paparanda …
Pero, ¿qué dicen las izquierdas? La respuesta es obvia: prácticamente nada.
La socialdemocracia, allí donde gobierna, como en España, se ajusta a la política de dar bandazos, generalmente aceptando la lógica del sector menos ortodoxo del neoliberalismo, pero sin una propuesta global más o menos articulada. Y, por su parte, la izquierda alternativa -en sus múltiples y lamentablemente enfrentadas visiones- se limita a culpar al capitalismo y al sistema de la crisis -lo que es obvio- y a reclamar que los efectos de ésta no caigan sobre las espaldas de los trabajadores -lo que es una evidente ingenuidad en el actual panorama de hegemonías de clase-, pero sin articular tampoco una propuesta global de futuro.
Y ello por no hablar del sindicalismo, aún prisionero de la cultura fordista y empeñado en reivindicar el cumplimiento del ya extinto pacto welfariano . Cada vez más a punto de que se le pase el arroz.
En todo caso, si uno mira las propuestas desestructuradas de las izquierdas y del sindicalismo ante el actual panorama lo llamativo es que todas ellas insisten en dos parámetros: por un lado, se meten a decirle al capitalismo cómo regular el funcionamiento del capital financiero (un ejemplo lo hallaremos en el documento de Die Linke -probablemente la organización europea con mayor capacidad de decir cosas nuevas- en sus propuestas frente a la crisis, que puede descargarse en inglés en: http://die-linke.de/politik/aktuell/nachrichten/detail/zurueck/selected-news/artikel/on the – financial -crisis/ ); por otro, se propugnan por todos parches puntuales en los mecanismos de cobertura social ante el desempleo.
Y es aquí donde surge el estupor del jurista que da título a estas disgregadas y desarticuladas reflexiones. En efecto, si la actual crisis es fruto de las políticas neoliberales que nos han llevado a la desvirtuación del concepto de Estado social y democrático de derecho, con obvios retrocesos en conquistas anteriores, parece obvio que, más allá de modificar el sistema financiero o ampliar desagregadamente tutelas, habrá que repensar desde la izquierda por dónde habrá que caminar en el futuro para desandar el camino trazado hacia atrás y seguir avanzando. Lo que ocurre es que ese camino ya no puede transitar por la vereda anterior, pues la orografía ha cambiado sensiblemente, de tal manera que donde antaño había un puente, ahora hay un abismo. En otras palabras, habrá que pensar cuál es el modelo alternativo de sociedad que la izquierda propone -la concreción del futuro Estado democrático y social de derecho-, situado de nuevo ante los cambios que se han producido en los últimos veinticinco años. Un modelo que se adapte al cambio del modelo productivo y al postfordismo , a los nuevos valores sociales de las gentes y que supere el régimen de tutelas anteriores.
Y mi yo-jurista -no así, el marxista- cree llegado el momento de reivindicar los valores integrales del derecho como orden alternativo. Un orden alternativo que desarrolle el concepto de fraternidad entre los ciudadanos y que, en consecuencia, suponga el reconocimiento por la sociedad del derecho de cada uno de ellos de desarrollar todas sus potencialidades humanas, con la dotación de medios suficientes. Y que, por tanto, supere el concepto de previsión social -o, incluso, de Seguridad Social- reconociendo en modo articulado todas las tutelas públicas o privadas como derecho de ciudadanía. Un orden alternativo que reivindique como eje de civilidad la igualdad, tanto en las relaciones de dependencia en el trabajo y de contenido del contrato -superando la ominosa subalternidad fordista -, desarrollando el ejercicio de los derechos fundamentales en las relaciones laborales, como entre el propio colectivo de personas asalariadas y dependientes del trabajo. Y, por supuesto, que tenga claro un concepto moderno de igualdad, que vaya más allá de la tradicional tabla rasa uniformizante y que sea eficaz en la lucha contra la discriminación.
Y también, un nuevo orden que supere los límites impuestos por el pacto welfariano al iuslaboralismo . Así, en relación con la articulación de mecanismos de tutela a escala internacional, de tal manera que las relaciones laborales sean tales y no simple paraesclavitud -superando el marco del Derecho del Trabajo en cada país, que el pacto comportó-, como respecto al fin del modelo de empresa autista, sin control societario de qué se produce y cómo se produce (rompiendo la lógica del ghetto del centro de trabajo que se incluyó implícitamente en el acuerdo de postguerras) Y todo ello ha de pasar por una revalorización del factor trabajo, como elemento individual para alcanzar mayores cotas de libertad y autoemancipación .
Por supuesto ese panorama debe comportar una nueva relación entre derecho y economía, de tal manera que aquél recobre su capacidad propositiva y reguladora, más allá de los intereses puntuales de ésta. Es obvio que el reconocimiento de derechos cuesta dineros -no soy tan ingenuo a mi edad como para pensar lo contrario-. Ocurre, sin embargo, que el método discursivo correcto pasa, primero, por la propuesta de derechos y luego, en función de los dineros que haya en caja, ver hasta dónde se puede llegar. Hemos vivido unos tiempos -y los seguimos viviendo en la actualidad- en que la lógica es la inversa: en función de los dineros se reconocen o no derechos.
De nada de eso se ha hablado en las cumbres de G-20 y G-8. Pero tampoco se habla -y eso es lo más grave- en el debate social.
Eso dice mi alma jurista. Y, por supuesto que esos apuntes son incompletos y probablemente erróneos. Pero lo que de verdad me aturde es que ese debate sobre el desarrollo democrático es hoy inexistente en las izquierdas, en el sindicalismo y en el mundo del iuslaboralismo .
Si la izquierda es incapaz de diseñar un modelo de sociedad alternativo, el resultado está servido: se limitará a ser el Pepito grillo de un orden injusto que seguirá centrando sobre la simple libertad individual y se irá apartando de los otros elementos -igualdad y fraternidad- que configuran la democracia. Y los juristas dedicados al Derecho del Trabajo nos convertiremos en unos simples componedores de las relaciones laborales en orden a la productividad y la competitividad.
Y acabo aquí en forma abrupta mis atolondradas reflexiones. No por nada: es que mis dos personalidades vuelven a estar a la greña.
Fuente: http://www.moviments.net/espaimarx/?lang=cat&query=89f03f7d02720160f1b04cf5b27f5ccb&view=section