No habrá medida política ni cautela legal alguna que pueda con la corrupción en el sistema capitalista. El capitalismo es pura corrupción desde sus orígenes: explotación laboral e ideología de la clase dominante para justificar los desmanes del régimen. Corrupción junto a capitalismo es un pleonasmo de libro. Todos los discursos actuales son genuino […]
No habrá medida política ni cautela legal alguna que pueda con la corrupción en el sistema capitalista. El capitalismo es pura corrupción desde sus orígenes: explotación laboral e ideología de la clase dominante para justificar los desmanes del régimen. Corrupción junto a capitalismo es un pleonasmo de libro.
Todos los discursos actuales son genuino artificio, palabrería altisonante para calmar las voluntades escandalizadas y lavar las heridas más purulentas del régimen. Las ideas de la izquierda plural son débiles para luchar contra tamaña amenaza social. No es la corrupción el enemigo a batir sino el sistema que la ampara. Y, a día de hoy, es inexistente una alternativa global que ponga en cuestión al sacrosanto capitalismo.
La izquierda se quedó parada en la socialdemocracia redentora y pactista y la estación término del Estado del Bienestar, asumiendo las tesis keynesianas de una bolsa estructural de paro y marginación casi connatural a la sociedad de consumo y mercado. Ahora sucede que incluso ese bienestar subvencionado ha saltado por los aires de modo radical. Era de suponer, los ciclos de expansión, recesión y guerra son constitutivos de las esencias capitalistas. Romper ese ciclo infernal precisa de verdades revolucionarias todavía por hacer.
En el Estado del Bienestar se corrompieron las ideas comunistas y socialistas por un mundo más coherente, justo y solidario. Actualmente, deteniéndonos en España, desde la Monarquía a los sindicatos de mayor peso específico, pasando por los partidos políticos y la Iglesia católica, casi todas las instituciones se han visto salpicadas por casos de corrupción habitual o transitoria. El dinero negro y las cajas b han comprado a los agentes principales del teatro político y social. Por decirlo de una manera expresiva, los ha puesto en nómina, a su servicio, pagándoles un sobresueldo con el que sellar sus bocas y atemperar sus discursos públicos. Y los que se retiran son premiados con sinecuras en el Senado, estamentos consultivos o consejos de administración de señeras multinacionales de la rapiña global. Las excepciones, confirma la tendencia.
Los bancos y las empresas han financiado la democracia española. Sus intereses priman sobre el bien colectivo. Las herramientas fiscales regresivas, injustas, ineficaces e insuficientes solo han servido para mantener en pie a las fuerzas represivas y para que el sistema financiero tuviera fondos con los que jugar a Bolsa y adquirir un poder omnímodo que marca las decisiones políticas de cada gobierno de turno. No hay administración que no tenga que lidiar para sus proyectos públicos con las ofertas bajo mano de cualquier empresa industrial, de construcción o de servicios. Los márgenes de la competitividad dejan dinero sucio en las uñas de muchos actores políticos. Es inherente al sistema, un mal estructural de imposible erradicación con meras proclamas éticas o morales.
Esa situación la ha vivido la izquierda desde la atonía ideológica y el quietismo político, con momentos sociales reivindicativos sin demasiado fuste ni convicción propia, subidos por inercia a las ondas expansivas de las teorías económicas capitalistas y socialdemócratas. La mayoría de las veces el silencio calculado de los sindicatos mayoritarios y los partidos políticos a la izquierda del PSOE han acompañado con sumisión y complicidad pasiva las posturas de la derecha fáctica y del PP. Primero se corrompieron los ideales, luego se instalaron en la impotencia y más tarde solo respondieron con algaradas nerviosas de verbosidad puntual para aferrarse a los espacios mínimos asignados por el sistema para opiniones que se pretendían contracorriente o de izquierda representativa de la clase trabajadora.
El páramo actual se está rellenando a golpe de ocurrencias espontáneas sin excesiva conexión entre ellas ni acordes con un cuerpo ideológico que permita atisbar horizontes de futuro distintos a los que ahora habitamos. De hecho, las nuevas ideas de izquierda están llegando a un tope registrado por todas las encuestas, mientras el PP se consolida y el PSOE aguanta la marea de la crisis con bastante decoro.
El bipartidismo inventado a la muerte del dictador Franco sigue muy vivo, representando a esa clase media amorfa que da sustento a la normalidad capitalista. La clase media por definición siempre está a la defensiva, contra la mugre sediciosa y odiando los cambios repentinos. Su hábitat es la seguridad personal, el consumo diario de estatus y de expectativas de compra inmediata mediante la asunción de deseos fútiles y de desecho rápido. Esa estabilidad existencial solo se la pueden dar el PP y el PSOE, los cantos de sirena del mejor de los mundos posibles (el suyo) y la emulación constante en hábitos y gestos banales de las clases poseedoras.
El cambio real no vendrá con medidas parciales y tímidos intentos de convencer a las elites de que deben ceder terreno y recursos para un mejor y equitativo reparto del poder y las riquezas. O se tiene in mente un mundo diferente o todo serán claudicaciones de mayor o menor entidad.
Que todo es consumo estético y emocional lo atestiguan las actitudes generales y colectivas ante dramas como la inmigración, el paro o la marginación social. Los medios de comunicación saben muy bien que toda la ira contenida y la mala conciencia social se pueden neutralizar, modificar o encauzar hacia la inacción o lo políticamente correcto con mensajes urdidos con habilidad psicológica. La emoción transformada en goce estético es un señuelo casi irresistible para la inmensa mayoría. La acción crítica se detiene de súbito en una imagen impactante que recoge una tragedia humana cualquiera convirtiéndola en preciosa y conmovedora obra de arte. Así, un niño inmigrante muerto y a la deriva recogido en una playa anónima; un pobre de solemnidad durmiendo en pleno amanecer sobre un banco urbano; un desempleado mirando a la nada en su soledad existencial. Y así, miles de mensajes elaborados con idénticos mimbres publicitarios.
Nuestra mirada capitalista está seriamente dañada. Está corrompida; es corrupta. Y no nos apercibimos de ello. No solo de corrupción material vive el capitalismo, también de corrupción simbólica, quizá la peor de todas.
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