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Cronopiando

Aborto de pesadilla

Fuentes: Rebelión

El lejano rumor de unas voces a oscuras me devolvió del sueño y, cuando abrí los ojos, al otro lado del cristal de la ventana, una furibunda feminista me encitaba a abortar. Ni siquiera la intimidaba el riesgo de que mi dormitorio estuviera a la altura de un quinto piso. En cuclillas, sobre el alféizar […]

El lejano rumor de unas voces a oscuras me devolvió del sueño y, cuando abrí los ojos, al otro lado del cristal de la ventana, una furibunda feminista me encitaba a abortar. Ni siquiera la intimidaba el riesgo de que mi dormitorio estuviera a la altura de un quinto piso. En cuclillas, sobre el alféizar de la ventana, se las ingeniaba para conservar el equilibrio mientras me gritaba: «¡Aborta y llámanos… Aborta sin costo adicional alguno… Aborta ya!»

Otra vez la violencia estructural que denunciara Gallardón, ministro de justicia español, me exhortaba al aborto.

Todavía en pijama, me precipité escaleras abajo buscando ponerme a salvo del acoso de la violencia estructural. Vano afán el mío porque, en la calle, desde que me reconocieron, cientos de desequilibradas mujeres portando pancartas en las que me exigían abortar, comenzaron a increparme, a agredirme, a perseguirme: «¡Aborta, y si no estás conforme te devolvemos tu feto… Pon un aborto en tu vida… Aborta con nosotras!»

Afortunadamente, encontré refugio en una cafetería. Eso fue, al menos, lo que pensé cuando me hice sitio en la barra, pero tampoco la camarera se conformó con negarme el café con leche: «¡No permitas que nadie te diga cuántos abortos te puedes tomar, a qué velocidad debes abortar, no permitas que nadie aborte por ti!»

De nuevo en la calle, desesperado, corrí hasta llegar a mi oficina. Prendí el ordenador y comencé a revisar los mensajes pendientes. Todos eran el mismo: «¡Aborta ya… y si no pones a circular este mensaje entre diez personas más, esta misma noche contraerás la leptospirosis por beber un jugo cuya lata contenía orín de rata y tendrás que abortar sin anestesia!»

Desolado, apagué el ordenador y me escondí en el baño. No podía más. La violencia estructural me estaba matando. Cuando sonó el móvil recé porque fuera mi psiquiatra, y si usted también lo hubiera hecho es posible que ambas oraciones obraran el milagro, especialmente, porque no tengo psiquiatra, pero usted ya estaba barruntando que quien llamaba era una de esas perturbadas mujeres empeñadas en hacerme abortar, y lo peor es que sí, que era verdad, eran ellas otra vez: «¡Aborta y en tres días recuperarás tu silueta… Aborta a plazo fijo en nuestra cuenta naranja… Aborta y te financiamos tu próximo embarazo!»

Tuve la precaución, antes de derrumbarme, de apagar el móvil, pero tampoco el suelo, menos el de un baño, es un buen lugar para quedarse cuando te acosa la violencia estructural. Hasta en el papel higiénico me acosaban sus consignas instándome al aborto: «¡Aborta y ya estás concursando… aborta y elige quién deberá abortar en la Academia… aborta y apadrina un aborto en el tercer mundo… aborta yaaaaa!».

¡Ya basta… -grité- ya basta! ¡No me acosen más, por favor, detengan esa violencia estructural! ¡Yo también voy a abortar, sí, pero no como ustedes, no por sus razones, sino porque no haya un parado más, un desahuciado más, un perroflauta más, un emigrante más, un delincuente más, un ministro de Justicia más…! ¡Yo aborto por la patria!

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.