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Acopio de soluciones: Un poco de amor

Fuentes: Rebelión

En teoría, el eje de todas las religiones es el amor. Al menos, en las religiones mayoritarias. Sin embargo el fanatismo religioso, y sobre todo, la inteligencia mal intencionada, destruyen cualquier pretensión humana de alcanzar un mínimo de felicidad en todo el planeta. Para no caer en menudas hipocresías, antes de avanzar con el asunto […]

En teoría, el eje de todas las religiones es el amor. Al menos, en las religiones mayoritarias. Sin embargo el fanatismo religioso, y sobre todo, la inteligencia mal intencionada, destruyen cualquier pretensión humana de alcanzar un mínimo de felicidad en todo el planeta.

Para no caer en menudas hipocresías, antes de avanzar con el asunto que nos toca en esta oportunidad, refiramos un poco de qué desarrolla en la individualidad el conflicto entre hegemonía y resistencia.

«Cada persona es un mundo», dice la frase. Rectifiquemos: «cada persona es el mundo». Con razón la geopolítica del siglo XXI algo dice de cómo estamos los seres humanos por dentro. No nos equivocamos al aseverar que la manera de devorar y consumir sin consciencia los recursos de la Tierra mucho tiene en común con el modo en que tratamos a nuestro cuerpo. El cáncer que frecuenta nuestros organismos, se relaciona íntimamente con el caos sistémico que hemos causado al planeta.

Nuestros organismos pelean una batalla que poco tiene que ver con la tradicional división del hombre y de la mujer en cuerpo y alma. El ser humano padece la guerra entre el dominador y el resistente y/o dominado. He ahí la verdadera fragmentación. Particularmente, quienes hemos ido y venido de la cristiandad cada minuto de nuestras vidas, enfrentamos esta tétrica contrariedad.

En primer lugar, está muy adentro un aparentemente autorizado YO que nos somete y repele cuanto de íntegro eclosiona en nosotros. Mientras que un estímulo desencadena posibilidades extraordinarias, unas cadenas invisibles pero feroces se extienden sobre nosotros y nos paralizan de miedo, culpa y vergüenza. Entonces dejamos pasar un amor, un manjar, un libro, una obra de arte. Hasta la dignidad se escapa como animal herido.

Para cada hegemonía -como resultado de la acción de una ideología dominante que entre el consenso y la violencia, nos convence de que nada debe ser cambiado- también hay un gusanillo que nos hace enroscarnos de descontento. Algo en la mirada, un temblor de cuerpo, un «mierda» atravesado en la garganta; indicadores de algo que precisa ejecutarse antes de que nos dé un paro cardíaco, un cáncer o un síndrome de intestino irritable. Una palabra que debe ser pronunciada si queremos volver a ver frente a frente a los demás. Un dolor que ha de ser gemido y gritado para arrojarnos de nuevo al camino de la vida. Esta es la resistencia, que para bien de la humanidad, nunca se interrumpe.

Según el contexto la resistencia también se llama subversión, insurgencia, terrorismo, tentación, error, pecado. La resistencia hace a muchos pueblos mirar un partido de fútbol y soñar que están ahí, de cara al enemigo, oponiéndose al juego, al viento que está totalmente en contra; por ejemplo, cuando América Latina apuesta por sí misma y golpea.

La resistencia inventa hijos. La resistencia vuelve a levantarte. La resistencia te descubre indignado. La resistencia te lleva a conquistar un título universitario pese a la mala calidad educativa, más aún si la bendita carrera que escogiste no te dará mucho de comer. La resistencia identifica a pésimos maestros que desprecian tus altas aspiraciones si no tienes la palabra de dios en tu corazón. La resistencia hace grandes a los que nacieron para ser nadies. La resistencia impele a las y los familiares a la búsqueda del hijo que nunca volvió a casa. La resistencia corrige errores.

Este algo hará avanzar al más desolado de los hombres y a la más triste de las mujeres. La resistencia, compañera de la adaptación, gemela de la evolución, te permite persistir en el mundo y labrar la piedra que más tarde sorprenderá a muchos.

°°°

Mientras escribo, hoy, 13 de julio de 2014, las tropas israelíes pisan nuevamente la Franja de Gaza. Los descendientes de los millones de judíos que murieron en cámaras de gas, de tifus, de inanición, de hambre, de miedo -con miles de comunistas, negros, homosexuales, y otros resistentes-; hoy siguen justificando el destierro y el asesinato de millones de palestinos que vivían en la después llamada Israel. La excusa es que siguen siendo los elegidos del Altísimo. La excusa es que fueron masacrados por los nazis. La excusa es que son la raza más productiva del mundo.

En El Salvador una de las iglesias evangélicas con más feligreses se apoda «amigos de Israel» y envía saludos de apoyo a los vulnerables israelíes. Nada dicen de los niños y las niñas, las mujeres, los ancianos y ancianas, los hombres, las y los jóvenes torturados, vejado o muertos. Son víctimas de Israel desde que a los sionistas les pareciera justo -luego de la Segunda Guerra Mundial- usurpar un territorio que podrían haber compartido sin más con el resto de palestinos, si lo que su dios ordenara fuese el amor.

A estas alturas del partido, poco vale si Hamás se muestra demasiado beligerante o no. Cuando hubo condiciones reales para la paz, la derecha judía más recalcitrante mandó a matar a su primer ministro, Isaac Rabin, por mostrarse demasiado endeble respecto al Estado judío. Esto ocurrió no hace mucho, en 1995. No satisfechos con los avances pro-israelíes de la década siguiente, arremeten de forma más sutil contra el Primer Presidente palestino, Yaser Arafat, líder reconocido por su ardua labor por la paz en Medio Oriente, quien murió en 2004. En 2013, médicos suizos confirmaron como causa de la muerte de Arafat, envenenamiento causado por la presencia fenomenal de una sustancia radiactiva llamada polonio 210. Ni hablar de las miles de víctimas desde que el conflicto palestino-israelí se intensificó.

No nos arriesgaremos a afirmar que la falta de amor provoca tanta destrucción. Hablemos, eso sí, de lo que nos hace andar y lo que nos hace estancarnos en la mentira y, peor aún en la ignorancia. En El Salvador se confirma que un gran porcentaje de la opinión real de las y los salvadoreños que andan en la calle, apoya la «causa» de Israel. No podía ser de otra manera, dirigidos por una ideología judeo-cristiana y por líderes religiosos que celebran su amistad con Sión organizando viajes anuales a Tierra Santa junto a miembros de su congregación.

Palestina ocupa escaso terreno en El Salvador, a pesar de que muchos «turcos» ocupan lugares privilegiados en la economía y la política salvadoreñas. Muy pocos respaldaron la lucha por la paz en Medio Oriente desde el principio. Quienes así lo hacen, palestinos y no palestinos, sólo pueden salir a las calles en pequeños y casi invisibles grupos o escribir alguno que otro grito en contra de la masacre. Conocimientos de esta índole siguen siendo propiedad privada, a pesar de que las puertas de la información se abren más frecuentemente.

Desde San Salvador, esperamos hacer algo más que escribir este palabrerío que muchos no leerán o no querrán leer. Este palabrerío que se ensancha mientras los criminales mastican -vacas excelsas- la carne, la sangre y el corazón de una humanidad que sigue siendo nuestra porque se resiste a la pérdida. Israel no está solo en el genocidio; Palestina tampoco: todos los desheredados estamos con ella. Esto es el amor.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.