La noticia, como todas aquellas que nos traen el doloroso augurio de la pérdida, me golpeó directamente en aquel rincón escondido del alma donde cohabitan, en jubilosa solidaridad, los dulces recuerdos de las cosas amadas junto a aquellos hombres y mujeres singulares de la vida, que he admirado y amado con profundo respeto a lo […]
La noticia, como todas aquellas que nos traen el doloroso augurio de la pérdida, me golpeó directamente en aquel rincón escondido del alma donde cohabitan, en jubilosa solidaridad, los dulces recuerdos de las cosas amadas junto a aquellos hombres y mujeres singulares de la vida, que he admirado y amado con profundo respeto a lo largo de mi intranquila existencia.
El miércoles 27 de enero de 2010 se ha hecho un día triste para mí, no solo por el vacío que ha dejado Joel Atilio Cazal al marcharse, sino porque he perdido a aquel amigo con el que compartí, vía e-mail en la mayoría de los casos, así como alguna corta visita en mi morada habanera, momentos de sano optimismo, de reafirmación revolucionaria y, sobre todo, de eterna fe en lo que nos hizo luchar en lugares y momentos diferentes, pero con el mismo objetivo y finalidad: la victoria de nuestros amados pueblos latinoamericanos.
Aunque trató de hacer ignorar a muchos la tenaz batalla que libraba contra la muerte, tuvo la confianza de hacerme partícipe de su enconado optimismo por derrotarla en desigual combate. Siempre me hacía llegar alguna nota sobre sus recaídas y sobre su empecinada resistencia. Siempre me hacía cómplice de su optimismo al pensar sobre todo en el mañana, al apoyarme en mis planes venideros. Se iba, es cierto, poco a poco, pero lo hizo como los hombres buenos, sembrando porvenir a toda costa.
Fueron 8 los meses en los que libró su último combate contra un cáncer despiadado que lo acorraló y al que él se enfrentó con el sencillo heroísmo que lo caracterizó toda su vida. Esa terca odisea por sobrevivir la explica con admiración uno de sus dos hijos, Raúl, de manera sencilla y directa, pero donde retrata como no podría hacerlo alguien de mejor manera: «Él no quería que nadie supiera de esta enfermedad porque es un hombre de hierro y aguantó todo el sufrimiento y no flaqueó hasta el minuto final. Tenía mucha esperanza y logró sobrevivir todos estos meses con entereza. Se sometió a la quimioterapia que le ayudó a vivir hasta que su cuerpo no respondió mas y eso fue hace apenas unas horas.»
Mucho tengo que agradecerle a Joel desde el tiempo que lo conozco. No solo su preocupación por enviarme un poco de café o de leche, simplemente por natural solidaridad, sino su apoyo a mis aspiraciones como periodista y por darme también la oportunidad de combatir con la palabra al entarimado mediático de nuestros enemigos desde las páginas de su amada revista Ko-eyú Latinoamericano. Pero le agradezco también haber tenido presente a mi Guatemala querida en cada momento de mayor dificultad para él, en su batallar diario contra el infortunio, al recurrir a los hermosos versos de Otto René Castillo, nuestro poeta mártir, contenidos en el inolvidable y comprometido poema «Vámonos Patria a caminar / yo te acompaño».
Sus seres más queridos enfrentaron junto a él su terquedad ante la muerte y su menosprecio hacia ella. Y esa hermosa familia, cultivada con su ejemplo, lo acompañó en el triste momento de la partida definitiva, esa que hemos experimentado aquellos que alguna vez nos hemos sentido separados con ingrata impotencia de los seres amados. De esa misma manera me sentí yo cuando mi padre se me fue de mi lado, sin poder despedirse tampoco de aquel amigo paraguayo y venezolano al que despido hoy con profunda tristeza.
No quisiera decir mucho de las cosas de Joel Atilio por no lastimar a su eterna humildad, pero lo cierto es que fue uno de los héroes que han pululado por nuestra amada América, entregándolo todo sin pedir algo a cambio. Esa estirpe de héroes sencillos y anónimos, nacidos solo de manera inobjetable en el seno heroico del pueblo, lo acogió en su lucha contra la dictadura de Stroessner y luego como combatiente del Movimiento Tupamaros. En ese avatar donde conoció las torturas y las heridas, las persecuciones y las amenazas, jamás claudicó ante el enemigo. Luego vendría su otra batalla, la de la denuncia, la de no quedarse callado ante las injusticias y de saber ponerle el dedo en la llaga a lo mal hecho.
Si fue valiente en el combate, también lo fue con la palabra. Desde la revista Ko-eyú Latinoamericano, fundada en 1979 en su exilio en Caracas, encontró una tribuna de denuncia y una forma de hacer prevalecer la verdad. No le importaron entonces los allanamientos, ni las amenazas, ni las torturas. Era un combatiente consumado que no se quiebra ante el enemigo.
Luego viviría entusiasmado el advenimiento de la justicia para los venezolanos, solo posible por primera vez en la historia de la patria hermana con la Revolución Bolivariana.
La Cuba, a la que siempre quiso como a su Paraguay, y su querida Venezuela, le dicen adiós a este ser maravilloso que amara entrañablemente también a la mujer amada y a sus hijos queridos. Toda América también lo despide orgullosa como a un hijo querido.
Sé que al irte, Joel Atilio, abriste los ojos desmesuradamente para tragarte en esa última mirada al mundo que amaste tanto y por el que tanto luchaste a la vez. Y la muerte te llevó de nosotros sin quejarte, ni doblegarte, como saben hacerlo los hombres de verdad. Los que te conocimos, siempre supimos que lo harías de esa manera.
Tu espíritu solidario vivirá en mí eternamente, amigo fiel y fraternal, como vive el de mi padre, tu amigo entrañable y compañero de batallas.
Te vas con la alborada, pues Ko-eyú significa «alborada» en guaraní, renacer, perpetuarse y no irse del todo. Te vas alegre y combativo, como lo hiciste aquel día 4 de diciembre, junto a Blanca, Arturo, Raúl, Mariana y Rocío, cuando optimista y terco, sin rendirte, gritaste con tu voz cansada y ronca: ¡Que viva Changó!
Para los que te extrañaremos cada día, nos reconforta el saber que siempre te mantendremos intacto y puro, combativo y eterno, en cada día de combate por venir y, sobre todo, en lugar donde uno aloja en el corazón al amigo bueno y maravilloso que siempre se preserva a toda costa.
Adiós, hermano, o…, mejor dicho, ¡Hasta la victoria siempre!
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.