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Adiós, Madrid (de banderas y patrias)

Fuentes: Rebelión

Los que me conocen, o han leído lo que he escrito al respecto, saben de mi dificultad para entender los fenómenos identitarios, en general, y territoriales, en particular; esta distante frialdad –excesiva para algunos compañeros–, al analizar, tanto los discursos, como las estrategias, que, desde la izquierda más cercana a mí, apoyaban el procès, por ejemplo, y que consideraban a Puigdemont, a Quim Torra o a Artur Mas (recuerdo las palmaditas en la espalda al amigo Mas del compañero David Fernández) o, incluso, a la ambiciosa y voraz clase media liberal representada por ERC –tal como me la describen algunos compañeros libertarios catalanes–, aliados de clase en la ideal consecución de una futura república socialista catalana o en la disolución del Régimen del 78, olvidando lo que esas élites son, han hecho y continúan haciendo en Cataluña, no es sencilla de explicar a quienes se sienten arrebatados por la ilusión de la nueva patria y las nuevas banderas.

Sí, lo reconozco, los abordajes nacionalistas e identitarios a las cuestiones sociales me dejan frío y estupefacto; ya tuve bastante con el una, grande y libre de mi infancia o con vivir, desde dentro, la experiencia de la destrucción de la vieja Yugoslavia (total, para nada). Considero que el único enfoque de los conflictos materiales, sociales y políticos desde la izquierda es el de clase. He escrito algunas cosas al respecto que me han enfrentado, por la radicalidad de mi visión en ese aspecto, a buenos compañeros; pero ese es el riesgo del pensamiento libre y de la dialéctica cultural y política, y lo asumo.

Pero lo que me gustaría hoy aquí es reflexionar sobre la posible causa de esta dificultad mía para vincularme emocionalmente con la identidad nacional o territorial. A menudo, he pensado en ello y siempre he llegado a la misma conclusión, es Madrid.

Me explico, más allá del hartazgo de bandera y de patria que me produjo el franquismo de mi infancia y de mi primera juventud, que me vacunó contra la roja y gualda, la españolidad y la entera hispanidad –los que vivieron aquel empacho me comprenderán–; más allá de que hable y me exprese en una lengua mayoritaria, que hablan casi cuatrocientos millones de personas en tres continentes e innumerables países y territorios; más allá del hecho de que mi madre fuese gallega y mi padre extremeño, y que, en mi segunda juventud, viviese y fuese feliz en dos estados que ya no existen y que recorriera y conociera varios más que también han desaparecido: todos por el tema de las banderas y de las patrias (con lo que confirmé, en vivo y en directo, que las banderas y las patrias, como vienen, se van, alegres y terribles, pero sin modificar ni un ápice la condición de explotados de los trabajadores de las viejas y de las nuevas patrias); más allá de todo esto, creo, hay una circunstancia fortuita que explica mejor esa frialdad mía con el tema de la identidad territorial, de las banderas y de las patrias, el ser de Madrid, el haber nacido y haberme criado en una ciudad, como era el Madrid de mi infancia y de mi juventud, sin límites precisos y abierta de par en par a quien llegase. ¿Quién era de Madrid?, decíamos, pues quien vive en Madrid, no importa de dónde venga ni a dónde vaya. Esa apertura total y espontánea al mundo de fuera; en realidad, el no tener mundo de fuera, pues todo el mundo estaba dentro, me marcó indeleblemente.

Tanto es así que, cuando vivía en el extranjero, cuando me preguntaban de dónde era, por lo común, respondía: de Madrid; y eso que nunca me avergoncé de mi pasaporte español, no le daba, de hecho, mucha importancia al asunto, pues, desde muy jovencito, intuí que la dignidad y el respeto es algo que se obtiene personalmente, que no te lo da ningún origen o documento; por eso, jamás he tenido ningún incidente en ningún país del mundo, ni me he sentido despreciado ni preterido, por mi origen y pasaporte, jamás; acaso porque la educación y las buenas maneras para con los otros es la mejor de las tarjetas de presentación.

Pues bien, hasta de ese leve e impreciso lazo sentimental a un territorio, a una ciudad, en este caso, me he desprendido, por fin, estos días, aunque ya llevaba tiempo esa larva del desapego creciendo en mi interior; y ha sido esta derecha inútil e inepta, paleta, casposa y fanática que la gobierna, estos fascistas sin saberlo o sabiéndolo; han sido los cientos de miles de madrileños obnubilados por el miedo y la mentira, o simplemente tan catetos y casposos como sus dirigentes, a quienes han votado y han llevado a sus poltronas; ha sido también esa estúpida e inepta izquierda madrileña incapaz de articular una respuesta a la altura de las circunstancias; han sido, pues, todos ellos, pero, sobre todo, esa general complicidad con la infamia de una buena parte de los madrileños, que contemplan impasibles los martillazos a la placa de Largo Caballero o el borrado de los nombres de las víctimas en La Almudena –entre otros incontables ultrajes–, o la vuelta de la violencia y chulería fascistas a sus calles, los que me han liberado definitivamente de mis últimos vínculos emocionales con la ciudad en que nací.

Así que aquel Madrid de mi infancia y juventud, como el Madrid que unas décadas antes, resistió sola, hasta el final, hasta la extenuación, el embate y asedio del ejército rebelde y de las terribles hordas del fascio internacional, quedarán ya como un hermoso sueño en mí, pues quizás tampoco nunca existieron, sino que fueron fruto del deseo, una pura ilusión y engañoso espejismo, como todas las patrias.

Estoy seguro, sin embargo, de que, si hubiese nacido en otras circunstancias, en territorios ocupados, o me expresase en una lengua minoritaria o perseguida, mi vinculación con la identidad territorial, tal vez, sería otra: pienso en Palestina, en el Sáhara Occidental, por ser referentes cercanos para mi generación y en nuestro imaginario político colectivo; o si fuese un miembro del pueblo Mapuche en el Chile actual, o habitante de la Amazonía, en el Brasil actual, por ejemplo. Pero, conociéndome, me temo que tendría muchos problemas con mis respectivas élites y nomenklaturas corruptas o maniobreras, y no creo que el origen o la lengua común lograsen restañar esa distancia insalvable; sería, tal vez, uno de esos raros y extravagantes luchadores por la causa palestina de Gaza y de Cisjordania que se sienten más cercanos de sus compañeros israelíes, que los hay, defensores de esa misma causa, que de sus respectivas élites nacionales.

Aun así, comprendo perfectamente a los compañeros que sienten esa ligazón tan emocional con su tierra y su lengua, en España también, como los compañeros gallegos que ven aún despreciada su lengua materna en su propio país. Ellos saben cómo los comprendo y los apoyo. Por eso también me explico perfectamente mi sostén incondicional, de joven, a ETA, cuando su estrategia era claramente de clase, política y militar; y mi rechazo y desprecio, luego, a esa otra ETA nacionalista y puramente militar que derivó en el delirio identitario y en el puro asesinato indiscriminado, normalmente, de trabajadores, aliada estrecha, en términos objetivos, del PNV y de la élite nacionalista vasca (“estos chicos”, los llamaban los gerifaltes nacionalistas, recuerdo).

Es, pues, desde mi condición de “ser sintierra”, de “apátrida de espíritu”, pero extremadamente respetuoso con mis iguales que, desde un sentimiento o situación de sometimiento, sienten esos lazos emocionales con sus territorios, desde la que puedo aportar algo y contribuir, si pudiese hacerlo, al pensamiento de izquierda; desde esa disposición espontánea y casi natural para sentir una vinculación material con cualquier trabajador del mundo, sea cual sea su lengua y su origen, como un igual y un hermano, por encima de quienes hablan mi lengua o tienen el mismo origen y pasaporte, pero que son mis enemigos de clase.

Es desde esa atalaya desde la que contemplo, en la distancia, pero de un modo tan solidario y cercano, al camarada Abdullah Öcalan y a los compañeros y compañeras kurdas de Rojava; y admiro su sabiduría y determinación para encontrar y ensayar una alternativa viable, desde una perspectiva revolucionaria de izquierda, creativa, práctica e inteligente (nunca me cansaré de repetirlo) al reto de la identidad territorial y de los estados nacionales, superando, por la vía de los hechos, la vieja contradicción en que la izquierda europea se encontraba, respecto de los estados nacionales y de las fronteras territoriales, desde la Gran Guerra.

Y es, también, desde esa disposición desde la que me parece un escándalo para la izquierda de toda Europa su impasibilidad (salvo honrosas excepciones), olvido e inoperancia ante la suerte de los millones de seres que malviven y mueren en los campos de exterminio de Grecia, de Turquía o de Libia, por nombrar algunos de los más terribles. Esa indiferencia nos retrata y nos define. El grito de esos desplazados del mundo, la inmensa mayoría, nuestros iguales, que allí mueren, se suicidan o enloquecen, mientras nosotros nos entretenemos con nuestras banderas, nuestras fronteras y nuestras patrias, nos cuestionan e invalidan como fuerzas de cambio y progreso.

Cuando oigo quejarse a un representante de nuestras izquierdas de las actitudes tomadas por Holanda y sus aliados con respecto a España y a los países del sur en el caso de los fondos del Covid19, pienso en su olvido culpable de esos millones de seres abandonados en nuestras fronteras. Algunos diréis que eso es populismo: que son cosas diferentes, que no se pueden mezclar. Eso mismo piensa el primer ministro holandés, Mark Rutte, cuando se le recrimina su indiferencia ante nuestra necesidad y su falta de solidaridad: son cosas diferentes, no se pueden mezclar, nos dice.

Es la lógica de las banderas y de las patrias, que no deja de ser una fría lógica de clase, la dominante, dirigida contra nosotros, los dominados: primero, lo nuestro; luego, lo nuestro también, pues, aparte de lo nuestro, no hay nada. Lo nuestro lo agota todo. Lo que sucede es que “lo nuestro” no es realmente nuestro.