A medida que el progreso material de las sociedades avanza, entregado a la dirección de las empresas tecnológicas, el índice objetivo de calidad individual de las personas desciende desproporcionadamente. Parecería un contrasentido, si se tuviera en cuenta que ha mejorado el bien-vivir considerablemente, pero no lo parece, en cuanto solo se trata de un aliciente confeccionado en interés del mercado. Las personas resultan irrelevantes al marketing comercial como individuos, solamente le interesan las masas consumidoras. Esto ha llevado a políticas mercantiles, y de las otras, dirigidas a procurar el adormecimiento general. A tal fin la doctrina capitalista en sus distintas dimensiones de actuación actúa sin contemplaciones, mientras por todas partes se habla de libertad y derechos, para que el personal se lo crea fielmente.
De las primeras deja constancia la entrega al espectáculo virtual generalizado. Animado por la publicidad y las modas, en beneficio de la creación de necesidades artificiales que animan la cuenta de resultados de las multinacionales. Aquí el adormecimiento masivo gira en torno a la cultura hedonista del consumo, lo que Lipovestsky llama satisfacción inmediata de necesidades, bienestar, comodidad y ocio, como medio para la búsqueda del placer. Mientras el adoctrinamiento consiste en fomentar por cualquier vía ese sentido hedonista de la vida. para que produzca beneficios empresariales y la gente se crea que vive en libertad, al menos para adquirir mercancías.
Por otro lado, cualquier observador confiado entendería que la política oficial va por mejor camino y no busca procurar el adormecimiento colectivo y, menos aún, que llegue a practicar el adoctrinamiento, como en el panorama comercial. Pero tal entendimiento se desvanece si se desciende al terreno de juego. Incluso en las sociedades progresistas de última generación, resulta que ya sin contemplaciones se declara que quien no comulgue con las verdades de la doctrina oficial ha de ser declarado reo de delito de odio, hoy considerado como una especie de cajón de sastre para meter en él las discrepancias del modelo oficial. Tal planteamiento resultaría aceptable en modelos políticos autoritarios, dictaduras y, en los nunca olvidados, totalitarismos, porque la doctrina es esencial para la conservación de cualquiera de estos regímenes, que han obligado a sus súbditos a renunciar a la libertad personal en interés de su elite política. Sin embargo, no parece estar bien visto en las sociedades que no solo proclaman compromisos de progreso, sino que se declaran garantes de la libertad de sus ciudadanos, por eso practican la doctrina dando rodeos, acogiéndose a la legalidad de circunstancias.
Los dogmas están ahí para abrirse al progreso falsificado y el que no crea en ellos es arrojado a la hoguera, como en los viejos tiempos. Se ha hecho un recopilatorio de creencias fundamentales y todos los siervos del sistema han de acatarlas sin la menor posibilidad de reflexión. Se trata de mostrar fidelidad y tener fe en el poder, dado que la cuestión gira en torno a inconsistencias. Ya no hay posibilidad de discrepar, porque la sabiduría dominante ha encontrado la verdad. El problema es que muchas de esas verdades están cargadas de estupideces, sinsentidos y tópicos, incapaces de soportar la tan cacareada validación científica, porque ella misma está afectada por el peso de la doctrina oficial.
Mientras las masas duermen plácidamente, la intolerancia doctrinal que amenaza sin contemplaciones la libertad y arrolla derechos ciudadanos ha sido bien recibida por los aficionados a mandar, puesto que en ella encuentran el respaldo para el desarrollo descontrolado de su voluntad de poder, en los modernos Estados llamados de derecho, puesto que les sirve de tapadera. No obstante, el imperio de la ley, al que se recurre al hablar de derecho, flojea. Apenas sirve aquella argumentación de los tres poderes, cuando resultan ser dos, y el ejecutivo-legislativo avanza para que el otro garante de los restos de libertad sea incluido en el mismo grupo y todos marchen al ritmo que marca la doctrina, para que el personal sea adoctrinado sin interferencias.
Si unos están ocupados con vender sus respectivos productos en el mercado y otros con mandar, la cuestión es quién apadrina la doctrina dominante y se encarga de diseñar dogmas o verdades absolutas. Aquí permanece agazapada la elite del poder del capitalismo que, a la sombra, diseña estrategias y promueve dogmas que sus emisarios empresariales y políticos se encargan de implementar, para que el sistema siga funcionando, soportado en unas masas fieles que acatan todo tipo de mensajes comerciales sin rechistar.