Cuando todos los años pido en clase a mis alumnos algún ejemplo de bien gratuito, siempre hay alguien que señala el agua. Es normal, porque en nuestra civilización rica del norte del planeta gastamos el agua como si fuera un recurso del que podemos disponer ilimitadamente. La dejamos correr sin miramiento, apenas si nos preocupamos […]
Cuando todos los años pido en clase a mis alumnos algún ejemplo de bien gratuito, siempre hay alguien que señala el agua. Es normal, porque en nuestra civilización rica del norte del planeta gastamos el agua como si fuera un recurso del que podemos disponer ilimitadamente. La dejamos correr sin miramiento, apenas si nos preocupamos del estado de los caudales y se nos hace difícil pensar que, en otros lugares, el agua cristalina que aquí podemos pagar en abundancia sea un bien sencillamente inaccesible.
La cantidad de agua que nosotros gastamos cada vez que vaciamos la cisterna del water es más o menos con la que cuenta la gente de los lugares más pobres del mundo para limpiar, lavarse, cocinar y beber durante todo el día. Cuatro de cada diez personas de las que habitan en este planeta (2.500 millones) carecen de agua suficiente y no tienen acceso a servicios sanitarios de ningún tipo y unos 1.000 millones de personas utilizan corrientemente agua insalubre.
Cada día mueren unos cuatro mil niños en el mundo por enfermedades como la diarrea u otras producidas simplemente por la falta de agua o por usar la que está contaminada.
Mientras que en un país rico cada habitante dispone de entre 130 y 150 litros diarios de agua, la media de los sesenta países con más poblemas de agua en el mundo no alcanzaría ni para el equivalente a una ducha de minuto y medio. Las mujeres de Africa recorren una media de seis kilómetros al día sólo para recoger agua mientras que las fuentes se secan paulatinamente. El Lago Chad se ha secado en un 95% en los últimos cuarenta años y el nivel del mar Aral ha bajado más de quince metros.
Es verdad que el acceso al agua ha aumentado en los últimos años pero en cantidades insuficientes frente al incremento de la población, lo que ha dejado las cosas igual o quizá peor. En Africa, por ejemplo, se han duplicado las situaciones de carencia y el horizonte general con el que nos encontraremos dentro de un cuatro de siglo es sencillamente dantesco. Según los datos que proporcionan los organismos internacionales especializados, en 2025 habrá unos 4.000 millones de personas en el mundo sin servicios sanitarios y el acceso al agua habrá empeorado en sesenta países.
Se calcula que actualmente hay unos 500 millones de personas que sufren el llamado estrés por falta de agua, es decir, que carecen de ella casi por completo, y que en 2025 esa cifra será de 3.000 millones.
Desde nuestra posición privilegiada es difícil hacerse una idea del efecto mortífero de esta carencia básica. Baste señalar, por ejemplo, que en Guatemala se llevó a cabo en 1998 una campaña para que la población se lavara las manos y que los organismos sanitarios calcularon que sólo así se habían evitado 325.000 muertes por diarrea. Puede parecer exagerado pero se estima que la mitad de las camas hospitalarias del mundo se ocupan por enfermedades vinculadas a la carencia de agua limpia o servicios sanitarios.
Lo sorprendente es que del agua se haya hecho una imagen de recurso ilimitado cuando, en realidad, es tan escaso. De todo el agua que hay en el mundo sólo el 25% es dulce y de ella el 74% está en glaciares o en los casquetes polares. Sólo el 0,3% es la que se encuentra en ríos o lagos y comienza a ser generalizadamente insuficiente.
Las razones de la carencia de agua son diversas y en su mayor parte evitables si se hiciera un uso más eficiente, racional y solidario de los recursos naturales.
En primer lugar, la progresiva escasez de agua la esta produciendo el destrozo medioambiental de nuestra civilización. La desforestación, la emisión de gases, el uso intensivo de los recursos y el cambio climático que provocamos altera los ciclos naturales y hacen que el agua escasee. En otros casos se contamina por pesticidas y excesos de fertilizantes de modo que se convierte en un peligro letal para millones de personas.
En segundo lugar, el agua se despilfarra sin descanso, sobre todo, en los lugares más ricos del planeta. Se calcula, por ejemplo, que se desperdicia alrededor del 60% de la que se destina al riego y proporciones semejantes en canalizaciones urbanas que apenas si tienen mantenimiento y control. Sólo ahorrando el 10% del agua que se tira se podría duplicar el abastecimiento en áreas que padecen escasez. Como en tantas otras ocasiones, los pobres son cada vez más pobres como consecuencia de su propia pobreza.
Finalmente, hay que tener en cuenta que la conversión del agua en un recurso mucho más que estratégico ha despertado la voracidad comercial de las grandes empresas multinacionales y se está buscando la privatización generalizada de su distribución.
En los últimos años, el Fondo Monetario Internacional obligó a casi veinte países a privatizar sus servicios de agua. Con la excusa de que los mercados deben ser libres, se ha permitido que grandes empresas se hagan con el negocio, lo que reporta grandes beneficios.
Sin embargo, estos beneficios se consiguen a costa de una menor provisión porque los precios son mucho más altos, e incluso provocando un efecto sanitario terrible: cuando las familias de los lugares más pobres dejan de tener suministro porque no pagan los recibos utilizan el agua amontonada, lo que acarrea las enfermedades y muertes que he reseñado. El mercado mata.
Igual que el petróleo fue el recurso estratégico del siglo XX, el agua va a serlo en el que vivimos. Y de una forma sigilosa se está preparando el escenario mercantil que va a permitir que los poderosos controlen sus fuentes en todo el planeta.
Desde que terminó la segunda guerra mundial se han producido casi 50 intervenciones militares vinculadas a problemas con el agua y en estos momentos hay unos 640 conflictos de todo tipo por esa causa. Si no lo arreglamos, vendrán muchos más en el futuro inmediato.
Sólo un dato para terminar: darle agua a toda la población mundial costaría hoy día unos 60.000 millones de dólares. Unos 20 días de gasto militar mundial o menos de la tercera parte de lo que lleva gastado Estados Unidos en la guerra de Irak.
Hay muchas formas de matar, docenas de vías para exterminar a los miserables y al final vamos a elegir la más cruel: hacer que se mueran de sed. No hay otra explicación de lo que está comenzando a pasar.
Juan Torres López (www.juantorreslopez.com) es Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga (España) y colaborador habitual de Rebelión