Un viejo cuento advierte que, tras muchos avisos falsos, nadie cree en una nueva advertencia. Que tendemos a «naturalizar» la amenaza y con ello nos desmovilizamos y quedamos vulnerables. Que la «moraleja» es no ir por la vida vociferando peligros porque, cuando finalmente aparezcan, seremos presa de nuestros descreimiento. Por eso, toda lucha que se […]
Un viejo cuento advierte que, tras muchos avisos falsos, nadie cree en una nueva advertencia. Que tendemos a «naturalizar» la amenaza y con ello nos desmovilizamos y quedamos vulnerables. Que la «moraleja» es no ir por la vida vociferando peligros porque, cuando finalmente aparezcan, seremos presa de nuestros descreimiento. Por eso, toda lucha que se precie de organizada cuenta con «inteligencia», contraespionaje y centinelas. Nadie, en sus cinco sentidos, se sienta a esperar lo que dice el enemigo para, entonces, tomar medidas defensivas. Los pueblos, también, han aprendido de sus derrotas.
Donald Trump, entre sus múltiples patologías imperiales, ha profundizado la táctica guerrera de vociferar, sin pudor pero con impunidad, amenazas sistemáticas «a los cuatro vientos». Tiene destinatarios en todos los puntos cardinales y en todos los rincones del planeta. Bravuconea, aquí y allá, con la soltura que le da cierto histrionismo de mercado junto a los manuales «mediáticos» que le proveen sus socios y sus cómplices adyacentes. Una y otra vez, en le «tele», en la radio, en la prensa, en las «redes sociales»… directamente o por interpósita persona. La cosa es tirar ráfagas de amenazas cargadas con el tufo mercantil de su «alma mater» belicista y su incontinencia de ego. Todo junto es, de hecho, una forma de la guerra que es, siempre, primero económica y luego todo lo demás.
Ninguna de las amenazas imperiales es ingenua, aislada o simple «advertencia». Cada palabra, cada gesto con sus énfasis y direcciones es parte de un despliegue de batalla cargada de «sentido» destructivo. Cargada con la moral del opresor que se dirige al mundo henchido de autoritarismo guerrerista y mercantil que se desliza sobre la lógica de los negocios bélicos del imperio. Y aunque eche mano de mascaradas demagógicas que manosean conceptos «humanitarios», «democráticos» o mesiánicos… el mensaje crudo y duro no es otro distinto al interés del saqueo de riquezas naturales, esclavización de la mano de obra y abatimiento de la dignidad de los oprimidos. Lo hemos visto miles de veces.
En la cadena de amenazas que el imperio dirige contra los pueblos, se incuba una «filosofía de la destrucción» diseñada para martillar la conciencia social. Para derrotarnos de «antemano», para hacernos sucumbir por el engaño y por el miedo. Es una semiótica del invasor que pretende instalar en la cabeza de los pueblos amenazados, la impotencia, la desesperación y la resignación agradecida. No se trata sólo de asustarnos, se trata de que le demos la razón; de que le aplaudamos y de que adoptemos como herencia para nuestros hijos, la mansedumbre servil a los intereses imperiales. Y lo hagamos de manera duradera y rentable.
Es la parte «psicológica» de las guerras actuales ideadas por el capitalismo que anhela dominar al mundo ahorrando dinero o alcanzando sus objetivos a bajo costo. Pero es la guerra misma desplegándose sistemáticamente pero disfrazada de «advertencia» pura. Disfrazada de palabrerío bravucón o de «evangelio» justiciero. No se privan de hacer gestos compungidos preocupados por la «libertad», preocupados por la «justicia» o preocupados por los «derechos humanos». No economizan en desplegar sus batallones de «predicadores» que con tono académico, con tono sacerdotal, con tono leguleyo… repiten y fortalecen los enunciados invasores preparados meticulosamente por los laboratorios de guerra psicológica creados exprofeso. Muchos de ellos disfrazados de «noticieros», «agencias de noticias» o «líderes de opinión».
Esa es la historia, contada de manera sintética y esquemática, se ha repetido una y otra vez hasta el hartazgo como protocolo de las antesalas invasoras. Pero ninguna de esas ofensivas viaja sola, siempre se acompaña con un decreto que acusa a los pueblos de «amenaza»; siempre cuenta con una sanción económica, un castigo político y una metralla de vociferaciones descalificadoras, insidias, calumnias…contra los pueblos, sus líderes y sus luchas. Todo eso es parte de una guerra de invasión operando en los frentes objetivos y subjetivos. No nos engañemos es la lucha de clases en sus escala imperial. ¿Ahí viene el lobo? A veces llega disfrazado como «deuda externa».
Una y otra vez hemos dicho y ratificado, en frentes muy diversos, que la mejor defensa es el ataque. Que no debemos creer «…ni un tantito así» en el imperio. Que no podemos basar nuestras acciones en los decires y haceres imperiales y que es imprescindible desplegar nuestras mejores tácticas y estrategias en todo el espectro de las hipótesis de guerra si no queremos incurrir en los errores de otro tiempo y en los costos dolorosísimos que ya los pueblos han pagado por sus desventajas y sus asimetrías a la hora de la lucha.
La sola existencia de los imperios es razón ética suficiente para organizar nuestra defensa. No esperemos a que los bravucones fijen fecha y modo de atacarnos. No tenemos por qué creerles, en sus métodos ni en sus tiempos, ni tenemos tiempo que perder cuando sabemos, bien que los sabemos, cómo querrán infiltrarnos sus anti-valores, sus armas y su lógica de la muerte. Tenemos una historia de resistencia y victorias extraordinarias pero tenemos también flancos débiles y tareas no cumplidas. Destacan las debilidades en materia de Comunicación y Cultura como frentes de fragilidad que de no resolver con urgencia pueden ser errores suicidas.
El lobo ha estado ahí siempre. Es falso que estemos en etapa sólo de «amenazas», la guerra esta en desarrollo y eso modifica todos los escenarios en tierra, aire, mares y cerebros. Nos asiste el derecho histórico fundamental de defendernos con todo lo que tenemos y todo lo que consigamos; con la solidaridad internacionalista, con uñas y con dientes. Lo único que no podemos ni debemos hacer es ser ingenuos, quedarnos de brazos cruzados, confiar en en lo que el enemigo dice y desperdiciar la oportunidad de la autocrítica. Ahora o nunca nuestras deficiencias deben ser superadas, fraternalmente y en clave de lucha, sin des unirnos, sin debilitarnos, sin autocomplacencias, sin demoras y sin miedo. Frente al imperio la único que podemos perder son nuestras cadenas. Un mundo nuevo esta por ser ganado, esta vez, sin amos y sin clases sociales. Nada menos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.